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Latifundia

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Latifundia

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-«¿Y esos pobres guachos, de quien serán?» exclamó, riéndose, uno de los estancieros ahí reunidos, al ver entrar en la feria un lotecito de vacas tan éticas y raquíticas, criollas, flacas y deshechas, que más parecían perros con aspas que animales vacunos.

-«Cállate, le dijo un amigo; si son de...» Se perdió el nombre en el tumulto de la reunión, y agregó el hombre: «¡Pobre! No le alcanzará para comprar un torito. Dice el rematador que les ha puesto base, para que no se las vayan a sacrificar.

-¡Qué vergüenza!, mandar semejantes animales; yo, que él, los cuereo, más bien. ¡Mire la gente progresista, con sus millones!»

Estos hombres hablaban, de envidiosos, y por hablar, no más. Ellos que tenían apenas, en algunas leguas de campo, unos cuantos centenares de vacas, que las tuvieran muy refinadas, de muy buena raza, de gran cuerpo, de poca asta, de fácil engorde, se comprende, pues así lo necesitaban; pero a la persona de quien se ocupaban, ¿qué le podía importar que sus animales fuesen, -como eran, en realidad-, los últimos en clase, que se pudieran encontrar en la República Argentina?

Al cruzar la provincia en la cual estaba radicada la familia cuyo nombre había sido pronunciado, el viajero se cansaba de preguntar a su vaqueano: «¿De quién es este campo que atravesamos?» pues la contestación era casi siempre la misma, y el mismo apellido caía de la boca del interpelado.

Y todos estos campos, -extensos todos-, presentaban el mismo aspecto de abandono que si no hubieran sido de nadie. Uno que otro ranchito de mala muerte, perdido entre fachinales, abrigaba algún miserable puestero, encargado de cuidar a la de Dios es grande, rebaños bastante grandes de ovejas sarnosas, entre las cuales a ningún Tesco se le hubiera ocurrido buscar la del vellón de oro. Entre los pajonales, que era bien prohibido quemar, andaban vagando inmensos rodeos de vacas ariscas, fiambrera de los gauchos que vivían en el establecimiento, de los vecinos y de las fieras que todavía se guarecían en el pajonal, y que el patrón había prohibido también de perseguir.

Nunca, por supuesto, había tenido la curiosidad de dar una recorrida general a sus campos ¿para qué? Hubiera sido un viaje muy penoso, largo y aburrido. Pero quería que supiesen bien, los que en ellos pasaban la vida, que él era el dueño, y que sólo él tenía derecho de mandar, aunque fueran disparates. Por supuesto que no tenía afición particular a los tigres y a los pumas, pero bastó que un mayordomo le escribiese que hacían mucho daño en la hacienda y que lo mejor sería de ir quemando los fachinales, para que pasase a todos sus mayordomos una orden general, prohibiéndoles terminantemente de quemar campo y de matar fieras.

A otro mayordomo que se permitía indicarle la conveniencia de mudar de campo una hacienda para evitar que se siguiera muriendo, con la seca, le contestó que sacase los cueros no más, y se dejase de consejos: que las osamentas mejoraban el campo. Y a otro que le pedía semilla para sembrar un poco de alfalfa, lo echó, por trompeta.

Tenía razón, el hombre. ¿De qué serviría la riqueza, si fuera para dar trabajo? Que se molesten los pobres; que codeen fuerte los del populacho, para llegar a ser los primeros en la senda del progreso; santo y bueno; pero, en la procesión, ¿no camina siempre por detrás, el obispo?

¡Miren!, si fuera preciso que el dueño de centenares de leguas, las convirtiese en buenas estancias, divididas, alambradas, pobladas, cultivadas, con mayordomos instruídos, personal numeroso, animales refinados, ¡la mar! Ya no valdría la pena ser dueño de una extensión de tierra tal que, de por sí, sin trabajo, le da a uno más pesos de renta por minuto, que los que gasta en un mes un hombre regularmente acomodado.

No; nada de administración. Los mayordomos: que sólo sepan escribir lo suficiente para saludar al patrón y remitirle guía de cueros y lana; los puesteros: que ahí estén, sin sueldo, por la tumba, no más, y como con licencia. Que el Pueblito que, en un descuido, ha dejado que se formase, quede encerrado entre las estancias y no tenga chacras, ni siquiera quintas, pues el arado trae consigo mucha gente; y, menos bulto, más claridad.

En caso de decidirse el patrón a alambrar alguna gran extensión, dejaba sólo un camino todo alrededor, y una que otra tranquera, siempre cerrada con candado, como para hacer comprender bien al viajero que, por estas puertas, hubiera podido pasar, si tal hubiera sido la voluntad de él, -dueño-, pero que él,-dueño-, no quería que se cruzase su campo, ni que le pisoteasen la paja de embarrar, ni el pasto puna.

Y con todo, aumentaba su fortuna; a pesar de esta resistencia pasiva, se volvía colosal; por debajo, por encima de la muralla china de su orgullo inerte, por infiltración continua, invadía sus campos la marejada de la población, del trabajo y del progreso, dándoles un valor cada día creciente, obligándole, a veces, por la exageración de las ofertas, a arrendar algunos retazos. Pero era rezongando; de lo que había arrendado, le parecía ser un poco menos dueño, y su orgullo sufría.

Como no ostentaba más lujo que el de chupar yerba paraguaya y de fumar tabaco negro de la «Hija del Toro», que su vida era modesta, su casa sencilla, sus muebles vulgares, y su mesa, de una sólida abundancia y nada más, no necesitaba aumentar sus entradas; pero, sí, tenía la vanidad de poseer tierra, mucha tierra, demasiada; quizás para que nadie se atreviera a decir que no tenía en que caerse muerto.

Y esto de caerse muerto, le sucedió como a cualquier hijo de vecino, bastando para su sepulcro, diez metros cuadrados de las inmensas áreas, cuya posesión efímera había hecho famoso su nombre, durante el corto período de una vida humana.

¿Fue sentida su muerte? No. No era malo el hombre, pero estorbaba. El progreso, impaciente, esperaba que se quitase del camino, pues no le gustan los campos extensos, flotantes mantos de reyes haraganes, en los cuales anhela cortar vestidos de menor amplitud, pero más fáciles de engalanar con todas las maravillosas prendas de la naturaleza generosa.

Se abalanzó en su ayuda, para corregir la injusta suerte del trabajador que pena y ahorra, la misma locura de los hijos del potentado. El había sacado su gozo de la sola e inútil posesión de tierras inmensas; sus hijos buscaron su gloria en la vanidosa ostentación de sus riquezas, lumbre fatal que resplandece menos de lo que, sin vuelta, consume. Quebradas sus tierras en pedacitos por el martillo del rematador, volvieron a ser parte de la herencia de la humanidad productora. El pueblito se ciñó de un opulento y verde cinturón de chacras, y en los modestos hogares allí surgidos, hubo una suma de felicidad incomparablemente mayor que en la desdeñosa morada del primer poseedor.