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El maniquí de mimbre: XIV

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El maniquí de mimbre
de Anatole France
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El coche de punto en el cual atravesaba París la señora del prefecto se deslizó por la Puerta Maillot entre las verjas rematadas cívicamente como hierros de lanza junto a las que dormitaban al sol los polvorientos vigilantes del resguardo y curtidas ramilleteras. El coche dejó a la derecha la calle de la Rebelión, cuyas tabernas miserables, rojizas, mohosas, y cuyos pobres merenderos se alzan frente a la capilla de San Fernando, achaparrada, pequeña, próxima al sombrío foso militar revestido de hierba mustia; se metió por la calle de Chartres, melancólica, siempre cubierta con el polvillo de las piedras labradas, y llegó a los hermosos y sombreados paseos del Parque Real, ya convertido en fútiles propiedades burguesas. Sobre la tranquila calzada por donde rodaba el coche lentamente entre dos hileras de plátanos se veían cruzar a cada instante como insectos veloces —encorvados y con la cabeza baja para hender el aire— silenciosos ciclistas con trajes claros; y su veloz carrera, su vuelo tendido, adquiría gracia en la soltura de los movimientos y belleza en las amplias órbitas descritas. Entre los troncos de los árboles que orillaban el camino, la señora de Worms-Clavelin veía —detrás de las verjas— los paseos, los estanques, las terrazas, los pabellones de un gusto dudoso, y ansiaba vagamente poder pasar la vejez en una casa como aquellas cuyo claro revoco y cuyas grises pizarras asomaban entre la verdura del follaje; porque la señora de Worms-Clavelin era prudente, moderada en sus deseos, y sentía caer en su alma una enorme afición a criar gallinas y conejos. Salpicaban las amplias avenidas importantes edificios: capillas, colegios, conventos y sanatorios; la iglesia protestante con sus caballetes de un gótico frío; las residencias católicas, de plácido recogimiento, con su cruz sobre la puerta y sus negras campanas en lo alto.

Luego el coche se hundió en la región baja y solitaria de los viveros, donde los cristales de las estufas brillan al final de los paseos arenosos, donde se alzan los absurdos quioscos rústicos y las imitaciones de troncos de árbol construidos con greda por un ingeniero decorador de jardines. En el Bajo-Neuilly se sienten la frescura del río próximo y el vaho de la tierra humedecida aún por las aguas que allí durmieron en una época, reciente según los geólogos: las evaporaciones de los pantanos, donde mecía las cañas el viento hace mil o mil quinientos años apenas.

La señora de Worms-Clavelin miró por la ventanilla; ya faltaba poco para llegar. Ante sus ojos, las puntiagudas copas de los álamos del río asomaban al extremo de la avenida. Renacía la vida varia y presurosa. Los altos muros, los caballetes de los tejados se sucedían sin interrupción. El coche se detuvo ante un edificio moderno y espacioso, construido con visible parsimonia, con tacañería, y hasta con desdén manifiesto de la gracia y el arte, pero decoroso y de buen aspecto, con aberturas alargadas, entre las cuales se distinguían, por los vidrios de colores emplomados, las de una capilla. Sobre aquella fachada sin ornamentación, las buhardillas triangulares coronadas por un trébol recordaban muy discretamente las tradiciones del arte nacional y cristiano. En el frontón de la puerta principal habían esculpido una redoma que representaba el frasquito donde fue recogida la sangre del Señor, empapada en un guante de José de Arimatea. Era el distintivo de las Damas de la Preciosa Sangre, cuya Congregación, fundada en 1829 por la señora de Laitrelle, fue reconocida por el Estado en 1868, gracias al empeño de la emperatriz Eugenia. Las Damas de la Preciosa Sangre se dedican a la enseñanza.

La señora de Worms-Clavelin apeóse del coche y tiró de la campanilla; entreabrieron la puerta con moderación y miramiento, y la dejaron pasar a la sala de visitas, mientras la hermana portera avisaba por el torno a la señorita de Clavelin que había llegado su mamá. La sala de visitas estaba amueblada con sillas de crin; tenia blanqueadas las paredes, libres de todo adorno; y en una hornacina se veía una Virgen de suaves entonaciones, de aspecto amanerado, con los brazos tendidos, erguida y con los pies ocultos. Muy espaciosa y destartalada, ofrecía la sala un carácter de tranquilidad, de orden, de rectitud. Allí se adivinaba un poder secreto, una fuerza social oculta.

La señora de Worms-Clavelin respiró muy satisfecha el aire de la sala de visitas, un aire húmedo con emanaciones de cocina conventual. En los humildes colegios de Montmartre, donde la tuvo anteriormente, su hija chorreaba tinta, se pringaba los dedos con dulces humedecidos, aprendía a diario frases malsonantes y muecas indecorosas. Complacía mucho a la señora de Worms-Clavelin la educación austera, religiosa y aristocrática. Hizo bautizar a la niña, para que fuese admitida en algún elegante colegio de monjas. "Cuanto mejor educada esté Juanita —pensaba—, mejor boda puede hacer." Juanita recibió el bautismo a los once años, en la más absoluta reserva, porque gobernaba entonces un Ministerio radical. Después hubo entre la República y la Iglesia recíprocas aproximaciones; pero, por no desagradar a los puritanos de su departamento, la señora de Worms-Clavelin ocultaba que su hija se educaba en un colegio de monjas. A pesar de todo, no faltó quien lo averiguase, y, de cuando en cuando, el periódico clerical del departamento solía publicar algún sueltecillo, que el señor Lacarelle, secretario de la Prefectura, señalaba con lápiz azul para que lo viera el señor prefecto.

"¿Es verdad que nuestro judío intolerante, colocado por los francmasones al frente de la administración del departamento para combatir a Dios entre nuestros fieles conciudadanos, educa en un colegio de monjas a su hija?"

El señor Worms-Clavelin se encogía de hombros y tiraba el periódico al cesto de los papeles. A los tres días, el redactor católico publicaba otro suelto, con secuencia lógica del anterior.

"He preguntado al prefecto judío Worms-Clavelin si es verdad que tiene a su hija en un colegio de monjas. Como ese francmasón supone que basta no responder, yo mismo doy la respuesta. Sí; es verdad que nuestro judío ignominioso, después de consentir que bautizaran a su hija, la educa en un centro católico.

"La señorita Worms-Clavelin se halla en Neuilly-sur-Seine con las Damas de la Preciosa Sangre.

"¡Da gozo ver hasta qué punto extreman la sinceridad... y la frescura!

"La educación atea, homicida, laica, es muy conveniente para el pueblo; pero los que la imponen al pueblo no la juzgan aceptable para sus hijos."

El señor Lacarelle, secretario de la Prefectura, después de señalar el suelto con una raya de lápiz azul, dejaba el periódico extendido sobre la mesa del prefecto, quien lo tiraba al cesto de los papeles. El señor Worms-Clavelin había ordenado a sus periódicos oficiosos que no entablasen polémicas; y aquel asunto caía en el olvido, en el insondable olvido, en la noche tenebrosa, donde se hunden, a su vez, todas las glorias Y todas las vergüenzas, todas las arrogancias y todos los escándalos de la política. La señora de Worms-Clavelin, que admiraba el poder y la fortuna de la Iglesia, obstinóse más y más en que Juanita siguiera en el colegio de monjas, donde adquiría una educación y unos modales convenientes. En la sala de visitas del colegio, sentada con mucho recogimiento y modestia, ocultó los pies bajo el vestido, como la Virgen, blanca, rosa y azul, de la hornacina; de las puntas de sus dedos colgaba una caja de bombones.

Juanita entró como un relámpago. Parecía muy espigada, envuelta en su traje negro, ceñida con el cordón rojo de las "medianas".

—¡Buenos días, mamá!

La señora de Worms-Clavelin la contempló con afecto maternal, y con su poderoso instinto de chalanería, la cogió para mirarle de cerca los dientes, la hizo erguirse, volverse, observó su talle, su espalda y sus hombros. Al parecer, quedó satisfecha.

—¡Cuánto crece! ¡Dios mío! ¡Qué brazos!

—Mamá, no me asustes. No sé cómo ponerlos.

Al sentarse, cruzó sobre las rodillas sus manos coloradas, y respondió con bastante desenvoltura y algo impaciente a las preguntas de su madre acerca de su salud, a los consejos de higiene, a las instrucciones relativas al aceite de hígado de bacalao.

Luego preguntó:

—¿Y papá?

La señora de Worms-Clavelin quedóse algo sorprendida ante aquella pregunta, no porque su marido le fuera indiferente, sino porque nada se le ocurría de pronto acerca de aquel hombre frío, invariable, permanente, que no estaba nunca enfermo y que nunca hacía ni decía nada que tuviese algo de particular.

—¿Tú papá? ¿Qué puede ocurrirle a tu papá? "Somos" de primera clase y no aspiramos a otra cosa.

Al mismo tiempo reflexionó que ya era oportuno pensar en el ascenso, que asegurase una jubilación decorosa: el Tribunal de Cuentas o el Consejo de Estado. Y la visión del futuro enturbiaba sus ojos brillantes.

Juanita quiso participar de sus pensamientos, y la señora respondió a la pregunta de la niña:

—Pienso que acaso volveremos a París. Me gusta. París; me gusta mucho. Pero representaríamos en él un papel muy secundario.

—¡Si papá tiene muchas aptitudes! Lo dice sor María de las Angustias. En clase me dijo: "Señorita de Clavelin, su papá dio pruebas de tener muchas aptitudes administrativas."

La señora de Worms-Clavelin movió la cabeza.

—Hace falta mucho dinero para instalarse con algún decoro en París.

—Tú prefieres París, mamá, y a mí me gusta el campo.

—Si no conoces París, hija mía.

—No puede gustarme lo que no conozco.

—Es muy sensato lo que dices.

—¿Sabes, mamá? He obtenido un diploma de honor en la clase de Historia. Sor Ana de San José ha dicho que sólo yo había tratado el asunto a fondo.

La señora de Worms-Clavelin preguntó lánguidamente:

—¿Qué asunto era?

—La Pragmática Sanción.

La señora de Worms-Clavelin volvió a preguntar, esta vez con sorpresa y asombro:

—¿Qué significa eso?

—Una falta de Carlos Séptimo; tal vez su falta más grave.

Aun cuando la señora de Worms-Clavelin juzgase aquella respuesta oscura, no pidió explicaciones más detalladas porque le tenía sin cuidado la historia de la Edad Media. Pero Juanita, satisfecha de sus conocimientos, añadió gravemente:

—Sí, mamá, es una falta capital; una violación ignominiosa de los derechos de la Iglesia; una expoliación del patrimonio de San Pedro. Esta falta la reparó, afortunadamente, Francisco Primero... ¡Ah! ¿Sabes, mamá? Hemos averiguado que la institutriz de Alicia, en su juventud, fue una mujer galante ¡Con energía imponente!

La señora de Worms-Clavelin recomendó a Juanita que, en lo sucesivo, no hiciera entre sus condiscípulas semejantes investigaciones. Y añadió en un tono que revelaba su disgusto:

—Es ridículo pronunciar palabras cuyo verdadero significado se ignora.

La niña calló prudentemente; luego, dijo de pronto:

—Mamá, todos mis pantalones ya están en un estado deplorable. De mi ropa blanca no te cuidas mucho; no me quejo; a unas les gustan más los vestidos; a otras, las joyas; a otras, la ropa blanca, ¿verdad? A ti lo que más te gusta son las joyas. A mí, en cambio, la ropa blanca me gusta más que todo... También hicimos una preciosa novena. He rezado mucho por ti, por papá... ¡Oh! He ganado cuatro mil novecientos treinta y siete días de indulgencias.