El médico rural: 25
Capítulo XIV
Salía un enfermo y entraba otro, escoltados por tres o cuatro de familia.
Un hidrocele que Esteban había punzado con el trocar; un carbunco que había cauterizado con el termo; un epitelioma del labio que excindió...
Nutrida la consulta, más acreditada cada día, constituíale un manantial de experiencia y de ingresos, pero asimismo un semillero de tristezas al médico filósofo.
Concurrían a ella los crónicos, los casos difíciles de toda la comarca, y muchos que, hallándose bajo el rigor de trances secretos de la vida, traíanle solapada o candorosamente críticos enigmas y éticos problemas de harto delicada solución; maridos honradísimos, con sífilis o venéreo, y a los cuales no podría descubrírsele la índole del mal sin que ellos tuviesen que deslomar a sus mujeres; solteritas en cinta, a quienes acompañaban sus madres, creyéndolas hidrópicas...
Acudían también (como éstos que acababan de partir) algunos infelices extenuados por la miseria y el trabajo, y que, no solamente apremiados por su afán de volver a la faena, buscarían con Dios supiera cuánto apuro los diez reales que el médico tomaba a cambio de inútiles recetas..., ¡en vez de no cogerlos y darles otros diez para alimentos!
Lo hizo así, habíalo hecho Esteban al principio, hasta el punto de liquidar a cero algunos días, tras de haberles entregado a unos lo que otros le pagaban; y don Luis, el buen cura, oyéndole sus lástimas, no menos amargo le convenció de la esterilidad y la insensatez de tales caridades: ni les podría salvar con un banquete, ni ellos, creyéndose enfermos, ante todo, y creyendo a Esteban un ignorante compasivo, desistirían de ir a entregarles el dinero a otros colegas.
Efectivamente; el doctor Peña y Aspreaga (que por cierto acababa de desaparecer de estos contornos en fuga y en descrédito por una traqueotomía que le dejó al paciente degollado entre las manos), le habían hablado tiempo atrás de estar asistiendo en sus consultas a varios de los socorridos por él y no reputados como enfermos. «Y si los habían de estafar..., si ellos se empeñaban los primeros en que los estafasen..., ¿a qué limosnas?»
Una crueldad, bien de veces. Llegaba uno quejándose del estómago, a fuerza de no haber podido comer lo suficiente para sostenerse trabajando, a fuerza de no poder al fin trabajar para comer..., y el médico, endureciéndose a su vez el corazón a fuerza de dolores, ateníase al sarcasmo severo de su ciencia así ejercida y le imponía un largo y principesco régimen de higiene, de paseos, de huevos y de leche...
¡Ah, sí, sí! ¡Una crueldad! ¡Un sarcasmo!
Entraba ahora un viejo ronco y con la garganta entrapajada. Contrarió a Esteban; porque otros tormentos que infligíale la profesión, por otro estilo, provenían de la múltiple variedad de enfermedades. Apenas visto alguien del hígado, del pulmón, del corazón..., presentábansele casos de la piel, o de los ojos... Medicina y cirugía. Policlínica imposible de atender con la necesaria competencia en cada cosa. Ni podía especializarse en todo, ni su instrumental, de que ya estaban rebosantes la vitrina y el armario, pudiera ser un arsenal quirúrgico completo sin un derroche inútil e imposible.
Aquí, pues, de las comedias preconizadas por don Luis y tan probadas como indispensables por él mismo. Cerró la ventana; encendió la lámpara del oftalmoscopio; miró con lentes; le metió en la boca al viejo un espéculo vaginal; hizo aún funcionar una maquinilla eléctrica..., justamente porque había que deslumbrar con una suerte de magia negra a estos desdichados por quienes nada podía hacer..., y lo de siempre... ¡yoduro de potasio!
-¿Cuánto?
-¡Dos cincuenta! -respondía el forzadísimo farsante con donosa gravedad; y añadía en un impulso de honradez-. ¡No estará de más que otro médico le vea!
Al partir el viejo, que tendría probablemente un cáncer, apareció una numerosísima familia compuesta por la enferma, dos hermanas, dos cuñadas, el suegro y el marido..., hombrote bobalicón y colorado, con cara de abadesa y cuya voz tranquila informó del mal de su mujer. Un tumor seco, según el médico del pueblo. Eran de Torres de León, labradorcitos bien acomodados, bien vestidos, y de una burguesa honestidad que les ruborizó y les puso a todos los ojos en el suelo en cuanto tuvo que aflojarse de ropas la paciente.
Se comprendía que ésta, tímida en exceso, a pesar veintiocho o treinta años y de su aire de matrona, habíase traído a la extensa parentela como guarda del pudor. Por la misma causa, no había consentido en que la reconociese nadie hasta estos días, hasta verse abarrancada...
Empezó el reconocimiento, y ella se cubría la cara, encendidísima; la animaban las hermanas y cuñadas («¡Vamos, tonta! ¡Si es preciso!»); y con un cerco de faldas ocultábanla a la vista de los hombres. Entero cogía el abdomen el tumor. Esteban se alegró de comprobar un embarazo, lo menos de ocho meses, cuyo anuncio le tornaría la calma a la familia.
Por anunciar con más solemnidad la fausta nueva, cuando todos le escuchasen, escribió en el libro clínico sus notas, en tanto la imaginaria enferma se vestía. Luego le lanzó al corro, que ya aguardaba en alta expectación:
-No hay tumor; no hay dolencia alguna. Se trata de embarazo. Antes de un mes tendrá un hermoso niño esta señora.
¡Ooooh!
La noticia produjo un súbito efecto de estupor y de rechazo,
-¡Imposible!
-¡Imposible, imposible, don Esteban!
-¡Imposible!
-Imposible, señor médico; eso de mi mujer no pué ser que sea que se encuentre embarazada, porque hace muchos meses que empezó.
-Claro! ¡Muchos meses!... Ocho.
-Justo; ¿no ve usted? ¡Y no hace más que dos que nos casamos!
Confesión ingenua del marido.
Esteban quedóse atónito.
Sin embargo ni ante la sincerísima protesta de aquel hombre podía dudar de su diagnóstico, integrado con plena claridad por los ruidos del corazón de la criatura.
-¡Imposible!
-¡Imposible!
Seguían todos repitiendo.
-¿Y no tuvo usted con ella -quiso el joven deslizar- alguna..., ¡vamos!... alguna confianza, antes de...?
-¡No! ¡Ninguna! -cortó rotundamente el hombre honrado, entre el nuevo coro de mujeres que, con las manos en cruz y el escándalo en los ojos, persistían en sus protestas:
-¡Imposible!
-¡Imposible, señor médico, imposible!
-¡Imposible! ¡Imposible! ¡Se equivoca!
Crecía la tribulación de Esteban. Cierto, absolutamente seguro de su juicio, querría decirse que tenía delante un drama..., un caso de adulterio anticipado, y un problema irresoluble sin que padeciese su renombre o sin que este confiadísimo marido, o quizá junta toda la indignada y honestísima familia, hiciesen picadillo a la traidora.
Recordó las bofetadas que aquí mismo le largó, no hacía tres días, una madre a una linda muchachita, al descubrirla por él un embarazo; y mirando a ésta del tumor, asombrábale la terca bestialidad de las tantas casadas y solteras que solían venir a la consulta en el mismo caso y con la misma pretensión: la de sostener hasta última hora su inocencia, contra el dictamen de un médico, si no podían, al menos, engañarle y obtener para su farsa un autorizado testimonio que les duraba tanto cuanto tardaban en parir y en volver en el descrédito de ellas propias al incauto.
Pero, además de la defensa de su crédito, Esteban hallábase ahora como árbitro ante una grave cuestión de familia, que no podía resolverse con la cólera fugaz de aquella madre que hubo de enredarse con la hija a bofetones.
¿Qué decirles?
Para darse tiempo a meditar, volvió a reconocer a la taimada por encima de las ropas.
-Bien -concluyó-; está usted embarazada. De qué tiempo, no lo sé, y será de un par de meses, justo que aseguran que de más es imposible. Sin embargo, creo que va usted a descuidar... antes de tiempo.
-¿Cómo? -inquirió el marido bonachón un poco receloso.
-Sí; hay partos prematuros, de ocho meses, de siete meses.
-¿Y de menos? -inquirió el suegro de la esposa.
-No. De menos, no; o a lo menos, no es frecuente; pero, en fin, pudiera ser de mucho menos, y ello el infante lo dirá..., ¡porque esto marcha!
Acogida la tenaz afirmación sobre un hostil silencio, mirábanse unos a otros. Por último, pagaron y se marchaban...; pero, desde la puerta, el padre, que remolonamente iba detrás, se volvió, lleno de misterio.
-Vamos a ver, señor médico: ¿opina usted que si mi yerna pariese de aquí a un mes, mi hijo podría creer suya la cría?...
Acento de anómala y extraña confidencia el de aquel hombre. Desorientado el médico, repuso:
-¿Cómo... creerlo?... Pienso que no; a menos que sea suya, de más fecha.
-De mo y manera -fue a puntualizar el otro- que si mi yerna pariese el mes que viene, o antes quizá, poniendo una pintura...
Se interrumpió, echándose mano a un lobanillo del pescuezo. La puerta abríase nuevamente.
-¿Vamos, padre?
-Sí, hija; dir andando, que allá voy... Me va el señor médico a mirar el lobanillo.
Y en cuanto desapareció la indiscreta, él apremió -otra vez con la diabólica ansiedad en el semblante, y bajando las dos manos a la faja para sacarse un bolsillo verde con dinero:
-Vaya, hablemos claro, don Esteban: la chica, que es mi sobrina, y güérfana, y vivía en casa la probe arrecogía, está, en efecto, empreñada de ocho meses, y de mí; que no se diga que de naide de la calle, porque es honrá, y lo ha sido siempre hasta los tuétanos... ¡Qué vamos a hacerle! ¡Uno con la mujer con paralís, y ella cuarto al lao!... No ha habido a última hora, como usté comprenderá, más remedio que casarla con el hijo. Bien, pues pa ahorrá conversaciones, yo venía a esto a tiro hecho: si aceta usteé, los hago gorver aquí, entercaos en que no pué sé lo del preñao; usté la mira, opina otra vez por el tumor... y quié decise que se dice que se quié decir que por tres o cuatro días me queo con ella sola en la posá..., que usté la saca el crío..., que yo le doy a usté estos quince duros... ¡y tos contentos y tan listos!
En una mano ofrecía los quince duros, que había ido sacando del bolsillo. Sonreía, sonreía con la persuadida fuerza de su tentación de avaro, al ver que Esteban le había escuchado sonriendo...
Y la sonrisa se le cortó en un pasmo de sorpresa al ver al médico levantarse y oírle breve responder:
-Guarde ese dinero. Lo de la «yerna» es asunto que ella y usted y su hijo ventilarán como les plazca.
No hubo lugar a réplicas. El médico, yendo a la puerta, la abrió y llamaba a otros enfermos. Guardó el hombre el bolsillo, y salió desconcertado, con la humildad y el recelo de un can que temiese un puntapié. Se había cruzado con una mujer y una muchacha, a quienes no miró Esteban al pronto, y la voz de aquélla, en saludo afectuoso, le inmutó:
-¡Hola, Curra! ¿Usted aquí?
¡Curra! ¡La sirvienta fiel de doña Claudia!... Traía enferma a una sobrina; a las protestas cariñosísimas del joven por haberse molestado en venir y aguardar, le explicaba no menos cariñosa que llegó hacía poco y que quiso entrar la última para que viese con más calma a Maricuela.
-Anda, Maricuela, quítate el justillo.
Púsose a ayudarla. Esteban se alegraba de hallarla tan amable. Cuatro o cinco noches antes les dio un tremendo susto a Inés y a él. Al llegar en la hora de costumbre a recogerla, sin ruido por la estera, los sorprendió besándose, abrazados... Inés quedóse lívida; él se volvió rápido, y aún pudo advertir a Curra, torva y muda, cuando desaparecía con su discreto asombro hacia el pasillo... Se había ido a la cocina, con la Nora. Sin duda, no sabiendo qué hacer ni qué decirles, no volvió hasta que llegaron también Jacinta y Rosa. ¡Y hubo que ver el miedo y la vergüenza que pasó en el rato aquél de infierno la pobre sorprendida!... Más tranquila Inés a la siguiente noche, le contó que Curra se había limitado a reprocharla al paso por los huertos con esta exclamación: «¡Oh, niña, niña, quién lo hubiera de pensar!... ¡Si tu madre se enterase!» Y como ella, muerta de bochorno, nada respondía, prosiguieron en silencio. Aún por la mañana trató Curra de aludir al incidente, e Inés no se sintió con ánimos para escucharla ni para pedirla, siquiera de rodillas, que guardásela el secreto con su madre... Y así estaban, y así Inés bajaba siempre confundidísima la vista cuando Curra, anunciándose con ya inútiles toses y bufidos, seguía viniendo a buscarla cada noche.
Inútiles... porque escarmentados los dos con su imprudencia, que pudo ser gravísima si en vez de Curra les llegan Jacinta o Rosa a sorprender, no volvieron más a abandonarse a la dulce embriaguez de aquellos besos... Charlaban en sus ratos de soledad de las veladas, con el libro o el ajedrez delante, por pretexto, y apenas si el ansia de sus labios lograba mitigarse en alguna fugacísima caricia... «¿Ves? ¡Oh, tú, cuánto te quiero! -decíale ella-, ¡cuánto no te querré, que he vuelto a pesar de lo de Curra! ¡Me da una vergüenza verla y que nos vea aquí, sabiendo lo que sabe!»... Angustiado Esteban con la privación de besarla y abrazarla, corno antes, como novios, la había propuesto «tenerla toda para él... como esposos consagrados por su alma y por su carne y por el cielo»... La aterró; pero insistía noche tras noche, y no tardó en convencer a la infeliz enamorada, que no iría a ser, si no, de nadie. Suya en voluntad, sólo les faltaba «un sitio de recato y de decoro»; porque Esteban no quería inferirla un desengaño entre prisas e inquietudes, allí en el comedor, y aún menos el grosero ultraje de llevarla a una cuadra o a un pajar, en las tantas veces que cruzaba ella los huertos...
-¡Hala, don Esteban! ¡Lista ya! -avisó Curra-. ¡Véale esto a mi ratilla!
Presentábasela con el brazo izquierdo en alto para mostrarle un o grano del sobaco. Se acercó Esteban, y pudo haber reducido a bien poco su inspección; pero la alargaba, simulando un interés que le congraciase con Curra enteramente.
-¡Un «golondrino»! ¡Esto no es nada!
Fue al sillón; escribió, y esperó con la receta a que la niña se vistiese.
Contemplaba a Curra. Era la clásica comadre lista de los pueblos: limpia, vivaracha, desdentada, con boca de jareta, con ojos chicos y moño picaporte. Había pensado complicarla en esto de su Inés, luego de saberla en el secreto, e Inés lo rechazó no sólo con su espanto, con sus pudores invencibles para con quien habíala criado desde chica, sino con razones. «¿A qué, hombre, a qué decirla nada? ¿Qué iba ella a poder hacer...,» Hubo de desistir el impaciente. Castellar no era un Madrid, donde pudiera meterse en pleno día y en cualquier sitio una señorita discretamente acompañada por las calles.
Y el impaciente, el que sufría la pena de no poder aprovecharse de la expertísima comadre, sintió, en cambio, una inquietud cuando la vio despedir de un pescozón a la chiquilla (« ¡Aire, que yo la llevaré a tu madre la receta!»), y acercársele y sentársele junto a la mesa con aire diplomático.
-Don Esteban: tenía que hablar despacio con usté, y no encontrando la ocasión, la he buscao de esta manera.
Estaba grave, solemnísima no obstante la sonrisa de su boca de jareta. ¡Desearía advertirle lo que quizá no lograba hacerse escuchar por Inés, con sus vergüenzas, de que hallárase pronta a enterar de todo a doña Claudia, si no se corrigiesen!... ¿Iría a avisarle de que ya la había enterado y de que doña Claudia la mandase a prevenirle que no volvería más Inés como amiga de Jacinta, ni que él volviera por su casa como médico?
Temblaba... ¡porque ya el amor de Inés era el hechizo de su vida!
Curra giróse erguida frente a él y le plantó:
-Vengo atento de mi niña; usté, que tié con ella mano, no la debía impedir que se casase.
-¿Yo?
-Sí, don Estebita. Aunque sin decir ná ni de por qué, llora y se resiste con su madre, que en vista de ello no se adetermina a encargarle el ajuar para la boa. Mi ama doña Claudia no sabe el motivo; yo... ¡sí, don Estebita!
-¿Usted, Curra? ¿Cuál motivo?
-¡Vamos, que demás también usted sabe que lo sé, bien sabío y cómo y dende cuándo!... Es decí, no dende cuándo, que ya me lo golía endeantes de verlo tan clarito. ¡Gracias sean das a Dios, una no es tonta y tie más que quiere deprendío de las cosas de este mundo!
En un abrumo de experiencia y suficiencia bajó la frente, y en seguida prosiguió:
-No en balde, como usted calculará, ha comío una treinta años el pan de una familia. ¿Pa qué asina, si cuando estas ocasiones de servirlos se apresentan se los va a quear abandonaos?... Usté afigúrese: mis amos y mi niña y eso de la boa, que es custión pa tos de vida o muerte..., pues ¡un conflicto! Y aquí tié usté que una se interesa, que trata de ayudá, que busca... que descubre que anda usté por medio... y... ¡no creo yo que afuese a ser entonces mi papel el de ir con cuatro alcahuetás que to lo echasen al demóngano!... ¿Qué? ¿A qué el soplo al padre y al ama doña Claudia, capaz de matalos del dijusto y capaz de que hundiesen pa siempre amén en un convento a la criatura? ¿Eschangar la boa así y enterar al pueblo y amolar de paso a usté y a su mujé con una campaná tan sin sentío?... No iba a golverle la honra por eso a la probecita niña de mi alma, y digo yo que deshonra por deshonra, bien se está San Pedro en Roma, y tos podemos quear mejor, don Esteban, con na que usté ponga de su parte.
Guardó silencio; y por no prestar su asentimiento desde luego en aquel delicadísimo secreto de su Inés no supo Esteban contestar, ni aun en protesta de la plena deshonra que ya Curra creía indudablemente consumada.
Sólo al cabo de un momento atrevióse de indirecto modo a confesar y a estimularla:
-Hable, Curra; explíquese. No comprendo qué pueda yo hacer en el asunto.
-Lo primero (ya lo he dicho), convencerla de que es un bien pa tos el que se case, y principalmente pa ustés; y lo segundo, y tan y mientras de la boa, que ella y usté, don Esteban, se confíen a mí, dejándose de más tontás, aonde, iguar que yo, la noche que lo piensen menos va la gente a descubrilos.
-¡Cómo! ¿A ver?
-Mire -puntualizó Curra, doblándose al oído de él en confianza y poniéndole una mano sobre el muslo-: dende que los vi ando que no duermo, atosigá con la que pué armásele a la niña, de na que naide más se lo goliese. Pues doy con el remedio, quió decírselo a mi Inés... y, ¡velaquí las cosas de este mundo!, yo jerre que jerre a hablarla como manda Dios, a favorecela; y ella, toíta una brasa de vergüenza y de arremilgos, la infeliz (¡que no sé cómo usté s'haiga arreglao pa que la toque!), apensándose quizá que quió reñila, y corre que te corre, espantá y llorando y colorá y a pique de dala un acidente. Bueno; si a ella no, lo cual hubiá sío muy naturá, a usté, don Esteban de mi alma, tengo que decírselo, y este es el remedio: mi ama doña Claudia me tié de muchos años entregá...
Bajó más la voz y repitió:
-Mi ama doña Claudia...
Pero se interrumpió otra vez, levantándose y mirando hacia la puerta:
-¿No será mejor que cierre?
-No, nadie entrará; descuide, Curra.
Llegaba, por lo visto, a lo esencial, a la clave del misterio.
-Mi ama doña Claudia -expresó, sentándose de nuevo-, al quearme viuda y sola, va pa muchos años: «Atiende, Curra, y tú -me dijo-, ¿a qué pagá una casa pa los trastos?»..., y fue y medió, bendígala la Virgen, la casita del lagá, que no sé si habrá usté arreparao que cae aquí detrás del huerto... ¿Qué?, ¿s'ha fijao, don Estebita?... Por dentro, con paso sin más que cuele una el portillo y los naranjos; por fuera, con su entrá y con su salía y su buena puerta a la calle Rinconá, propiamente en el rincón, número cinco. No lo orvide.
-¡No! ¡Y qué! -apremió Esteban esta vez, pensando que aquella casa le habría servido mucho a doña Claudia y a «sus médicos».
-Que, ¡nada!...; que dambos a dos se dejan ustés de tanto tertulio; que mi Inés sigue viniendo y usté se va ar Casino y la quea de parla con las otras; que yo, en las noches convenías, al recogé a mi niña, la llevo por er huerto y usté acude por la calle... y que, ¡usté verá, don Esteban de mi alma, si así no estará to mejó y con pesqui, sin que puan enterarse ni las moscas!
-¡Oh, Curra! ¡Curra! ¡Gracias! -prorrumpió él, anegado en tanta dicha, cogiéndola, casi besándola, la mano.
Era cuanto Inés y él necesitaban en la gloria de su amor. Sintió en el transporte venturoso el ingenuo impulso de hacerla conocer lo inmenso de su gratitud, informándola de cómo aún no había sido suya la adorada, y el miedo de ver tal vez arrepentirse a la que creía lo contrario firmemente, a la que no sabía que de este modo brindábale una virgen, le hizo desistir y deslizar la esperanza de tanto gozo inesperado, entre disculpas:
-Gracias, gracias, Curra; y conste, además, que no me opongo, que yo no me he opuesto nunca a que ella se case con Alberto.
¡Ah, eso sí! -recogió la suelta Curra, a escape-. ¡Es la condición que de palabra hamos aquí mesmo de queá usté y yo firmá como escritura!... Pero, sa menester, don Estebita, que sea usté quien le diga tó a mi niña y la convenza, ya que no pueo lográ ni que me escuche. A usté y a ella, ¿qué le puén vení, sino ventajas?... Se case o no se case, toa pa usté, tar que ahora, que el pobrecito tonto desdichao... ¡como si na!...; y afigúrese también que a mi niña le resurta cuarquiel cosa..., pues, sortera. ¡Dios nos libre!..., en antiguá, que, casaíta, naide le tendrá ni esto que decí, y que allá en su casa cristiana se componga... Y me voy -terminó, levantándose de pronto-, que estoy tardando y pue chocá. ¡Conque, aquí esa mano, y venga esa palabra y a dejala empeñá en el cumplimiento como un rey!
Le alargó la mano, se la estrechó él, con toda la fuerza de su alma, y partió radiante Curra, triunfal...