El médico rural: 24

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El médico rural de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo XIII

Capítulo XIII

«¡Los literatos!»

Les llamaban «los literatos». Jacinta y Rosa; y muchas noches, dejándoles en el comedor con su ajedrez y sus francesas lecturas, que ellas no entendían, se iban a la casa de enfrente para hacer dulces o para charlar con más libertad mientras bordaban.

Inés y Esteban, al verse solos, mirábanse en una honda complacencia de amistad, de intimidad, de la grande intimidad a que habían ido llegando poco a poco. Se hablaban de tú los cuatro, por acuerdo de Jacinta, a quien le había parecido mal que el marido no tratase con la misma confianza a sus amigas; y siempre Esteban ponía término a aquel agrado de los ojos de los dos con un breve comentario:

-¡Se aburren! ¡Las gustan más sus cosas!

-¡Sí! ¡Tienen otras aficiones! -decía Inés, tornando a la novela el dulzor de su mirada.

Una vaga emoción ponía en su voz recónditos temblores y distraíala del libro.

Y si fuese el ajedrez lo que ocupábalos, perdía, perdía ella..., volviese torpe a pesar de su destreza, y a cada jaque y a cada mate se reía nerviosamente.

-¡Fíjate, mujer!

-¡Si me fijo! ¡Es que juegas mucho!

-¡No, me ganas tú; pero no pones cuidado cuando no tenemos gente y no puedes lucirte!

-¡Será eso!

-¡Vanidosa!

-¡Hombre! ¿Y confieso que sabes más que yo?...

-¡Cá, no sé!

-¡Sí, sí sabes!

-Bueno, sal.

Otro juego. Otra vez los negros ojos de gitana desprendiéndose de los de él hacia el tablero con pereza deliciosa.

Lista, verdaderamente, y delicada en su trato, por ingénita generosidad tendía a reconocerle mejores disposiciones para todo; y ya que él no debía cederla en gentileza, ambos se encontraban en un amable pugilato que les hacía la amistad más noble, más considerada... más arraigada en mil sutiles gratitudes.

Sin embargo, la cortesía no impedíales una espontaneidad muy grata, y que a Inés, principalmente, la mostraba con frecuencia en franquezas seductoras.

-Di -preguntaba Esteban una noche en que dejaron en suspenso un mate, a pesar de su interés-, y aquel día del campo, cuando tú con el ataque, ¿qué diablos te pasó? ¿De verdad te sentiste hipnotizada?

-¡Hipnotizada!... ¡Quita, hombre! -contestábale riendo.

-Entonces... ¿qué fue aquello?... Porque tú volviste a ti y me obedeciste; y luego no te han repetido los ataques.

-¡Claro! ¡Me hablaste con un tono..., que por ver siquiera quién y por qué de tal modo me mandaba!... Además, mis ataques... no eran ataques.

-¿Qué eran?

-Disgustos. Un disgusto grandísimo al saber que no iría a Oviedo, que iba a quedarme en este pueblo para siempre. No comía, no me levantaba y estaba sin hablar tanto tiempo, sin saber a lo mejor si soñaba o si dormía..., porque la pena y los respetos a mi madre no me consentían más que llorar.

Una tristeza de fugaz evocación vibró en su acento; pero la deshizo la melancolía de una sonrisa. Sería el recuerdo de sus rejas en Oviedo, de sus novios, unido al de este pobre Alberto con quien iban a casarla. Nunca le hablaba de Alberto a nadie, y Esteban, por piedad, por seguir el jovial ritmo en que estaban conversando, dijo, sin querer tocarla el dolor de su secreto lamentable:

-¿De manera, mujer, que te gusta Oviedo?

-¡Ya lo creo que me gustaba!

-¿Que te gustaba o qué te gusta?

-Vaya, ¡que me gusta!

-Sin embargo, tu pena pasa, me parece, y estás mejor, y tu madre y todos te encuentran más contenta.

Salió ella de entre sus recuerdos, le miró y repuso:

-He ido poco a poco resignándome; y... ¡sí, estoy mejor! ¡Me curas tú!

Sus ojos le vertían la intensa gratitud de un modo extraño. Sintió él que su corazón perdía un latido, y bajando los suyos el primero la intimó, por no dejarse arrastrar quizá a la imprudencia y al ridículo en un equívoco inocente:

-¡Bueno, hala, Inés: al rey! Defiende ese peón.

Siguió el juego. El discreto se recogía al concepto justo de que Inés no era sino una también discreta amiga llena de espíritu y de gracia, franca en los abandonos de su expresión con él, como con nadie. ¿Qué valdría la amistad, esta lealísima amistad de hombre y mujer, y más bella y exquisita por lo mismo, si forzáranla a tener suspicaces aduanas de recelo?

Llena, además, Inés, de travesura.

Otra noche en que ella, más aficionada que Jacinta a la música (y que poetizándoselas de nuevo con perfumes infantiles, realizaba el milagro de resucitarle a Esteban el gusto por todas sus aficiones fracasadas), buscando un rebelde arpegio en la guitarra se inclinaba al mástil, él enfrente, en otra silla, inclinábase también, ayudándola a buscar. De pronto notó Inés que tenía sueltos los corchetes de la blusa y que por el hueco la podría mirar el bandurrista; se inmutó; trató rápida y disimuladamente de entrecerrarse los encajes: mal conseguido, tornaba a apartarse..., y dejaríanle ver un poco, acaso, del pecho, del corsé. Se azoraba, se azoraba...; por no llamarle la atención, no se atrevía a abrocharse, ni siquiera a observar si era mirada; sus dedos andaban torpes en las cuerdas... y, como al fin un revuelo de los ojos la persuadió de que el amigo-médico se complacía burlonamente en su cándida inquietud, puesto que debiera hallarse harto de contemplarla en bien amplias desnudeces, ella, resignada, con un ya resuelto ademán de trabarse los corchetes, hubo de dolerse con pública malicia:

-¡Bah! ¡Los médicos, hijo, sois los confesores!

Recordaba la frase de su madre. Y así la valentía moral de su talento supo resolverla un necio conflicto de pudor en una gracia.

Porque sí; la concentrada con su alma inmensa ante las gentes; la tímida hasta lo inverosímil con sus padres, mostraba en la soledad con el amigo una admirable valentía moral que le probó otra noche con ocasión de la lectura. Agotadas las insípidas novelillas en francés que ella conservaba del colegio, recurrieron a una que Esteban tenía en su biblioteca. Tratábase de una moderna literatura de célebres autores, de grandes maestros del análisis, y por mucho que eligió él la menos escabrosa, de Flaubert, Madame Bovari, no pudo evitar que al cabo la lectora se encontrase con la escena famosísima de los dos amantes en el coche... Temblaba, temblaba Inés, conforme línea a línea iban aumentando los sensuales fuegos del pasaje...; roja corno una guinda, llegó un momento en que sus ojos se cerraron, y el libro en las desmayadas manos le cayó sobre la falda; pero «¡Es arte!, ¡es vida eso!», clamó en sinceración Esteban, ansioso de evitar que la virgen púdica creyera que él habíala tendido un lazo de perfidias; y aceptó con tal augusto acento, a no dudar que la virgen, si bien temblando aún, pasó heroica con su apagada voz sobre toda aquella cruda descripción de un adulterio.

Llegaron poco después Jacinta y Rosa y, a punto de las once, igual que siempre, Curra, para recoger a Inés y acompañarla por los huertos.

Y en los huertos, donde el médico cuidaba su caballo y sus perdices, se veían cada mañana al volver ella en busca de Jacinta. A veces se anunciaba arrojándole claveles por lo alto de la tapia; Pasaba luego, hablaban un instante y él quedábase mirándola marchar...

¿Se buscaban? ¿Se espiaban?... ¡No! Amigos; simplemente una gran amistad purísima y sincera, la de ambos, y si fuese otra sospecha ganas de negar hasta la posibilidad de tal efecto entre el hombre y la mujer.

Esteban comprendía que no manchaba el suyo ningún designio reprochable; puesto en trance de carnales egoísmos, no tendría para qué haberlos fijado en quien físicamente no valía quizá lo que Jacinta, y menos tras de haber sabido despreciar a la Evelina estatua, junto a cuya beldad suprema qedaríasele anulada la pobre gitanilla a cualquier comparación de sus recuerdos.

¡Oh, no! ¡No era un sensual! ¡Cómo se había olvidado de Evelina... de la fría belleza que los duques no olvidaban, más que ellos gran duque él del sentimiento!... Perdió en el lance a la querida y al amigo. No había vuelto a verla a ella. Con él, aunque saludábanse en las calles, ni tuvo más intimidad ni cazó más el perdigón, por lo cual Esteban, ya aficionadísimo, cazaba solo o con el cura.

Una tarde de estas excursiones, en tanto marchaba a caballo, el giro de la conversación fue oportuno y Esteban alarmó a don Luis contándole su confesión inolvidable.

-¡Hombre, hombre! ¿Y dice usted que... el padre Galcerán?

-Sí, señor: el padre Galcerán.

-¡Hombre, hombre! -repetía el digno sacerdote, tratando de explicarse tal conducta en un sabio misionero. Y hallaba al fin la explicación (que no pudo colegir Esteban si era franca o era nada más una hábil defensa del colega y de la clase). Concluyó-: Mire, don Esteban, en el orden del buen proceder y al objeto de evitar escándalos, nosotros, en casos especiales, estamos facultados para simular actos de comunión con hostias no benditas; el padre Galcerán debió juzgarse en uno de ellos. Sin embargo, debo también decirle que el padre Galcerán, hombre de talento y conocidísimo por los libros que publica, encuéntrase tachado de una cierta ligereza en su conducta y de un cierto racionalismo peligroso al tratar muchas cuestiones. ¡No goza de gran predicamento!

Sería o no verdad, pero la última parte, al menos, coincidía con el juicio de más simpática y mayor sinceridad amistosa que religiosa, formado por Esteban a propósito del Padre.

Otra tarde don Luis le habló del lío de Alfonso y Evelina, público a más no poder, y que había encendido un cisma en la familia del muchacho. Efectivamente, Esteban, admirado del misterio en que seguían hundiéndose las suyas, sabía también los disturbios e incidentes de aquellas relaciones que ahora iban comentando. El tenorio ingenuo por una parte, y por otra los maquiavelismos y orgullos de Evelina, desde luego, habían hecho lo preciso y más de lo preciso para exponer el suceso a la libre luz de Castellar. Los parciales políticos de ella, Gironda, Zurrón, Pablo Bonifacio... fueron los primeros en pasmarse al ver al rival hijo del cacique entrar y andar por el chalet «como Pedro por su casa». Se contaba que Evelina hubo de calmarles, con cinismo: «Ganado por el corazón, Alfonso no iría a ser sino un liberal más, es decir, un republicano..., un desertor de sus parientes», y Alfonso, el orondo Alfonso, tal que un rey consorte al lado de la reina, presidía y daba su consejo en aquellas políticas reuniones. ¡Gran luna de miel! Se les caía la baba a Gironda y a Zurrón y a Pablo Bonifacio, contentos con las amorosas conquistas del buen mozo y conquista al mismo tiempo para ellos...

¡Oh, el efecto en la familia, en el padre singularmente, del gentil conquistador, así que empezó la noticia a divulgarse, y así que la noticia, la estupenda noticia, a pleno cascabeleo del coche fue insolentemente confirmada y pregonada por el pueblo!... Queríalo ella, y hacían cada tarde, solos los dos, guiando Alfonso, que la gualda jardinera regresase de los campos por delante del Casino.

¡Ah! ¡Ah! ¡Oh!... ¡Jesús, María y José!... Santiguábanse espantadas las tías y hermanas y primas del héroe al ver cruzar aquello del infierno por sus rejas... Trinó la parentela, a coro, rugió el padre lo mismo que un león, y referían malignamente gozosos los vecinos que el hijo le sostuvo más de una semana reyertas iracundas cuyas voces salían por puertas y corrales.

Últimamente, el rebelde, el testarudo, el empecatado de todos los demonios, el traidor, el contumaz, comía y dormía y casi vivía en casa de la amante, sin aparecer apenas por la suya, donde era recibido como un perro.

Pero seguía el hombre tan orondo, tan feliz, tan envidiado, en fin, en el Casino, según se resignaban parientes y habinientes. Macario, perpetuo conciliador, aún más que el tiempo, contribuía a esta tolerancia con sus fogosísimas arengas. Ramón Guzmán era el último y más irreductible intransigente: «¡Oh, entregarse con alma y vida a una tiota! ¡A la viuda del Cachunda!»

Discusiones que hervían en las tertulias públicas, como era público el asunto, y de tal fuerza e interés, que hasta Frasco, por oírlas, dejaba a la mitad sus habaneras.

-Pero, oiga, don Ramón -le oponía Macario al hidalgo y barbudo contrincante-; aparte la política y todos los respetos, ¿vale esa mujer menos, ni es menos ni más aristocrática, por ejemplo, que la Eulogia?... ¡Pues a la Eulogia tuvo Alfonso y a nadie le chocó, y bien se puede afirmar que con el cambio... nos da dentera a todos!

-¿Cómo qué, ni qué aparte de política? -puntualizaba Rómulo Guzmán, el siempre franco, el siempre intrépido-. ¡Y policía inclusive! ¡Cachunda o no, es el caso que desde que están liados no han vuelto los republicanos ni el alcalde a meterse con nosotros, y que no nos han puesto el alza con que nos pensaban partir por el mismo eje en los consumos!

-¡Eso es verdad!

-¡Eso es verdad! -rodaba por la reunión en un satisfecho rumor de cosas innegables.

Y Esteban, que había escuchado estos coloquios, y que ahora, riéndose, los glosaba con el cura, seguía asombrándose de que un tal escándalo no le hubiese envuelto a él, y pensaba, con horror retrospectivo, en aquella época de la bochornosa inquietud de sus lujurias, tan distinta de la calma que Inés constituíale con su serenísima amistad.

Pero... pasaban días, pasaban días, y la serenísima amistad iba extendiéndose y turbándosele por la fuerza de sí propia y de los hechos.

Con la desconsideración que la plebe mostraba actualmente a los «señores», de boca en boca circulaba contra ellos una historia picante y divertida. Entre otros conductos, la supo Esteban por Braulia la Chinarra, mozuela no sin gracia, tan falta de recato, que por menos de dos cuartos se daba en fiesta a los trajinantes y arrieros del mesón en que servía, y más que desenfadada heroína del suceso. Se relacionaba éste con la proyectada boda de Alberto y la pobre Inés, y consistía en una prueba de indecencia insigne realizada por la madre. Sin duda recordando doña Claudia el antiguo y público temor de que el tonto no pudiese servir para marido, previsora y expedita se alió con Curra, a fin de averiguarlo. Curra propuso a la Chinarra -¡quién más fácil ni mejor!-; vino del campo, la buscó, se la llevó, comprada en sus trabajos y reservas por diez duros... y se la echaron al tonto tal que a un garañón una borrica.

Bien, ésta era la frase de burla de las gente; pero la Chinarra volvía las cosas a su punto al referírselo al médico con grandes risotadas: -«¡Qué contra, garañón! ¡Qué más quisieran!»... Ni nada de que le echasen así, lo cual, ¡vamos!, no lo hubiera ella consentido. Hiciéronla dormir dos noches puerta al medio con Alberto, pronta a zampársele en su cama sí él a la de ella no viniese... y ¡música!, ni acudió, ni en el cuarto del tonto fue posible nada de este mundo, a pesar de todas las faenas. «Lleno de cosquillas, ¡el pobre!... se reía; y yo tuve a la tercer mañana que plantarle a señá Curra: -¡Señá Curra, no es posible, no hay de qué!

¡Ah!

Después de oírle la bruta relación a la Chinarra, Esteban ahogábase en indignaciones hacia la inicua madre y de congojas de piedad hacia la hija. El experimento debió de haber sido la causa de que doña Claudia desistiera de la boda; pero... ¡a costa de qué escarnio y de qué mofas caídos sobre Inés! Lloraba el alma del sensible, desde entonces, contemplando a la que no sabía siquiera, a la que no podía saber el bestial ridículo en que habíala puesto quien más debiese velar por sus decoros. El nido de ternuras que la madre no acertaba a hacerla, trataba él de suplírselo en sus abandonos por las noches...

Sino que una tarde oyó sollozos al otro lado de la alta tapia por donde ella le arrojaba los claveles; creyó reconocerla; trepó al nogal que derramaba encima su ramaje, y ¡ah, sí, Inés!..., abatida entre las flores, no cerca junto al pozo. Por la noche la interrogó. Sorprendida ella de haber sido sorprendida, se puso triste y se limitó vaga a contestar «que habían vuelto en su casa los disgustos».

-¿De nuevo quieres irte? ¿A Oviedo?

-¡No! ¡Se trata de otra cosa!

Tan horrible, que lloró la desdichada. Él la adivinó.

-¡Dime lo que sea! ¡Dímelo!... ¡O confírmalo, mejor, puesto que lo sé: se empeñan en casarte con Alberto!

Le miró en asombro de vergüenza la mártir infeliz, la pobre descubierta que ignoraba que el proyecto conociésenlo las gentes, y otra explosión de llanto la tronchó sobre el pañuelo. Temblaban sus hombros de congoja. La consideraba él cariñosísimo, cruel, mudo ante la tormenta dolorosa por él mismo suscitada, y no acertando a prodigarla otro consuelo, la hacía participar de su pena de rechazo acariciándola las manos y la frente.

-¡No llores, Inés, no llores!... ¡Calla, mujer! ¡Pueden oírte!

Y como esto era verdad, y ella no había podido aliviarse nunca el alma descubriéndole a nadie sus torturas, serenóse de un esfuerzo y se las confió a Esteban, con nobleza, en que no faltaron para los demás exculpaciones. Porque era rico, querían casarla con Alberto; ella apenas tenía capital, y sus padres repetíanla que por esta circunstancia no la solicitaría ninguno otro de los primos; insistían en presentarla el dilema de la boda o de un porvenir de estrecheces y abandono, así que la administración de lo de Alberto pasara a quien supiese quién cuando ellos se muriesen; e Inés, comprendiendo..., deseando comprender que asistíale la razón, inútilmente les oponía su conformidad con las futuras soledades y modestias... La trataban, en fin, como a una niña, y el asunto, irresoluble, contenido por sus crisis de dolor y repugnancia, resurgía a cada momento.

¡Ah, sí; la mártir de las delicadezas infinitas! ¡La esclava de la absurda lógica del mundo!... Esteban la veía nimbada por aquel embrollo ignominioso, y saltaba su indignación desde la microscópica estupidez de doña Claudia a la de toda la infame sociedad con su vil imperio del dinero. Lo que no pudo decirle Inés, demasiado cándida quizá para estimarlo, completábalo él en el drama vulgarísimo: aparte sus conveniencias de galantesca soledad, la madre la habría tenido ausente tantos años esperando una boda de ilusión que la salvase de Alberto...; y la boda de ilusión no llegaría, no habría llegado, porque los novios de Oviedo desistiesen, no menos ni más que los de aquí, al descubrir a Inés en su pobreza... Otro aspecto del asunto, aún, que le había irritado más, se le desvaneció en el amargor de una sonrisa: había juzgado ya el colmo de la insensatez de doña Claudia su insistencia en la boda, tras de hallarse persuadida de la impotencia de Alberto, y... ¡bah! ¡Como si, dispuesta al sacrificio, no fuese ello para la futura casada virgen la única redención que salvaría su carne, al menos, de los ascos al imbécil!

-¡No digas nada, por Dios, Esteban, de estas cosas! -pidió Inés, soltándose de la de él la mano.

-¡No, no diré nada, Inés! -la tranquilizó Esteban y sólo entonces advirtiendo, que, en la efusión de ambos, y no obstante su anterior aviso de prudencia, había retenido la mano de la amiga entre las suyas durante todo el tristísimo relato.

Y estas cosas, acreciendo en ambos la fraternal intimidad, tendiéndoles al ser entero un ansia de sentirse a cada instante en abandonos de caricia, dábanles a sus cuerpos mismos una infantil pureza que les hacía estar muy juntos, con el descuido inmenso de los niños. Si leían, en la proximidad hacia el libro trocábanse sus hombros; si jugaban al ajedrez, frente a frente en un pico de la mesa, no reparaban en que sus pies o sus rodillas se encontrasen...

Es decir, no se daban cuenta hasta que, algunas veces, el calor de un más amplio contacto inquietaba a Inés, haciéndola apartarse; entonces se preguntaba Esteban si ella pudiera concederle miedos de intención a tanta confianza. ¡No!... La amiga seguía serena jugando al ajedrez, leyendo...; y pronto, los dos en nuevo olvido, tornaban sus piernas o sus brazos a sentirse...

Sin embargo, cierta noche, las cautelas de la joven, que siempre era la cauta, tuvieron para él incomprensiblemente obstinado en inocencias una significación clarísima. Leían muy juntos, y tenían muy juntos los hombros. De improviso, y sin dejar de leer, Inés se separó; volvió él a aproximarse, al interés de la lectura, y ella, apartándose otra vez, y en más alarma, tuvo fugaz que prevenirle, interrumpiéndose un segundo:

-¡¡Por Dios, que vienen!!

Entraban Jacinta y Rosa, buscando unas puntillas. El pálido susto de Inés fue para Esteban la revelación de lo que él se empeñaba en negar con candidez inverosímil... Aturdido por la súbita verdad, y un poco maligno en la reacción de su torpeza, en cuanto salieron las otras tornó a acercarse.

-¡Ahora no están! -le impuso dulce a la que aun quiso esquivarse, con la emoción de la audacia involuntaria que le había dejado el alma desvelada enteramente.

Su hombro, su brazo, descansaban sobre el blando calor de los de Inés, y recogíanla conscientes como nunca en el nido de caricia.

Y ¡oh, la sumisión de la lectora, roja por todas las lumbres de su alma y de su sangre!

¡Oh, la noble y confiada resignación, al fin, del miedo aquél de la lectora, que se iba disipando en la triste miel feliz de una sonrisa!

Mirándola, mirándola él, lleno de asombro y de respeto, no tenía más remedio que pensar y comprender que era el afecto de ellos un espiritual amor tranquilo, casto, tan lleno de purezas como el que le inspiró por los paseos de Badajoz su primera novia de once años.

Tal lo sabrían perpetuar.

No había para enorgullecerse de hacer podido retornar a tales inocencias?

Pero... pasaba el tiempo, pasaba el tiempo, fatal, insensible e implacable con su germinación de cosas que en las entrañas de la tierra y en las entrañas de la vida, y... y una noche soñó Esteban con Inés...; soñó de nuevo a las pocas noches con Inés...; y cuando aún en otra noche, otro carnal místico delirio con Inés hubo de despertarle estremecido..., besó con pena, sin despertarla, a la descuidadísima Jacinta rubia que siempre así dijérase deprimida al lado de sus sueños igual que al lado de sus ansias.

¡Ah, pobre! ¡Hermana, hermana de infinitas bondades de candor! Ella propia, en su cariño ingenuo hacia la amiga, que siéndolo tanto del marido librábala de la constante obligación de entretenerle y permitíala atender con Rosa a sus trabajos, le ponderaba a menudo los encantos de la dulcísima gitana.

-¿Te has fijado, Esteban, en la gracia de su boca, en lo grande y negro de sus ojos, que miran y parece que se clavan..., en lo esbelto de su cuerpo?...

¡Pobre!

Y en otra noche, jugando con la gentil gitana al ajedrez, él se distraía, perdía la atención hacia el tablero, la iba mudo concentrando en ella y en la ávida presión de una rodilla que habíala aprisionado entre las suyas..., y turbábala.

-¡Juega, hombre; a ti te toca!

Pasivo, obedecía.

-¡Pero, anda, hombre! ¡Ese caballo!

La turbaba, la turbaba..., con la sorda rabia de estar al fin tanto tiempo contemplando a la que, en paz con su delicia inconfesada, aquí movía las piezas y luego se iría a dormir y dormiríase en la misma paz, sin inquietudes...

-¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?

Inés, temiendo o esperando no supiera qué, acabó también por no jugar y por esquivarle la rodilla.

-Oye, Inés -la preguntó él, de pronto, cortando aquel silencio en que yacían con los codos en la mesa-: tú, cuando te vas, cuando te acuestas, ¿duermes?

-¡Oh, claro!

-¿Te duermes en seguida?

-¡Claro, sí!

-Pues... ¡yo no!

-¿Por qué?

-Por culpa tuya.

-¿Por culpa mía?

-Por culpa tuya! ¡Porque sueño! ¡Porque me haces soñar mucho, mucho, y me despierto y me desvelas!

La confesión plena del amor estaba ya en la firmeza de los ojos, más aún que en las palabras; y ella, medrosa, alarmadísima, bajó la vista y no supo replicarle.

-Sí, mira -se resolvió Esteban a expresarlo de una vez, juzgando hipócritamente inútil todo circunloquio-, sueño contigo, he soñado ya tres noches que me quieres, que te abrazo, que me besas...; que te quiero yo con todo el corazón..., y luego, al despertar, sin poder dormirme en las sombras y el silencio..., he visto, Inés, que... dormido y despierto es ésa la verdad: ¡Que yo te quiero!...

-¡Oh!

-¿Me quieres tú?

Un gemido. Fue un gemido o un sollozo lo que agitó a Inés en una convulsión, y encendiéronse los fuegos de su cara y los ocultó sobre la mano.

-¿Me quieres, Inés?

Volvió a convulsionarla otro gemido. Con los ojos cerrados y tapados, no veía sino la turbación enorme de su alma. El miedo recogíala en sí misma de tal modo, que ni habiendo escuchado más cerca y más suavemente ahogada la voz de Esteban, osó mirarle.

-¿Me quieres? -oyó aún que la acosaba aquella voz cruel; pero tan bajo ya, tan cerca, que sintió en la sien algo así como un aliento o como un beso..., y entonces, sí: se alzó rápida, la tímida; huyó lenta y espantada buscándose un refugio, y no halló más que un sillón en un rincón: cayó en él, y abrumó de nuevo la vergüenza roja de su faz entre los brazos... Mudo, lento también, se acercó Esteban y besó en calladas ansias su frente, su pelo, sus sortijas...; fue a besar su boca, buscándola entre las inertes manos con dulce pesadez, y en otro ímpetu tornó a levantarse y a escapar la horrorizada de espantos de la gloria...

-¡Por Dios, Esteban, por Dios!

Él seguía cerca del sillón.

Ella a pocos pasos, le miraba, y miraba hacia la puerta.

-¿Me quieres -inquirió todavía él, ávido de oírse. lo a sus labios, como ya habíaselo sentido en la vida entera y en el alma abrasadas con sus besos.

-¡Por Dios, Esteban; por Dios! -decía Inés,. únicamente, mirándole y concentrándole con la angustia de los ojos el roto volcán de su pasión en un ruego de piedad.

Podían oírlos. Podían verlos. Era harto razonable esta aterrada súplica de discreción de la medrosa.

Un minuto después, el triunfador y la dulce prisionera de su amor mismo y del peligro de ser por las criadas, desde la próxima cocina descubierta, en una prudencia forzosa volvían a sentarse juntos y a jugar al ajedrez.

Mas ¿quién jugaba?

-¡Por Dios, Esteban, por Dios!

Era tarde. Era urgente que se le calmasen a Inés su sobresalto y sus rubores, y ni la miraba Esteban ni la hablaba más que lo preciso para fingir la inocente distracción en el silencio. Nora trasteaba allí bien cerca con platos y cacharros. Jacinta tardaría poquísimo en venir.

Y al revés que antes, ahora Esteban excitaba a la pobre dichosa medio muerta:

-¡Juega, Inés, a ti te toca!... ¡Anda, mujer, al rey!... ¡A la reina y al alfil!...