El licenciado Periquín/Capítulo IV

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Capítulo IV - De las ranas

La rana es un animal muy frío, tan pariente de la comadreja que se le parece aún hasta en no hazer mención del nombre del macho. Este tal animal es todo ojos y no tiene cabeça, y habita las lagunas o cenegales. Dízese della que se cubre del sapo, opinión que no la tengo por verdadera, mas basta para mi propósito que se diga propiedades no agenas del deudo del que antes diximos; y le viene bien al que concibe por oýdo y pare por boca, parienta sin cabeça que toda sea ojos. Es muy bueno que los tengáys para ver lo que otros hazen, y os falte cabeça para discurrir en quién vos seáys. No los ponéys en que es vuestro palacio el cieno, que os cubrís de los sapos y sóbranos para lo que no devieran. Pues, tened por sin duda para que en todo seáys una con vuestra parienta, que no faltará quien diga de vos, y es vuestra la culpa, porque si conociéssedes vuestro estado, el mal dueño a quien os sujetastes, y mucho peor quán contenta estáys con él, nadie cuydara dello, que quando una vasija está llena no se trabaja por echar algo encima, que ya se vee que no ay donde quepa: dexáysla vazía, llega otro y echa lo que falta.

Linda cosa es tener muchos ojos para ver motas en los agenos, y que os falten para conocer las vigas que en los vuestros están. Por ventura, ¿háseos olvidado que decendéys de unos villanos deshonestos y habladores? No tan sólo quisieron dar de bever a la diosa Latona, que sus dos hijos llevava a los pechos, sino que, para que perdiesse de todo punto la esperança, saltando en el lago, enturbiaron las aguas; con lo qual, aun no contentos, la dixeron palabras torpes, de que, enojada y ofendida la diosa, pidió a los dioses que en el lago en que aquellos villanos avían saltado siempre estuviessen. Oyéronla ellos y convirtiéronlos en ranas. Juráralo yo que de hombres villanos no se podía hazer otra cosa menos que convertirlos en ranas, animal con muchos ojos y sin cabeça, que todo el día nos enfada.

Pedro no era mal entendido ni menos ingenioso. Parecióle no passar adelante en dar parte al letrado del lugar, que más amigo que otros se le avía mostrado, para que, si el assumpto no le parecía a propósito, le desengañasse y él diesse de mano cosa de tanto enfado, en que se suele perder quando menos la reputación y ganar muy de en quando en quando. Llamóle para ello, y, después de averle propuesto las causas que a hazer el libro le movieron, se le empeçó a leer. El licenciado a callar, cuyas figuras señalavan ingenio. Mas no todas las vezes que el cielo promete agua llueve, porque, en acabando Pedro, dixo el abogado quién era y quán poco alcançava. Cuya censura es ésta:

-Si vos, señor Pedro de la Oliva, acabárades essos capítulos como empeçastes el primero y segundo, insigne libro hiziérades, porque está aquello de la difinición del perro, de la diferencia que entre ellos mismos ay, cosa superior y muy ingeniosa. Dixiste lindamente aquello de que, aunque sean diferentes muchos animales en España o en las Indias, aquí o allí de aquel género no ay más de uno: dispusísteslo lindamente. Fuera de esso, anduvistes agudo en advertir que ay hembras entre ellos. Pero metístesos luego en los perros bien o mal intencionados que muerden a otros que quieren comer; dixistes también que le procuran echar de la calle y convocan a otros. De los lobos y lobas dezís qué sé yo, que ni aun vos tampoco lo sabréys: echásteslo de tal manera a perder que, si a luz lo sacárades y parte no me diérades, huviera fiesta con vuestro libro y parara en qualque especiero o confitero.

-No tenéys vos la culpa -respondió Pedro- sino yo, que, para pediros parecer, os he llamado, pudiendo al teniente cura, que es bien entendido y estudiante. Engañóme esse rostro de hombre discreto y el callar tanto me tuvo con desseo de ver si érades mudo o no; y ansí os quiero desengañar que más os llamé para que hablássedes, que para la censura deste trabajo. En mis treze me estoy, licenciando hermano, que el que sabe habla y calla el ignorante. Linda cosa es hazer virtud lo que es propia necessidad. A la prudencia, de buena voluntad le doy; que no sea mucho, que ya ay quien diga que es como tocar una calabaça que suena a hueca, pero algo, quando ay ocasión, ¿por qué no? Saber, dize Oracio, no es nada si lo que tú sabes no sabe otro que lo sabes. ¿No se da muestra dello? Luego callar no es virtud, antes la pobreza que he dicho.

-Sabéys lo que dezís -dixo el consulto-. El teniente cura aún no sabe construyr una oración muy clara. Yo he sido abogado en la Corte.

-¿Vos?

-Yo.

-¿En qué tiempo?

-Avrá ocho años.

-Pues, en ésse estuve yo en Madrid con otro abogado deudo mio, mas no os conocí en él.

-¿Acudía esse letrado a los consejos?

-Sí.

-Pues, ¿cómo me avíades de conocer si acudía yo a la cárcel?

¿Y en fin abogastes?

-¡Y cómo que abogué!

-Pues, no me he de persuadir a ello si no veo os hazer un acto de abogado. Hazed cuenta que yo estoy preso por unos indicios de una cuchillada y que me salgo a visitar y vos soys mi letrado. ¿Qué dezís a esto?

-Suplico a vuessa señoría me oyga dos palabras. Pedro de la Oliva es hijo de muy buenos padres y él muy honrado por su persona. No ha estado preso otra vez en su vida y los indicios que aora ay no son de ningún momento, y essos hombres con quien dizen los testigos se acompañó para dar la cuchillada no es gente con quien él avía de andar, ni jamás cursó su lado, como consta de su descargo. Fuera desto, él no lo hará otra vez.

-¿Avéys dicho?

-Ya he dicho. ¿Qué os parece?

-Que no os acordáys de Bártulo ni de Baldo más que si no los huviera parido madre.

-No son menester aquí. ¡Qué sabéys vos!

-Sé, señor licenciado, que aquí ni allí no serán menester como vos seáis el que abogáredes, porque vuestra abogacía es como corte de mal sastre, que por un mismo patrón van muchos pares de calçones. Dezidme, os ruego, ya que yo me persuado a que abogastes donde dezís ¿qué os movió veniros de la Corte?

-Movióme venirme a mi tierra, adonde nací y adonde tengo un poco de hazienda, donde se vive de espacio y tiene el día las horas cavales y se sabe quando lo es de comer y quando de cenar.

-Avéys hablado de suerte que no parecéys, vos.

Hincháronsele las narizes al gallego abogado y, remitiendo a las manos hiziessen bien lo que la lengua diría mal, dio a Pedro en lo más levantado del rostro un moxicón, con su circunstancia o con su eco por darse otro en la pared. Respondió al brindis como buen tudesco, y aguardando ocasión de castigarle por donde avía pecado, le dio otro franco con dos circunstancias, la una abriéndoselas por medio, y la otra, dexándoselas en vida como a la amiga de Leandro. Le quedó el cuerpo en muerte.

No fue milagro que, donde unas narizes se perdían y otras no quedavan para menos, se perdiesse la voluntad de proseguir en el empeçado trabajo. Concertólo assí consigo, y para huyr el que tan de cerca le amenazava, temiendo la avenida de gallegos, se acogió a una vandera que al presente allí avía; donde le vino al pensamiento la consideración que pocos días antes hizo del camino de las armas y dél de las letras:

-Al uno -dixo- ya me entregué; no deve fortuna averme librado mi remedio en él. Quiero aora guiar por el de las armas: acaso será en éste.

Sentóse por soldado. Agradó la persona y buen talle al capitán, hízole favor, y dentro de pocos días oficial, y, antes de llegar a Italia, alférez, porque el que entonces lo era murió en el camino. Fue tal su agrado y tan liberal anduvo con todos que, contra su voluntad, le arrimaron un don. Entró con él en la ciudad de Palermo, cabeça del reyno de Sicilia, donde su capitán le dio a conocer a la gente más noble de aquella ciudad, informándolos de sus partes y mucha valentía, causa que quedasse amigo con ellos, y mucho más quando el valor de su persona confirmó lo que dél se les avía dicho. Por lo qual se llevó la voz de todo el lugar, y tan gran soldado fue que con su nombre espantavan los niños para que callassen.

Yvasele haziendo todo bien por los mismos passos que antes se le hizo todo mal. Cura de fuego fue aplicada a la llaga que no obedece la de navaja o tixera: para remediarla, el venirse a la guerra, pues por este camino se ennobleció el que por otros no pudo, poniendo fin a los malos sucessos que antes le seguían. Fue don Pedro valiente de todos quatro costados, porque entró por la puerta de vencerse a sí mismo, cosa tan dura, pero que se puede si se quiere. Las estrellas no fuerçan, sino inclinan: éstas venció como sabio.

Era suyo todo lo que quería y aun lo que no quería. Y tanto es esto verdad que fue solicitado de una señora de aquella ciudad, llamada doña Clementa, con las veras que en tiempo atrás él solicitó la hija del boticario. Mereciólo bien su talle, la agudeza de su ingenio y la excelencia de los dones naturales y adquisitos. Al fin, esta enamorada señora le llevó a su casa, donde, sin entrarle a don Pedro de la ropilla adentro, gozó de sus muchas partes, quedándose con el efeto que de semejantes juntas suele suceder, de donde se bolvió a la suya aún más libre que salió della, viviendo en esta tranquilidad algunos meses. Al cabo de los quales le hizieron capitán.

Acordávase a menudo de los amores de la hija del boticario, no más que para reýrse de ellos, de sí propio y de los demás enamorados del futuro y del presente tiempo. No le dava nada cuydado: vivía con paz en la guerra, porque se ganó a sí mismo. Cuya sossegada vida inquietó un soplón de los dioses que al de amor dio parte de hombre que burlava de su poder. Jurósela Cupido, y, poniéndose en los ojos de la hija de otro capitán, grande amigo de don Pedro, llamado don Melchor, le tiró un flechazo que si le dexó para hombre, fue para hombre en sentir más.

Cayó enfermo de muerte, porque se le quitó la gana de comer y, mucho peor, que a un mismo tiempo entraron amor y celos, sin que para ellos causa se le diesse: efecto propio de una valiente voluntad. Hiriéronle en sagrado y válele al agressor la iglesia, cosa, si contra derecho, no contra la nobleza de don Pedro, que quiere antes cegaran llorando que ser causa que quien adora reciba ningún pesar; llegando a pedir la limosna en parte tan pública secávale la perseverancia de una lenta calentura, porque nunca le salió a los labios.

Mas como los amores mal se pueden encubrir, se tomó licencia un soldado, grande apassionado suyo, para darle consejo, no diré en lo que no pedía, porque, en viéndole, se conocería lo contrario. Difícil era la enfermedad, y que procedía de amor, un suspirar continuo, un arrepentimiento tras él, el semblante como quien andava a cala de duelos, no aviendo precedido agravio haziéndosele todo bien. ¿Qué podía ser si no lo que fue?

Díxole:

-Señor capitán, vos tenéys amor o el amor os tiene a vos y, a mi parecer, tan atado que procede de la ligadura todo vuestro daño. Jamás se enojaron las mugeres porque se les diga las aman. Escrivilda un papel, sea quien fuere, que a cargo del diablo queda acordar veynte vezes lo que vos escriviéredes una.

-No es, por Dios, lo que avéys pensado -dixo don Pedro-, que, a serlo, os huviera dado parte y pedido consejo. Fuera de que, quando acertárades en ello, no hiziera nada el diablo en el negocio, porque no he de solicitar a muger que para propia no sea ella y lo que recibió fue para sí. Esta obligación y el perseverar en dezir a su dueño del capitán y como ya no se podía librar dél, la hizieron dar licencia para recebir el villete.

Parece ser que doña Clementa, como aquella que tanto amava a don Pedro y tanto desseava fuesse su marido y tanta acción tenía para ello por tener en sus entrañas conocidas prendas de su dueño, traía una o más espías con él para que lo que a todas horas hiziesse la dixessen. Supo muy bien los nuevos amores y con quien los tratava, y cómo dio a la donzella el papel dentro de un breve espacio de como en su poder le tuvo. Hiziera diligencia para cogérsele antes que a su señora le diera, a no impedírselo dos cosas: la una estar enterada no ser de ningún momento, porque él no fingió nada, antes claro dezía la verdad, y por aquel camino perderle mejor dándole causa para que se enojasse; la otra, sentirse con dolores de parto, que era ya tiempo, y no atreverse por ellos a salir de casa. Permitió gozasse su buena fortuna doña Leonor, la qual recibió el papel, que dezía ansí:

Papel del capitán don Pedro de la Oliva a doña Leonor

Señora doña Leonor, dizen los filósofos que el amor que a dos enlaza tiene principio de aver nacido debaxo de una misma estrella. Si es ansí, para que yo ame la de lo que amo me ha de incitar, aunque no aya mucho tiempo que amo. Pues mienten los filósofos, que a ser como dizen, vos os huviérades sugetado a la mía, porque, si una propia es, contra ella no hazíades si al dueño que señalava os entregávades. Si la filosofía lo concede, la experiencia lo contradize. Pruévase en lo que conmigo passa al cabo de nueve meses, estando en el mismo estado la dolencia que essos ojos me han causado. ¿Dónde se vio enfermedad sin principio, aumento ni declinación? Que sean mal quistos se conocerá en que he oýdo dezir a muchos «mal ayan sus ojos» y a ninguno «bien ayan». ¿Quién me metió con ellos? Que si su verdadero nombre les he de dar, diré enojos.

Los valientes, señora, no son traydores, y si como digo es, ¿si valientes para qué traydores y si traydores para qué valientes? Yo los considero de peor condición que la muerte, porque ella a nadie llevó de repente, que primero avisa; y mucho más poderosos que ella, pues al que una vez quita la vida no se la puede bolver otra. Mi amor, señora, es honesto, tal qual se puede entender de un hombre de mis partes y del respeto que a las vuestras se deve. Siendo esto ansí, desvíos lleven aquellos que el torpe pretenden, que el mío merecedor es del consentimiento para pretensor a marido.

Vos me responded, os suplico, que juro la demanda a ley de cavallero y soldado, y a Dios de embiaros tantas cabeças quantos renglones traxere el papel.

Tanto contento recibió doña Leonor con el papel que, a no guardar el tan devido respeto a su padre, diera luego la mano a don Pedro. La demanda fue tan justa, el demandador tan cortés que la obligó a responder a él, cuya respuesta es la que se sigue:

Papel de doña Leonor a don Pedro

Señor capitán, muy bueno es hazer combite a hija de soldado con cosa que tan bien le está a Su Magestad: esso es forçarme cortésmente. Vos soys tan cuerdo quanto gran soldado, y si fuere breve, será porque si bien quiero cumpláys lo que prometéys, no quiero meteros en mayor cuydado, que lo uno os será fácil y puede ser sea muy difícil lo otro. La promessa del noble es dinero de contado, y la dél que no lo es, aún cumplida, parece no lo está, sino es que prometa cosa que no pueda o que aya duda si satisfará a ella, o esté enamorado y entonces será noble, mas no será prudente. Yo, señor don Pedro, me he de casar con el gusto de mi padre; con su sí se negocia el mío, que esto devo a lo mucho que me ama, porque estoy satisfecha que no me dará dueño con quien viva sin él.

Esta respuesta y un recaudo de doña Clementa llegaron a un mismo punto, pidiéndole, con el encarecimiento que del amor della y de los desvíos dél se puede entender, se llegasse aquella sola vez a su casa. Hízolo él como quien ha ganado y da barato. Quan grande fue la ganancia del papel de doña Leonor se podrá entender en la cantidad del barato, que, para como don Pedro estava, para el desamor que mostró siempre, no fue pequeño yr adonde se le pedía. Entró en la desconsolada casa con el desabrimiento que las tres solas vezes acostumbró, a cuyo encuentro le vino una ama con un niño en los braços, diziéndole:

-¡Veys aquí, señor, vuestro hijo! ¡Ved a su madre que está en la cama!

Ni el niño tomó en los suyos, ni a la madre mostró mejor semblante. Estuvo allí cosa de un quarto de hora, de donde, luego que entró se huviera buelto a no tenerle ella de la capa. ¡Terrible rigor, desamor validíssimo, desengaño confirmado! Porque a quien un hijo no mueve, no dexa esperança para el futuro tiempo.

Quedó ella qual se puede entender de terribilidad tan conocida, y, bolviéndose él a su casa, halló en el camino a la donzella de doña Leonor, de quien supo cómo don Melchor era natural de Segovia y conocía a todos los vezinos della de muchos años a aquella parte y la causa por que se ausentó de su patria. Junto con esto le dixo:

-Hase hablado en casa muy largo de vuessa merced y todo se sabe.

Bien fue menester aprovecharse don Pedro de todo su valor para no morirse de repente, porque le passó por el pensamiento, y aun hizo assiento en él, si don Melchor avía hablado en quién fuesse y cómo en lugar tan corto conoció a su padre, y quando esto no, si avía venido a Sicilia quien lo dixesse, que, aunque no era mal nacido, temió no huviesse dicho algún enemigo encubierto que sí: negocio difícil de averiguar por la larga distancia de aquel lugar al suyo, donde se avía de hazer la información. Fuera de que, el día que se dudó, en ello murió su pretensión, aunque lo contrario se conociesse, por ser ellos tan principales, cosa en que semejantes señores no dispensan; o si don Melchor avía reparado en el no aventajado exercicio de su padre, que, si no infama, desdora por lo menos: y si a esto se oponía ser él capitán, y tan valeroso, podíase responder a ello que no faltavan en la ciudad hombres beneméritos de doña Leonor. Creyólo ansí, y aunque el averle respondido le dio una sofrenada a lo contrario, tuvo por sin duda que fue después de averle escrito.

¡Passad esse agraçón agora, señor don Pedro, por los que en otra parte soys causa se passen por vos! Yo no os motejo de necio, mas de descortés sí. ¿Quién no se deleyta con un hijo? Holgaos en buena hora con él y hazed vuestro negocio por otra parte, que vos no hazéys contra las leyes de hombre de bien en no casaros con esa señora, porque no la prometistes hazerlo, que si todas las vezes que a un hombre le suceden semejantes encuentros se huviesse de casar, caros encuentros serían.

Al fin don Pedro pensó que se sabía quién era, y si pensar no es saber, esso se entiende quando se piensa buen sucesso o mejor fortuna, que, quando lo contrario, pensar saber es. Acordáronsele entonces los infortunios padecidos y tuvo por sin duda querer la fortuna bolverlos a repassar y que empeçava por allí. Unas vezes se quexava della y otras de su poca prudencia en emprender cosa tan difícil y en que era fuerça salir a luz quién él era. No le alentó nada el favor tan al descuydo diziendo «bien quiero», que, aunque conoció de la respuesta voluntad en ella si en el padre no faltasse, determinó no passar adelante en la desavisada pretensión.

El padre de doña Leonor desseava mucho casarla, y mucho más con don Pedro. No le acovardava más que no saber quién fuesse este hombre, que, si por el valor se huviera de guiar, yerno aventajadíssimo tuviera; mas ya se han visto hombres baxos valerosos. Él tenía tres mil ducados de renta y la virtud de su hija treinta mil, y no otro heredero ni esperança de tenerle, porque no se quería casar. Desseava un yerno hombre en los años y muy hombre en las costumbres, y hallávalo todo en don Pedro, si luz de quien fuesse conociera.

¿No dixe que caminava ya con próspero viento y que la fortuna era otra? Pues, sucedió que dentro de solos dos días (que ha de ser ansí para que sea fortuna: buena y presto) combidó cierto cavallero vezino de aquella ciudad todos los capitanes que en ella avía: entre los quales se halló el capitán don Lorenço Hurtado de la Oliva, cavallero principalíssimo, que el día antes avía venido a ella, muy informado de las partes de don Pedro, el qual estava con la melancolía que de su entendimiento se puede entender. Quando don Lorenço dixo:

-¡Brindis a todos, vuessas mercedes, a la alegría que a mi pariente don Pedro de la Oliva le falta y todos le desseamos! -algún tanto mostró mejor semblante don Pedro, y mucho se holgó el padre de doña Leonor, porque le passó por el pensamiento si era su deudo, y al melancólico enamorado poner por execución por donde la muerta esperança bolviesse a resucitar.

Acabada, pues, que fue la comida, se llegó a don Lorenço y le dio parte del estado de sus negocios, y como, si se dilatassen en embiar a España a saber quién fuesse, no se prometía tan buena fortuna que en el interín no mudasse su dama de intento o alguna cosa se pusiesse de por medio que lo estorvasse, que, aunque doña Leonor era muy cuerda, al fin era muger. Fuera de que, él estava convaleciente de ciertas enfermedades de poca fortuna, que tenía por cierto le acabaría bolver a enfermar el no salir con su pretensión; que sería para ello válido atajo dezir de veras lo que avía dicho de burlas, que le dava su fee que en ello no aventurava su reputación, porque...

-Teneos, señor capitán, que yo soy el que gano en esso, y, si en mi mano está, daldo por acabado.

Menester fue no se descuydara don Pedro, porque el padre de doña Leonor desseava le dexasse para llegar él a hazer información en cosa que tanto desseava hallarla buena. Y diole lugar un festín que entre ellos se traçó, y, mientras don Pedro dançava, supo muy de raýz todo lo que quiso, de que quedó en estremo contento y determinado de hazerle su yerno, aunque no se lo dixo. Fue ésta una muy gran diligencia, porque don Lorenço era tan rezién venido como sabemos, causa de que no se hablasse en cómo, si era su pariente, no se avía sabido.

Viendo doña Clementa quan adelante yva la pretensión de don Pedro y que en casa tan calificada no podía ser menos que para casarse, hizo se armassen sus criados y, cogiendo ella el niño en los braços, le aguardó a la puerta de la suya y le dixo:

-Señor capitán, éste es mi hijo, que no vuestro. Si ciega de amor hize lo que de una muger de mis partes jamás se esperó, no supe entonces quién érades. Gracias a Dios que ha venido a la ciudad quien lo sabe bien. Si yo fuy necia y sin consideración, despicarme ha, os prometo, no consentir que engañéis a otra, porque en esta ciudad no os avéis de casar. ¡Bueno es ausentaros de vuestra patria para engañar mugeres nobles en la agena!

Don Pedro respondió:

-Señora, ¿quándo os prometí ser vuestro marido? ¿De quién os quexáys o por qué os quexáys?

Ella no respondió cosa alguna, antes, cogiendo el camino para su casa, desesperada, llena de amor y abrasándola los celos, se fue para ella. De cuya resolución confirmó don Pedro de todo punto que se sabía en el lugar su humilde nacimiento y la ocupación de su padre; y si esto no hazía el caso entre personas cuerdas, tanto por no ser mal nacido quanto porque al presente era capitán, esso es como antes queda dicho quando falten hombres a quien acompañe.

Esso y essotro sintió muchíssimo, aver empeñado a un cavallero tan principal como don Lorenço en cosa de que avía de salir tan mal. Y para remedio de todo, principalmente para huyr de quien aborrecía, pidió a su general que le diesse licencia para trocar su plaça a la ciudad de Nápoles con otro capitán amigo suyo, porque allí le yva muy mal de salud. Diósela él, y, dexando los negocios en el estado presente, se ausentó de dos mugeres que más que a sí propias le amavan, en tiempo que el padre de doña Leonor estava por mandado del mismo general en Zaragoça de Sicilia, camino de donde don Pedro yva: el qual se fue por lo que pensó se sabía, mas no por lo que se supo, que en la ciudad no se hablava en más que en su valor, gala, gran ingenio y mucha bizarría. Finalmente se embarcó con un criado y lo necessario para el viaje, dexando a otro en la ciudad para que negociasse ciertas cosillas, y, acabadas, se fuesse.

Súpolo doña Clementa a otro día y no fue poco no morir luego según cavó en ella que don Pedro estava ausente de sus ojos, que, aunque él se abscondía dellos, no por eso dexava ella de verle cada día; mas consolóse con que yría tras él y podría tener mejor sucesso su cuydado, pues serían sus contrarios menos. Para execución de lo qual, satisfecha de que, si huviesse galeras, quién podrá ser capitán dellas que diziéndole una muger principal, fiada en su protección, tenía necessidad de passar a la ciudad de Nápoles, de la manera que yva no lo hiziesse, fue tan afortunada, o por dezir como la sucedió, tan desafortunada, que las huvo. Cogió a su hijo en braços, metióse unas sortijas de consideración en los dedos y, tapada de medio ojo, le dixo lo que antes avía propuesto. A quien el capitán respondió que cosas de aquella data tocavan a hombres que professavan las armas, que entrasse segura de que, como se lo avía mandado, lo haría.

Entróla en la galera y dixo a todos los que en ella yvan cómo aquella señora corría por su cuenta, con lo qual se salió a tierra, donde apenas puso los pies en ella, quando se llegó otra, tapada como la primera, que le dixo lo propio, causa de que él preguntasse a los circunstantes si era aquella galera enigma.

-Entrad, señora, que no soys sola vos la que ansí vays.

Ésta era doña Leonor, que, como supiesse por salir la donzella más a menudo por la ausencia de su señor lo que passava, se salió diziéndola yva tapada y sola para hazer la deshecha a hazer cierta diligencia, que se estuviesse ella en casa porque no quedasse sin guarda, que en viniendo la daría parte della. Dávala el cuydado de don Pedro tal prisa que no se pudo detener a tratarlo con la donzella, ni ella fuera suficiente a impedillo. Con esto se vino azia el muelle, donde halló lo que buscava.

Acomodólas en la misma galera, y el capitán entre ellas, y empeçaron a navegar poco más que a las dos de la tarde.

El día siguiente vieron la mar no como la avían menester. Fuera de que, un grumete que subió a la gavia dixo que más adelante se empeçava tormenta, por cuya causa se recogieron al puerto de Mecina, ciudad del mismo reyno. Donde se estuvieron muy contentos de aver entrado en él, embiando las dos unos suspiros al mar y al ayre, suficientes a provocar a llanto al coraçón más de roble. Y tanto lo fueron que, no sé si diga que condolidos dellos estos dos elementos o movidos de amistad porque eran mugeres las que pedían y ellos agua y ayre, las traxeron una galera que encaminava la proa a él, tan maltratada como la que algunas leguas antes avía padecido no pequeña tormenta. Entróse con las demás que en él estavan, y la gente que en ella venía en otras para que adereçassen aquélla.

Acertó a entrar don Pedro en la que doña Leonor y doña Clementa estavan. Luego que della fue visto, se llegó a él y, refiriéndole con las más vivas y más enamoradas razones la obligación que la tenía, no en lo que hasta allí entre los dos passó sino en aver salido a buscarle, se yva a prostrar a sus pies. Mas él se lo escusó, pidiendo al capitán de la galera le diesse un esquife para llegarse a Sicilia, de donde todos partieron. Esto por engañarle para que se le diesse, no porque pensava yr allá; antes, a meterse en unas galeras que en el puerto primero avía visto, que yvan a donde él y no pudo tomar por correr la suya tormenta.

Él le respondió si avía perdido el juyzio, porque querer meterse en el mar sin que de todo punto se huviesse sossegado lo dava a entender.

Díxole:

-Señor capitán, ya sabéys mi determinación y si no me le dáys me arrojaré en ella-, porque ývase a enojar. Y satisfecho el capitán de que mucho mejor que lo dezía lo pondría por obra, se le dio con dos remeros.

Don Pedro huyó de doña Clementa, y aora huye de donde está seguro y se mete en la borrasca de su voluntad, sin tener qué hazer más que no estar donde ella estava.

Doña Leonor, que, saliéndosele el coraçón del pecho, veía lo que passava, celosa por una parte y temerosa por otra, sin descubrirse, por ver si podía estorvarlo, se llegó a él quando se yva a embarcar y le dixo quien era. A lo qual él respondió bolviendo la cabeça a doña Clementa:

-Bien está, encantadora Medea, echáysme de Sicilia y, no contenta con esto, me traéys otra muger con vos que diga es aquel ángel que vive en paz sin obedecer las censuras de amor.

Al fin se entregó a las aguas, lo qual me parece a la temeridad de Eneas por huyr de Dido, y después nos parecerá a todos que hizo tanto como la misma Dido: tanto como Dido se conocerá en que, si ella celosa o de la burla desesperada se mató, lo mismo hizo esta otra y en poco desconcertó el porqué, que fue mucho mayor su temeridad que la de Leandro con Ero y que la de los amantes de Teruel: della digo, que de la dél agora no hablo, está muy llano.

Don Pedro se vio bien poco adentro en la mar, quando unas y otras y muchas olas acosaron el pobre esquife tanto que le bolcaron, y como no pudiesse quitar tabla dél, cogiendo un remo, riñó valerosamente con las aguas. Doña Clementa, que con su compañera doña Leonor estava a la mira sin averse visto las caras, luego que vio a su dueño en peligro tan patente, bolvió a ella y, sacando las sortijas de los dedos y poniéndolas en los del niño, la dixo:

-Señora, si en algún tiempo padecistes el regalo y tormento de amor, particularmente si vuestras entrañas no han sido estériles, doleos deste pobre huérfano de padre y madre. El padre ya veys muere, pues mucho antes lo veréys de la madre. Hazed que le críen, que para esse efecto lleva essas sortijas en los dedos.

Con esto, se dexó caer al agua, donde las olas, por ser muchas y a menudo, parece que de en mano en mano la desaparecieron. Era fuerça averse de ahogar, tanto por esto, quanto porque, quando las aguas no humedecieran las vasquiñas y la echaran a fondo, las que de sus ojos salían eran suficientes, y quando no, las abrasaran y aun la misma mar ardiera con ellas porque salía de sus ojos. Que hizo tanto como Dido, ya lo hemos dicho atrás; y si Leandro passava la mar las vezes que avía de ver a Ero, por lo menos sabía nadar. Si aquella muger de Teruel murió sobre el cuerpo difunto que antes despreció, no lo pensó ansí al principio; pensó sentirlo, mas no morirse por ello: si el sentimiento se entró a donde no le hizieron lugar, la palma a él, pues se tomó lo que no le dieron. Pero esta muger por todos los caminos hizo mucho, porque, si se le pusieron los peligros por delante, no se puede negar, y menos si no se le pusieron. Una muerte y muchos infortunios a algunos les ha seguido, pero a esta muger los infortunios todos se trocaron en muerte, porque la de don Pedro muerte era que ella padecía, y lo era también la de su hijo que ya por tal la contava; de la suya no hazía caso, antes, si se puede dezir, la perdía contenta por ver que don Pedro la veía morir, ya que no por restaurar su vida, que era impossible porque la trocava de buena gana, por salir a un mismo tiempo désta con él.

Al fin murió la enamorada señora, y por entonces no fue hallada. Hablemos aora de doña Leonor, que ha quedado con un niño en braços, hijo del que espera ha de ser su marido, que ha perdido de vista a don Pedro y que ha visto ahogar a doña Clementa. ¡Quál estará esta muger! Porque si pudo causarla la muerte el dezirla «amparad este huérfano» y la de la madre se la pudo restaurar, ya no veía a don Pedro y era lo más cierto que se ahogó, y el tormento se quedava en pie. Si se arrojava al mar, ¿qué medra hallava en ello si se perdía la vida?

Determinóse dezir al capitán saliessen con todas las galeras a buscarle, sucediesse bien o mal, quando, antes que lo pusiesse por execución, uno de aquellos grumetes descubrió una galera que a toda priessa, como la que corría borrasca, se acercava al puerto, que, aunque salió sin ella dél adonde yva, repentina le vino entre el uno y el otro. Ésta llegó en muy breve espacio, en la qual venía el padre de doña Leonor y don Pedro, porque, como acertasse a venir por donde él estava peleando con el mar, perdida ya la esperança de vivir, le recogió en ella. A cuyo tiempo la mar restituyó a doña Clementa en la misma parte que la avía recebido. Sacáronla para enterrarla; y tomó puerto la rezién venida galera, que antes avía padecido, de buelta de Nápoles, la misma tormenta que las de don Pedro a la yda.

Luego que doña Leonor vio a su padre quisiera no aver nacido, mas, quando supo que don Pedro venía en ella, se le olvidaron todos los trabajos, y muchos más que huvieran sido. Y queriéndose aprovechar de la ocasión, tapada, con el niño en braços, mordiendo la toca que en el rostro llevava, porque no la conociesse en el habla, le dixo:

-Señor capitán, si vos tuviérades una hija y se huviera salido tras un hombre principal y los dos estuvieran en una misma parte, ¿qué hiziérades?

Cierto sobresalto le dio al padre, mas bolvió luego y dixo:

-De doña Leonor dudo yo, pues ya se me ha olvidado su virtud y discreción. Digo, señora, que lo sintiera mucho, pero que los casara luego luego, antes que la tierra lo entendiesse.

¡Cárguese el pensamiento en lo que sentiría doña Leonor en descubrir el rostro a su padre! Era fuerça hazerlo, fiada en su mucho saber y en su grande valor.

Y luego que la vio, la dixo:

-¡Cubrid, cubrid, hija! -sin dezirla «¿por qué o para qué hizistes tal?», porque es acrisolada necedad, a lo que ya ha sucedido, ocuparse en esso y no en buscar el remedio; y, llegándola a lo más secreto de la galera, supo quién fue tras quien se avía salido y cuyo era el hijo.

Determinóse a hablar a don Pedro, y, si de no dixesse, venirse a España, donde pensava acabar su pobre vida. ¡Qué de cosas se le pusieron por delante para que no acetasse! Rogarle él ofrecerle una muger que se salió en su busca, ser él valerosíssimo hombre y no de burlas, proprias todas ellas de un afligido, porque sin mucho discurrir hallara que lo avía él de abraçar con todas las veras por averle su hija contado lo que con doña Clementa passó, cómo le avía hecho saber, quando se fue en el esquife, que era ella, y no lo quiso creer, antes dixo ser enredo de doña Clementa, y no se sintiera se huviesse ausentado de su casa, pues avía sido por él. Y, junto con esso, averle también dicho cómo, en el tiempo que estuvo en la borrasca, el criado que en la galera quedó, por cierto interés la hizo saber el discurso del hijo y cómo huyó de Sicilia por la persecución de doña Clementa y por qué no se casava con una señora llamada doña Leonor.

Nada desto se le puso por delante al capitán y ocupó la imaginativa con lo peor. Y estando determinado a hablarle, se le ofreció mejor pensamiento, que fue discurrir en que, pues él sabía la voluntad de don Pedro y la causa de ausentarse de Sicilia, sería más útil no dezille nada, llevarse su hija a su casa, tapada de la suerte que vino, y casarlos en llegando a ella. Hízose ansí y súpose entonces muy por mayor el cuento de doña Clementa y cómo el niño era de los dos. No disgustó a don Melchor esto, que entrara a don Pedro en su casa con ocho.

Tratóse de enterrar la difunta, encima de cuyo sepulcro un poeta, si vizcaýno en los versos de substancia en la obra, puso este epitafio: «Aquí yaze el amor.» Justamente, por cierto, que de allí adelante no se diría bien veras de amor, sino burlas de amor, que las veras allí quedaron, de suerte que amor y amadora a un mismo tiempo murieron. Con esto se dio a criar el niño en la misma ciudad de Mecina.

Con lo qual se embarcaron en la galera que don Melchor traxo y se bolvieron a Sicilia, y, diziendo a doña Leonor se fuesse a su casa sola de la misma suerte que salió della, se llegaron los dos mano a mano hasta en casa de don Pedro; de donde, antes de entrar don Melchor en la suya, fue a verse con don Lorenço de la Oliva y le dixo cómo, por estimar su persona y aver entendido que era su gusto casasse a don Pedro con su hija, le bolvió a Sicilia de una isleta donde estava sólo con esse intento. Ofreciósele de nuevo don Lorenço, el qual fue luego a pedir albricias a don Pedro, y él se las dio en un abraço en que jurava una constante amistad. Con esto se hizieron las municiones sin que en la ciudad se entendiesse cosa de lo sucedido.

Parece ser que, como en la casa del tamborilero hasta los niños sepan hazer mudanças, y la donzella saliesse a menudo de casa y se mostrasse agradecida a los ofrecimientos del criado que don Pedro dexó en la ciudad, se desposaron en haz y en paz de la Iglesia, de que estava temerosa por saber la condición terrible de sus dueños. Mas quando su señora la dio parte de lo sucedido, se le abrieron los ojos y le dixo lo que passava, y ella a su padre y su padre a su yerno: traxéronlos a casa y casáronse todos juntos con universal alegría de los ciudadanos. Don Melchor llamó a su hija y a su criada, y les preguntó si en el tiempo que ausente estuvo le casaron también a él. Riéronse ellas, mas no don Melchor, que si sentimiento les pareció no avía mostrado, la operación hazía el caso por de dentro. Buscó el remedio como sabio y llorólo como discreto, considerando que si la mejor de las mugeres por solos 15 días de ausencia se fue tras un hombre, la que no fuesse tan buena, ¿qué haría?

Para que açares no huviesse, vino luego nueva de como el niño avía muerto. Mostró sentirlo doña Leonor y aun su padre della también lo mostró. Dios os tenga de su mano, señor don Pedro: con muerte empeçó vuestro casamiento y con muerte vays caminando en él. A no ser vos tan cuerdo, hiziérades caso desso. Mas no se compadecen supersticiones y gran soldado; demás de que, a no dessearlo vos tanto, la cuenta avía venido con pago, porque oy enterrastes a doña Clementa y os casastes mañana, que pudiera ser efeto de los sucedidos açares.

Al fin, don Pedro vivió contento y gozó de suegro solo seys meses, y no fue poca vida para aquél a quien un dolor de la honra aflixe. Fue señor de tres mil ducados de renta, tuvo cinco hijos y dos hijas, hermosos y buenos christianos. Vivió en Sicilia, después de la muerte de su suegro, ocho años, al cabo de los quales vino a la Corte a pretender para ellos, que, fuera del mayorazgo, los demás no eran ricos. Hízosele en ella el favor que a tan gran soldado se le devía, honrósele mucho, diéronle los señores su mesa y su lado, y hízose mucho caso dél. Y no duró esto quatro ni seys años, que llegó a los doze, al cabo de los quales aún vivía colmado de días y no vazío de merecimientos.