El náufrago (Trigo): 01
Capítulo I
¡Hup! ¡hup!, ¡hup!... ¡Hurra! -lanzaron, á la usanza marinera, todos los del yate.
Las mesitas del lunch quedáronse desiertas. También las damas se acercaban á la borda, saludando con las copas de Champaña.
Llegaba, al fin, el conde de Alcalá, y con el conde la condesa: rubia, alta, espléndida, gentil, de grandes ojos claros é ingenuos, cuya infinita curiosidad se subrayaba en la infantil sonrisa blanca y rosa de su boca.
-¡Bah, la lugareña! -deslizó Marta Iboleón al oído de Lulú, en tanto ambas, hipócritamente amables, agitaban los pañuelos.
Lulú repuso:
-¡Sí, la lugareña! ¡Cuándo, allá en su pueblo, habría soñado ser condesa, la infeliz!
Los condes venían en un magnífico automóvil negro, que desde gran distancia, para más fanfarrona ostentación, mejor diríase que para abrirse paso entre la gente, se había acercado al son de su sirena y del áspero y macabro estornudar de su bocina.
Ahora, parado, dentro de la empalizada que con el auxilio de tres guardias contenía á la multitud, y en donde había otros autos menos excelentes y modestos carruajes de caballos, continuaba trepidando, mientras los condes descendían, y excitándoles la envidia á los del yate con la abierta mostración de sus blandas tapicerías verde botella adornadas de espejitos, timbres, relojes, cuadrantes de órdenes, contadores de la velocidad y búcaros de violetas y claveles.
-¡Hup! ¡Hup!... ¡Hurra, por los condes de Alcalá!
Javier, el conde, no muy ágil con su humanidad de joven guapo y gordo, y entre la atención repartida á aquellos plácemes, á sus arreos de cazador, harto complejos, y á dar la mano á su esposa, galantemente, se enredó por una correa en la portezuela del auto, al bajar. Josefina, la condesa, tampoco pisó muy firme el estribo, al saltar á tierra, por corresponder predilectamente á los afectuosísimos saludos de Anita Mir, del general Belmonte, y del ayundante de éste, Rodrigo, el simpático húsar de la Muerte; los cuales se apresuraron á recibirla en la escala.
«Craj-craj-Juaaaj» - sonó siniestra y cavernosamente el automóvil, girando para enfilarse en espera con los otros.
Lulú y Marta Iboleón marcaron un agrio gesto de disgusto y se taparon las orejas.
-¡Qué horror, chiquilla! ¿Eh?...
-¡Propiamente un viejo catarroso condenado, que siguiese tosiendo en el infierno!... La moda, dicen, de París.
-¡Y por traerla la primera, y epatarnos la lugareñita con ella nos fastidia! Pas droit!
-¡Eso! ¡No hay derecho!
La bocina del auto seguía gruñendo sus fúnebres estornudos de ultratumba. El pueblo, el buen pueblo que allá en las vallas conteníase contemplando la brillantez del espectáculo, reíase, con zumbas que iniciaba una casi sorpresa de terror; y Lulú y Marta, las últimas en volver á las mesitas del refresco para festejar á la condesa, comentaban el desacierto de las modas de París en muchas cosas: por ejemplo, el retorno de las faldas huecas, siendo así que tan bien á las buenas mozas les sentaban las ceñidas, y esta odiosa y detestable tos de las bocinas de los autos. Ellas creían que para avisar á las gentes no habla por que asustarlas desde un coche con gruñidos de cerdo ó de fatídicos fantasmas. Las bocinas de los suyos conservaban aún las melodiosas siete notas de un motivo de Lohengrin.
Libres las bandas, de nuevo, la curiosa multitud se conformó otra vez con dedicarle su plebeya admiración á las chimeneas del yate, que humeaban, á los marineros que trepaban por los palos, y al confuso conjunto de alegrías que los aristocráticos comensales, y los amigos y damas invitados á despedirlos, formaban allá detrás de los botes y cordajes.
Giralda, leíase en letras de oro, tras los oro del bauprés y del mascarón de proa (que representaba una marítima deidad de enhiestos senos) como nombre de la blanca embarcación.
Una maravilla de elegancia y gallardía, el yate. Perteneciente á la Sociedad cinegética y de excursiones, de Sevilla, medio Sevilla acudía á los muelles á las diez de la mañana, el tercer jueves de cada mes, para verle zarpar con los distinguidos cazadores. Con un fondeadero especial, en el río, así como disponía de un acotado embarcadero todo limpio y suyo en los muelles, los negros buques de grasas y carbón rodeándole á distancia, hacíanle resaltar mejor sus nítidas alburas, sus níqueles de los remates, sus finísimas jarcias y crucetas.
El Guadalquivir tendía el engaño azul de sus aguas mansamente. Las verdes riberas, frondosísimas, floridas de adelfas y de espinos en el día primaveral, marcábanles á los excursionistas un camino de plata y de placer hacia aquella finca en donde siempre llevábanse matando conejos y perdices toda la semana.
Por verlos, también, con envidia vergonzante, muchas familias de la media burguesía, en estos días ya previstos de los viajes, alargaban su paseo por las Delicias hasta la Torre del Oro. A la derecha, tal que un encaje de hierro, cortaba el cielo el puente de Triana; y no lejos, los marineros del puerto trajinaban embarcando las cajas de naranjas, que iban envolviendo en papeles de seda y empaquetando, al pie de los inmensos montones del fruto áureo, centenares de muchachas anémicas y llenas de claveles.
Estas muchachas, sobre todo, interrumpían á veces su labor, para contemplar con triste envidia á las damas lujosísimas, á los nobles y felices caballeros que venían en autos y landós y subían o bajaban la escalilla.
Rugió el silbato del Giralda -primera de las tres seriales de partida-. En las bandas volvían á formarse grupos, de los que debían quedarse. Algunos bajaron al muelle -el general y el húsar, entre ellos, con dos diputados y un marqués.
Y nuevamente despertóse el interés de la paciente muchedumbre, al embarque de los perros: setters, podencos, perdigueros..., en colleras, no siempre de docilidad perfecta, puesto que muchos ladraban, resistiéndose á subir. Era pintoresco aquel bullir de orejas y de rabos de los limpios y nerviosos animales.
Dos, más rebeldes, se le cayeron al agua al sirviente que les hacía cruzar la pasarela en viva lucha. Sumergidos entre el murallón y el casco del Giralda, su salvamento fué un incidente divertido que atrajo á todo el mundo hacia las bordas. Nadaron los canes -á pesar de estar atados por el cuello con cadenas; fueron á ampararse, rodeando la proa, en un lanchote de maderos anclado enfrente. Y se esperaba ahora el arribo de los cestones de víveres..., de carnes, frutas y hortalizas, de conservas, de cajas de Jerez, de Rioja, de Champaña, de licores.