El médico rural: 18
Capítulo VII
Dos caballos negros, hermosísimos, montado uno por un mozo y el otro de la rienda, detuviéronse en la puerta del médico, llamando la atención del vecindario.
Salió Esteban al sentirlos, y reconoció a los de don Teodobaldo Paluzie, personaje de Oyarzábal, que ya había mandado a buscarle tiempo atrás. No venían de parte de su dueño, sino del amigo de éste, doctor Lázaro Aspreaga. El mozo entregó a Esteban la carta en que el ilustre compañero le suplicaba su concurso para una grave operación.
-¡Anda, ve! ¡Y a la tarde haces la visita! -apremió Jacinta, orgullosa, porque ganaba mucho su marido y le llamaban de poblaciones importantes. La otra vez le pagó el espléndido señor Paluzie veinte duros; ahora, de la operación, traería cuarenta o cincuenta, por lo menos.
Le dio un beso, con aquel amor de niña, de ama de Casa, siempre como acrecido por la sensación del económico bienestar que permítíala hacer más dulces, tener mayores comodidades para todos e irle preparando a su futuro nene buenas ropas, y Esteban, deplorando la falta de atención de ella en cosas más sutiles e importantes, pero agradecido a la sólida honradez de su cariño, entró a ponerse las espuelas. Volvió a salir. Montó.
En las correas del arzón halló una fusta con la empuñadura de plata. Los estribos parecían de plata también, por lo limpios, y la silla crujía con el dulzor del cuero nuevo. A fuerza de encaramarse en toda clase de animales, aprendía. Le despidieron en su puerta. además de su mujer, Luisín, Nora y otra muchachita que habían tomado de niñera; en las inmediatas, hombres y mujeres, asomados al ruido de los cascos; y más abajo, el cura, don Luis..., el reparón y excelente caballista don Luis, con los lentes puestos y admirando la apostura del jinete:
-¡Bravo! ¡Bravo!... Así, ¡muy bien!
No obstante, hízole pararse y le corrigió un descuido reprochable. El estribo izquierdo habíalo tomado del revés, torciendo la correa.
-¡Aire, ahora!... ¡A las orejas las puntas de los pies!
Esteban, desde la esquina, giróse a saludar. Marchaba a paso castellano. Estos caballos nerviosos, briosos, que piafaban y estremecíanse por el vuelo de una mosca, habíanle alarmado un poco el otro día; hoy los conocía ya, nobles y educados, más seguros que las bestias muertas de hambre que le llevaban muchas veces y que se ponían a lo mejor a dar de coces...
Se acercaban a la Cruz. Divisó la huerta. Sintió que no le viese Evelina a caballo, en tal caballo, como habíanle visto y admirado tantas gentes del pueblo, y tuvo el impulso de entrar, llegando hasta el chalet sin desmontarse. Le pareció esto puerilmente fanfarrón, y halló el término conciliatorio: entrar a pie, hacerle al marido la visita, y... que le viese ella partir cuando viniese a despedirle en la cancela.
Tal lo hizo, y le resultó perfectamente. Evelina permaneció en la terraza de las tapias en tanto él se perdió por el camino. Era tan esplendorosamente guapa, que hasta el mozo, deslumbrado, le preguntó a Esteban quién fuese, y la elogió.
Era, además, ¡su querida!
Él feliz, que parecería un duque a caballo, lamentó no poder decirle al mozo que ella era una duquesa.
¡Amante, querida digna de un duque, a la verdad!
La mañana estaba hermosa. Agreste el paisaje de jarales y alcornoques, cantaban las perdices, sonaba en la profundidad del valle algún torrente, y el médico fumaba. Para ser dichoso, ¿qué más pedirle al Destino? ¡Ah, sí! ¡La dicha no debía ser algo que se busca o se construye, sino algo que se encuentra y que la vida ofrece cuando quiere!...
Poseía dinero, prestigio, salud, un tranquilo hogar con una angélica mujer, un hijo a quien quería con toda el alma, y... una Venus de ámbar, de marfil, para recreo de los sentidos. Puesto que le hacía falta, compraría, además, un caballo como éste.
-Oiga, ¿cuánto podrán valer estos caballos? -inquirió del mozo, que iba atrás.
-Son del coche. Han costado los dos tres mil pesetas.
¡Caramba, cada uno seis mil reales! Así parecían ellos de muelles, butacas. Compraríalo más modesto.
Pensó en su Venus. Desnuda, aquí, surgiendo entre los árboles del bosque, pudiese parecer una nereida. Se la imaginaba corriendo tras un ciervo, también Diana rubia cazadora..., y le estremeció el imaginarse a Jacinta apareciendo en otro lado.
Como siempre. A pesar de todo, el recuerdo de la esposa amargábale al traidor el recuerdo de la amante. Llevaban de lío un mes. La primera noche aquélla, él había partido de la huerta con una compleja sensación de orgullo y de disgusto. ¡Suya, al fin! ¡Realizada, pues, el ansia de no haber pasado por la vida sin haber saboreado una beldad, una de esas positivas diosas de encanto y maravilla que parecen únicamente reservadas para los magnates de la tierra!...; pero ¡qué desolación, al mismo tiempo!... Fue aquello brutal y breve, infame, cortado por las voces del marido que llamaba desde lejos, y también, y más que nada, la primera inicua falsedad que él cometía con su Jacinta. Esta le recibió asustada de verle llegar cerca de las once, torvo, oliendo a vino..., y el malvado tuvo que explicar los mordiscos de sus manos achacándoselos a un perro.
¡Una fiera, ciertamente, la beldad!... Él, recordándola, pasó el resto de la noche sin dormir, aterrado con la idea de haberla quizá engendrado un hijo..., ¡un hijo como aquel Luis encantador, un hijo como otro que ya amoroso germinaba en las entrañas de Jacinta! ¡Oh, Dios, un hijo suyo y... de tal madre!
Al día siguiente casi se alegró oírla reprocharle, entre altiva y lastimera, que había abusado de la embriaguez de ella, y que no volvería a ocurrir más. Luego, cuando volvió a ocurrir, porque era Evelina demasiado guapa y múltiples las ocasiones, aunque siempre bajo los apremios del timbre o de las voces del marido, se alegró también, siquiera, de escucharla en réplica a sus miedos de embarazo: «¡Bah, hombre, bah!..., ¡descuida! ¡No paren las estatuas!... ¡Eso tu mujer y las burras de la leche!»... Tendría experiencia de más para saberlo; y Esteban agradeció la tranquilidad, aun a costa del insulto a su mujer. Pero otra tranquilidad de porvenir con que no contaba referíase a Luis, al torero, cuando se aliviase del reúma y pudiera sorprenderlos algún día. Tal temor avergonzaba al cobarde, que no supo respetarle enfermo y desvalido.
Por suerte, Evelina, contra todos los supuestos, era de temperamento sensual indiferente, casi frío; y lejos de afectarse de vehemencias capaces de arrastrarla a cualquier insensatez, dijérase que se abandonaba pasiva y por orgullo, por la idiota y suprema vanidad de ver a un hombre extasiado en su belleza. La falta, maldito si alteró el ritmo despreocupado de su vida. Alma y corazón de prostituta, como casi todas las mujeres demasiado bellas e incensadas por la general adulación, Esteban pensaría que se dio a él sin emoción, por subyugarle, por acabar de hechizarle y dominarle con el material tesoro pleno de su estatua, ya que no pudo de otro modo. Y no debía ser la vez primera que, cediendo a tal u otro motivo, engañaba a su torero.
-Allí está la ciudad -dijo el mozo al doblar una colina-. Yo no sé si don Lázaro querrá ir en coche o en el tren. Por si acaso, debemos darnos prisa, que aún falta media legua. Picaron las espuelas. Tomaron los caballos un cómodo y veloz paso de andadura.
A la vista del extenso caserío, Esteban púsose a pensar en la operación para la que iba a servirle de ayudante al compañero. Tratábase de una extirpación de mama, por un cáncer, a una rica labradora de Belem, pueblo no distante de Oyarzábal.
Conoció al extraño y elegantísimo Aspreaga el día de la consulta de Paluzie -una consulta excepcional de siete médicos-. Se admiró de hallar a tantos juntos. Aparte de Aspreaga y Álvarez Molino, concurrían dos más, de la ciudad: el doctor Peña, como indispensable; otro afamado forastero, el doctor Pérez Rendón, y él -llamado por indicaciones y previas alabanzas de don Indalecio Márquez, grande amigo de Paluzie.
Era la enferma la señora, y sufría de gripe. Más que de un caso de verdadera dificultad o gravedad, se trataba de la rumbosa ostentación de un millonario. Como en Castellar, las familias pudientes de esta poblacioncita, donde tampoco abundaban las fiestas, convertían las enfermedades en sendas ocasiones de sus faustos. Aquello parecía el coro de doctores de El rey que rabió. Nadie se entendía. Siete médicos..., siete variantes en el diagnóstico, en el pronóstico, en el tratamiento; porque asimismo, comprendiendo todos que ante la gente que presenciaba la consulta érales llegada una conspicua ocasión de lucimiento, ninguno renunciaba a la tercera imposición de su criterio con un discurso magistral. Tres horas de polémica. Al fin, la terapéutica que los de cabecera tenían establecida, buena o mala, pero suficiente para un mal que iría a curarse solo, sufrió siete modificaciones por mutua y compañeril condescendencia entre los siete... Alargaríase por ello quince días más la enfermedad, si no hubiera arrojado el señor Paluzie tanta droga a la basura.
La timidez moral de Esteban en presencia de los colegas ciudadanos se resolvió en desilusión. Comediantes..., que doraban su ignorancia en gentil palabrería. El famoso Álvarez Rendón resultábale, dentro de un orador floridamente cursi y amigo de latines, un clínico anticuado, y el doctor Peña le oponía sus frasecitas y sentencias en francés. Pero el singular, el extraordinario, bajo todos los conceptos, era el doctor Lázaro Aspreaga. Imposible competir con sus gestos y aptitudes de desdén, de indolente suficiencia, con su chaqué y su cuello y su corbata, ornada, lo mismo que sus manos, de clarísimos brillantes y de un chic indiscutible, y con sus citas y alusiones a libros folletos y revistas ingleses, alemanes, recién acabados de recibir por él, y que ninguno conocía. Habló, por ejemplo, de la séptima circunvolución cerebral; y al argüirle alguno que «no había más que tres», le miró con lástima, y replicó que acababa de descubrir y estudiar todas las demás el sabio fisiólogo Curningalem, de Londres... ¡Un nombre y un hecho nuevos!... ¿Quién se los negaba?
El tal doctor, con un empaque y un equipaje de príncipe, que perrmitíale cambiarse de ropa cinco o seis veces al día, había caído deslumbrador en Oyarzábal, meses atrás, lo mismo que un aerolito. Valenciano, procedía del extranjero, habiendo elegido esta población, por su clima, para un gran sanatorio nacional de nerviosos que pensaba establecer. Dotado de verbosidad y de don de gentes, empezó por instalar su gabinete de radioterapia a pleno lujo, con tratamientos de faradiración contra la neurastenia y de causticación con nieve de ácido carbónico contra el lupus, y cautivó de paso a tres o cuatro ricos -uno de ellos Paluzie, dispuesto pecuniariamente a coadyuvar en el negocio aquél del sanatorio-. Los médicos de Oyarzábal, aturdidos ante el rival que íbales quitando lo mejor de la clientela y lo más lucido de los pueblos, pusiéronle la proa..., y él, apenas acabada la consulta, ganoso de un amigo que le pudiera ayudar en ciertos casos, invitó a Esteban a comer.
Simpatizaron. El modesto y reflexivo médico de Castellar admiró las máquinas y aparatos que Aspreaga le mostró, y la serie de cosas estupendas que hubo de escucharle; dejaron convenido reunirse para la intervención quirúrgica de hoy, y, en fin, partió Esteban sin saber si aquel desahogado compañero era un danzante o, al revés, un sabio, y él un científico paleto, que ya no conociese las innovaciones que traerían aquellos libros y revistas de Inglaterra, de Alemania.
-¡El tren!... Un mercancías. No es el mixto -previno el mozo-. Llegamos con veinte minutos de adelanto.
Se avisparon los caballos al paso del convoy...
Los trenes le causaban a Esteban una delectación infantil desde que estaba en donde nunca los veía... Iban entrando en la ciudad, cuyas vías aceradas y llenas de comercios producíanle asimismo admiración y envidia al médico aldeano.
Había un coche a la puerta de Aspreaga.
-¡Hola! -apareció éste, saludando-. ¿Vamos, querido compañero?
Le acompañaba un practicante, que subió también al coche con cajas y paquetes.
Breve el camino. Belem distaba tres kilómetros. El doctor encarecíale a Esteban que pusiese tres mil reales de honorarios, puesto que él pondría doce mil, por tratarse de gente adinerada. «¡Caramba, para el caballo!» -Pensó Esteban, tocado de avaricia-. Sin embargo, en la conversación acerca de la enferma no tardó en advertir que el colega, vestido hoy de botas, polainas y elegante traje campesino, como un rey en trance de cazar, soltaba enormes disparates, aludía a la mama como a una glándula de «estructura tubulosa», no arracimada; le llamaba tejido cedular al tejido celular, y confundía con la trinitrina la eserina. Se alarmó. El doctor Peña, el mismo día de la consulta, habíale prevenido que Astreaga era un osadísimo farsante, atenido a sus revistas. Cuestión, pues, de ir temiendo que no supiese ni una jota.
Ruidosa la recepción que les hicieron. Desde los ejidos del pueblo entraron escoltados por hombres y muchachos, como acróbatas. La casa de la enferma estaba llena; nueva, grande, en la sala habían dispuesto una especie de quirófano otros practicantes enviados muy temprano; la mesa operatoria, de metal; mesitas de cristal para instrumentos; autoclave que hervía a todo vapor; gasas, vendas, pinzas, agujas y cuchillos; un pulverizador Lucas-Championière; hules nuevos, irrigadores antisépticos y ampollas de sueros diferentes.
-¿Eh? -le confidenció a Esteban el doctor, viéndole asombrado-. ¡Creo que bien valdrá la pena nuestra cuenta!
Y se fue a prepararle el baño de previa desinfección a la paciente.
Esteban, a quien el anticuado pulverizador de Lucas Championière volvió a darle mala espina, pasó a otra alcoba, donde estaba la señora, y púsose por curiosidad a reconocerla. Le extrañó no hallarla caquéxica, flaca al menos, sino con una esplendidez de carnes y un rosado color que no habría más que pedir, ni verla el terrible cáncer ulcerado que hacía esperar tanto aparato. Los pechos aparecían fláccidos, normales, y tan semejantes uno al otro, que tuvo que inquirir cuál fuera el enfermo.
-¡Éste, señor! ¡El izquierdo! -indicó el esposo.
Lo contempló atentamente, lo palpó despacio, palpó la axila... y no pudo apreciar ni retracciones del pezón, ni durezas cirrósicas profundas, ni asomo de infartos ganglionares, ni nada, en fin, absolutamente nada, que delatase el cáncer... u otra enfermedad. Entre ambas mamas, grandes y flojas las dos, como de una mujer gruesa y nada joven, no existía más que ligeras diferencias de tamaño y un poco de mayor dureza y desarrollo en los racimos glandulares de la izquierda.
Interrogó. La señora había criado nueve hijos. Aprensiva, porque de zaratanes habíanse muerto hacía poco tres vecinas, consultó al médico del pueblo, honrado viejecito que ya apenas sabía de nada; éste la preguntó si sentía punzazos, dolores. No los sentía, pero creyó pronto sentirlos, y consultó de nuevo en Oyarzábal con don Juan Rivas... Confirmado el mal, había resuelto entregarse al doctor Lázaro Aspreaga, tan famoso...
Reflexionó Esteban, y quedóse persuadido de que la buena mujer se encontraba sana como un perro. No obstante sus riquezas, era una trabajadora infatigable; habría adoptado en la crianza de los hijos la general costumbre de darles preferentemente el pecho izquierdo, dejándose el brazo derecho libre para atender a la calceta, al puchero, a la sartén..., y esto, poniendo los dolores en cuentas de una autosugestión histérica, explicaba que una glándula hubiese adquirido sobre otra el leve exceso de desarrollo que en realidad, y no más, se le apreciaba...
¡Ah, qué horror! Iba a cometerse con la operación una torpeza, una infamia y un robo...; ¡un crimen, por tanto!
Pálido, cierto también, aunque tarde, de que el doctor era un falsario, fue en su busca.
-Tenga la bondad. Quiero que hablemos -díjole con intimador acento.
Se lo llevó al corral, a una cuadra, porque el resto de la casa llenábalo la gente, y le plantó en seco que aquella mujer estaba buena y no necesitaba operación. Su tono suave, pero resuelto y convencido, sulfuró a Aspreaga. Primero trató éste de echarle encima el peso de su autoridad, de su larga práctica en tal clase de afecciones; luego, al oír que el testarudo proponíale que un tercero resolviese la discordia (el doctor Peña), verbigracia, por el que pudiese ir el coche a escape, y que defendía su juicio con razones abundantes, a las cuales no sabía oponer ninguna, como no fuesen las punzadas sentidas por la enferma y el diagnóstico de Rivas..., intimó rabioso, aunque ahogadamente, porque no trascendiera afuera la cuestión:
-Bien, compañero... ¡Después discutiremos! ¡Ahora urge más operar que discutir!
-No, compañero -opuso Esteban más enérgico-. ¡No discutiremos! ni antes ni después, y aún puede operar si se empeña..., pero sin mí, porque me marcho!
Golpe terrible. Aspreaga quedóse consternado. Trató de disuadirle y nada conseguía, ni siquiera con su argumento principal del colega de Oyarzábal, que había hecho el mismo diagnóstico de cáncer. En efecto, no debía ser otro el precedente que indújole a creer en la fantástica afección; y para Esteban, sabiendo que el tal Rivas era una especie de carnicero barbarote, capaz de todo por cobrar unas pesetas, esto no tenía valor alguno.
Babeaba, pateaba el célebre doctor sobre el estiércol. Crispadas sus manos unas veces por la frente y otras por el aire, no sabríase si iban a buscar a su mala suerte o al esquivo testarudo, para ahogarlos. Al fin cruzáronse en una angustiosísima y urgente demanda de piedad, porque la gente acercábase allí fuera y los buscaba. Casi de rodillas, el ahora humillado altivo le pedía que le salvase; tratándose de la primera operación que iba a realizar, un fracaso hundiría todos sus trabajos, todos sus gastos de fastuosa instalación en Oyarzábal. Descubríase en la franqueza total de su miseria, buscándose con mayor celeridad la compasión: no era más que un pobre hombre, un infeliz en lucha con la vida, y sólo él podía saber a costa de qué esfuerzos...
-¡Sálveme, por Dios y por lo que más quiera! ¡Salve a un compañero! ¡Si no operamos ahora mismo a esta mujer estoy perdido!
Triste y difícil situación la de Esteban. Hallábase en el duro potro de desacreditar escandalosamente a un compañero o de consentir y ayudar a una infamia, a un asesinato tal vez, si la innecesaria operación hecha por manos imperitas acarrease la muerte de la enferma, y tenía además, despótico, que decidir entre una u otra enormidad sin pérdida de instante. Vio una solución, indigna, desde luego, pero la única, y la propuso: ir, darle un poco de cloroformo a la señora..., que abriésela Aspreaga un centímetro de piel para que la sangre manchase algunos trapos..., y que la vendase y dijésele al marido que había tenido la fortuna de encontrar el tumor y sacarlo íntegro sin que hiciese falta amputar la mama entera...
Aceptado, marcharon a la sala, hicieron transportar a la fatídica mesa a la señora, y echaron fuera a todo el mundo, practicantes inclusive, evitándose testigos.
Lo que allí Esteban sufrió con aquella infeliz martirizada, con aquella cruenta comedia ignominiosa, sólo él pudo saberlo.
-¡Basta! ¡Basta! -impúsole al farsante, que para justificarse más pretendía cortar un pedazo de carne, echándolo en el cubo.
La señora se quejaba, a medio cloroformizar, pues no había por qué exponerla a los plenos riesgos anestésicos. Dos puntos en la incisión hecha por el torpe cuchillete de Aspreaga, y la vendaron lentamente con un verdadero lujo de algodones, de gasas, de imperdibles... ¡Tapar, sí, tapar aquello en forma que no pudiese nadie a destiempo descubrirlo, y... mandarlos a la cárcel!
Aspreaga hizo un envoltorio de trapos, lo reató, lo manchó de sangre por fuera, y hubo de servirle, cuando entró gozosísimo el marido y todo el mundo, para simular que llevábase el tumor con el fin de estudiarlo al microscopio...
Un cuarto de hora después partían en el lujoso coche, despedidos en triunfo por la gente. El doctor iba tan fresco, completamente recobrado a los imperios de su farsa; Esteban, lleno de tristeza y de pesar..., prometíase solemne no tener más contacto con semejante compañero en el resto de su vida.
Cuando a las tres de la tarde llegó a casa, se sintió sin ánimo, lleno de vergüenza, para contarle a Jacinta ni a nadie lo ocurrido.
-¡Sí, sí, se hizo todo felizmente!