Ir al contenido

El mayor monstruo del mundo/Acto I

De Wikisource, la biblioteca libre.
Elenco
El mayor monstruo del mundo
de Pedro Calderón de la Barca
Acto I

Acto I

Cuadro I


Salen los Músicos y, mientras cantan, van saliendo los que puedan de acompañamiento y detrás el TETRARCA y MARIENE, llorando.
MÚSICOS:

La divina Mariene,
el Sol de Jerusalén,
por divertir sus tristezas,
vio el campo al amanecer.
Las fuentes, flores y aves
la dan dulce parabién,
siendo triunfo de sus manos
lo que es pompa de sus pies,
y como aves, fuentes, flores
solicitan su placer,
convidando unas a otras,
dicen una y otra vez:
«Fuentes, sus espejos sed:
corred, corred;
aves, su luz saludad:
volad, volad;
flores, sus sendas lucid,
venid, venid;
y a poner paz en lid
de un cielo y un vergel,
aves, fuentes y flores,
venid, volad, corred.»

TETRARCA:

Callad, callad, suspéndase el acento
que sonoro se esparce por el viento.
Hermosa Mariene,
a quien el orbe de zafir previene
ya soberano asiento,
como estrella añadida al firmamento,
no con tanta tristeza
turbes el rosicler de tu belleza.
¿Qué deseas? ¿Qué quieres?
¿Qué envidias? ¿Qué te falta? ¿Tú no eres,
querida esposa mía,
reina en Jerusalén? Su monarquía,
en cuanto ciñe el sol y el mar abarca,
¿no me aclama su ínclito Tetrarca,
que es Viso-Rey, mudando en mí el trofeo
sola la voz, porque nací Idumeo,
de cuya autoridad dan testimonio
letras de Marco Antonio
y firmas de Octaviano?

TETRARCA:

¿Los dos no intentan (¡oh, no salga en vano!)
competir el imperio
que dilata y extiende su hemisferio
desde el Tíber al Nilo?
Yo, pues, ¿con falso trato y doble estilo
de Antonio no defiendo
la parte? Porque así turbar pretendo
la paz, y que la guerra
dure, a fin que después, cuando la tierra
de sus huestes padezca atormentada,
y el mar cansado de una y otra armada,
pueda, deshechos ambos, declararme
y en Roma, tú a mi lado, coronarme.
Tu hermano y Tolomeo,
¿no son a quien les fío mi deseo,
y todo el poder mío,
pues con los dos socorro a Antonio envío?

TETRARCA:

Y en tanto, dueño hermoso,
que al triunfo llega el día venturoso,
¿no estás de mí adorada?
¿De mis gentes no estás idolatrada
por gusto tuyo en esta hermosa quinta
que sobre el mar de Jafe el abril pinta?
Pues no tan fácilmente
se postre todo un sol a un accidente;
pródiga restituya tu alegría
su luz al alba, su esplendor al día,
su fragancia a las flores,
al campo sus colores,
sus matices a Flora,
sus perlas al Aurora,
su música a las aves,
mi vida a mí; pues con temores graves
a celos me ocasionan tus desvelos...
No sé más que decir: ya dije celos...

MARIENE:

Tetrarca generoso,
mi dueño amante, mi galán esposo,
ingrata al cielo fuera,
y a mi ventura ingrata, si rindiera
el sentimiento mío
a pequeño accidente el albedrío.
La pena que me aflige,
de causa (¡ay triste!) superior se rige;
tanto, que es todo el cielo
depósito fatal de mi recelo,
pues todo el cielo escribe
mi desdicha, que en él grabada vive
en papel de zafir con letras de oro.
No con causa menor ni muerte lloro.

TETRARCA:

Menos sé ahora, y más dudo,
el mío y tu dolor; y si es que pudo
tanto mi amor contigo,
hazme, mi bien, de tu dolor testigo:
sepa tu pena yo, porque la llore
y más tiempo no ignore
ansia que ya con mis temores lucha.

MARIENE:

Nunca pensé decirla; pero escucha:
un doctísimo hebreo
tiene Jerusalén, cuyo deseo
siempre ha sido, estudioso,
adelantar al tiempo presuroso
la edad, como si fuera
menester acordarle que corriera.

MARIENE:

Este astrólogo, o mago, o nigromante,
en láminas leyendo de diamante
caracteres de estrellas,
los ya futuros contingentes de ellas
-como dije- adelanta
con tanto estudio, con certeza tanta,
que es oráculo vivo
de todo ese volumen fugitivo
que, en círculos de nieve,
un soplo inspira y una mano mueve.
Yo, que mujer nací (con esto digo
amiga de saber), docto testigo
le hice de tu fortuna y mi fortuna;
que, viendo cuanto al monte de la luna
hoy elevas la frente,
quise antever el fin. Él, obediente,
con el mío juzgó tu nacimiento
y, a los acasos de la suerte atento,
halló... (aquí el labio mío
torpe muda la voz, el pecho frío
se desmaya, se turba y se estremece,
y el corazón aun con latir fallece),
halló, en fin, que sería
infausto triunfo yo (¡qué tiranía!)
de un monstruo el más cruel, horrible y fuerte
del mundo; y en ti halló que daría muerte
(¿qué daño no se teme prevenido?)
ese puñal que ahora traes ceñido
a lo que más en este mundo amares.

MARIENE:

¡Mira, pues, si pesares
tan grandes es forzoso
que tengan en discurso temeroso,
muerta la vida y vivo el sentimiento!
Pues, trágicos los dos con fin violento,
por ley de nuestros hados
vivimos a desdichas destinados:
tú, porque ese puñal será homicida
de lo que amares; yo, porque mi vida
vendrá a ser, con ejemplo sin segundo,
trofeo del mayor monstruo del mundo.

TETRARCA:

Bellísima Mariene,
aunque ese libro inmortal,
en once hojas de cristal,
nuestros influjos contiene,
dar crédito no conviene
a los secretos que encierra;
que es ciencia que tanto yerra
que en un punto solamente
mayores distancias miente
que hay desde el cielo a la tierra.
De esa ciencia singular
sólo se debe atender
al mal que se ha de temer,
mas no al que se ha de esperar.
Sentir, padecer, llorar
desdichas que no han llegado,
ya lo son, pues que no hay hado
que pueda haberte oprimido,
después de haber sucedido,
a más que haberle llorado.

TETRARCA:

Y si ahora tu recelo
lo que ha de suceder llora,
tú haces tu desdicha ahora
mucho primero que el cielo.
Creer más nuestro desconsuelo,
por imaginada o dicha,
la desdicha que la dicha
ya es padecerla en rigor,
pues no hay desdicha mayor
que esperar una desdicha.
Y en otro argumento yo
vencer tu temor quisiera:
si ventura acaso fuera
la que el Astrólogo vio,
¿diérasla crédito? No,
ni la estimaras ni oyeras;
pues ¿por qué en nuestras quimeras
han de ser escrupulosas
las venturas mentirosas,
las desgracias verdaderas?

TETRARCA:

Dé crédito el llanto igual
al favor como al desdén:
ni aquél dudes porque es bien,
ni éste creas porque es mal.
Y si consecuencia tal
no te satisface, mira
otra que a librarte aspira.
Esta prevista crueldad,
o es mentira o es verdad;
dejémosla si es mentira,
pues nada nos asegura,
y a que sea verdad vamos,
porque, siéndolo, arguyamos
que es el saberla ventura.
Ninguna vida hay segura
un instante: cuantos viven
en su principio perciben
tan contados los alientos
que se gastan por momentos
los números que reciben.

TETRARCA:

Yo en aqueste instante no
sé si mi cuenta cumplí,
ni si viviré, y tú sí,
a quien el cielo guardó
para un monstruo: luego yo
llorar debiera, ignorante,
mi fin; tú no, si este instante
a ser tan dichosa vienes
que seguro el vivir tienes,
pues no está el monstruo delante.
Y, pasando al fundamento
de lo que han dicho de mí,
¿cómo es compatible, di,
que aqueste puñal sangriento
dé en ningún tiempo, violento,
muerte a lo que yo más quiero,
y a ti un monstruo? Y si no infiero
cosa de mí más querida,
¿cómo amenazan tu vida
aquel monstruo y este acero?

TETRARCA:

Pues si hoy el hado importuno,
que es de los gentiles dios,
te ha amenazado con dos
riesgos, no temas ninguno.
No hay más crueldad para el uno
que para el otro piedad;
luego será necedad
temer, al agüero atenta,
cuando es fuerza que uno mienta,
que el otro diga verdad.
Y porque veas aquí
cómo mienten las estrellas
y que el hombre es dueño dellas,
(Saca el puñal y ella se asusta.)
mira el puñal.

MARIENE:

¡Ay de mí
esposo, yo...!

TETRARCA:

¿De qué así
tiemblas?

MARIENE:

Mi muerte me advierte
mirarle en tu mano fuerte.

TETRARCA:

Pues porque no temas más
desde hoy inmortal serás:
yo haré imposible tu muerte.
Sea el mar, campo de hielo;
sea él, orbe de cristal,
deste funesto puñal,
monstruo acerado en el suelo,
sepulcro.

(Tira el puñal y dice dentro TOLOMEO.)
TOLOMEO:

(Dentro.)
¡Válgame el cielo!

MARIENE:

¡Oh, qué voz tan triste he oído!

FILIPO:

Aire y agua han respondido
con asombro y con desmayo.

LIBIA:

El trueno fue de aquel rayo
un lastimoso gemido.

MARIENE:

¿Qué mucho que a mí me asombre
acero tan penetrante,
que hace heridas en las ondas
e impresiones en los aires?

TETRARCA:

Los pequeños accidentes
nunca son prodigios grandes:
acaso la voz se queja.
Y porque te desengañes,
iré a saber cúya ha sido,
penetrando a todas partes
los cóncavos de los montes,
y los senos de los mares.

(Vanse [el TETRARCA] y FILIPO.)
MARIENE:

Toda soy horror.

TOLOMEO:

(Dentro.)
Divinos
dioses, ¿a una vida frágil
no le bastaba una muerte?

MARIENE:

Acento tan lamentable,
¿cúyo será?

LIBIA:

No sé, pero
el mar campaña inconstante
de un mísero es, que, rendido
a los continuos embates
de su flujo y su reflujo,
entre sus espumas trae,
luchando a brazo partido
con el agua y con el aire.

SIRENE:

Ya tu esposo, dando orden
que le socorra y ampare
gente de mar, le da puerto
en los brazos y en su margen.

MARIENE:

Dices bien, mas (¡ay de mí!)
que asombro a asombro se añade,
pues puñal que fue cometa
de dos esferas errantes,
arpón del arco del cielo,
clavado en un hombro trae.

LIBIA:

(Aparte.)
Y es, ¡ay infeliz!, si no es
que la distancia me engañe,
(mas, ¿cuándo engañan distancias
en perspectivas de males?)
Tolomeo. ¿Qué lo dudo,
pues bastaba ser mi amante
para ser tan infelice?

SIRENE:

(Aparte.)
¡Qué poca lástima me hace
a mí el ser él, pues estimo
ver que a mis ojos acabe!

MARIENE:

Vamos de aquí, que no tengo
ánimo para mirarle.

SIRENE:

(Aparte.)
Ni yo ira para que
muera sin que yo le mate.

LIBIA:

(Aparte.)
Ni yo valor que, en tal pena,
sufra, disimule y calle.

(Vanse.)
(Salen el TETRARCA y FILIPO trayendo a TOLOMEO entre los dos , desnudo y herido, con el puñal en el hombro.)
FILIPO:

Ya del mar estáis seguro,
infelice navegante.

TETRARCA:

Y de la herida, pues hay
quien de ella el puñal os saque.

TOLOMEO:

Detente, señor, detente;
no le quites, no le arranques,
porque, al ver la puerta abierta,
sus espíritus no exhale
el alma. Y ya que los hados
solamente en esta parte
son piadosos, pues me dan
para verte y para hablarte
tiempo, no se pierda el tiempo.
Mi muerte y la tuya sabe.

TETRARCA:

¿Tolomeo?

TOLOMEO:

Sí, señor.

TETRARCA:

Llevadle de aquí, llevadle
a curar.

TOLOMEO:

Oye primero,
que, cuando el riesgo es tan grande,
menos importa mi vida
que la tuya; y así, antes
que acabe mi poco aliento
desdichas que son tan grandes,
oye las tuyas, señor;
y cuando, helado cadáver,
me falte tiempo al decirlas,
al saberlas no te falte.
Octaviano, en tierra y mar
ondas ocupando y valles,
llegó a Pireo; salió Antonio,
con tu socorro a buscarle,
de Cleopatra acompañado,
en el Bucentoro, nave
que labró para él, si ya
no fue vago escollo fácil
de ascuas de oro guarnecido
de bronces y de cristales.

TOLOMEO:

Saludáronse a lo lejos,
ya castigados los parches,
ya inspirados los clarines,
las dos capitanas reales
hasta que, de la galana
guerra estrechando los trances,
fueron las jarcias Vesubios,
fueron los buques volcanes.
A los principios fue nuestra
(aquí el aliento desmaye)
la fortuna, pero, ¿cuándo
fija estuvo? ¡Oh, ignorante
el que constante la dijo,
pues con rumbos desiguales
en ser inconstante siempre,
es siempre la más constante!

TOLOMEO:

Al tiempo que por nosotros
iba (¡ay de mí!) a declararse,
se embravecieron las olas,
y el mar, Nembrot de los aires,
montes puso sobre montes,
ciudades sobre ciudades,
tan en favor de Octaviano,
que, gozando favorable
el barlovento, y nosotros
padeciendo sus embates,
fue fuerza que nuestra armada,
como estaba hacia la parte
del puerto, al abrigo suyo,
sotaventada, se ampare,
bien que tan rota y deshecha,
que, si la sigue al alcance
Octaviano, en él no dudo
que la eche a pique, o la abrase,
de cuyas resultas yo
no puedo (¡ay de mí) informarte,
porque, tomando la vuelta
de Jerusalén mi nave,
caballo fue desbocado,
que, perdido el gobernarle,
no hay rienda que le corrija
ni bocado que le pare.

TOLOMEO:

Atormentada la quilla,
desmantelado el velamen,
los árboles destroncados,
enmarañados los cables,
y trayendo ya en la escota
arena y agua por lastre,
casi a vista de las torres
que divisa el mar de Jafe,
fue ruina de inculto bajo,
donde una tabla, a los ayes
repetidos, mi delfín
fue, enseñada a sus piedades.
¿Quién creyera que la suerte,
en un hombre que se vale
de la piedad de un fragmento,
pudiera hacer otro lance?

TOLOMEO:

Dígalo yo, pues yo vi,
cuando de la orilla el margen
ya pensé que me admitía,
de acero un sañudo sacre,
que, a hacer como en cuerpo muerto
en mí la presa, se abate;
este, pues, que de mi vida
royendo está los instantes,
sólo el decir me permite
que hoy Octaviano triunfante
queda en Egipto, que Antonio
o sitiado o muerto yace;
que de Aristóbolo, hermano
de tu esposa, no se sabe;
y, en fin, que tus esperanzas
como el humo se deshacen;
y más si Octaviano llega
a saber que a Antonio vales.

TOLOMEO:

Y ya que de tus desdichas,
siendo él todo, no soy parte,
dales sepulcro a las mías;
aunque las mías son tales,
que ellas se harán su sepulcro,
por blasón de que en él yace
el criado más leal
y el más desdichado amante.

TETRARCA:

El ser uno desdichado
todos han dicho que es fácil,
mas yo digo que es difícil;
que, es tan industrioso arte
que aunque le platiquen todos,
no le ha penetrado nadie.
¡Quitadme ese asombro, ese
funesto horror de delante!
Llevadle donde le curen.

TETRARCA:

(Llévanle.)
Y aquese puñal guardadle,
que importa saber qué debo
hacer de él, ya que él me hace
tenerle por sospechoso.
¡Ay, Filipo, hagan alarde
mis suspiros de mis penas,
mis lágrimas de mis males!

FILIPO:

Señor, los grandes sucesos
para los sujetos grandes
se hicieron, porque el valor
es de la fortuna examen.
¿A qué crisol se averiguan
los generosas quilates
de un héroe sino a los toques
del hado, que es su contraste?
Ensancha el pecho, verás
que en él tus desdichas caben,
sin que a la voz ni a los ojos
se asomen.

TETRARCA:

¡Ay, que no sabes,
Filipo, cuál es mi pena,
pues quieres darla esa cárcel!

FILIPO:

Sí sé, pues sé que has perdido
tal república de naves.

TETRARCA:

No es su pérdida la mía.

FILIPO:

Serálo el mirar triunfante
a Octaviano, con la duda
de que penetre o alcance
ser su enemigo.

TETRARCA:

No tengo
miedo a las adversidades.

FILIPO:

De Aristóbolo, tu hermano,
ni de Marco Antonio sabes.

TETRARCA:

Cuando sepa que murieron,
tendré envidia a bien tan grande.

FILIPO:

Los prodigios del puñal
preñeces son bien notables.

TETRARCA:

Al magnánimo varón,
no hay prodigio que le espante.

FILIPO:

Pues si prodigios, fortunas,
pérdidas, adversidades
no te afligen, ¿qué te aflige?

TETRARCA:

¡Ay, Filipo, no te canses
en adivinarlo, puesto
que mientras no adivinares
que es amor de Mariene,
todo es discurrir en balde!
Todos mis anhelos fueron
coronarla y coronarme
en Roma, porque no tenga
que envidiar mi esposa a nadie.
¿Por qué ha de gozar belleza,
(que no hay otra que la iguale,
en fe de marido) un hombre
que hay otro que le aventaje?
¿No será mejor que (en fe
de galán) su nombre ensalce
y, si ella es la más hermosa,
sea él el más amante?

TETRARCA:

¿Cómo he de igualar extremos
si no es con que hacerla trate
la más alta, cuando ella
el más dichoso me hace?
Piérdase la armada; muera
Antonio, mi parcial; falte
Aristóbolo; Octaviano,
sepa o no mi intento, mande;
vuelva el prodigioso acero
a mi poder; que a postrarme
nada basta, nada importa,
sino que el medio se atrase
de hacer reina a Mariene
del mundo. Ya en esta parte
dirás, y lo dirán todos,
que es locura; no te espante,
que cuando amor no es locura,
no es amor; y el mío es tan grande,
que pienso -atiende, Filipo-
que pasando los umbrales
de la muerte, ha de quedar
a las futuras edades
grabado con letras de oro
en láminas de diamante.
(Vanse.)

Cajas y trompetas dentro y salen OCTAVIANO con bastón y corona de laurel, y como presos ARISTÓBOLO vestido pobremente, y POLIDORO con gala, desaliñadamente vestido PATRICIO, CAPITÁN y SOLDADOS.
UNOS:

(Dentro.)
¡Viva Octaviano!

OTROS:

(Dentro.)
¡Viva!

CAPITÁN:

Como a su César Menfis le reciba,
puesto que como a tal ya le idolatra,
a despecho de Antonio y de Cleopatra.

OCTAVIANO:

Pues me da la obediencia,
que basta que por César me reciba.
el saco cese, cese la violencia,

TODOS:

¡Muera Cleopatra, y Octaviano viva!

(Salen y suenan cajas.)
OCTAVIANO:

Feliz es la suerte mía,
pues, de Egipto victorioso,
dilato la monarquía
de Roma, dueño famoso
de los términos del día.
Cante, pues, victoria tanta
la fama; y, en testimonio
de cuanto en mí se adelanta,
sean triunfos de mi planta
hoy Cleopatra y Marco Antonio.
Seguidlos, que mi ventura
llevarlos presos procura
donde, triunfador bizarro,
sean fieras de mi carro
el poder y la hermosura.

CAPITÁN:

Aunque habemos discurrido
de Cleopatra el gran palacio,
hallarla no hemos podido,
ni a Antonio, porque su espacio
laberinto de oro ha sido,
en que sólo hemos hallado
a Aristóbolo, cuñado
del que hoy a Jerusalén
Tetrarca rige, de quien
nos informó ese criado.
(Señala a ARISTÓBOLO.)
Contra ti lidió y así,
porque averigües aquí
sus designios, le traemos
de la parte en que le habemos
oculto hallado.

POLIDORO:

(Aparte.)
¡Ay de mí!
¿Cuál diablo me metió, cuál
demonio en engaño tal?
Señores, ¿no es necio error,
porque él viva de traidor,
que muera yo de leal?

ARISTÓBOLO:

(Aparte a POLIDORO.)
Si así la vida me das,
no temas: seguro estás,
que yo a ti te la daré.
Disimula pues.

POLIDORO:

(Aparte.)
(Sí haré,
hasta que no pueda más.)
Grande César Octaviano,
cuyo renombre inmortal
el tiempo asegure ufano
en estatuas de metal,
que intente borrar en vano:
no desdores riguroso
los aplausos que has tenido
con sangre; que es ser piadoso
vencedor con el vencido,
ser dos veces victorioso.

OCTAVIANO:

Aunque pudiera, ¡oh, valiente
Aristóbolo!, vengarme
en tu vida dignamente,
pues contra mí estás, mostrarme
quiero piadoso y clemente.
Llega a mis brazos.

POLIDORO:

Si fui
tan feliz, ya desde aquí
no envidiaré altas esferas.
[Aparte.]
(Juro a Dios que hablo de veras,
¿quién lo creyera de mí?)

OCTAVIANO:

Alza, alza del suelo, y pues
el fin de mis glorias es
entrar en Roma triunfante,
con Marco Antonio delante
y con Cleopatra a mis pies,
dime dónde están; que no
he sabido de ellos yo
desde que aquel Bucentoro,
armado risco de oro,
en su puerto se abrigó.

POLIDORO:

Yo de los dos te dijera,
si yo de los dos supiera;
que, siendo secreto, hallo
que hiciera más en callarlo,
señor, que en decirlo hiciera.
Mas desde que llegué aquí,
nunca más a los dos vi.

OCTAVIANO:

Eso no es agradecer
mi piedad. Yo he de saber
de ellos, y ha de ser así.
¡Hola!

CAPITÁN:

Señor.

OCTAVIANO:

Al infante
Aristóbolo llevad
a una torre, y ni un instante
goce de la claridad
del sol; la sombra le espante
en su noche...

POLIDORO:

(Aparte.)
Aquí llegó,
señor, de tu engaño el fin.

ARISTÓBOLO:

(Aparte.)
Disimula.

POLIDORO:

¿Torre yo
y oscura? El demonio sin
duda me aristoboló.

CAPITÁN:

Venid.

ARISTÓBOLO:

(Aparte.)
Calla.

POLIDORO:

(Aparte.)
¿Qué es callar?
¡Vive el cielo, que he de hablar!
¿Yo príncipe? En mi pecado,
muy errado y muy culpado...

OCTAVIANO:

¡Llevadle! ¿Qué hay que esperar?
Y ese criado, el primero
padezca un tormento fiero,
o muera en él de leal.

(Aparte.)
POLIDORO:

(¿Qué es tormento? Mal por mal,
torre pido y noche quiero:
vamos a la torre). Yo
soy Aristóbolo, no
errado infante, según
fingía.
(Aparte.)
(Sin duda, algún
ángel me aristoboló.)

ARISTÓBOLO:

Enfrena el fiero rigor,
sabrás de los dos, señor;
y, de mi voz advertido,
oirás que los dos han sido
funestos triunfos de amor.
Apenas rota su armada
vio Antonio, cuando la alada
nave, haciéndose a la vela,
nada, pensando que vuela,
vuela, pensando que nada;
pues con ligereza suma,
pez sin escama nadaba,
ave volaba sin pluma,
tan veloz, que aun no le ajaba
un solo rizo a la espuma.

ARISTÓBOLO:

A Menfis en fin llegó,
donde rehacerse pensó
de la pérdida y tornar
a la campaña del mar,
que tantos estragos vio;
mas viendo que le seguías
a Menfís (y que traías
de tu parte a la fortuna,
pues al orbe de la luna
de ella inspirado subías),
lamentando mal y tarde
la pérdida de su gente,
sin que a ser tu ruina aguarde,
del extremo de valiente
dio al extremo de cobarde;
pues, ciego y desesperado,
al panteón, colocado
a egipcios reyes, entró
y una sepultura abrió,
donde, vivo y enterrado,
dijo, sacando el acero:
«nadie ha de triunfar primero
de mí; que yo, y solo, así
triunfo yo mismo de mí,
pues yo mismo mato y muero».

ARISTÓBOLO:

Cleopatra, que le seguía,
viendo que ya agonizaba
bañado en su sangre fría,
cuyo aliento pronunciaba
más cuanto menos decía,
«muera -dijo- yo también,
pues por piedad, o por ira,
no cumple con menos quien
llega a querer bien y mira
muerto lo que quiere bien».

ARISTÓBOLO:

Y, asiendo un áspid mortal
de las flores de un jardín,
dijo: «Si otro de metal
dio a Antonio trágico fin,
tú serás vivo puñal
de mi pecho, aunque sospecho
que no moriré a despecho
de un áspid, pues en rigor
no hay áspid como el amor,
y ha días que está en mi pecho».
Él, con la sed venenosa,
hidrópicamente bebe,
cebado en Cleopatra hermosa,
cristal que corrió la nieve,
sangre que exprimió la rosa.

ARISTÓBOLO:

Yo lo vi todo, porque,
así como aquí llegué,
el palacio examinando,
a mi príncipe buscando,
hasta el panteón entré,
donde él, rendido al valor,
y ella, postrada al dolor,
yacen, mostrando en su suerte
que aun no divide la muerte
a dos que junta el amor.

OCTAVIANO:

Aquí dio fin mi esperanza,
aquí murió mi alabanza,
que, en altivo pecho real,
no ha de pisar el umbral
de la muerte la venganza.
Y, pues ya triunfar no espero
de ellos, saber de ti quiero:
estando de mí obligado
el Tetrarca, tu cuñado,
¿por qué tan sañudo y fiero
tú militas contra mí?

POLIDORO:

Si tú estás diciendo aquí
que es mi cuñado, señor,
¿no es el preguntarme error
por qué tu contrario fui?
Él es tu amigo leal,
pues con tu decreto real,
gobierna a Jerusalén,
y basta quererte él bien
para quererte yo mal.

CAPITÁN:

Si examinar su intención
quieres, quizá la diré
yo, pues al darse en prisión
esta caja le quité;
joyas y papeles son,
de que algo podrás saber.

(Abre la caja y saca una joya entre otras.)
OCTAVIANO:

Cifra es del mayor poder
su inestimable riqueza;
mas, entre ellas, la belleza
de una extranjera mujer
es la más rica y mejor
joya, la de más valor.
No vi más viva hermosura
que el alma desta pintura.

ARISTÓBOLO:

(Aparte.)
Atento el Emperador
en contemplar se detiene,
entre las joyas que darme,
como a su hermano, Mariene
quiso al tiempo de embarcarme,
aquélla que en sí contiene
su hermoso retrato fiel.
(Saca un papel OCTAVIANO y lee.)
Mas, ¡ay fortuna cruel!,
ver los papeles porfía.
¡Mal haya el hombre que fía
sus secretos de un papel!

OCTAVIANO:

(Lee.)
«El fin de nuestras felicidades consiste en mantener la guerra y así procurarás que el socorro que a Marco Antonio llevas sólo sirva contrapesar las ventajas de Octaviano; procurando que el uno al otro se deshagan, porque, en viéndolos enflaquecidos, pueda yo declararme y emperador de Roma...»
¿Qué tengo que esperar más?»
Y, pues sospechoso estás,
y aun convencido conmigo,
mientras pienso tu castigo,
en una torre estarás.

POLIDORO:

No son buenos pensamientos
andar pensando tormentos.
¿No será mucho mejor,
que no castigos, señor
pensar gustos y contentos?

OCTAVIANO:

Llevadle de aquí.

POLIDORO:

Escuchar
debes; yo...

(Llévanle los SOLDADOS.)
OCTAVIANO:

No hay que aguardar.

POLIDORO:

Sí hay.

SOLDADO:

Venid.

POLIDORO:

Hago testigos
que no hay que pensar castigos,
pues no me dejan hablar.
(Llévanle.)

OCTAVIANO:

(Al CAPITÁN.)
Tú partirás al momento
con gente y armas y, atento
a mi cesárea obediencia,
traerás preso a mi presencia
al Tetrarca; donde intento
(Vase el CAPITÁN.)
que su castigo me dé,
de haber contra mí aspirado,
satisfacción.
(A ARISTÓBOLO.)
Tú, porque,
en efecto, eres criado
en quien tal lealtad se ve,
darte libertad espero;
pero por rescate quiero
que en canje tuyo me des
el decirme cúyo es
este retrato.

ARISTÓBOLO:

(Aparte.)
(Aquí muero
de confusión; si le digo
quien es, a amarla le obligo;
desesperarle es mejor;
halle imposible su amor
al principio, pues consigo
su olvido así.) Esa pintura,
que un tiempo fue llama pura,
al soplo de un accidente,
es ya sombra solamente
de una difunta hermosura.
Casar con ella pensó
Aristóbolo, mas no
quiso amor que mortal fuera
su dueño, y así a otra esfera
para sí se la llevó.

OCTAVIANO:

¿Muerta es esta beldad?

ARISTÓBOLO:

Sí.

OCTAVIANO:

Sin esperanza, ¡ay de mí!,
ya con lástima la veo.

ARISTÓBOLO:

(Aparte.)
Bien se logró mi deseo.

OCTAVIANO:

Libre estás, vete de aquí.

ARISTÓBOLO:

El cielo vida te dé.
(Aparte.)
De tanto infeliz suceso,
cuenta al Tetrarca daré,
huyendo de aquí antes que
se sepa quién es el preso.
(Vase.)

OCTAVIANO:

La muerte y el amor una lid dura
tuvieron sobre cuál era más fuerte,
viendo que a sus arpones de una suerte
ni el alma ni la vida sea segura.
Una hermosura, amor, divina y pura
perfeccionó, donde su triunfo advierte;
pero, borrando su esplendor la muerte,
se vengó del amor y la hermosura.
Viéndose amor entonces excedido,
la deidad de una lámina apercibe,
a quien borrar la muerte no ha podido.
Luego bien el laurel amor recibe,
pues de quien vive y muere, dueño ha sido,
y la muerte lo es sólo de quien vive.
(Vase.)

(Sale LIBIA.)
LIBIA:

Por las faldas lisonjeras
destos elevados riscos,
que son del puerto de Jafe
enamorados narcisos,
en tanto que Mariene,
sólo atenta a los delirios
de sus hados, solicita
con músicas divertirlos,
a divertir yo también
mis pesares me retiro,
por no llorar los ajenos
pudiendo llorar los míos.

LIBIA:

Sola estoy, salga del pecho
en acentos repetidos
mi dolor. ¡Ay, Tolomeo!,
en tanto que lloro y gimo
desdichas tuyas, admite
este llanto que te envío,
como en disculpa de que
yo ocasioné tus peligros,
pues ya fuera más dichoso
si fuera menos querido.
Cuando victorioso, (¡ay triste!)
esperaba mí albedrío
el casto fin de tu amor,
muerto has llegado y vencido.
Pues, ¿cómo, cómo mi pecho,
cobardemente remiso,
sin saber de ti (aunque sé
que vives, pues que yo vivo),
abandonando el secreto
no está repitiendo a gritos...?

SIRENE:

(Canta dentro.)
Porque aun no me consuelen
lágrimas y suspiros,
lleve el mar lo llorado
y el aire lo gemido.

LIBIA:

La dulce voz de Sirene,
por más que me ha aborrecido
desde que supo ser yo
por quien Tolomeo no vino
en el casamiento que
con él su padre hacer quiso,
a su pesar lisonjera,
parece que habla conmigo,
o en mi favor, pues su acento
tan a propósito dijo:

ELLA Y SIRENE:

Porque no me consuelen
lágrimas y suspiros,
lleve el mar lo llorado
y el aire lo gemido.

(Cantando y representando, salen MARIENE y SIRENE.)
MARIENE:

Nunca más, Sirene mía,
tu voz me sirvió de alivio.
Parece que te ha dicho
mi pena el funesto ritmo
de este tono; vuelve, vuelve
otra vez a repetirlo.

SIRENE:

Y otras mil, pues ya sé que
con lo que es triste te sirvo.

LIBIA:

(Aparte.)
A no mandárselo ella,
la pidiera yo lo mismo,
pues a dos luces el tono
está diciendo a dos visos:

LAS TRES:

Porque no me consuelen
lágrimas y suspiros,
lleve el mar lo llorado,
y el aire lo gemido.

(Salen FILIPO y el TETRARCA.)
FILIPO:

Éste es, señor, el puñal,
que ya una vez despedido
de tu mano, vuelve a ella.

TETRARCA:

¡Con cuánto asombro le miro,
como a fatal instrumento!
Mas di, ¿cómo se ha sentido
Tolomeo?

FILIPO:

No es la herida,
señor, de tanto peligro
como la falta de sangre,
de que va cobrando bríos.

LIBIA:

(Aparte.)
Buenas nuevas te dé Dios:
la primera vez ha sido
que llegó el contento acaso.

SIRENE:

(Aparte.)
¡Mal haya voz que tal dijo,
sino que ya hubiese muerto!

TETRARCA:

¿Mariene?

MARIENE:

Esposo mío.

TETRARCA:

Girasol de tu hermosura,
la luz de tus rayos sigo,
bien como la flor del sol,
cuyos celajes pajizos,
tornasolados a rayos
e iluminados a giros,
le van siguiendo, porque,
imán del fuego atractivo,
le hallan su vista, o su ausencia,
ya luciente o ya marchito.

MARIENE:

Ya que del fuego te vales,
sea amor o sea artificio,
yo también; pues, como aquel
pájaro, a quien fue su nido
y su sepulcro una llama,
enamorando el peligro,
sobre la hoguera de pluma
bate las alas de vidrio
hasta quedar en su incendio
hijo y padre de sí mismo,
así yo, que a tanto sol
vida muriendo recibo,
hasta que a sus rayos muera
me parece que no vivo.

TETRARCA:

Dejadnos solos.

LIBIA:

(Aparte.)
Fortuna,
pues que favorable he visto
tu rostro una vez, prosigue
sin que tuerzas el camino,
pues ya le anduviste, que hay
desde el llanto al regocijo.
(Vanse LIBIA y SIRENE.)

TETRARCA:

Ya, divina Mariene,
que sólo serán testigos
de mi fineza estos mares,
y de mi afecto estos riscos,
dejando aparte el cuidado
de la nueva que ha traído
Tolomeo, porque sólo
el tuyo vive conmigo,
oye: este infausto puñal,
acerado basilisco
que siempre amenaza estragos,
o viendo él o siendo visto,
es aquél que la dudosa
ciencia del hado previno
para homicida de quien
más adoro y más estimo.

TETRARCA:

Y, aunque es verdad que, constante,
a condicionados juicios
no doy crédito, y desprecio
los contingentes avisos
del hado y de la fortuna,
dioses que coloca el vicio,
no sé qué nuevo temor
en mi pecho ha introducido
verle volver a mi mano,
que con asombro le miro;
y del miedo, y del valor,
ya animoso, ya remiso,
sitiado a más no poder,
me quiero dar a partido.

TETRARCA:

Porque aunque yo nunca crea
casuales vaticinios,
no los dudo; que no ignoro
que ese estrellado zafiro,
república de luceros
y vulgo de astros y signos,
a quien le sabe leer
es encuadernado libro,
donde están nuestros alientos
asentados por registro.
Y así, ni dudando bien
ni bien creyendo, imagino
que el perfecto varón debe
a los sucesos previstos
darlos el crédito en una
parte, y en otra, al olvido:
aquí, para no esperarlos,
y allí, para prevenirlos.

TETRARCA:

Yo, pues, entre ambos afectos,
vacilante y discursivo,
ni creyendo ni dudando,
el puñal a tus pies rindo.
(Pónele a sus pies.)
Tú eres, bellísima hebrea,
la luz hermosa que sigo,
la imagen que sola adoro,
la deidad que sola sirvo.
No es posible que yo quiera,
si inmortal al tiempo vivo,
otra cosa más que a ti;
tanto, que mil veces digo
que el imaginado monstruo
que te amenaza a prodigios
es mi amor, pues, por quererte,
a tantas cosas aspiro
que temo que él ha de ser
quien labre nuestro obelisco.

TETRARCA:

Pues si lo que yo más quiero
eres tú, y el cielo mismo
no puede hacer que no seas
sin borrar lo que ya hizo,
tú eres a quien amenaza
el cruel áspid bruñido,
que a tus pies se disimula
entre dos cándidos lirios.
Yo quise hacer imposible
tu muerte, cuando atrevido
arrojé al mar el puñal;
pero habiendo una vez visto
que, aun en él, no está seguro,
pues, por casos exquisitos,
podrá llegar donde estés,
siempre ignorando el peligro,
para más seguridad
tuya, cuerdo he prevenido
que tú, árbitro de tu vida,
traigas tus hados contigo;
que mayor felicidad
nadie en el mundo ha tenido
que ser, a pesar del tiempo,
el juez de su vida él mismo.
La Parca, que nuestra edad
tiene pendiente de un hilo,
para que el tuyo no corte,
pone en tu mano el cuchillo.

TETRARCA:

En tu mano está tu suerte;
vive tú sola a tu arbitrio,
pues, al cortarle el aliento,
podrás embotarla el filo.
Y si este amor y ese acero
son hoy tus dos enemigos,
mientras aquél te corona
de mil laureles invictos,
triunfa tú de ése, y, al fin,
dueño tú de tu albedrío,
guárdate tu vida tú,
húyete tú tu peligro,
hazte tú tu duración,
lábrate tú tus designios,
cuéntate tú tus alientos,
y vive al fin tantos siglos
que los sepa la memoria
y que lo sepa el olvido.

(Yéndose.)
MARIENE:

Oye, aguarda, escucha, espera;
que, aunque agradezco y estimo
el don que a mis plantas pones,
ni le acepto ni le admito;
que, en metáfora de áspid,
al presumir que le piso,
de mirarle me estremezco,
de verle me atemorizo.
Pero, rompiendo al silencio
las prisiones y los grillos,
con que en cárceles de hielo
el pavor ponerlos quiso,
ya en mí cobraba, pretendo
argüirte que no ha sido
cuerda determinación
(si bien de tu amor indicio)
la que contigo has tomado
y ejecutado conmigo.

MARIENE:

Dejo aparte si es jactancia
el darse por entendido
hoy mi amor de que yo sea
del tuyo sujeto digno;
y creyéndote cortés
(pues por amante y marido
me está tan bien el creerlo),
de esta manera prosigo:
si ese templado veneno
es el que, cruel y esquivo,
el hado esquivo y cruel
contra mi pecho previno,
¿quién te persuadió, señor,
quién te informó, quién te dijo
que era la seguridad
de mi vida traer conmigo
la ejecución de mi muerte,
y que podrán ser amigos
y hacer buena compañía
la vida y el homicidio?

MARIENE:

Si éste mi vida amenaza
con estragos, ¿es motivo,
para excusar que se encuentren,
hacer que anden un camino
y vayan de camarada
el acaso y el peligro?
¿Fuera buena prevención,
en el humano sentido,
para estorbar que se abrase
este eminente edificio,
sitiarle de fuego? ¿Fuera
bien, ya una vez encendido,
para apagarle, sembrar
de pólvora sus distritos?

MARIENE:

¿Fuera, ya una vez cercado
del negro alquitrán nocivo,
bien darle espera a que soplen
del helado norte frío
los ábregos y los cierzos?
Pues piensa que es esto mismo
lo que intentas, pues intentas
el que no estén divididos
este puñal y este pecho;
pues han de ser enemigos,
por más que juntos los veas
cautelosamente impíos,
vida y muerte, ira y piedad,
sombra y luz, virtud y vicio.
Confieso que la razón
es fuerte, cuando advertido
dices que no es ocultarle
remedio, pues ya le vimos
volver del mar a tu mano;
y que será gran martirio,
confieso también, estar
dudando, siempre afligido
un pecho, quién será ahora
dueño de los hados míos.

MARIENE:

Pero, entre apartarle tanto
que dude quién habrá sido,
y acercarle tanto que
sepa que está tan vecino,
haya un medio, y sea ponerle
con tal dueño y en tal sitio
que le sepa y no le tema.
(Levántale.)
Tú le has de tener ceñido,
pues, si del juicio me acuerdo,
el astrólogo no dijo
que habías tú de dar la muerte
a lo que más has querido
con él, sino que con él
moriría; y pues colijo
que puede aborrecer otro
lo que tú quieres, delito
será, echándole de ti,
dar armas a tu enemigo,
pues podrá venir a manos
de quien me haya aborrecido.

MARIENE:

Así, señor, yo te ruego,
y así, mi bien, te suplico
que tú, alcaide de mi vida,
traigas el puñal contigo.
Con eso seguramente
sabré que aquel tiempo vivo
que tú le tienes. Y escucha
otro argumento, te pido.
O tú me quieres o no:
si me quieres, no peligro,
pues a lo que tú más quieras
no has de dar muerte tú mismo;
si no me quieres, no soy
a quien arrastra el destino
de tu amor, con que también
de la amenaza me libro.

MARIENE:

Luego, olvidada o querida,
mis sobresaltos desvío,
mis sospechas desvanezco,
mis quietudes facilito,
mis deseos aseguro,
mis consuelos solicito,
mis recelos acobardo
y mis temores animo,
sólo con que sea la guarda
de mi vida tu cariño.

TETRARCA:

Tanto, mi bien, la deseo,
que a serlo desde hoy me obligo.
Y ¡ojalá fuera verdad,
no prevención, este estilo,
para que eterna vivieras!
Y así, a tus voces movido,
en tu nombre, Mariene,
segunda vez me le ciño.

(Al tomar el puñal, cajas y golpes dentro y salen CAPITÁN y SOLDADOS.)
CAPITÁN:

(Dentro.)
¡Sitiad la quinta, romped
las puertas, y entrad conmigo!

TETRARCA:

Pero ¿qué alboroto es éste?

MARIENE:

¿Quién ocasiona este ruido?

CAPITÁN:

Quien de parte de Octaviano
viene, por haber sabido
de Aristóbolo, que queda
preso, el aleve motivo
con que el ayudar a Antonio
era aspirar al invicto
laurel de Roma; y, pues muerto
él yace y tú convencido,
con que queda único césar
Octaviano, a quien yo sirvo,
date a prisión.

TETRARCA:

¿Yo a prisión?

CAPITÁN:

Y no intentes resistirlo,
que toda Jerusalén,
habiendo el caso entendido,
está contra ti, y el orden
es llevarte muerto o vivo.

TETRARCA:

Muerto será porque yo
no he de darme a otro partido.

MARIENE:

¡Ay infelice!

SOLDADO:

¡A prisión
te da!

TETRARCA:

En vano me resisto.

CAPITÁN:

Vaya arrastrando a la nave.

TETRARCA:

¡Mariene!

MARIENE:

¡Esposo mío!

CAPITÁN:

Retiradla a ella también,
que enternecen sus gemidos

TETRARCA:

Tu amor a morir me lleva.

MARIENE:

El tuyo, no menos fino,
antes que a ti padecerlo,
me matará a mí el sentirlo.

TETRARCA:

¡Adiós para siempre!

MARIENE:

¡Adiós
para nunca hallar alivio!

TETRARCA:

Ya que a voluntad del hado...

MARIENE:

Ya que a elección del destino...

TETRARCA:

...toda mi vida es portentos.

MARIENE:

...toda mi vida es prodigios.


Vea esta comedia de El mayor monstruo los celos el censor y después el fiscal y tráigase antes de hacerse con la censura.
Madrid a 30 de 7 de 1667. (Rúbrica)
Señor, he visto esta comedia de El mayor monstruo los celos, y siendo una de las mayores que ha escrito D. Pedro Calderón le da más que admirar que reparar a la censura. Éste ser el sentir de todos.
Madrid a 2 de octubre de 1667.
D. Francisco de Avellaneda. (Rúbrica)
[En el margen] Hágase. (Rúbrica)
Señor, he visto esta comedia de El mayor monstruo los celos, de Don Pedro Calderón, y tiene tantos primores como cláusulas.
Madrid a 6 de octubre de 1667.
Don Fermín de Sarassa y Arce. (Rúbrica)
Hágase, Madrid a 8 de octubre de 1667. (Rúbrica)
Hágase, Madrid 21 de abril de 1672. (Rúbrica)