El maniquí de mimbre: XII

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El maniquí de mimbre de Anatole France
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Los olmos del paseo comenzaban a revestir sus ramas negruzcas de un verdor pálido, suave y tenue, y en la falda del monte Durco, sobre ruinosas tapias, los árboles floridos de los huertos lucían ya la sonrosada blancura de sus copas a la tibia y palpitante claridad que sonreía entre dos nubarrones. A lo lejos, el agua del río, hinchado por las lluvias primaverales, se deslizaba, clara y limpia, lamiendo en sus orillas los pies de sauces débiles, voluptuosa, invencible, fecunda, eterna, divina como en otros tiempos, cuando los pescadores de la Galia romana le ofrecían monedas y erigían en su honor, ante el templo de Venus y de Augusto, una estela votiva, que llevaba esculpidos toscamente una barca y sus remos. En el valle anchuroso, la encantadora y tímida juventud del año se estremecía sobre la tierra antigua; y el señor Bergeret, solo, indeciso, cansado, andaba entre los olmos del paseo con la imaginación distraída, errabunda, cambiante, antigua como la tierra, lozana como las flores del manzano, falta de reflexión y repleta de imágenes confusas; desolada y anhelante, dulce, inocente, lasciva, triste, se arrastraba, fatigosa, y perseguía las ilusiones, los ensueños cuyo nombre, cuya forma, cuyo carácter le eran desconocidos. Llegado al banco donde solía, en primavera, sentarse a la hora en que los pájaros enmudecen y donde muchas veces compartió su apacible reposo con el padre Lantaigne al pie de un olmo, testigo de sus interesantes pláticas, observó los rasgos que una inhábil mano había escrito con yeso en el espaldar verde. Sobrecogióle cierta inquietud ante la idea de leer su nombre, que andaba en lenguas y senda de mofa; pero lo que vio era una inscripción erótica y conmemorativa, por la cual Narciso publicaba, en una forma breve y sencilla, grosera y malsonante, los placeres gozados allí, protegido por la oscuridad indulgente de la noche y en los brazos de Ernestina.

El señor Bergeret, ya dispuesto a ocupar el sitio de costumbre, donde había derramado tantas nobles y risueñas reflexiones, donde tantas veces le apoyaron y asistieron las gracias púdicas juzgó impropio de un hombre decente sentarse a descansar en un monumento lascivo, consagrado a la Venus de las plazuelas y de los jardines. Apartóse del banco memorable y prosiguió su paseo mientras meditaba:

"¡Inútil ansia de inmortalidad! Aspiramos a vivir en la memoria de los hombres, y, a excepción de los muy cultos y educados, todos queremos esculpir nuestras dichas y nuestras pasiones, nuestras penas y nuestros odios. No serían para Narciso bastante sabrosos los favores de su Ernestina si le prohibieran publicarlos. También Fidias trazó un nombre adorado en el dedo pulgar de un pie de Júpiter Olímpico.

¡El alma necesita difundirse, derramarse, vivir en otras almas! 'Hoy, en este banco Narciso ha...'

Y, sin embargo —discurría el señor Bergeret—, la simulación es la primera virtud del hombre civilizado y la base de la sociedad. Es tan indispensable ocultar nuestro pensamiento como vestir nuestra desnudez. Un hombre que dice todo lo que piensa, como lo piensa, es tan indecoroso como si fuera por las calles desnudo. Si, por ejemplo, yo explanara en la librería de Paillot, donde la conversación es bastante libre, las imaginaciones que pueblan mi espíritu, las ideas que ahora cruzan por mi cerebro como se precipita por una chimenea una muchedumbre de brujas montadas en escobas, y si describiese de qué modo me represento de pronto a la señora de Gromance, las actitudes obscenas que le atribuyo, la visión de sus encantos, más absurda, más quimérica, más rara, más desenvuelta, más impúdica, más lasciva mil veces que la famosa figura labrada en el pórtico Norte de San Exuperio en la escena del Juicio final por un obrero prodigioso que, asomado a la mirilla del infierno, vio a la propia Lujuria, si pusiera de realce las enormidades de mis divagaciones, me supondrían víctima de una locura odiosa. Y, sin embargo, ni soy un monstruo ni he dejado aún de ser un hombre correcto, amable, de naturaleza pacífica, meditabundo, modesto, consagrado a los apacibles goces intelectuales, enemigo de todo exceso y temeroso del vicio como de una deformidad."

Mientras paseaba y discurría de tal modo, el señor Bergeret vio al reverendo padre Lantaigne, rector del Seminario, y al padre Tabarit, cura de la cárcel. Agitaba el padre Tabarit su cuerpo larguirucho, rematado por una cabecita puntiaguda, y sostenía, con sus brazos angulosos, el peso de sus palabras, oídas por el reverendo padre Lantaigne con la cabeza erguida, el pecho saliente, sujeto el breviario bajo el brazo, grave, con los ojos altivos y la boca cerrada entre dos carrillos que nunca llegó a surcar una sonrisa.

El padre Lantaigne contestó al saludo afectuoso del señor Bergeret con un gesto y una frase corteses:

—No se aleje de nosotros, amigo Bergeret; al padre Tabarit no le horrorizan los descreídos.

Pero el cura de la cárcel, preocupado por sus ideas, prosiguió su discurso:

—¿Quién pudiera, sin emocionarse, ver lo que ya he visto? Ese mozo nos ha edificado a todos con la sinceridad de su arrepentimiento, con la manifestación verdadera de un espíritu cristiano. Su aspecto, sus ojos y sus palabras, toda su persona, revelan ternura, humildad, sumisión a los decretos divinos. Ni un instante dejó de ofrecer el espectáculo más consolador y el más cristiano ejemplo. Su prodigiosa conformidad, su ardiente fe, largo tiempo dormida en su alma; su anhelo infinito hacia Dios piadoso, tales fueron los frutos de mis pláticas.

Enternecía al viejo la sencillez de los corazones puros, ligeros y vanos. Lágrimas dolorosas humedecían sus ojos muy saltones y su rojiza y chata nariz. Después de lanzar un largo suspiro, encarado con el señor Bergeret, prosiguió:

—¡Ah, señor! En el ejercicio de mi difícil ministerio hay espinas en abundancia pero también ¡qué frutos! Muchas veces, en mi ya larga vida, he arrancado a un infeliz de las uñas del demonio, que lo tenía bien cogido; y ahora puedo asegurar que ninguno de los reos que acompañé al patíbulo se mostró en sus momentos últimos tan edificante como el mozo Lecaeur.

—¡Es posible! —dijo el señor Bergeret—. ¿Hablaba usted del asesino de la viuda de Houssieu? Pero ¿no es público...?

Disponíase a decir lo que unánimemente atestiguaban cuantos asistieron a la ejecución: que le habían subido a la guillotina, inerte, muerto de espanto. Se contuvo para no contristar al pobre viejo, el cual prosiguió:

—No hizo largos discursos ni manifestaciones ruidosas; pero ¡si oyeran ustedes los sollozos, los monosílabos con los cuales expresaba su arrepentimiento! En el tránsito doloroso de la cárcel al patíbulo, mientras yo evocaba la santa memoria de su madre y el recuerdo suavísimo de su primera comunión, ¡de qué modo lloraba!

—Seguramente —dijo el señor Bergeret— la viuda de Houssieu también reviviría.

Después de oír estas palabras, el padre Tabarit volvió sus ojos de Oriente a Occidente. Solía buscar en torno suyo, y no dentro de sí mismo, la solución de las cuestiones metafísicas; y al verlo reflexionar de tal modo en la mesa, su vieja criada le decía: "¿Busca el tapón de la botella, señor cura? Lo tiene en la mano."

Aquella vez, la mirada errante del padre Tabarit se posó en un hombre grueso y barbudo que cruzaba el paseo en traje de ciclista. Era Eusebio Boulet, redactor jefe de El Faro, periódico radical.

Se despidió apresuradamente del rector del Seminario y del catedrático de Literatura latina, y a grandes zancadas alcanzó al periodista; le saludó enrojecido por la emoción de aquel grato encuentro, sacó del bolsillo unos papeles arrugados y se los entregó con mano temblorosa. Eran rectificaciones y notas complementarias acerca de los últimos momentos del mozo Lecoeur. El humilde sacerdote, al fin de su ignorada vida y de su oscuro apostolado, se mostraba ansioso de notoriedad, insaciable de informaciones verbales y de artículos.

Mientras el pobre viejo de cabeza de pájaro entregaba al periodista radical sus garrapatos, el reverendo padre Lantaigne casi esbozó una sonrisa:

—¡Qué lástima! —dijo al señor Bergeret—. Las perniciosas influencias del siglo perturbaron a ese hombre que se encamina a la tumba entre sus abundantes méritos y virtudes. La publicidad ha roído hasta en el corazón del anciano, humilde y modesto sobre todas las cosas. Desea ver su nombre impreso, a todo trance, aunque sea en un periódico anticlerical.

Se arrepintió al punto de lo dicho, y para enmendarlo, añadió:

—No es punible, pero es ridículo.

Silencioso, replegóse de nuevo en su tristeza.

El padre Lantaigne, que tenía espíritu dominador, condujo a Bergeret hacia el banco de costumbre. Indiferente a los fenómenos vulgares —que sirven a la mayoría de los hombres para fundar sus juicios acerca del mundo exterior— no hizo caso del erótico letrero de Narciso y Ernestina trazado claramente con letra cursiva, y al sentarse con una quietud magnánima tapó un tercio del monumento epigráfico.

Antes de sentarse, el señor Bergeret extendió su periódico para cubrir el espaldar sobre la parte del texto que juzgaba de sobra expresivo, y, en su opinión, era el verbo, palabra que —según dicen los gramáticos— indica la existencia de un atributo en un sujeto. Pero sin proponérselo, no hizo más que sustituir una inscripción inconveniente por otra. En efecto: el periódico encabezaba con letras muy gruesas la noticia de uno de los incidentes que abundan en la esfera parlamentaria desde el memorable triunfo de las instituciones democráticas. Las Estaciones alternadas y las Horas sucesivas fijaron en aquella primavera, con astronómica exactitud, el período de los escándalos. Algunos diputados fueron procesados; y el periódico, desdoblado por el señor Bergeret, anunciaba en caracteres pomposos:

UN SENADOR EN LA CÁRCEL — PROCESO DEL SEÑOR LAPRAT-TEULET Aun cuando el suceso no era nada extraordinario en la marcha regular de las instituciones, el señor Bergeret creyó que pudiera suponerse jactancioso y provocativo sacar así aquel nombre a la vergüenza en un banco del paseo y a la sombra de los olmos, en el mismo sitio donde tantas veces el respetable señor Laprat-Teulet había recibido los honores que saben otorgar los demócratas a los ciudadanos ilustres. Fue allí en el paseo, donde —sentado a la derecha del presidente de la República, en una tribuna de terciopelo granate— había dirigido al público de los festejos regionales y nacionales, de las inauguraciones varias y solemnes, frases oportunas para exaltar las ventajas del régimen y recomendar a la muchedumbre laboriosa y sufrida la paciencia y la constancia.

Laprat-Teulet, antiguo republicano, desde su juventud era el caudillo indiscutible y poderoso de los oportunistas en el departamento.

Encanecido por la edad y por las luchas parlamentarias, erguíase como una encina engalanada con banderas tricolores. Había enriquecido a sus amigos y arruinado a sus enemigos. Lo trataban con respeto. Era venerable y bondadoso. En la distribución de premios, todos los años hablaba a los niños de su pobreza. Podía llamarse pobre sin perjudicarse, porque nadie lo creía, y eran muy conocidos los orígenes de su fortuna, los mil canales por donde su inteligencia y su trabajo engrosaban su bolsa. Se sabía cuánto le produjeron todos los negocios apoyados por su arraigo político, todas las concesiones aseguradas por su influencia parlamentaria. Era, sin duda, un famoso diputado traficante, un excelente orador administrativo. No ignoraban sus amigos, ni sus enemigos, lo que le valieron el Panamá y otros asuntos. Prudente, cuidadoso de no cansar a la Fortuna, moderado, bisabuelo de la democracia laboriosa e inteligente, diez años antes, al empezar la tormenta, renunció a los prodigiosos chanchullos; no volvió a ser diputado, y desde entonces lucía su prudencia como buen senador, consagrado a la República. Era influyente y precavido; sólo hablaba en el seno de alguna Comisión donde aún solía desplegar sus brillantes disposiciones, tan estimadas por los poderosos banqueros cosmopolitas. No dejaba de ser el mantenedor valeroso del sistema fiscal inaugurado por la Revolución, que se funda, como es sabido, en la justicia y en la libertad. Defendía el capitalismo con la persuasión emocionante de los antiguos oradores. Hasta los resellados veneraban en Laprat-Teulet un espíritu plácido y verdaderamente conservador, un genio tutelar de la propiedad individual.

"Tiene sentimientos honradísimos —aducía el señor de Terremondre—, y es lástima que hoy sufra las consecuencias de un pasado turbulento." Pesaban mucho contra él sus enemigos encarnizados. "Merecí sus odios —confesaba el señor Laprat-Teulet noblemente— por defender los intereses que otros me confiaron".

Sus enemigos le perseguían hasta en la sombra venerable del Senado, allí donde las desdichas pasadas fortalecieron su carácter augusto en los tiempos difíciles, cuando estuvo en grave riesgo por la torpeza de un ministro de justicia que no formaba parte del Sindicato y lo entregó imprudentemente a un tribunal asombrado. Ni el respetable señor Laprat-Teulet, ni el juez, ni el defensor, ni el fiscal, ni siquiera el propio ministro previeron ni podían comprender la causa de aquellos desquiciamientos parciales y súbitos de la máquina gubernativa, catástrofes ridiculas como el hundimiento de un barracón de feria y terribles como una consecuencia de lo que llamaba el orador "la justicia inmanente", que por momentos iba derribando a los más conspicuos legisladores de una y otra Cámara. El señor Laprat-Teulet, melancólicamente sorprendido, se negó a sincerarse ante los jueces, y sus poderosos cómplices le salvaron. Hubo sobreseimiento, recibido modestamente por Laprat-Teulet, y ostentado luego por él mismo en las esferas oficiales como una certificación exacta de su inocencia. "Dios Nuestro Señor —decía la señora de Laprat-Teulet— nos ha favorecido con este sobreseimiento." Y todo el mundo sabe que puso como devoto, en la capilla de San Antonio, una lápida de mármol con esta inscripción:

Por un favor inesperado: una esposa cristiana.

Tranquilizó aquel sobreseimiento a los aliados políticos del señor Laprat-Teulet, el enjambre de personajes y ex ministros que le acompañó en la época heroica y en los años fructíferos, y había conocido las siete vacas flacas y las siete vacas gordas. El sobreseimiento era un escudo protector. Al menos así lo creían, así pudieron creerlo durante muchos años.

De pronto, por una desdichada casualidad, por un desastre de los que se producen sorda y pérfidamente, como las averías en un barco viejo, sin razón política ni moral, un hombre respetable, un sostén de la democracia, un "hijo de sus obras", el que pocas horas antes era recordado por el señor Worms-Clavelin en los comicios como un ejemplo digno de imitarse, un hombre de orden y progreso, el apoyo de ministros y presidentes, el senador Laprat-Teulet, abroquelado en un sobreseimiento, fue detenido y encarcelado en unión de otros representantes del país. El diario regional anunciaba con letras gruesas:

UN SENADOR EN LA CÁRCEL PROCESO DEL SEÑOR LAPRAT-TEULET El catedrático de Literatura latina, con exquisita delicadeza, dobló el periódico para que se mostrase otra plana sobre el espaldar del banco.

—¿Le parece a usted oportuno lo que ocurre? —preguntó el padre Lantaigne con voz enérgica— ¿Y cuánto opina que durará esto?

—¿A qué hace referencia? —repuso el señor Bergeret—. ¿Al escándalo parlamentario? Pero hay que saber a qué se llama "escándalo". Escándalo es la sorpresa que ordinariamente produce la revelación de un suceso desconocido. Los hombres no suelen ocultarse más que para proceder contra las costumbres y contra la opinión. Escándalos públicos los hay en todas las épocas, en todos los países, y son más frecuentes cuando el Gobierno disimula poco. Naturalmente, la democracia no sabe guardar secretos de Estado. La muchedumbre de cómplices, y los odios implacables de los partidos, provocan la indiscreción, ya redomada, ya estruendosa. Es necesario tener presente hasta qué punto multiplica la prevaricación el sistema parlamentario y pone a una muchedumbre en condiciones de prevaricar. Luis Catorce fue saqueado magníficamente por un Fouquet. Ahora, mientras el presidente melancólico elegido para dar buen aspecto a la situación asomaba su rostro de Minerva con barbas en los departamentos conmovidos, unos innumerables libros de cheques se deshojaban sobre la Cámara. El daño no era mucho en sí. Forma parte del Gobierno una turba de necesitados; exigirles a todos integridad es exigir virtudes sobrehumanas. Lo que han robado esos pobrecitos ladrones, al fin y al cabo, no es mucho, si se compara con lo que nuestra honrada Administración derrocha todos los días. Observo una sola particularidad, y es importante: cuando los mercaderes de otros tiempos acaparaban las riquezas de toda la provincia, como Pauquet de Saint-Croix, en el hotel cuyo "tercer aposento" habito, eran impúdicos bandidos que despojaban a su patria y a su príncipe sin la menor inteligencia con los enemigos del reino; y nuestros sobornadores parlamentarios entregan la nación a una potencia extranjera: el dinero. El dinero constituye, hoy por hoy, una potencia independiente, y podríamos decir del dinero lo que se dijo de la Iglesia: que representaba en todas las naciones el papel de una extranjera ilustre. Nuestros mandatarios, sobornados con ese dinero, además de rapaces, son traidores; todo en pequeño, miserablemente. Cada uno de por sí da lástima; su constante bullir, su multiplicación, es lo que asusta.

"¡Por de pronto, el respetable senador Laprat-Teulet está en la cárcel! Y lo encerraron el día en que debió presidir aquí el banquete de la Defensa Social. Ese arresto, efectuado pocas horas después de votarse los suplicatorios, fue una sorpresa para Worms-Clavelin, quien propuso que presidiera el banquete de la Defensa Social el señor Dellion, hombre intachable, de reconocida honradez, garantizada por una herencia cuantiosa y por treinta y nueve años de prosperidad en los negocios. El señor prefecto deplora que las más elevadas personalidades de la República se hallen expuestas a una suspicacia continua, constante, y se felicita de las buenas disposiciones de sus administrados, que no dejan de mostrarse adictos al régimen, a pesar del empeño, de la insistencia empleada en desacreditarlo. Comprueba, en efecto, que los incidentes parlamentarios como el que acaba de producirse, después de tantos otros, dejan absolutamente indiferentes a las masas laboriosas de la región. El señor Worms-Clavelin está en lo cierto. No exagera cuando supone la tranquilidad infinita de estas gentes, a las que nada sorprende. La muchedumbre diseminada que, sin inmutarse, ha leído en los periódicos la noticia del encarcelamiento del senador Laprat-Teulet, recibiría con igual quietud otra noticia referente al mismo personaje; por ejemplo: que le nombraban embajador en alguna de las cortes europeas. Acertado es pensar que, al verse envuelto por los tribunales, el señor Laprat-Teulet formará parte de la Comisión de Presupuestos, y nadie duda que vuelvan a votarle sus conciudadanos en las próximas elecciones.

El Padre Lantaigne atajó al señor Bergeret con estas palabras:

—Señor mío, toca usted un punto flaco y hace resonar lo hueco. El público, acostumbrado a las inmoralidades, no diferencia el bien del mal; he aquí el peligro. Sin cesar vemos caer en el silencio vergüenzas y oprobios. Durante la Monarquía y el Imperio hubo una opinión pública; y ahora no hay opinión pública. El pueblo, antes ardiente y generoso, se ha convertido en una masa neutra, incapaz de odio y de amor, de admiraciones y desprecios.

—También me ha chocado esa transformación —dijo el señor Bergeret—, y busco inútilmente sus causas. En los cuentos chinos háblase, con frecuencia, de un geniecillo de aspecto fatigado, pero de imaginación sutil y muy propenso a las burlas. De noche penetra en las alcobas; abre, como abriría una caja, el cráneo de un durmiente; le quita el cerebro, pone otro en su lugar y después deja el cráneo bien cerrado. Su gusto es ir de casa en casa divertido en estos juegos; y cuando al amanecer el geniecillo jovial se retira a su templo, despierta el mandarín con ideas de cortesana, y su hija moza con los ensueños de un bebedor de opio. Es indudable que un geniecillo así cambió los cerebros de los franceses por los de un pueblo desidioso, abatido, que arrastra sin ambiciones una existencia triste, indiferente a lo justo y a lo injusto. Lo que somos no tiene relación alguna con lo que fuimos.

El señor Bergeret encogióse de hombros, hizo una pausa, y luego prosiguió, suave y lánguidamente:

—Es un síntoma de la edad y un resultado de la experiencia. La infancia se asombra de todo; la juventud se impacienta por todo. El progreso de los años conduce a una tranquilidad indiferente que nos asegura la paz interior y exterior.

—¿Lo dice usted de veras? —preguntóle el padre Lantaigne—. ¿No presiente usted catástrofes próximas?

—La vida es para mí una catástrofe —adujo el señor Bergeret—, es una catástrofe continua, puesto que sólo se produce en el desequilibrio, y su condición esencial es lo inestable de las fuerzas que la originan. La vida de un país, como la de un individuo, es un desenvolvimiento constante, una serie interminable de fracasos, miserias y crímenes. Nuestra nación, la más hermosa del mundo, sólo subsiste, como las otras, por la renovación constante de sus infortunios y de sus pecados. Vivir es destruir; edificar es dañar; pero actualmente, la más hermosa nación del mundo ni destruye ni daña, porque ni edifica ni vive apenas; y esto es tranquilizador. No descubro en el horizonte señales de tormenta; no preveo desdichas próximas en esta suave y apacible comarca. Usted, que anuncia la catástrofe reverendo señor, podrá decirnos, y le ruego que lo diga, si la ve llegar de afuera o producirse dentro.

—El peligro está en todas partes —dijo el padre Lantaigne—, y usted sonríe, como si no lo creyera probable.

—No me río —insistió el señor Bergeret—, Casi nada me hace reír en este mundo, en este globo terráqueo donde habitan seres en su inmensa mayoría, odiosos o ridículos; pero no creo que amenace nuestra paz y nuestra independencia ningún poderoso contrincante. No molestamos a nadie; no nos hacemos temer de nadie; somos prudentes y dóciles; nuestros caudillos no tienen, que yo sepa, gigantescos designios cuyo éxito, bueno o malo, pudiera comprometer nuestro futuro o asegurar nuestra soberanía; no aspiramos al imperio del mundo. Somos ya soportables a Europa. Es una situación plausible.

"Vea usted, al pasar junto al escaparate de la papelería de la señora Fusillier, los retratos de nuestros eminentes políticos, y dígame si alguno tiene cara de provocar una guerra o de asolar el mundo. Carecen de genio; son incapaces de hacer una atrocidad; no se remontan, vuelan bajo; gracias a Dios, podemos dormir tranquilos. Además, Europa entera, tan amada siempre, tampoco es belicosa. La guerra exige una generosidad que, al presente, molesta. Consentimos que luchen los turcos y los griegos, y cruzamos apuestas, como en las riñas de gallos. Augusto Comte anunció en mil ochocientos cuarenta el fin de la guerra. La profecía no era, sin duda, exacta en el sentido literal, riguroso; pero acaso la perspicacia de aquel insigne maestro profundizaba en lo por venir. La guerra es el destino constante de una Europa feudal y monárquica. El feudalismo ha muerto, y combaten a los antiguos tiranos las nuevas energías. La paz y la guerra ya no dependen tanto de los reyes absolutos como de la poderosa Banca internacional, el más tirano de todos los poderes. La Europa bancaria muestra un humor pacífico; es indudable que la guerra no inspira sentimientos románticos. Además, no puede mantener su infecunda energía contra el impulso de la revolución obrera. La Europa socialista será, probablemente, partidaria de la paz. Porque habrá una Europa socialista, señor clérigo; y llamo socialismo a lo ignorado que avanza.

—Señor mío —dijo el padre Lantaigne—, sólo se cierne una Europa en lo por venir: la Europa cristiana. Siempre habrá guerras; la paz no es de este mundo. ¡Es preciso que recobremos el valor y la fe de nuestros antecesores! Soldado de la Iglesia militante, sé que sólo acabará esta lucha en la consumación de los siglos. Imploro a Dios, como el Ajax de Romero, que se luche a la luz del día. Lo que me aterra no es el número y la arrogancia de nuestros enemigos; lo que me aterra es la indecisión, el apocamiento de nuestra gente. La Iglesia es un Ejército, y me aflige que le falten caudillos; me indigna ver que se alistan los infieles y que los adoradores del Becerro de Oro se ofrecen a velar el santuario. Me apeno porque se lucha en la confusión de las tinieblas, favorables a los viles y a los traidores. ¡Hágase la voluntad de Dios! Al cabo, el triunfo es de quien lo merece, y no dudo que serán vencidos el crimen y el error en el día postrero, el de la Gloria y de la Justicia.

Irguióse con la mirada triste, pero su rostro languidecía; en su corazón reinaba la tristeza, y no sin motivo. El Seminario, ruinoso; agotados los recursos; enormes las deudas; amenazas del carnicero Lafolie, a quien debía diez mil doscientos treinta y un francos; temor de que le amonestara monseñor el cardenal-arzobispo. La mitra se desvanecía al tender hacia ella la mano, y se imaginaba reducido a una parroquia rural... Obsesionado por estos pensamientos, dijo al señor Bergeret:

—Las más terribles calamidades caerán pronto sobre Francia.