El médico rural: 19

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El médico rural de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo VIII

Capítulo VIII

Durante el mes de agosto habían ocurrido en Castellar grandes novedades. El Colita murió de otro formidable ántrax, que no pudo curarle Esteban, a pesar de su interés. Ya veinte días antes -a los muy pocos de haber caído en Madrid el Gobierno- fue Gironza nombrado juez, en sustitución de Pablo Bonifacio, y éste, alcalde; y fue el primer acto de las dos autoridades el de procesar a muchos concejales, cambiándolos por amigos. Mas para que los atribuladísimos «señores» no pudiesen dudar que las influencias eran de Evelina, exclusivamente de Evelina, sin maldita la intervención del esposo, he aquí que el flamante partido republicano socialista, bajo los auspicios de la viuda, y con el genuino apoyo de la Sociedad cooperativa, apercibíase ahora lleno de pujanza a la elección de diputados: dueños de los gubernativos resortes y de la mayoría del censo, una Comisión de obreros acababa de visitar al candidato don Juan de Dios Martínez Navas, casi perpetuo representante en Cortes, por lo demás, de este distrito (y no hay que decir si uña y carne con don Indalecio Márquez), ofreciéndosele a condición de que instituyese jefe local a Pablo Bonifacio, y de que se mostrase en resuelta hostilidad contra sus antiguos amigos los «señores». Don Juan de Dios aceptó. La concordia quedó hecha, y gracias a una suprema razón de la sinrazón política, sin alma, sin entrañas, rota con los «señores» y con el propio don Indalecio la amistad del diputado.

Cuando ellos tuvieron que rendirse a la dura realidad, al ver que el don Juan de Dios -¡un medio pariente, y sin que el otro pariente senador se le opusiera!- sosteníales los procesos, ponían el grito en la luna y no acertaban a explicarse qué clase de mujer o de demonio fuese aquélla con tantas influencias, con tantas osadías, y que habría venido a su propio deudo a aniquilarlos.

¡Increíble! ¡Inverosímil!... Los hechos, sin embargo, eran los hechos, y tenían una gran fuerza de penosa convicción los que podían mirar por todas partes; presos, detenidos por seis horas, sin más que haberse permitido gritar contra Gironza, Ramón Guzmán y el intrépido Macario; copados el Juzgado y el Concejo; desierto el hermoso Casino Principal y el otro lleno siempre hasta los topes... Hasta la Guardia Civil, ¡quién lo diría!, habíaseles vuelto de espaldas, sorprendiéndoles una noche la ruleta..., y el albéitar, los barberos, los pastores y criados bailábanle el agua a la Cachunda y engrosaban la Sociedad cooperativa sin miedo a sus dueños legítimos de siempre..., antes bien, burlándoseles e imponiéndoles una huelga colectiva en las casas y en los campos si era alguno despedido.

¡Ah, sí, sí!...; ¡hasta los guardias!... En persona, don Indalecio hubo de ordenarle al cabo que prohibiese la manifestación hecha por los republicanos en el entierro del torero, y la viuda tiota e indecente, que hallábase dirigiéndolo tan fresca, se le rió al cabo en los bigotes, le amenazó con sus influencias de Madrid y le plantó en la puerta de la calle.

Tan fresca, cierto, la famosísima Evelina. Las negras ropas servíanla para realzar su blanca tez de rubia con mayor coquetería. Libre de los cuidados de enfermera, habíasela visto ir a Oyarzábal en el coche que antes no tenía tiempo de lucir, a pretexto de modistas y de lutos. Hallábase con demasiadas preocupaciones en los líos de la política para haber sentido al muerto. Esteban, al expirar Luis, lloró la lágrima de remordimiento y de piedad que no asomó a los ojos del amante...; pero tuvo que admirarla en sus solícitas y serenas atenciones al cadáver, lavándolo, vistiéndolo, dulcemente respetuosa con él como una amiga, ayudada por los otros (pues que al fin el joven se marchó un poco horrorizado) y dijérase que luciendo en esto, igual que en todo, su vanidad de mujer valiente y superior a no importara qué trances o desgracias.

¿Por qué era tan bonita?... Querría Esteban aborrecerla, sentía incluso que llegaba a despreciarla muchas veces, y no acababa de adquirir la persuasión de que pudiese dejarla sin esfuerzo. Tan sentimentalmente impasible como linda, ni antes ni después de viuda había tenido para él una chispa de emoción. Los días, ahora, ocupábanselos las conferencias y políticos conciliábulos con el juez, con el alcalde, dueña del pueblo en forma tal que no se movía sin su orden ni una rata. Iba a verla el médico después de anochecer, y más que a la bella amante se encontraba a la alta jefa dispensadora de mercedes.

-Pero a ti, mujer, ¿desde cuándo acá te ha dado por ahí la chifladura?

-¿Chifladura?... ¡No seas necio! ¿Iba a consentir que me atropellasen porque sí, que se estuviesen creyendo que es una un guiñapo?

Comentaba con fuego los sucesos, desprendíase de sus brazos para hablarle largamente de política, y en vano una y otra noche se obstinaba en el empeño de meterle en ella activamente.

-Pues mira, hijo, es una simpleza desperdiciar la ocasión de hacerte el amo político del pueblo. ¿Qué temes?... Si en situación liberal mandamos los demócratas, los avanzados, los casi socialistas, como es lógico, pero con la jefatura reconocida y aceptada por ese pobre don Juan Martínez que es conservador, figúrate si no tendremos mejor el mando cuando vuelva su partido... ¡Ah, los «señores» harán bien en despedirse!

Efectivamente, una ensalada; un absurdo revoltijo de esos que sólo se dan en las aldeas: con el concurso popular, republicano, el nuevo partido dominante ostentaba la representación gubernamental y dejaba arrinconados a los monárquicos de siempre.

Se disculpaba Esteban con su falta de afición y su desconocimiento total de la política, que no tenía que ver con su carrera, y ella le pintaba cuadros tentadores: la política invadíalo todo y le importaba a todo el mundo: un médico, por ejemplo, aumentaríase la titular, descargaríase en los consumos, baldando a los contrarios, e impondríase a los «señores», dejando de ser el pito a quien traían en danza noche y día así que un chico estornudaba...

-Además, hombre -díjole una vez, como argumento magno, al testarudo-, me lo reservaba, porque hubiese preferido verte ceder por mí y por afición, y voy a revelarte una cosa: mis designios contigo son más altos; no se trata de que fueses el monterilla del lugar, que para eso ya me sirven Gironza y Bonifacio; sino de que tú, con tu talento y mi influencia, llegaras a alcanzar la posición de un personaje en el distrito. Fíjate en lo que te ofrezco, y acuérdate de que no tengo más que una palabra: no esta vez, pues ya no hay tiempo; pero en otras elecciones, si quieres, te saco diputado.

-¡Caracoles! ¿Diputado?

-A Cortes; sí, señor. ¡Conque: lo piensas!...

Alucinado por las firmezas de ella y por las pruebas ya vistas de su influjo, Esteban, el modesto médico rural, consideró por un momento aquella contingencia de encontrarse de la noche a la mañana personaje. Puntualizaron el asunto. Examinaron, con respecto al porvenir, su trascendencia y los bellos cambios que impondríale. Cuestión de que al llegar la oportunidad ella escribiese dos letras a Madrid o fuesen juntos.

-Pero, oye, tú -inquirió Esteban una noche, viéndola, hasta en la cama, radiante y expansiva en su papel de protectora-, ¿quién te ayuda en esto? ¿A quién le escribes tú en Madrid?

Lo supo: por acabar de convencer al incrédulo, ella saltó en camisa de su lado, fue a su secreter y trajo cartas y retratos. «A mi queridísima Avelina». «A la bellísima Avelina inolvidable»... Era el duque de Arteaga; ex ministro, buen mozo, y temible orador parlamentario.

¡Ah, sí! ¡Claro que conocíalo Esteban, de ver su nombre y sus caricaturas en la prensa!

-¿Ves?... Pues ya lo ves; pues ya lo sabes.

-¿Tu amante?

-¡Estúpido!... Mi novio. Nos quisimos mucho tiempo, mucho, y... no me casé con él porque era entonces secretario de Embajada y quería llevarme a China.

¡Bien!... El que la deshonró, el que la compró, el que la lanzó..., según la interpretación del médico. Poco le importaba, en no siendo como halagüeña confirmación de que esta mujer pertenecía a la estirpe de beldades digna de magnates.

-Si quieres -añadió Evelina, yendo a guardar las cartas-, él, de un puntapié, te hace diputado.

El giro, involuntariamente justo («de un puntapié»), derramó su oprobio sobre el joven. Además, aparte de que la tal diputación aparecía como un mundo nuevo y de inciertos rumbos para él, ni dispuesto al vilipendio de aceptarla, había de resultar cosa asequible para ella. Por buen recuerdo que un querido de fuste la guardase, no daría lo mismo utilizarlo en quitar y poner alcaldes y en trastornar un pueblecillo, que en disponer de los escaños de las Cortes.

Manías, en suma, éstas de la protección de la hechicera bruta, y en cuyo fondo no palpitaban más que los secos egoísmos y los luzbélicos orgullos que formaban íntegra su alma. Obsesión suya los «señores», aún les quisiera ocasionar el disgusto de hacerles ver en rebeldía, incluso al médico que debíales la gratitud de haberle traído de Palomas; ambiciosa e ilusionariamente cegada por sus triunfos, creíase también una excelsa gobernante digna y capaz de extender su poderío a mucho más que Castellar.

-¡Ah, si yo fuese hombre, tú! -la oyó Esteban cien veces, desde esa noche en que al fin quedó la futura acta rechazada; y a su vez contestaba interiormente, sonriéndose con burla: «¡Ah, si yo no fuera el único hombre presentable de tu trato, el único que en Castellar puede un poco sostenerte la vanidad del señorío..., cuán lejos de tu lado y de tu amor hubieses de lanzarme!... «A pesar de todos los desdenes, sosteníale tal prestigio, tales ansias de ella por no verse exclusivamente rodeada de paletos.

¿Por qué ya Evelina, viuda y libre, no emigraba?... Con gusto lo hubiera visto el médico, quizá, y sufrió la decepción de comprender que no se iba ni se iría por múltiples motivos. La huerta y el chalet eran de venta difícil o imposible, y el resto del pequeño capital, formado con los ahorros de ella y del Colita, e invertido en públicos valores, no sería lo suficiente para permitirla en Madrid la vida a que aspirase. Rentista, sin embargo, burguesa y satisfecha su inmensa vanidad con los triunfos en el pueblo, no debía de seducirla, luego de encontrarse imprevistamente aquí como una reina, dueña de caciques, dueña de «señores», la degradación de volver a ser la cupletista que divirtiese al público y tuviese que halagar a otros «señores», aunque éstos fuesen duques. Por otra parte (y por si todo esto no sobrase), para con el suyo, que tendría otras jóvenes queridas y para meterse en competencias de escenario, ¿no se presentiría ella misma su excesiva madurez? No obstante su beldad perenne e impecable, estaba un tanto matronescamente abultada por los años -pues si no frisaba en los treinta y seis o treinta y ocho poco faltaría-. Pero, independientemente de que Evelina, en su papel de personaje, tomado en serio por demás, se fuese tornando insoportable, y de que el luto, impidiéndola cantar, la hiciese menos divertida, se debilitaba el afecto de Esteban hacia ella por otras grandes novedades que marcábanle a su vida nuevos rumbos; desde hacía un mes tenía caballo... ¡Un buen caballo tordo, procedente del Ejército, de mucha alzada, que le costó dos mil quinientos reales!

Unas veces lo sacaba para irse con el cura de paseo; otras (si no servíale para las visitas forasteras a que expresamente y con frecuencia le llamaban), como quien no quiere la cosa, y por consejos de don Luis, se acercaba a cualquiera de los inmediatos pueblecillos, atábalo a una reja, entraba él a charlar con el colega, y le llamaban los enfermos y volvíase con unos cuantos duros. ¡Qué mina el tal caballo!

Otras tardes, en fin, puesto que esa martingala no debía menudearse, marchábase con Juan Alfonso a cazar el perdigón en lo más lejano y agreste de los montes. Nadie le hubiera dicho que volvería no sólo a aficionarse, sino a sentir un verdadero fanatismo por la cacería del perdigón; el milagro, sin embargo, era perfectamente comprensible: su amigo Juan Alfonso, maestro en estas cosas, cobró once piezas el primer día que hubo de llevarle; no hizo falta más: por sus consejos e instrucciones compró Esteban un macho y una hembra de a veinte duros, magníficos reclamos; aprendió a disponer los puestos, cubriéndolos de jara, y tuvo que reírse, en fin, de aquellos tiempos en que él, ignorantísimo, pretendía matar perdices llevando en la jaula un cuco de a peseta, y poniéndose como un imbécil las horas y las horas detrás de unos matujos del ejido donde no había más que lagartos. El toque, pues, estaba en saber y en tener preparativos. Ahora, ni más ni menos que el propio Juan Alfonso volvíase siempre a casa con sus buenos pares colgados del arzón.

Una delicia aquellas tardes hermosísimas, percibiendo el verdadero olor salvaje a jara y a tomillo, en el silencio de las sierras, cortado nada más por las distantes esquilas de las cabras y por el incesante cantar de las perdices. De tiempo en tiempo, ¡plum!..., un tiro; y tan ciegos los animalitos, que apenas se espantaban de las detonaciones ni de los muertos, y, pisándolos, volvían al pérfido desafío del de la jaula...

-La emoción de estos momentos, la de recoger después la caza y retornar con los caballos en la bella noche de los campos, a la luna, fumando, charlando con el buen amigo de las peripecias de la tarde, contenían el secreto de la paz dichosa, de la suspensión de toda otra clase de inquietudes, de la paralización, diríase, del universo entero en una infinita calma de honradez... que había presentido Esteban sin poder nunca antes conocerla en el alma de estos pueblos.

Tanto le cautivó la rusticidad hermosa y saludable, gracias a la cual dormía como un lirón, comía como un demonio y sentíase alegremente dispuesto a sus trabajos, que comprendiendo cómo hasta ahora no había empezado a entrar en el ambiente de la vida campesina, y comprendiendo al mismo tiempo las en apariencia burdas y estúpidas costumbres de Juan Alfonso y de sus primos, del notario, de don Justo el farmacéutico..., encargóse y usaba, igual que ellos, guayaberas, botas de montar y sombreros de ala ancha. Poníaselos para cazar únicamente; pero muchas noches, cómodo y fresco con tal, indumentaria. no se la cambiaba al ver a los enfermos, y así se iba al Casino y aun a casa de la amante, que reñíale y le reprochaba sus trazas de patán.

-¡Hombre, hombre..., qué facha!

-¡Vida, lo da el aire; ya ves tú! ¡He matado seis perdices!

-¡Dejate de perdices..., que te van volviendo lo mismito que los otros las perdices!

Y Esteban, al revés, lejos de dejarlas, cada día se apasionaba más por sus cacerías, por su caballo..., por todo lo que con sus nuevas diversiones tuviese relación. Las tardes, al campo; las mañanas, en buena parte cuando menos, limpiando los estribos, el bocado, las espuelas..., arreglando la puerta de la cuadra..., poniendo a la sombra o al sol los perdigones, picándoles bellotas, echándoles mastuerzo..., del cual forraje había sembrado, y escardaba y regaba por sí mismo en el huerto, que tenía además algunas flores y dos álamos, una linda praderita. Olvidado, profundamente entretenido allí con estas cosas, había veces que Jacinta y Nora le creían fuera de casa cuando iban a buscarle los enfermos.

Sin embargo, no desatendía la profesión, y estaba satisfecho de sus éxitos crecientes, por más que desde el propio huerto, mirando al más frondoso de doña Claudia de Guzmán, de la «amiga de los médicos...», sintiese a ratos ciertos resquemores. Esta notabilísima señora, desencantada quizá de su fracaso con él en la tarde memorable, o por lo que quiera que fuese, habíase desterrado desde entonces a una finca de campo, distante dos leguas de Castellar, y allí seguía; pero había hecho venir de Oviedo a su hija Inés, enferma, por lo visto, y visitábala el doctor Peña, sin que se hubiese acordado de Esteban para nada. ¿Por qué?... ¿Odio de la madre al que tanto hubo de agraviarla sin saberlo?... El caso era que el coche del doctor llevaba ya dos meses cruzando el pueblo, de paso para la finca, cada seis o siete días, y que si no daño, tampoco así ganaba nada el crédito de Esteban.

-Di -le preguntó una tarde a Juan Alfonso, cuando iban a cazar el perdigón-, ¿qué tiene tu prima?

-Ah, pues... creo que está bastante mal. Mi tío, el doctor Peña, con quien he hablado esta mañana, dice que histerismo, y además una tisis que la apunta.

¡Caramba! Casi celebró Esteban que no se hubiesen acordado de su nombre. Si iba a morirse la muchacha, que se le muriese al compañero.

Pero otra pregunta le espetó Juan Alfonso a quemarropa, la cual traíala preparada desde que montaron a caballo:

-Oye, atiende, Esteban... Sabes que vive mi querida en el llano de la Fuente, cerca de la Cruz, por lo cual salgo de su casa a las dos o dos y media muchas noches; bueno, pues anoche, no iba yo a cien metros de chalet de la Cachunda, y sonó la talanquera de la huerta y salió otro... ¿Puedes decirme quién?

El médico se inmutó:

-¡Ah, yo no lo sé!

-¡Vaya, niño, que eres tú!... Me detuve y torciste por la esquina del estanco. ¡Ni me viste, y hacía luna! ¡Así ibas de ligero!

Rotunda la afirmación. Juzgóse el descubierto en trance de no negarse al buen amigo, y durante el trayecto hacia el monte le fue contando la historia.

La hermosura de la tarde, la soledad como religiosa de los campos, tenían una fuerte invitación de confidencia.

Juan Alfonso, político y tenorio, en quien, según los giros del relato, despertábanse los odios a la perversa enredadora o las envidias a la amante, escuchábale en silencio.

-¿Qué amigotes de Madrid son ésos que la apoyan? -inquirió al llegar al cazadero.

-Lo ignoro -se esquivó Esteban ante el llagadísimo enemigo de la que habíaselo en secreto confiado-. ¡Algún querido antiguo, pienso yo!

Mortificante y áspero cayó el supuesto, que era también el de todo Castellar, en la altivez de Juan Alfonso. Esto de verse dominada su familia por los simples favores desdeñosos de un prócer madrileño a una prostituta resultaba insoportable.

-Debe ser muy bestia esa mujer, y además mala persona. ¡Ya ves la inquinia que nos tiene, sin más que porque sí!

-¡Bah, no creas; en rigor, una infeliz, Alfonso! -suavizó Esteban, por fueros de hidalguía con la ausente maltratada-. Lo que a no dudar le duele a ella es no haber podido tratarse con vosotros, con gentes que no fuesen de la cáñama de esos mil que la rodean. En el fondo, no te puedes figurar el desprecio que la inspiran.

-¿Quiénes?

-Gironza y Pablo Bonifacio, para empezar por los de arriba; con que ya ves tú los otros. Y más aún -siguió Esteban, insistiéndole en un no sabía cuál conciliador impulso de piedad, puesto que al fin la suerte habíale colocado entre Evelina y este amigo-: sé que tu padre y tú les sois simpáticos; de ti, en particular, la he oído muchas veces hablar bien.

-¿De mí?... ¡Concho! ¿Y qué dice..., si nunca la he tratado ni puede conocerme?

Ya en el tren de su mentira, el médico no vaciló en redondearla:

-Que eres guapo y arrogante, que tienes cara de listo, que montas perfectamente a caballo..., ¡lo que cabe, en fin, decir de un conocido de vista!

La faz contraída y dura del político se rasgó en destello satisfecho por una sonrisa del tenorio.

-¡Aire, a cazar! -dijo.

Y volviéndole a Esteban la espalda se fue al puesto, para no tener que traicionar quizá también con alguna palabra agradecida sus odios hacia la bellísima, hacia la aborrecidísima mujer.

Esteban, como un Maquiavelo bondadoso, quedábase asimismo sonriendo, de haberle visto sonreír. ¡Cuán fácil le sería a la adulación deshacer todos los odios!