El maestro de escuela (Daireaux)

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El maestro de escuela[editar]

Gallarda, elegante, de corte airoso, blanco el velamen, nítida la pintura, brillantes los cobres, por la primera vez sale la nave del puerto, y más saluda las olas, en su balanceo, como condescendiente vencedora, que como luchadora inexperta.

Así sale de su tierra, por la primera vez, lleno de las ilusiones de los veinte años, el joven inmigrante, de buena familia, a campear, por la América lejana, la fortuna fugitiva.

Y después de muchas campañas, de travesías penosas y sin número, después de haber sufrido mil tempestades, la nave, muchas veces, desgarrado el velamen, el casco hecho una ruina, con el timón roto, viene -errando el puerto- a encallar y zozobrar en los escollos de la costa.

Y también, a menudo, sucede al joven inmigrante, de buena familia, demasiado confiado en la superioridad relativa de su instrucción, de venir, después de muchas tempestades, a encallar y zozobrar en los escollos de la vida americana, con las ilusiones hechas añicos y el timón roto.

Hacía muchos años ya que había perdido el timón, don Anselmo, cuando apareció en la estancia de don Tomás, una tarde, miedosamente colocado en un mancarrón mal aperado, prestado en la pulpería, donde había llegado a pie, desde el pueblito, distante de tres leguas, objeto de la burlona curiosidad de los paisanos, con sus harapos de pueblero, mestizados de prendas campestres, sus alpargatas nuevas y su galerita aboyada, su levita remendada, recuerdo de grandezas pasadas, sus pantalones arremangados en las medias sucias, y sus manos sin ampollas.

Don Tomás había pedido a un amigo que le mandara un buen maestro de escuela, y habiendo caído don Anselmo, astro errante, en la órbita del comisionado, éste se lo había dirigido.

¿Errante? ¡Oh! Sí; pues no había hecho otra cosa en la vida, que de cambiar de oficio, de sitio, creyendo siempre mejorar su condición, neciamente desdeñoso, en una sociedad puramente ocupada todavía en llenar imperiosas necesidades materiales, de todo trabajo que no fuese, a su parecer, intelectual; persiguiendo sin cesar la imposible realización de los irrealizables sueños de su ambición mal ponderada y mal adecuada al ambiente. Hasta que viejo, y cansado de verse siempre más pequeño que tantos otros que juzgaba serle inferiores, se resignó a ir a esconder en la campaña la humillación de su orgullo vencido, listo ya, en el abandono de su desaliento final, para hundirse en el remanso sin fondo de la derrota moral y física, dispuesto a todas las concesiones, presa de todos los vicios.

Y don Anselmo empezó, sin ganas, a desasnar a los tres hijos de don Tomás, paisanitos de fecunda e ingeniosa travesura, y a tratar de hacerles comprender, a razón de tres horas por día y de veinte pesos al mes, y la tumba, las complicadas reglas de la aritmética y las arduas bellezas de la cartilla primera.

Así mismo, y a pesar de lo que puedan pensar los grandes escritores de la antigüedad, en cuyo noble comercio no se olvida que ha sido criado, las horas de clase son, para él, las mejores del día; pues entonces, siquiera, y aunque bien se dé cuenta de que si el terreno en que siembra no está muy preparado, tampoco la semilla está muy fresca, se siente útil, mientras que fuera de ellas, se ahoga en desesperante fastidio, incapaz, como lo es, de ayudar en ningún trabajo, pasando el tiempo en fumar y tomar mate... y caña, cuando hay.

El domingo, a la noche, don Anselmo, a veces, prende una vela en la pieza que le sirve de escuela y de dormitorio, y, al rato, suenan, en el silencio crepuscular, en medio de inhábil zangarreada de guitarra, los acentos de su trémula voz de viejo aguardentoso.

Después de comer, cualquier ruido es música, y todo el personal de la estancia, abandonando la cocina, se viene a juntar en la puerta; poco a poco, de a uno, entran todos de puntillas y le hacen rueda al cantor.

Don Anselmo, agachando la corona sin honor de sus canas desgreñadas, sentado en un pupitre, con las piernas cruzadas, a nadie mira. Ha pasado parte del día en la pulpería, tomando solo, sin hablar con nadie, tampoco; pues el gaucho le parece poco digno de su conversación, y éste, cuya miseria siquiera tiene el consuelo de poder fraternizar con la del prójimo, le devuelve con usura su desprecio.

Y por esto mismo es que, cediendo a la invencible necesidad de desahogo que siempre acaba por apoderarse del que sufre, acostumbra don Anselmo, confiar a la guitarra sus penas.

Sus décimas son bien pobres, su música bien destemplada, y su voz bien ronca, pero su canto improvisado, aunque no alcance, por cierto, a expresar como lo quisiera, su desconsuelo, deja traslucir tan resignado pesar por las decepciones y los desengaños sufridos, en su larga vida mal aprovechada; y tanto rebosa la amargura de su vejez miserable y sin hogar, que su auditorio lo escucha con cierta compasión, y que los mismos niños, sus discípulos, siempre dispuestos a hacerlo víctima de alguna travesura, por un momento perdonan, indulgentes, al hombre que, cantando, casi llora, su tiranía inofensiva de maestro atorrante.