El náufrago (Trigo): 06
Capítulo VI
Despertó en una áspera desolación de pesadilla.
El resplandor de ámbar que inundaba el dormitorio, filtrado por las cortinas desde una entreabertura del balcón, parecíala aún aquella submarina claridad en que el cadáver del marido flotase eternamente con una maldición para ella en los ojos vidriosos.
Esta era la visión horrenda que llenaba sus ensueños cada noche.
Luego, los días, llamada Josefina á la vida por las realidades mismas del vivir, pasábaselos cumplimentando visitas de duelo, y recorriendo el palacio, en las horas de soledad, para regarlo de lágrimas en los fieros recrudecimientos de su dolor ante los mil recuerdos que del desgraciadísimo marido tan amado le iba despertando cada estancia y cada cosa.
¡Viuda! ¡Enlutada y sola para siempre!
¡Vacíos de amor, de amparo y de ilusión aquellos ya inútiles faustos de la casa que un tiempo fueron testigos de su dicha!
Había quitado del salón blanco los retratos de célebres bellezas, de que le habló la perversa Anita Mir, y por todas partes separaba á contemplar los del Javier infortunado y adorado que va no verían jamás sus ojos. ¡Entonces sentía el impulso de ir y arrojarse al río, ansiosa de que también su cadáver fuese arrastrado á la inmensa tumba de los mares!
La solemnidad de la muerte, y la conciencia de su efímera deslealtad espiritual de algunas horas. redimían aquellos pecados de juventud del marido noble que de tal modo acertó á dignificarse junto á ella.
Le recordaba; iban sin cesar hacia la memoria de él, el corazón y el alma de la viuda, hechos pedazos. Considerábase extinguida, agotada, muerta y flotante también como un fantasma en el océano de la vida, para siempre.
Por colmo de sarcasmo y de tortura, sus negras ropas hacíanla parecerse más bella cuando sus ojos, hartos de llorar y de penar en los retratos del marido, caían por descanso en los espejos.
Bueno, bien bueno Javier; guapo, bien guapo. Las fotografías, y sobre todo una con el gentil y blanco uniforme de-caballero de Montesa, evocábanla toda la arrogancia que lució en la noche de la boda. ¡Oh, á quién decirle ella las dulzuras de su alma, ni á quién darle el amor de sus abrazos!
Reaccionaba hoy, la bella viuda, al despertar. El siniestro ensueño del flotante muerto aquel que pediríala cuentas, tenido otra vez en esta noche, pero que habíala horrorizado especialmente en las primeras, borrábase asimismo más pronto esta mañana en la especie de egoísta mutación que iban sufriendo sus dolores. Largas como una eternidad las horas del acervo sufrimiento, dijérase que las de estos siete días de lágrimas y duelos sin tregua, sin reposo, habían pasado sobre ella como meses, como años capaces de perderla en un sombrío fondo sin tiempo ni medida la impresión de la catástrofe. ¡Sí, sí, más que agudo el tormento para poder soportarlo, sin morir, por mucho espacio! De la angustiosa piedad del marido muerto, volvía, viva ella, á la piedad por ella propia; y el lecho, este lecho en donde sentíase seguir viviendo, por ilógica torpeza del amor, que cuando mata debía matar á los dos enamorados; este lecho en donde con el amor de su Javier se había exaltado á tantísima delicia, blando ahora y suntuoso, también, pero frío, frío, muy frío, helábala con la proyección de un porvenir de yerta soledad que hubiese de durar hasta la muerte.
Sonrió. Salió perezosamente de la cama.
Sin llamar á las doncellas, púsose á arreglarse, vagando por la alcoba y por el bello tocador, como quien no tiene prisa por nada, como quien ya no tuviese que ver con doncellas ni con cosa de este mundo.
No obstante, calzada apenas y recogido un poco el pelo, vaciló acerca de qué traje se pondría.
Iban á llegar visitas, visitas de amigas muy compuestas, como, por ejemplo, Anita Mir... que no faltaba á hora ninguna, sabiendo que á la viuda le arreglaba el húsar, en su calidad de primo del conde, los asuntos, los papeles.
Es decir, Anita ya no vino ayer ni anteayer.
¿Se habría enojado porque el día antes no pudo Josefina recibirla, atareadísima en el despacho con Rodrigo, como estaba, por la urgencia aquella de las minas de carbón?
¡Mejor, si hubiérase enfadado!
Y pensando esto, y al mismo tiempo que la condesa se dejaba abatir en un diván, otra tenuísima sonrisa dilatábala los labios.
Con los ojos cerrados y con la mano en los ojos, meditó.
Rodrigo consagrábase á ella, al dolor de ella, por entero.
Correctísimo, siempre tomando notas y revisando los legajos, no la había dicho ni una sola palabra inconveniente, irreverente...; pero sí habían hablado de Anita Mir alguna vez, para dejarle entrever á Josefina, rotundo y hábil, que la entrometida y pegajosa rubia artificial inspirábale un desdén más grande cada día...
¿Tendría celos Anita?
¿De qué? ¿De quién? ¿De... Josefina?
Y como ya otra vez, aunque de un modo diferente, Josefina se asustó, á la voz de alguien que había entrado sin ruido por la alfombra:
-Señora condesa; don Rodrigo acaba de llegar.
-¡Ah!... pásale al despacho.
-Ya está, señora condesa, en el despacho.
-Bien, entonces...
-Miró la condesa en torno suyo, al baño, á las esencias, olvidados un tanto en estos días, y concluyó:
-Ven, Rosa. Llama á Estefana también. Voy á bañarme, á peinarme, á vestirme.
Obediente Rosa, partió en busca de Estefana.
Volvieron las dos, entraron y cerraron tras ellas la puerta.
Desde el saloncillo azul, á través de la puerta cerrada, se oyó por cerca de una hora el rumor del agua en la pila, de los pomos de cristal, de las sedas.
Y cuando la gentil condesa viuda tornó á abrir, por primera vez, adornadísima en su luto, lentamente hacia el despacho iba pensando:
«¡Por qué no! ¡Él, mi marido!... ¡Pero habrá que darle tiempo al tiempo!... ¡Ah, la idiota Anita!...»
Se miró al paso en un espejo. Se agradó.
Rodrigo venía siempre también muy cuidado y elegante en su luto por el primo.