El niño en la tumba

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EL NINO EN LA TUMBA


E

l duelo llenaba la casa y el pesar todos los corazones: había muerto un niño, un pobre niño de cuatro años que era el encanto y la esperanza de sus padres. Bien es verdad que aún les quedaban dos niñas tan buenas como hermosas; pero siempre el hijo que se pierde es el más caro, y aquí sobre ser el único varón, era el más joven.

¡Terrible contrariedad! Las hermanas del difunto sufrían lo que sufren en estos casos todos los corazones tiernos; pero el inmenso desconsuelo de sus padres daba creces á sus penas. El padre estaba anonadado; y en cuanto á la madre, era en realidad la que había sufrido, con esta desgracia, un golpe más cruel é irreparable. Durante la enfermedad de su hijo, había pasado días y noches á la cabecera del enfermo cuidándole con indecible esmero, acariciándole con ternura y sintiendo entonces más que nunca que aquella criaturita formaba parte de sí misma. Cuando fueron á colocar el cadáver en el ataúd para conducirlo al frío sepulcro, no podía convencerse de que hubiese muerto.

Durante la enfermedad, venía acariciando la confianza de que Dios no había de arrebatarle su mejor tesoro. De modo que cuando no le cupo incertidumbre alguna, es decir, cuando vió que había muerto su hijo adorado, exclamó con el alma transida de amargura:

—«Dios no debe saberlo, ¡oh no! Es imposible que lo sepa. Acá en la tierra habrá servidores suyos desnaturalizados que obrarán según su capricho, incapaces de comprender las súplicas de una madre.»

Y trastornada por el dolor, llegó á olvidarse de Dios, en tanto que asaltaban su espíritu los más sombríos y funestos pensamientos.

—«La muerte es eterna, pensaba; sepultado el hombre, se deshace en polvo, y todo acaba para siempre.»

Y no encontrando consuelo ni lenitivo á su infortunio, cada vez más desolada, acabó por entregarse á la desesperación más fiera.

No podía llorar, ni se acordaba absolutamente de las dos niñas, que sin cesar se acercaban á ella con solícito cariño. Su esposo sollozaba á su lado, y ella permanecía sin verle ni oirle. El recuerdo del niño muerto la tenía absorta de continuo y á todas horas pensaba en sus gracias y primores y creía oir su dulce acento, sus placenteras palabras infantiles.

El día del entierro, rendida por las anteriores vigilias y por el trastorno, poco antes de amanecer pado conciliar el sueño, propicia ocasión que aprovecharon para llevarse sigilosamente el féretro junto al cual descansaba y trasladarlo al aposento más retirado con el objeto de que no oyese los martillazos cuando lo cerrasen.

Al despertar, manifestó vehementes deseos de ver una vez más el cadáver de su hijo.—«El ataúd está ya cerrado, dijo el padre: era necesario.»

Llevaron el ataúd al cementerio
salió al campo y tomó una vereda que conducía al cementerio. No encontró á nadie en el camino, si bien que tampoco lo habría notado. Sus miradas estaban fijas en un objeto, los árboles del campo-santo que tenía enfrente.

Era una tibia y encantadora noche de fines de estío: el firmamento estaba tachonado de estrellas. Penetró en el fúnebre recinto y fuése en derechura hacia el sitio en que ya sabía que se hallaba la tumba, consistente en una espesura de perfumadas flores. Cayó de hinojos y aplicó la cabeza contra el suelo, cual si con sus miradas pretendiera atravesar la tierra, ávida de ver al hijo de sus entrañas. Y efectivamente, le vió, y muerto y todo se dibujaba una sonrisa angelical en sus labios, y tenía los ojos exuberantes de ternura. Quiso levantar su manecita y la encontró yerta y envarada. Permanecía inclinada sobre la tumba, tal como durante la enfermedad solía ponerse sobre la cabecera, con sólo una diferencia; ahora daba libre curso á sus lágrimas, y antes las reprimía heróicamente por no acabar de entristecer al pobre enfermo.

—«¿Deseas reunirte con tu hijo?» oyó que le preguntaba una voz grave y profunda, pero clara y bien timbrada que llegó hasta el fondo de su alma. Al oirla se irguió con sobresalto y vió un hombre envuelto en negro manto y cubierta la cabeza con capucha: su rostro, aunque severo, inspiraba confianza y en sus ojos brillaba el brío de la juventud.

—«¡Reunirme con mi hijo! balbuceó la madre con acento (suplicante. ¡Oh, tú, sér misterioso, quien quiera que seas, llévame á él y te seguiré.»

—«Medítalo bien, repuso: yo soy la Muerte. ¿Quieres seguirme?

Para responder más presto, dijo que sí con un rápido movimiento de cabeza, y en el acto sintió hundirse el suelo lentamente bajo sus plantas; el hombre negro la envolvió con su manto y quedó rodeada de espesas tinieblas. Así se internó en la tierra hasta mucho más abajo del sitio donde suele llegar la pala del sepulturero.

Cayó el manto que la cubría y se halló en una vastísima sala de imponente aspecto, iluminada por los inciertos reflejos del crepúsculo. En breve se encontró estrechamente abrazada á su hijo, en la cual resplandecía una hermosura nueva, inexplicable y desconocida. Exhaló un grito de alegría que no tuvo eco en las bóvedas, bajo las cuales resonaba una deliciosa armonía celeste, que tan presto se oía allí mismo, como se alejaba. Nunca unos acordes semejantes habían halagado sus oídos, pues tenían la virtud de calmar todo dolor y eran tan misteriosos, que brotaban al parecer tras un inmenso y tupido velo tendido entre la sala y el infinito espacio.

—«¡Madre del alma mía!» decía el niño con la misma voz que cuando vivía, en tanto que ella lo devoraba con sus frenéticos besos, presa de una alegría desencadenada, sin límites.

El niño señalaba la cortina y decía: «Detrás de este velo, madre mía, es todo infinitamente más hermoso que en la tierra. Mira, mira, ¿no ves á mis divinos compañeritos? ¡Oh, qué felices somos!»

Miraba la madre y no vislumbraba más que tinieblas, pues aún veía con los ojos de este mundo.

—«Ahora, iré á volar por el espacio infinito, añadió, el niño: á volar en torno del Omnipotente, reunido con los demás angelitos. ¿Quieres que me vaya con ellos? Pero ¿por qué lloras? Déjame ir, que en breve vendrás á reunirte conmigo eternamente.»

—«¡Quédate! ¡Oh! ¡Quédate! exclamó la madre: sólo un momento, el tiempo de estrecharte otra vez contra mi pecho.>>

Y estrechándole contra su corazón, trémula y convulsa le dió un beso. Pero sobre la bóveda resonó su nombre, proferido por una voz quejumbrosa.

—«¿No oyes? dijo el niño: es papá que te llama.»

Pocos instantes después se oyeron nuevas voces entrecortadas por sollozos infantiles.

—«Son mis hermanitas, dijo el niño: no las olvides, madre mía.»

Por primera vez se acordó de los seres que le quedaban en el mundo, y sobrecogida de angustia, dirigió los ojos á lo alto y divisó un espeso enjambre de seres aéreos que revoloteaban hacia la cortina, tras de la cual desaparecían. Entre ellos le pareció reconocer á muchas personas que había visto en la tierra. ¿Iban á pasar con ellos su marido y sus hijas dirigiéndose para siempre al reino de la eternidad? No: sus gritos y suspiros procedían del otro lado de la bóveda.

—«Madre mía, dijo el niño, ya resuenan las campanas celestiales, ya sale el sol.»

Un rayo de luz maravillosa vino á deslumbrarla. Al abrir de nuevo los ojos, el niño había desaparecido y se sintió elevada al aire. Tuvo frío, levantó la frente, miró á su entorno y se encontró en el cementerio, sobre la tumba de su hijo. Había tenido un sueño, una visión, de la cual se había valido Dios para iluminar su inteligencia y fortalecer su espírita. Arrodillóse y dijo una oración:-«Señor, perdóname si quise retener en el mundo un espíritu celeste; perdóname por haberme olvidado de los seres que tu bondad confía á mi cuidado.»

Con esto se sintió el corazón aliviado. Había amanecido: el sol remontaba el horizonte, cantaban los pajarillos y las campanas de la iglesia señalaban la misa matinal. La solemnidad de aquellos momentos acabó de apaciguar las torturas de su espíritu.

Regresó á su casa apresurada: su esposo dormía aún y le despertó dándole un beso en la frente.

Ella fué desde entonces la más fuerte y la que alentó á los demás con palabras de consuelo. Nuestra suerte, decía, está en las manos del Señor. Bendita sea su santa voluntad.

Y abrazando á su esposoly besando á sus hijas que la contemplaban llenas de dicha, pero no menos asombradas ante un cambio tan repentino, les decía:

«Dios me ha infundido valor, valiéndose del niño que descansa en la tumba.»