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El juez en su causa/Acto III

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El juez en su causa
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Sale[n] OTAVIO y ARMINDA .
OCTAVIO:

  No se entiende, Arminda mía,
con un recién desposado
eso que llamas enfado.

ARMINDA:

Amor teme.

OCTAVIO:

Amor confía.
  Este que yo puse en ti
de la patria me olvida,
que el bien es la más querida
y éreslo tú para mí.
  No tengas miedo que vuelva,
ni como temes, te deje,
que no hay amor que aconseje
que a enojarte me resuelva.
  Ya tengo mi patria en ti
después de mi casamiento,
porque dice el pensamiento
que nací donde te vi.
  En estas islas te vieron
mis ojos, aquí he nacido,
que desde ser tuyo he sido,
tal ser tus manos me dieron.
  Deja de mostrar tristeza
con celos de mi partida,
que tú, mi bien, me das vida,
la patria naturaleza.
  No tengo qué desear,
contento vivo por ti.

ARMINDA:

De mi desdicha temí
que te habías de ausentar.
  Pero si soy tan dichosa
que aquí te quedes, mi bien,
deme este mar parabién
de que soy tu amada esposa.
  Que como dél soy señora,
ya estaba temiendo el día
en que pasarte tenía
donde refieres agora.
  Siéntate en su orilla fresca
o entra si quieres en él,
en ese hermoso bajel
para que goces su pesca.
  Si no quieres alejarte,
aquí hay barco en que a su orilla
verás cubierta la quilla
de peces para alegrarte.
  Si más te alegra la tierra,
por todo aqueste horizonte
se cubre de caza el monte,
cosa imagen de la guerra.
  Aquí el oso, aquí el venado,
aquí el jabalí furioso,
el conejo temeroso
que mide a saltos el prado
  te convidan y te llaman,
o por las verdes riberas
de aquel río las ligeras
aves que los bosques aman.

ARMINDA:

  Tira al águila en las peñas,
en el monte a la perdiz,
reclama la codorniz
con falsos silbos y señas.
  Y si quieres que alcancemos
de los olmos ruiseñores,
o que dos nidos de azores
de aquella peña bajemos
  te podrás entretener
después, mi vida, en criallos,
porque también de enseñallos
puedes recibir placer.
  Esto, mi bien, para el día,
que las noches no podrás
entretenerte si estás
cansado en mi compañía.
  Pero como no lo estés
y estés contento casado,
patria y mujer has hallado.

OCTAVIO:

Beso mil veces tus pies.
  No quiero entretenimiento
sin ti, que fuera agraviarte,
porque no puede haber parte
mayor que mi pensamiento.
  Y ese todo vive en ti
sin discurrir a lugar
que sin ti le pueda hallar.

ARMINDA:

Ya viene Reinaldo aquí.

(Sale REINALDO .)
OCTAVIO:

  Tú seas tan bienvenido
como has sido deseado.
¿Qué hay de Ibernia? ¿Qué hay del Rey?
¿Qué hay de Leonida y mi hermano?

REINALDO:

Primero quiero, señor,
que me digas si casado
estás con la Infanta.

OCTAVIO:

Estoy
en posesión de sus brazos.

REINALDO:

Quiero darte el parabién
antes que decirte el caso
que es parabién tuyo y nuestro.
Tuyo porque el bien es tanto,
y nuestro porque serás
de nuestras islas amparo.
([Aparte.]
¡Ay de mí!, no sin razón
temí en ausencia este daño;
casose Arminda, ¿qué haré?

OCTAVIO:

¿No prosigues?

REINALDO:

Si dilato
la nueva no fue sin causa,
porque tras haberte dado
el parabién, viene mal
referirte tristes casos.

OCTAVIO:

Ya con decir que son tristes
me le refieres tan claro
que callando hablaste más
que pude entenderte hablando.

REINALDO:

Llegó el Rey, tu hermano, a Ibernia,
entró por su casa Albano,
Leonida le recibió
en su pecho alegre y casto.
Pero llevando en el suyo
el rigor determinado
de dar muerte a su inocencia,
mostró señales de agravio.
Y en fin, partiéndose a un monte
dejó a un capitán mandado,
no sé si diga su nombre,
que fuera mejor callarlo.
Como el de Eróstrato fiero,
que abrasó el templo sagrado
de Diana, mas si al fin
la fama ha de publicarlo...
Bien pienso que le conoces
porque se llama Rosardo.

REINALDO:

Este, entrando en su aposento
por orden del Rey tirano,
y dando muerte sin culpa
a un caballero gallardo
que se llamaba Fineo
por dar fuerzas al engaño,
no halló la Reina, mas luego
la fue siguiendo y hallando
nuevas dicen que la dio
la muerte en medio de un campo.
Vino de la caza el Rey
y, aunque los cuerpos no se hallaron,
publicó la muerte al pueblo
sin luto y con rostro airado.
Escribió a todos sus grandes
y a sus ciudades el caso,
mas ni las ciudades ni ellos,
ni el hidalgo ni el villano
dieron crédito al suceso,
antes, con funesto llanto,
las obsequias de Leonida
en secreto celebraron.

REINALDO:

Desde allí muy pocos días
propuso el Reino su hermano,
que estaba sin heredero
y ellos mismos le rogaron
que se casase muy presto,
y el muy necio y confiado
les dijo que ya lo estaba
con Arminda, declarando
con grandes fiestas a Arminda,
por Reina, y de su retrato
debe de haber en Ibernia
a estas horas mil traslados.
Bien es verdad que mormuran
algunos, pero pensando
el peligro dicen bien,
bien de un mal tan declarado,
¡oh!, que vi de lisonjeros
aquello mismo aprobando
que en secreto maldición
en los patios del Palacio.
Al fin Leonida murió
sin honra y sin culpa, Otavio,
que tanto puede un deseo
en un pensamiento ingrato.
Con esto y algunos días
vino hermoso al tiempo, cuando
corre la dorada aurora
con manos de marfil blanco
las orientales cortinas
por donde asoma sus rayos
al sol, que dormió la noche
en la cama del ocaso.

REINALDO:

Se vio la mar coronada
de naves, urcas y barcos,
todos cubiertos de velas
y tendales de damasco.
De las entenas pendientes
tantos estandartes varios
que de lejos parecían
un ejército formado.
Las cajas y las trompetas
clavan ecos al mar cano,
que de bullir con la espuma
encanean los peñascos.
Aquí el Rey entró contento,
de galas y armas gallardo
para casarse galán,
para guardarse soldado.
Él viene con este intento
y llegando al desengaño,
si Arminda las manos niega,
habrá menester las manos.
Mirad lo que habéis de hacer,
pues decís que estáis casados,
que un poderoso ofendido
querrá castigar su agravio.

ARMINDA:

¿Que a casarse viene el Rey?

OCTAVIO:

¿Que mató mi fiero hermano
a la inocente Leonida?

REINALDO:

Ya es tarde para pensallo,
tomar las armas importa
para defenderle el paso,
que antes que se acueste el sol
querrá tomar puerto, Otavio.

OCTAVIO:

No te entristezcas, esposa,
fía de mis fuertes brazos,
pues que fiaste la vida,
la tierra que está a mi cargo.

ARMINDA:

Contigo no tengo miedo,
si fuera Albano, Alejandro.

OCTAVIO:

¡Armas, caballeros nobles!,
¡al arma, isleños hidalgos!

REINALDO:

Yo pienso, enemigo fiero,
ponerte presto en sus manos,
pues que no pude matarte
cuando estaba concertado,
que no has de gozar de Arminda
por cuyos celos me abraso.

ARMINDA:

Trompetas suenan, ya llega.
¡Al arma, al arma, vasallos!
¡No tome puerto en la isla
el león sangriento Albano!

(Vase y entra[n] ROSARDO y TIBERIO .)
TIBERIO:

  Sosiega un poco.

ROSARDO:

No puedo,
porque me aprietan de suerte
tristezas, que de mi muerte
viene a ser la sombra el miedo.

TIBERIO:

  ¿No quedaste a gobernar
a Ibernia, su Rey ausente?
¿Qué te entristece?

ROSARDO:

La gente,
el ver, Tiberio, el hablar.
  Como he visto que va el Rey
a casarse tan contento
y que aqueste casamiento
es injustísima ley
  en un hombre de valor,
pues apenas cesa esta,
la sangre a quien tuvo ya
obligación, sino amor.
  He dado en pensar que fue
muerta la Reina sin culpa,
con mentirosa disculpa
de que fue ingrata a su fe.
  Y con este pensamiento,
por haber ejecutado
su muerte, a tiempo he llegado
que nadie me da contento.
  ¡Ay, Tiberio, qué de cosas
resultan de un loco amor!

TIBERIO:

No carecen de temor
historias tan sospechosas.
  Y si te digo verdad,
la santidad de la Reina,
de todo este reino, reina
en la común voluntad.
  No hay hombre de condición
tan vil que no haya sentido
su muerte injusta, y tenido
a su virtud compasión.
  Porque en los reinos estraños
que no saben su valor,
los engaños de su honor
no los tendrán por engaños.
  Esta tristeza, Rosardo,
el temor hizo encubrilla,
que aun para solo decilla,
Dios sabe que me acobardo.
  Pero como tú la tienes,
atrevimiento me dio
para hablar, que bien sé yo
que sin tener culpa vienes
  a ser mal quisto de todos,
pues que deste Rey mandado,
como mandado forzado
y seguro de mil modos,
  diste la muerte a Leonida.

ROSARDO:

Para saber que fue injusta
su muerte y disculpa justa
de aquella inocente vida,
  ¿qué más testigos que ver
los miedos desde aquel día
que aflojan el alma mía?,
pues cuando llego a comer
  parece que su cabeza
sangrienta en el plato está;
¿de qué temblando me da
esta congoja y tristeza?
  Si duermo sueño que estoy
matándola, y si despierto,
como veo que la he muerto,
llanto en disculpa le doy,
  ¿qué haré?

(Entra FENISO , caballero.)
FENISO:

¿Qué hacéis desta suerte,
con tanto descuido aquí?

ROSARDO:

No hay voz, Tiberio, que a mí
no me parezca la muerte.
  ¿Qué hay, Feniso?

FENISO:

Que ha llegado
del rey de Escocia la armada
al puerto, y de armada amada
pienso que el nombre ha trocado.
  Porque de todos ha sido
recibida de manera
como si el Rey mismo fuera,
que en otra a casarse ha ido.
  Y desto dan por razón
que fue muerta injustamente
la Reina y que el Rey ausente
mandó matarla a traición.
  En fin, tantos se han juntado,
Rosardo, al rey escocés,
que mayor número es
que el que se ha desembarcado.
  Él marchó y da por tu vida
cien mil escudos, pregón,
aunque injusto, con razón
por ser padre de Leonida,
  si aguardas triste de ti.

ROSARDO:

¿Ves, Tiberio, claramente,
que era Leonida inocente
y que viene contra mí?
  ¿Ves como el Rey me engañó?
¿Ves como soy, mi tristeza
justa, y que el castigo empieza
que por él padezca yo?
  ¿Qué me aconsejas?

TIBERIO:

Que huygas
en hábito disfrazado;
defenderte es escusado.
Pocas son las fuerzas tuyas
  y en fin te falta razón,
que es el mejor capitán.

FENISO:

El consejo que te dan
es tu vida y opinión.
  Déjale el reino al de Escocia,
venga el Rey y de su culpa
proponga el reino disculpa.

ROSARDO:

Si en tanto que el Rey negocia
  su casamiento, pudiera
defenderle esta ciudad,
siquiera de mi lealtad,
el digno ejemplo se viera.
  Pero no pudiendo ser,
vuestro consejo me anima.

TIBERIO:

La vida, Rosardo, estima,
deja que venza el poder.

ROSARDO:

  Venid conmigo.

FENISO:

Contigo,
Rosardo, iremos los dos.

ROSARDO:

La inocente sangre a Dios
está pidiendo castigo.

(Vanse y tocan dentro arma y salgan ARMINDA en corto con bastón, y OTAVIO y soldados huyendo.)
ARMINDA:

  Tomó puerto a mi pesar.

OCTAVIO:

No le pude resistir.

ARMINDA:

¿Qué habemos de hacer?

OCTAVIO:

Morir
en la ribera del mar.

ARMINDA:

  Para morir, ¿qué importaba
huir y dejarle el puerto?

OCTAVIO:

Porque un hombre, en siendo muerto,
con su obligación acaba.

ARMINDA:

  La gente es poca, esta fue.

OCTAVIO:

Gran gente ha desembarcado;
el lugar está cercado,
el lugar defenderé.
  Que quien por ti dio la muerte
a su mujer tan tirano,
mejor la dará a su hermano
por gozarte desta suerte.
  Él viene marchando ya:
¡alto a la ciudad, soldados!

ARMINDA:

El muro es fuerte.

OCTAVIO:

¡Qué airados
vienen!

ARMINDA:

¡Cierra!

OCTAVIO:

Ya lo está.

(Vanse y sale[n] el rey ALBANO y gente suya, desnudas las espadas.)
ALBANO:

  ¡Ánimo, soldados míos,
mueran, mueran los cobardes,
que de infame capitán,
también es la gente infame!
¡No quede un tosco piloto,
no quede un paje en las naves,
todos me seguid, que a todos
quiero dar premios iguales!
¿Hay semejante traición?
¿Hay desdicha semejante?
¡Arminda casada, cielos!
Era mujer, fue mudable.
Pero yo, ¿de quién me quejo,
si he dado la muerte a un ángel?
Mejor mi traición ha sido,
hoy quiere Dios castigarme.
¿Quién duda que clama al cielo
aquella inocente sangre,
derramada injustamente
por mis manos desleales?

ALBANO:

Presente a los ojos tengo
aquella sangrienta imagen,
aquellos honestos ojos,
dulces, castos, agradables.
¡Oh, qué mal hice! ¡Oh, qué feo
retrato a mis culpas hace
el vano arrepentimiento
que llega en los daños tarde!
¡Oh, fiero hermano cruel!,
¿cómo pudiste casarte
sabiendo lo que me cuesta
esta mujer arrogante?
Y tú, fiera, ¿cómo fuiste
en mis conciertos tan grave
y tan fácil en los suyos?
¡Ah, cielos!, ¿que te casaste?
Que te casaste, enemiga,
más que la mar libre y fácil.
¡Arminda casada, cielos!
Era mujer, fue mudable.
¡Quién supiera esta desdicha
crüel para reportarse
en tan estraño delito,
en desatino tan grande!
¡Con qué gusto me embarqué,
qué tranquilo, qué tratable
estuvo el mar y los vientos
qué blandos y qué suaves!

ALBANO:

Parece que la fortuna
para gobernar la nave,
en la bitácora puesta,
llevó la aguja delante.
El favor y el buen suceso,
asentados por los cables,
parece que a la faena
holgaban de levantarse.
Salva me hicieron los peces,
y de perlas y corales
las ninfas del mar vestidas
salieron a visitarme.
Dábanme mil parabienes
mar, peñascos, peces, aires,
hasta el cielo se alegró
con templanza favorable.
Sola tú, triste enemiga,
quieres que en la tierra pase
la tormenta, que en la mar
permite amor que me falte.
Cruel Otavio, ¿qué es esto?
Tú, hermano, y tú me engañaste,
Arminda casada, ¡cielos!
Era mujer, fue mudable.

(Aparécense en el muro ARMINDA , OTAVIO y gente.)
CAPITÁN:

Señor, al muro se han puesto,
¿no conoces a los dos?
¡Llega, acércate presto!

ALBANO:

¡Dices la verdad, por Dios!
¡Ah, fiero hermano!, ¿qué es eso?
  ¡Ah, fiera Arminda cruel,
tú con Otavio!

ARMINDA:

¿Qué quieres?
Caseme y estoy con él.

ALBANO:

Eso tenéis las mujeres,
mas quiero quejarme dél,
  que pedirte a ti lealtad
es pedir al mar quietud,
a la venganza piedad,
a la hermosura virtud
y a la lisonja verdad.
  Di, fiero hermano, si aquí
para guarda te dejé
de Arminda en tanto que fui
donde a Leonida maté
por ella, ingrato, y por ti.
  ¿Qué te ha podido mover
para escurecer tu nombre?
Que de ti debo tener
queja, que al fin eres hombre,
que Arminda al fin es mujer.
¿Cómo te casaste, ingrata?
¿Es de hermanos este trato?
¿Es de nobles? ¿Es de amigos?

OCTAVIO:

No, Rey, sino de enemigos,
nombre con que yo te trato.
  Que desde que injustamente
fuiste a dar muerte, ¡inhumano!,
a tu mujer inocente,
juré de no ser tu hermano,
ni de serlo eternamente.
  Fuera desto presumí
que nunca lo ejecutaras,
que llegado allá creí
que el pensamiento mudaras
tan mal engendrado aquí.
Y dime cuál fue mayor
deste mío o de tu error,
si entrambos amor los hace;
el que dese injusto nace
o el que de mi justo amor.
  Tú has dado muerte a una santa,
casta y honesta mujer,
cosa que en decirla espanta,
y yo libre a pretender
para mi mujer la Infanta.
  Tú sangriento, yo galán;
tú casado, libre yo;
responde, ¿a cuál culparán?
Ella lo cierto escogió,
todos contentos están.
Demás, que no será cierto
que a tu mujer hayas muerto
y es fácil de imaginar,
pues te ha dejado la mar
tomar en las playas puerto.
  Que si allá muerto la hubieras
nunca a estas islas pasaras,
porque entre sus ondas fieras
eterno sepulcro hallaras
antes de ver sus riberas.
  Pero ya que estás aquí,
que sea muerta o no lo sea,
¿qué es lo que esperas de mí?
Casado estoy, ¿qué desea
tu crueldad?

ALBANO:

Mostrarla en ti.

OCTAVIO:

¿En mí?, ¿cómo puede ser?

ALBANO:

Quitándote esa mujer
que pienso llevar conmigo.

OCTAVIO:

Y yo a ti darte castigo
de tu loco proceder.

ALBANO:

  ¡Salid, infames!

OCTAVIO:

Valiente,
espera, que ya saldremos.

ARMINDA:

¡Y yo a matarte, insolente!

OCTAVIO:

Ven, Arminda, y nuestra gente
para salir aprestemos.

(Quítanse del muro los dos.)
ALBANO:

  ¡Salid, villanos, y veréis el pago
que doy a vuestro loco atrevimiento!

(Sale REINALDO .)
REINALDO:

Disculpa tengo, pues por celos hago
esta traición.

CAPITÁN:

¿Quién va?

REINALDO:

Quien tiene intento
  de dar al rey de Ibernia su enemigo.

CAPITÁN:

¿Oyes este soldado?

ALBANO:

Estoy atento.

REINALDO:

Haré como tú quieras lo que digo.

ALBANO:

  ¿Pues qué puedo querer más justamente
que dar a este villano su castigo?

REINALDO:

Ven conmigo si quieres que lo intente,
  que aquesta noche a la ciudad y Otavio
tendrás en tu poder.

ALBANO:

¡Al arma, gente!,
que ya vuelven los cielos por mi agravio.

(Vanse y salen ELISO y SILVANO , pastores, LUCINDO y la reina LEONIDA , en su hábito de hombre con espada.)
ELISO:

  ¿Quién dejará de mostrar
sentimiento en tu partida?

LEONIDA:

Quien ha estimado la vida
que el cielo me quiso dar.
  Quien me vio mortal, amigos,
y ya con salud me ve.

SILVANO:

Plegue a Dios que firme esté
y que a vuestros enemigos
  les falte siempre, alomenos
contra vós, y pues tenéis
vida, mirad que tratéis,
señor Florante, con buenos.
  Huid el rostro de amigos
falsos, para el bien inciertos,
que los amigos ciertos
son fáciles enemigos.
  No os fiéis de lisonjeros,
de ambiciosos y arrogantes,
que más valen ignorantes,
humildes y verdaderos.
  Hablad poco y advirtiendo
delante de quién lo habláis;
haced y no respondáis,
que es levantarse perdiendo.
  Delante de los criados
no hagáis cosa que os importe;
de favores de la Corte
nunca vistáis los cuidados,
  porque es vestirlos de viento.
Las promesas señoriles
tened por plumas sutiles,
que esto no es atrevimiento.
  No escribáis, que no miréis
seis veces lo que firmáis,
y aunque al amigo escribáis,
del enemigo no habléis.
  Vuestro secreto guardalle
sin darle a nadie a entender,
especialmente a mujer,
porque es echarle en la calle,
  que con este advertimiento,
aunque de errado villano,
en ese mar cortesano
llevaréis en popa el viento.

LEONIDA:

  No fue, Silvano, mi herida
por mi culpa.

SILVANO:

Así lo creo,
y os hablo con el deseo
que tengo de vuestra vida.
  Recibid la voluntad
y pues os vais a la guerra,
desta choza y desta sierra,
aunque humilde, os acordad;
  y el cielo vaya con vós.

LEONIDA:

Ese mismo os satisfaga;
esta cadena, aunque es paga
humilde, tomad, y adiós.

ELISO:

  Señor Lucindo, mirad
por la vida de Florante.

LUCINDO:

No hay cosa más importante
para mi amor y amistad.
  El cielo os pague el cuidado
que os ha dado su salud.

ELISO:

Habláis de vuestra virtud
y entendimiento enseñado.
  Ea, buen viaje, y a Dios
que os libre de hombre fingido.

LEONIDA:

No os quejaréis de mi olvido
si vivo, Eliso, los dos.

(Vanse los pastores.)
LEONIDA:

  ¡Qué buena gente!

LUCINDO:

Y qué tal;
yo te juro que en ciudades
no viven estas verdades.

LEONIDA:

Allá no hay cosa leal.

LUCINDO:

  ¿Qué es lo que piensas hacer?

LEONIDA:

Haber, Lucindo, sabido
que el rey de Escocia ha venido,
y que tomó puerto ayer,
  me obliga a seguir la guerra,
y en su ejército he pensado
ser de una ocasión soldado,
que tanta piedad encierra
  porque todo el reino dice
que era la Reina inocente.

LUCINDO:

Él se mueve justamente.

LEONIDA:

Tanto siempre satisfice
  mi voluntad de la fama
y costumbres de Leonida,
que a vengar su honesta vida
justa inclinación me llama.

LUCINDO:

  ¿De quién se quiere vengar
su padre?, el de Ibernia ausente.

LEONIDA:

De aquel traidor insolente
que ha quedado a gobernar
  su reino en ausencia suya,
que fue, quien ciego de amor,
dio causa al Rey su señor
de que esta sospecha arguya.

LUCINDO:

  ¿Y si el Rey vuelve casado
con Arminda, que es por quien
dicen que es ido?

LEONIDA:

También
quedará del Rey vengado
  cuando sin reino se vea.

LUCINDO:

¿Pues sus vasallos querrán?

LEONIDA:

Tan lastimados están
que cada cual lo desea.
  Cajas suenan.

LUCINDO:

Por aquí
debe de marchar Ricardo.

LEONIDA:

¡Oh, qué ejército gallardo!

LUCINDO:

¿Trae luto?

LEONIDA:

Pienso que sí,
  y de armas negra sobrél,
armado el cuerpo.

LUCINDO:

Piedad
de padre.

LEONIDA:

Dices verdad,
muestra el sentimiento en él.
  No trae blanca otra cosa
que la barba y el cabello.

LUCINDO:

A lágrimas mueve el vello
en venganza tan piadosa.
  Negra trae las banderas,
aun no hay pluma de color.
¿Lloras?

LEONIDA:

Soy tierno, es amor,
que justa venganza esperas.

(Salen soldados marchando, vestidos de luto y bandera negra y RICARDO , rey viejo de Escocia y FINEO , el que hirió ROSARDO .)
RICARDO:

  Estimo haberte visto.

FINEO:

¡Oh, Dios pluviera
que como yo viví de aquella herida
tu santa hija, gran señor, viviera!

RICARDO:

  ¿Que fuiste el caballero cuya vida
pretendieron quitar injustamente
con la inocente y santa de Leonida?

FINEO:

  Yo fui aquel mismo que engañosamente
metió Rosardo en su aposento a darme
la muerte, sabe Dios cuán inocente.

RICARDO:

  Darme satisfación es enojarme,
si es voz de Dios la que es de un reino todo,
no quiero del delito consolarme,
  de su muerte quisiera de algún modo,
mas, ¿qué puede ser más que la venganza
a que por ley de padre me acomodo?

FINEO:

  Tú puedes ir con justa confianza,
que la ciudad te aguarda sin defensa.

RICARDO:

Pierda el traidor Albano la esperanza
  del reino que ha perdido por la ofensa
que ha hecho al cielo y a mi honor, si acaso
volver casado y restaurarle piensa.

FINEO:

  Justicia tienes y por ley divina
y humana puedes darle por castigo,
y no es poco piadoso que no vuelva
eternamente a restaurar su reino.

RICARDO:

Mi capitán te nombro y constituyo
en mi lugar y te prometo, amigo,
honrarte en el lugar que a mi heredero,
y darte el precio que mereces.

FINEO:

Solo
tengo por premio haber acompañado
con mi sangre, señor, a la inocente
Reina, aunque sabe Dios cuánta fatiga
pasé toda una noche desangrado,
entre las flores del jardín oculto.
Al alba tuve esfuerzo y poco a poco
me fue del jardinero al aposento,
que aquella noche me llevó a mi casa,
donde pude curarme con secreto.

RICARDO:

El alma me enterneces escuchándote.
¡Ay, mísera Leonida, solamente
quisiera hallar tu cuerpo!

FINEO:

No es posible,
por mucho que se ha hecho diligencia.

RICARDO:

Aquí te queda, en tanto que prevengo
una trompeta que diga de mi parte
a la ciudad que si por armas entro
daré licencia al saco a los soldados.

FINEO:

Yo sé muy bien que ya de paz te esperan;
ea, soldados, hagan alto en tanto
que escribe el Rey.

LUCINDO:

Agora es tiempo, llega.

LEONIDA:

Manda, señor, pues General te ha hecho
el Rey, que nos alisten por soldados.

FINEO:

¡Cielos, si de Leonida hubiera sido
el homicida, presumiera agora
que con su sombra y semejanza misma
me amenazaba!

LEONIDA:

¡Ay, cielos!, ¿no es aqueste
Fineo, el que Rosardo muerto había?
¿Pues cómo es capitán del Rey mi padre?
Más bien será disimular agora,
que adoro a Albano, aunque traidor conmigo,
y querría impidir tanto castigo.

FINEO:

¿Tú de dónde eres?

LUCINDO:

Yo, señor, de Ibernia.

FINEO:

¿Y ese tu amigo?

LEONIDA:

Espera, no respondas.
¿De dónde puedo ser, si soy su hermano?
Él se llama Lucindo y yo Florante,
venimos a servir al rey de Escocia
como otros muchos, de piedad movidos
de la Reina inocente cuya sangre
pide venganza al cielo.

FINEO:

Si Leonida
no fuera muerta, como todos saben,
yo pensara, mancebo generoso,
no lo quiero decir, pero al honor suyo
y por veneración del rostro tuyo...

LEONIDA:

Prosigue, ¿qué me miras?

FINEO:

Yo te nombro
mi alférez y a tu hermano hago sargento.

LEONIDA:

Por mí y por él los pies te beso.

FINEO:

Vamos
para que el Rey te vea, por consuelo
de su desdicha.

LEONIDA:

[Aparte.]
Albano ingrato, agora
conocerás en defender tu vida
quién es Leonida.

FINEO:

¡Cielos, si es Leonida!

(Vanse.)
(Sale[n] ROSARDO y un PILOTO .)
ROSARDO:

  Luego, ¿no podré embarcarme?

PILOTO:

Bien embarcaros podéis,
mas si al Rey buscar queréis
y queréis crédito darme,
  aguardad, Rosardo, aquí
a que salga de la mar,
que hoy piensa desembarcar.

ROSARDO:

¿Desembarcar?

PILOTO:

Señor, sí.

ROSARDO:

  Luego trae su mujer,
¿a dónde es mejor que huyga?

PILOTO:

Arminda trae y no suya.

ROSARDO:

¿No suya?

PILOTO:

Ni puede ser.

ROSARDO:

  Pues, ¿de qué modo?

PILOTO:

Partió
el Rey a las islas.

ROSARDO:

Bien;
llegó a aquella en que también
su hermano Otavio dejó
  para guardar a su esposa
y halló que la había guardado
tan bien que estaba casado
con ella.

ROSARDO:

Notable cosa.

PILOTO:

  Pensó el Rey morir de pena,
tomó puerto a su pesar,
hizo la ciudad cercar
y cuando el asalto ordena,
  un caballero que amaba
a Arminda, a envidia movido
de verse puesto en olvido
y que Otavio la gozaba,
  se los entregó a traición
y él embarcado con ellos
hizo a su tierra traellos
en una nave en prisión.
  Yo vine a dar el aviso
a las guardas deste puerto,
donde hay más daño encubierto,
donde la fortuna quiso
  que sus vasallos traidores
al de Escocia se entregasen
y la obediencia negasen
a sus antiguos señores.
  El de Escocia, por venganza
de su hija sin razón
muerta y dicen que a traición,
hoy tan segura la alcanza,
  que si toma puerto Albano
será preso o será muerto.

ROSARDO:

Pues ya Albano toma puerto
y será el aviso en vano.
  Triste de mí, ¿qué he de hacer
entre tantas confusiones?

PILOTO:

A gran peligro te pones.

ROSARDO:

Ya no tengo qué temer.
  A donde mi Rey muriere
quiero morir.

PILOTO:

¿No es mejor
que huygas?

ROSARDO:

Lealtad y amor
me mandan Fabia que espere.

(Vanse y desembarca el rey ALBANO y REINALDO con soldados, y traen a OTAVIO y ARMINDA presos.)
ALBANO:

  Traed los presos.

REINALDO:

Aquí están los presos.

ALBANO:

¡Oh, Arminda hermosa, y cómo está en tu mano
el dar próspero fin a tus sucesos!

ARMINDA:

  ¿Yo puedo?

ALBANO:

Sí, con despreciar mi hermano.

ARMINDA:

¿De qué manera a mi marido puedo?

OCTAVIO:

Consejos locos de un poder tirano.

ALBANO:

  ¿Tirano soy, si con poder no excedo
de la común piedad dándote muerte?

OCTAVIO:

Seguro del honor muriendo quedo,
  que muerto yo, si fuere tal mi suerte,
que Arminda casta a tu poder se rinda,
no puede ser mi deshonor tan fuerte.

ARMINDA:

  Pues no lo temas, que antes que me rinda
padeceré mil muertes.

ALBANO:

No deseo
tu muerte yo, sino tu vida, Arminda.

(Sale ROSARDO .)
ROSARDO:

  Dame tus pies.

ALBANO:

¿Quién es?

ROSARDO:

Rosardo.

ALBANO:

Creo
que mi amor a este tiempo te ha traído.
¿Qué guarda es esta que en el puerto veo?

ROSARDO:

  Del Rey tu suegro.

ALBANO:

¿El Rey?

ROSARDO:

Sí, que ha venido
a vengar a Leonida.

ALBANO:

¿Y tomó puerto?

ROSARDO:

Y luego, ¿no lo has visto?

ALBANO:

Ni aun oído.

ROSARDO:

  Tomó puerto tan libre y descubierto,
que hasta tu misma corte, a pie seguro,
llegó Ricardo de vengarse cierto.

ALBANO:

  ¿Nadie le defendió puerta ni muro?

ROSARDO:

La virtud de Leonida lo ha causado;
delito contra el cielo atroz y duro.
  Yo vengo a hablarte ansí desesperado,
pues fui quien la dio muerte injustamente
de tus falsos papeles engañado.

ALBANO:

  ¡Ah, falsa, desleal, traidora gente!
¿Las armas contra mí, vasallos míos,
no soy yo vuestro Rey? Estuve ausente;
  que justo fin de tantos desvaríos,
en las islas a Arminda hallé casada
cuando apenas llegué con mis navíos,
  y agora aquí mi tierra alborotada
contra mí por la muerte de Leonida,
¿qué gente es esta?

ROSARDO:

Gente rebelada.

(Ven a FINEO y cuatro arcabuceros y gente.)
FINEO:

  ¡Daos todos a prisión!

ALBANO:

Hombre, ¿qué dices?

FINEO:

Que el Rey, nuestro señor de Escocia, manda
que os deis rendidos a prisión o luego
os quitemos las vidas.

ROSARDO:

¡Cielo santo!,
¿no es aqueste Fineo?

ALBANO:

Di, Rosardo,
¿no me dijiste que en mi propria cámara
mataste este traidor que aquí me prende?

ROSARDO:

Señor, secretos son del justo cielo.

FINEO:

Soldados, caminemos a la Corte,
y al que se resistiere dadle muerte.

OCTAVIO:

Fineo, ¿en qué soy yo culpado?

FINEO:

Otavio,
esta es orden del Rey.

OCTAVIO:

Reserva a Arminda.

FINEO:

A los dos se tendrá justo respeto,
y al Rey también.

ALBANO:

¡Ay, cielos, que ya veo
que os da voces allá la casta vida
de Leonida!

FINEO:

Caminen.

ALBANO:

¡Ay, Leonida!

(Vanse y sale[n] el rey de Escocia y LEONIDA .)
RICARDO:

  Recibo tanto consuelo
solo en ver tu semejanza,
que en tempestad de venganza
eres el arco del cielo.
  No te querría apartar
solo un punto de mis ojos.

LEONIDA:

Antes, señor, tus enojos
mi rostro puede aumentar.
  Que si parezco a Leonida
tanto como me encareces,
a mayor dolor te ofreces
de aquella inocente vida.

RICARDO:

  Es verdad que das aumento
al dolor, pero en razón
de consuelo y de aflición
recibe alivio el tormento.
  La que te tengo, Florante,
desde que tu rostro vi,
me obliga a saber de ti
en qué te soy importante.
  Elige del reino todo
el mejor oficio.

LEONIDA:

Tengo,
aunque en este traje vengo,
diferente hábito y modo.
  Porque has de saber, señor,
que soy letrado y la guerra,
luego que tomaste tierra,
me dio a las armas amor.
  Ya que no hay que pelear
y en paz este reino tienes,
pues hacerme merced vienes,
mis letras puedes honrar.

RICARDO:

  Huélgome de saber, Florante,
que tan estudiante seas;
mira qué oficio deseas
para tus letras bastante.
  Que a ninguno como a ti...

LEONIDA:

En Ibernia la nobleza
tiene un juez, tu grandeza
mostrarás, señor, en mí
  con darme este oficio.

RICARDO:

Digo
que de los nobles te hago
juez.

LEONIDA:

Tus pies beso.

RICARDO:

En pago
de tener lealtad conmigo.
  Pues tus hábitos dejaste
y me veniste a servir
y ansí los puedes vestir,
pues la guerra en paz trocaste.

LEONIDA:

  Ya con tu licencia voy,
juez soy de la nobleza.

RICARDO:

Aunque aumentas mi tristeza,
tu ausencia sintiendo estoy.

(Vase LEONIDA y entra FINEO .)
FINEO:

  Albricias puede darme.

RICARDO:

¿Tomó puerto,
Fineo, aquel traidor?

FINEO:

Para su daño.

RICARDO:

¿Prendístele?

FINEO:

Y a Otavio, que venía
preso por él.

RICARDO:

¿Albano preso a Otavio?

FINEO:

Dejole en guarda de su dama Arminda,
en tanto que a Leonida muerte daba;
volvió y casados los halló.

RICARDO:

¿Qué dices?
Luego, ¿no viene el Rey casado?

FINEO:

Viene
desesperado el Rey.

RICARDO:

Notables nuevas;
no quiso el cielo que el traidor gozase
de Arminda.

FINEO:

Pues mejor es el suceso.

RICARDO:

¿Cómo?

FINEO:

Rosardo viene también preso.

RICARDO:

¿Rosardo?

FINEO:

El mismo que mató a la Reina
y a mí me hirió.

RICARDO:

Secretos son del cielo.

FINEO:

¿Qué haré del Rey?

RICARDO:

Justificar la causa
y si merece muerte, darle muerte,
que sin probanza y satisfecho el mundo
de su maldad, no es justo que lo intente.

FINEO:

Nombra juez.

RICARDO:

Hoy hice a un estudiante
jüez de la nobleza.

FINEO:

¿Quién?

RICARDO:

Florante.

FINEO:

¿Qué te movió?

RICARDO:

No más de parecerse
tanto a Leonida.

FINEO:

Es permisión del cielo
porque juzgue su muerte aquella vida,
que más parece al rostro de Leonida.
Hallaraste a la vista deste pleito.

RICARDO:

Aunque escusar quisiera el ver la cara
de mi yerno crüel y de Rosardo,
será fuerza, pues soy la parte.

FINEO:

¿Cuándo
será la primer vista?

RICARDO:

Luego al punto,
porque della resulte prisión fuerte
al Rey si le culparen desta muerte.

FINEO:

Capitán.

CAPITÁN:

¿Qué me mandas?

FINEO:

Traed los presos
y llamad al jüez de la nobleza.

CAPITÁN:

Voy a servirte.

RICARDO:

Ya mi pena empieza.

(Entra LEONIDA con capa, y gorra, y vara, y LUCINDO de relator.)
LEONIDA:

  Vengo a besarte los pies
por la merced recibida.

RICARDO:

¡Cielos!, ¿que esta no es Leonida?

FINEO:

No, mas su retrato es.

LEONIDA:

  Aqueste hidalgo he nombrado,
señor, para relator.

LUCINDO:

Dadme los pies, gran señor.

RICARDO:

A muy buen tiempo has llegado.
  Toma esa silla, Florante,
verás un pleito.

LEONIDA:

Aquí en pie,
si te sirves, le veré.

RICARDO:

Es pleito muy importante
  y requiere grande espacio,
haz lo que te mando.

LEONIDA:

Quiero
obedecerte, ya espero
pleito de asiento en palacio.
  ¿Qué es esto, cielo?

CAPITÁN:

Aquí están
los presos.

RICARDO:

Aquí me siento,
y sabe Dios lo que siento.

LEONIDA:

Cielos, ¿qué presos serán?

(Siéntase LEONIDA en alto, LUCINDO abajo y el rey de Escocia a un lado y entren OTAVIO , ARMINDA , ROSARDO , y el rey ALBANO .)
ALBANO:

  ¿Es aquel el Rey?

ROSARDO:

Él es.

ALBANO:

¿Y es juez el que está allí?

ROSARDO:

Sin duda.

ALBANO:

¿Juez aquí?

ROSARDO:

¿Estrado y vara no ves?

ALBANO:

  A juicio me han traído
en mi reino y en mi casa.

RICARDO:

Tiemblo de verle.

ALBANO:

No pasa
entre bárbaros.

RICARDO:

Si ha sido
  tan infame tu delito,
¿cómo te han de recibir?

ALBANO:

Aquí me mandas venir,
¿qué es lo que tienes escrito?
  ¿No basta haber usurpado
mi reino estando yo ausente?

RICARDO:

El juez tienes presente;
si queda determinado
  lo que imagino de ti,
la espada será respuesta.

ALBANO:

Vasallos, ¿lealtad es esta?
¿Esto sufrís contra mí?

LEONIDA:

  Decid la causa de Albano,
relator.

LUCINDO:

Esta es la causa
como la refiere Ibernia
porque no hay otra probanza.

LEONIDA:

El Rey, queriendo casarse
con Arminda, hermosa infanta
de las islas deste mar,
donde llegó con su armada
cuando iba a casar Otavio
a Escocia, a Rosardo llama,
y escribiéndole un papel
que mate a la Reina manda
con Fineo, a quien jamás
habló la Reina palabra.
Convienen todos que fue
inocentísima y casta,
y un ejemplo de mujeres
heroicas.

ALBANO:

Verdad es llana
que yo la mandé matar
porque supe de unas guardas
que hablaba secretamente
a Fineo.

LEONIDA:

Albano, calla
hasta que Arminda nos diga
si allá concertó matalla
esa tu mano cruel.

ARMINDA:


concertó.

ALBANO:

Cosa es clara
que porque soy su enemigo
lo que dice me levanta.

ARMINDA:

Yo digo verdad.

LEONIDA:

Pues di:
¿No te contentas de darla
tan fiera y injusta muerte,
sino que ya muerta tratas
que pierda aquella inocente
la honra, prenda más alta
que la vida y que mil vidas?

OCTAVIO:

Aunque mi hermano te llamas,
obliga tu cruel intento,
viendo que una santa agravias,
a culparte de su muerte.
Juez, quedando yo en guarda
de Arminda trató la muerte
de Leonida ilustre y santa
el Rey.

LEONIDA:

Si tu hermano
te condena, ¿qué probanza
más cierta?

ALBANO:

Es traidor conmigo
y su información es falsa.

LEONIDA:

Di, Rosardo, ¿qué razón
te dio el Rey para matarla?

ROSARDO:

Un papel que por descuido
di a la Reina desdichada,
mas para mi bien, sé yo
que está inocente.

RICARDO:

¿Qué aguardas
en sentenciarle a la muerte?

LEONIDA:

Fineo, ¿diste la causa
al Rey de celos jamás?

FINEO:

Si hablé a la Reina palabra
aquí me castigue el cielo.

ALBANO:

Oye, juez, ¿qué te cansas?
Ya no puedo yo sufrir
ver que todos cuantos hablan,
mi noble mujer abonen,
que aunque he dicho que es culpada,
es por la vida o la afrenta
que a mi sangre y a mi casa
resultara de su muerte.
No pruebes más, esto basta,
yo estoy tan arrepentido
y siento tan en el alma
haber dado muerte a un ángel,
que antes que este pleito vaya
a la sentencia debida
por términos y probanzas,
quiero sentenciarme yo,
y ansí digo que mañana
mandes cortar mi cabeza
en una pública plaza.
Vesme aquí, Rey, a tus pies.

RICARDO:

¿Quién ha de mirar tu cara?

ALBANO:

Solo te pido, señor,
que para mayor venganza
de la Reina este juez
trueque la vara en espada
y por lo que le parece
ejecute el golpe.

LEONIDA:

¡Para,
no te aflijas!

ALBANO:

Pues, ¿qué he de hacer
si eres ángel?, que esta vara
tomaste en forma de aquella,
cuya sangre al cielo clama.

LEONIDA:

Rey, perdona un rey que llora.

RICARDO:

Ese imposible se iguala
con resucitar Leonida.

LEONIDA:

¿Y si vive?

RICARDO:

¡Qué pesadas
esperanzas!

LEONIDA:

Si la doy
viva, ¿son ciertas o falsas?

RICARDO:

Si ella vive yo perdono
al Rey.

LEONIDA:

Pues yo soy, que sana
de aquella mortal herida
esta ocasión aguardaba
para que Albano perdones,
que en fin le adoro.

RICARDO:

¡Qué ingrata
has sido en sufrir mi pena!

ALBANO:

Temblando un traidor te abraza.

LEONIDA:

¡Oh, cuánto esposo me debe!

OCTAVIO:

Todo lo demás que falta
a senado tan discreto
no es bien decirlo, que cansan
premios, sentencias, perdones,
cuando la historia se acaba,
que su autor para serviros
llamó El juez de su causa.