El médico rural: 11
Capítulo XI
A las cinco se hallaba en casa de don Roque. Para el habitual paseo, acompañaban a los tres sacerdotes el alcalde, el juez y otras personas. El P. Galcerán adelantóse a todos, con Esteban.
A preguntas del curioso, íbale diciendo que no tenía aún cuarenta años, que había pasado siete en África, y tres de profesor de Filosofía en su Colegio-residencia. Su acento afable, impregnado de no se supiera qué desinterés de juventud, invitaba a la confidencia fuertemente; la hermosura primaveral de la campiña predisponía asimismo a la abundancia efusiva de las almas, y el médico, con la ágil complacencia melancólica que hubiese podido referirle a un camarada sus dolores, púsose a contarle su infancia, su pasado tormentoso, como una explicación de su presente.
Pisando hinojos y amapolas, iban por el lindero de unos trigos frondosísimos, cuyas verdes espigas les llegaban a los hombros. Las codornices cantaban. Creeríanse solos y perdidos en el mar fofo de esmeraldas, sin ver siquiera a los otros paseantes. Hablaba, hablaba el médico, evocando ahora de su Antonia la historia terrible, y el P. Galcerán seguía aquel drama de pasión con tanto anhelo como si también en sus recuerdos fuesen despertando algunos parecidos.
Con tanto anhelo, que Esteban juraría que le causó contrariedad cuando al fin hubo de pasar a los teológicos problemas. Era de los mencionados por la mañana, y plantearon, en primer lugar, el referente al libre arbitrio: el médico entendía sin la menor dificultad que, siendo la libertad la facultad de escoger entre dos contrarias solicitaciones, el bien y el mal, el hombre fuese libre; mas no lograba entender que Dios, según tal definición, pudiera serlo; puesto que Dios, la bondad suma y absoluta, no sufriría solicitación de mal alguno. ¿Cómo, si el mal no era sino la negación de Él mismo; todo cuanto no fuese Él, precisamente? En la imposibilidad de obrar el mal, ni de sentir su estímulo siquiera, su libertad quedaba anulada por completo. El misionero contestaba que tal definición del libre albedrío, defectuosa, había sido sustituida por ésta: libertad es la facultad de querer (no de escoger), y entonces, claro veíase que Dios, pudiendo querer el bien, y nada más que el bien, gozaba de una libertad aún más perfecta. La cuestión habíase dilucidado en la célebre polémica del Padre Gaduel con el marqués de Valdegamas, transcrita por éste a uno de sus libros más notables, y en la cual intervinieron Luis Veuillot, director de L'Univers, y últimamente la Civiltà Catolica, con su casi pontificia autoridad. Callado Esteban un segundo, por respeto, volvía, no obstante, a protestar de la necesidad de que le consintiera sus réplicas el Padre; y animado a ellas, tornaba a responderle. Él conocía también el libro del marqués de Valdegamas, y a pesar del fallo de la Civiltà, continuaba pareciéndole que tendrían razón los que sustentaban con el P. Gaduel que al reducir la libertad a la facultad de querer, restándole la de elección, se la dejaba confundida con la simple voluntad e incurríase en los heréticos errores de Bayo y de Jansenio. Perdíase a continuación el jesuita en cien distingos metafísicos acerca de que no es libre quien puede querer el mal, porque sólo el bien posee los títulos de legítima dominación sobre las almas..., y un poco embarullados ambos, al fin, por la torpeza o los reparos del joven para acabar de comprender, regresaron del paseo en esta primera tarde sin provecho positivo.
A la siguiente, trataron el tema de la presciencia divina y la Creación. Un arquitecto, un ingeniero -según Esteban- comprendíase que no se decidieran a una obra hasta adquirir la suficiente aptitud por sus estudios, y hasta que, además, un motivo extraño o una conveniencia surgida de improviso en ellos mismos, les determinase a realizarla; pero en la eterna sabiduría de Dios, ¿qué preparación pudo El necesitar, o qué motivos eternos pudieron impulsarle a ejecutar la obra de la Creación en un determinado momento, y... no antes?... Si era buena y sabia, Dios, infinitamente sabio y bueno, debió verlo así desde el infinito, y tenerla creada desde el infinito. Un «¡se me ocurre ahora!» no cabía suponérselo sino a un ser de imprevisión, de imperfección... Oponíale el P. Galcerán que el error, aquí, tenía que ser atribuido a la índole de la razón humana, incapacitada para comprender el tiempo, como no fuera en los falsos plazos de su fugacidad marcados por la misma sucesión de los fenómenos vitales. Tratándose de Dios, Creación no podía significar «una nueva cosa que empezaba», sino algo que por pertenecer a no importase cuál período de infinito era ya infinito, y algo, además, que infinitamente estaba en la mente de Dios como potencia, lo cual equivalía a estar en hecho en realidad, puesto que la potencialidad en un ser de infinita perfección era, no podía ser sino ejecución y acto, desde luego. Se le fundían a Esteban, pues, en un concepto de absurda elasticidad lo creado y lo increado, y su terquedad ingenua resistíase insatisfecha: Si la Creación, como hecho nuevo, no existía, Dios no podía ser autor de ella, porque no se puede ser autor de nada sin precederlo en el tiempo; porque no se podría ser causa de aquello que, desde el mismo infinito origen de la causa, ya existía infinitamente.
A la tercera tarde hablaron de otras dudas, y entre ellas expuso el joven su temor de que la fe y la razón fuesen filosóficamente inconciliables. Decíalo, porque al leer la filosofía fundamental, de Balmes, y por cierto con el ansia de quien iría a encontrar la religión bien razonada, vio sorprendidísimo cómo en sus primeras páginas, al tropezarse el autor con una previa cuestión inevitable, la de certeza, la de la posibilidad de la certeza racional, pasábale por alto con sólo una disculpa: «Discutir o no admitir desde luego el concepto de certeza, equivaldría a encontrar en el dintel mismo del alcázar de la Filosofía sentada a la Locura» -Esto, según Esteban, era quitarles a todas las sucesivas filosóficas afirmaciones su valor; mas esto, también, según el P. Galcerán, ya que en realidad el concepto de certeza resultaba racionalmente irresoluble, puesto que equivalía a contrastar la veracidad de la razón con la razón misma (lo cual fuese tan absurdo como si un tendero pretendiese con su balanza misma comprobar la bondad de su balanza), significaba la miseria de la razón y la necesidad de recurrir a la fe divina como única fuente de evidencia y de verdad-. Pero, en caso tal, ¿pensaba bien Esteban?, ¿era insensato aplicar la razón a los problemas religiosos?, ¿para qué Dios nos dotó de la razón?, ¿por qué Balmes y los filósofos cristianos obstinábanse en escribir filosofía, dirigiéndose a la humana inteligencia, siendo así que fuese más sencillo hablar del sentimiento y dirigirse al corazón?... Inútilmente el misionero afinaba su dialéctica; siempre Esteban le ponía nuevos reparos...
-Mire, amigo mío -cortó por fin el Padre-, no hablemos más de estas cuestiones. Son tan arduas, que durante siglos vienen manteniendo viva la discusión de los teólogos y provocando incluso cismas, muchas veces. Antes de marchar, le dejaré a usted una lista de libros en donde habrá de encontrarlas en toda su extensión y que le proporcionarán, si los estudia con calma y método, la preparación que para acabar de entenderlas necesita.
Y bueno, aparte de esto, la bizarra cuestión de la certeza había despertado en el P. Galcerán el gusto de seguir conversando de otros filosóficos problemas, curiosos, aunque enteramente ajenos, en verdad, a la tribulación del catecúmeno: de las categorías de Leibnitz..., de las antinomias de Hegel..., de los positivismos de Bacon y de Spencer..., de las condiciones determinadas de Bernard... Un poco informado Esteban de ellos, la charla hubo de animarse gallarda y desinteresadamente entre los dos, como entre amigos, como entre dos espíritus juvenilmente generosos que admiraban lo admirable allí donde al azar lo iban descubriendo. Los entusiasmos del Padre eran para Hegel, de un modo principal.
-¡Oh, si yo no fuese cristiano -llegó a decir- sería hegeliano!
Así continuaron hablando el resto de la tarde, y las dos siguientes. Por sus afinidades ideológicas, desde la filosofía pasaban con frecuencia al derecho, a la sociología y a la literatura. Ferri, Lombroso, Garófalo, Tolstoi, y Zola, merecíanle bravos comentarios al P. Galcerán. La claridad dialéctica que Esteban le había echado de menos al tratar de sus dudas religiosas, brotaba ahora en las disquisiciones del Padre llena de esplendor. El joven, remitiéndose a la esperanza de los textos ofrecidos, veía que en el redentor de almas buscado ansiosamente no había hallado, por lo pronto, más que al inteligente camarada que también en vano buscó en el triste pueblecillo tiempo atrás.
Feliz hallazgo, pero efímero. En efecto; otra tarde más de estas pláticas gentiles, y he aquí que al regresar hacia la iglesia, el Padre, cambiando su tono y su aspecto de improviso, le llevó a la sacristía, sacó una gran medalla de San Luis, hízole que se desabrochara el chaleco, se la colgó al cuello, en tanto le decía:
-Usted es bueno. No se quite nunca esta medalla. Quiere creer, y creará. Tiene usted la voluntad de creer, y basta, porque eso es lo importante. Ya sabe que mañana a media tarde nos marchamos. Por la mañana, a las siete, venga a confesar. ¡Le espero!
-Pero... ¡Padre!
-¡Le espero! -insistió el P. Galcerán con los ojos bajos, con el manso acento de súplica y de imperio, por mitad, en que hacía su reaparición el jesuita.
La cosa era de tal modo inexplicable, que aún Esteban protestó:
-Pero... ¡Padre!, ¿quiere usted?...
-¡Le espero!... ¡y usted no querrá, sin duda, desairarme!
-¡Ah!... como... como una... deferencia personal...
-Usted es bueno. ¡Hasta mañana!
Le estrechó la mano, que había conservado entre las suyas, y partió.
Esteban se quedó confundidísimo. Salió del templo. No llevaba más que este nuevo misterio de la decisión del Padre ante los ojos.
¡Sí... sí..., el jesuita, el cura, el «hombre de oficio» resurgía!... No intentaba más que ganarse la apariencia de un triunfo ante las gentes..., ante el P. Sartos también que sabíale mejor que nadie en su tarea de catequismo, y que habría quizá que sonreír, con gozo profesional de compañero, al advertir que sólo Esteban dejara de confesarse entre todo el vecindario de Palomas. Tres días atrás, habíase confesado hasta el señor Vicente..., no sin que aquel acto de social obligación sirviérale después de burla y de chacota. La única abstención de Esteban, siendo quien era, y luego de habérsele visto en su comunidad campestre con el Padre, iría, en efecto, a llamar grandemente la atención.
La idea de aquella traición a su conciencia, fuese cual fuese la del P. Galcerán, le repugnaba. Sin embargo, apesarado por la debilidad que habíale comprometido, que habíale hecho acceder al fin con el silencio, y recordando por detrás del jesuita al afable camarada de bondades innegables que habíasele revelado en los paseos, se decidió a complacerle. Claro está que hubiese sido forzar su condescendencia hipócrita hasta el colmo el ponerse a hacer preparación espiritual alguna para semejante confesión, y no la hizo.
Además, a medianoche le llamaron para un parto, de casa de tía Hortensia la Jilguera, y creyó hipócrita, asimismo, resistirse a tomar el chocolate con bizcochos que ofreciéronle de madrugada.
Dos horas después, a las siete en punto, y en tal disposición, se fue a la iglesia. Había unos cuantos hombres y mujeres. Aguardábale el P. Galcerán, y le llamó por señas, desde un confesonario.
Se aproximó. Se arrodilló. Dispuesto cuando menos a honrar con una violenta sinceridad dolorísima este acto que habíale constituido el más augusto de su vida en la niñez, empezó por decirle al confesor que no podía rezar el Credo entero, por habérsele olvidado. Lo repitió fríamente, según lo fue dictando el P. Galcerán. Singularísima, en verdad, iba resultando aquella confesión. El penitente declaraba que no iba allí como penitente, puesto que no hizo examen de conciencia ni habíase abstenido de almorzar, lo cual impediríale tomar la comunión, ni podía llevar, en fin, propósitos de enmienda acerca de pecados de los cuales no estaba cierto que lo fuesen.
-Y de serlo, Padre, los más grandes míos los conoce usted de todas estas tardes: se refieren a mis dudas sobre Dios mismo; a todos esos problemas del libre albedrío, de la Creación, de la justicia...
-Bien, sí. Usted es bueno -cortó impasiblemente dulce el P. Galcerán-. En la sacristía tengo la lista de los libros que debe usted leer, y aún más que a ellos debe confiarse a su propio corazón, a su propia voluntad, porque la fe divina...
Zurció por un minuto una plática de consejos y advertencias, con el acento frívolo que habría podido decírselo a un chicuelo cuyas culpas consistiesen en media docena de mentiras, y acabó con esta frase:
-Rece cinco Padrenuestros y vaya a comulgar.
De la penumbra interior de la rejilla desapareció el brillo de las gafas. Sonó la portezuela. El Padre se marchaba. Esteban, asombradísimo, abrumadísimo bajo el peso de aquella mala cosa que estaba sucediendo, fue al altar.
Y un rato después, la mala cosa, la infame cosa..., la cosa monstruosamente inexplicable cuando menos, quedaba realizada enteramente. Un cura, un sacerdote de Dios, en persona el mismo P. Galcerán, que musitaba unos latines..., y unas hostias de albura inmaculada que iba pasando a las bocas de unas viejas..., y a la boca de Esteban, también..., del triste y destrozado incrédulo que aún creía cometer un espantoso sacrilegio hacia el respeto sacrosanto que estas mismas hostias le infundieron cuando niño.
Acabó aquello, sin que los cielos y la tierra retemblasen -y el joven abandonó la iglesia con frío y con repugnancia.
¿A qué lista de libros? ¿A qué nada de nada más?
El P. Galcerán habíale dicho con hechos lo bastante.
Le odió por muchas horas. Aunque Esteban hubiese temido que en este último empeño su fe pudiera morir definitivamente, no esperaba que un sabio sacerdote se la asesinase con la alevosía de tanta farsa.
Y, sin embargo, preso en la farsa él propio, puesto que no en vano la sagacidad del fracasado catequista contó con su discreción, con la delicadísima prudencia que ahora mismo impediríale salir gritando la hazaña por el pueblo, apenas sonó por la tarde el esquilón, anunciando la partida de los Padres, él apercibióse a despedirlos.
Le acompañaba Jacinta. Tampoco a ella, que sabía que habíase confesado, díjola una palabra del fondo del suceso. ¿A qué?... Más piadoso que los curas, ni a la compañera de su vida quería descubrirle su dolor, a costa de exponerse a desgarrarla su gran fe tejida de candores.
En el adiós al P. Sartos y al P. Galcerán, en las afueras de Palomas, aquél le sonrió, como siempre, con su autoritaria suficiencia..., y éste... ¡ah, la sonrisa de éste!... ¿Qué tuvo, qué volvió a tener la sonrisa de éste, como cuando allá en los trigos confesábale que sería hegeliano si no fuese cristiano; como cuando en las bellas tardes de inmensa confidencia hablaban de Zola y de Tolstoi..., qué tuvo, qué volvió a tener de humana, de humilde, de bondadosamente confidente?
¡Oh, aquella sonrisa no la olvidaría jamás Esteban!
¡Fue la luz de su inmensa gratitud y su perdón..., fue, y más refulgente que nunca en su miseria, la del amigo, la del hombre también bueno e incrédulo, en el P. Galcerán, que al verse llegar a otro hombre bueno en consulta, habríale manifestado la verdad con el hecho de aquella confesión sacrílega; es decir, de la única y más eficaz manera que podía hacerlo quien tenía un duro oficio, ingrato y ya imposible de cambiar, como Esteban el de médico!
Y al volver del brazo de Jacinta, entre las gentes, por los anchos campos donde tendía la primavera su triunfo de esmeralda, él iba desorientado, sin comprenderle a nada su razón ni su sentido.
En casa hallaron esta carta:
Castellar, viernes 6 de mayo.
Querido Esteban: Por mi tío, el doctor Peña, he sabido que te encuentras en Palomas y que eres el excelente médico que hacía esperar tu aplicación. Aquí tenemos vacante la titular: representa, con el igualatorio, tres mil quinientas pesetas, sin perjuicio de llegar a cinco mil, de consultas en los pueblos inmediatos, a nada que trabajes. ¿La quieres?... No tienes más que enviarme la solicitud, porque mi padre cuenta con el Ayuntamiento. Pero, eso pronto. La cosa deberá resolverse en la sesión del miércoles. No sabes cuánto me alegraría y se alegraría el pueblo. Contéstame en seguida. Tu buen amigo que te abraza,
JUAN ALFONSO MÁRQUEZ.
Habían leído juntos, Jacinta y él, y contempláronse asombrados.
-¡Un antiguo compañero mío en Sevilla, que empezó la carrera de Derecho! -dijo Esteban.
El asombro, la aurora repentina de esperanzas, deslumbrábalos, no les consentía ni hablar. Los dos temblaban, a la emoción indefinible. La carta les había caído como un raudal de luz entre la nube espesísima de moscas.
Abrazáronse, por fin, y sin saber todavía lo que la oferta pudiese encerrar de realidad, Esteban estrechaba el papel de salvación contra el pecho de Jacinta, oprimiéndolo y oprimiéndola como el premio, como el único positivo bien que la tierra le ofrecía en el desastre de los cielos...