El olvido (Payró)
— ¡Sonríes! exclamé tristemente al ver que su rostro se iluminaba, contrastando con el mío, pálido y demudado. ¡No has sufrido nunca como yo, cuando te muestras tan indiferente á mi desgracia!
— ¡Bah! dijo Armando. ¿Es eso, acaso, una desgracia? Esa mujer no te ha engañado, no te ha mentido ¿qué más quieres? El tiempo se encargará de curarte, puesto que vas ya en camino de convalecer, gracias á ella. En cuanto á que yo sonría.... no lo tomes á mal; no se trata de tus recientes penas: evoco un recuerdo, y él me hace sonreir.
— Perdona; sé que no eres egoista, que me amas; pero, en el estado de espíritu en que estoy, se desea ver el semblante de los demás tan compungido como el nuestro. ¡Una de tantas locuras! -Por otra parte, sufro mucho.... á veces temo volverme loco!...
— He experimentado esos síntomas, dijo él; he sufrido los mismos dolores, y sin embargo... ¡ya me ves! -tú dices que soy el más alegre de todos tus amigos, y lo decías hace dos años también, cuando, al retirarme, por la noche, en la soledad de mi aposento, me anegaba en lágrimas abrasadoras, y mordía las almohadas en paroxismos de rábia... Porque cada cual tiene su pequeña historia ¿Quién puede decir que no lleva una espina clavada en el corazón?
Se detuvo un instante. Se habia puesto sério, y sus ojos brillaban más que de ordinario -Despues continuó:
— Déjame que te cuente esa historia: por ella verás que he sufrido más que tú, si el que sufre puede admitir alguna vez que el sufrimiento de los demás sea mayor que el suyo. Escúchame atentamente.
Había vuelto á su anterior jovialidad: sonriente me relató esta historia de lágrimas, que yo escuché conmovido.
La locura gobernaba como reina absoluta de la tierra: era Carnaval. Los hombres habían arrojado sus caretas.
De esto hace dos años.
Recordarás que en aquellos dias me; desconociste: había abandonado yo mi calma proverbial, para entregarme al placer ¡si aquello fué placer! Tú entonces eras un furioso: no había fiesta en donde no se te encontrase, y en donde no fueras el más loco de toda la reunión. Yo solía reconvenirte por ello; de modo que no sin placer me viste abandonar mis antiguas costumbres, para seguir tus huellas, y hasta para llegar á vencerte más de una vez. He observado que los hombres somos así: cuando obramos mal, es para nosotros un grande alívio ver que nos imitan los que teníamos por mejores. ¡La virtud es siempre irritante para el vicio!
Aquel cambio radical tenía - como debes comprender - una causa oculta y poderosa. Verás cual era esa causa.
Tú sabes que yo quería á Laura con locura. ¡Te lo repetí tantas veces, con esa crueldad del enamorado que hace á sus amigos víctimas de sus confidencias! ¡Tántas veces te hice su verdadero retrato físico, embellecido algo, sin embargo; y su falso retrato moral, disfrazado, sin un ápice de verdad, imposible de reconocer! ¿Lo recuerdas? Con una paciencia digna de objeto más útil, escuchabas mis interminables conversaciones sobre el color de su cabello, las gracias de su fisonomía, lo espiritual de su palabra ... "¡Es un ángel!" exclamé en mas de una ocasión, en un arranque de lirismo. ¡Un ángel! ¡Deja que me ria á carcajadas de semejante sarcasmo!...
Quizá lo habrás olvidado: el domingo, primer dia de ese carnaval, me hallaste á las dos de la mañana en el vasto salón de la Ópera, con los ojos brillantes y tambaleándome tomo un ébrio; y no estaba ébrio, te lo juro! no había bebido casi... pero en cambio sufría horriblemente.
Desde aquel día no volví á hablarte de Laura, y cuando me preguntabas por ella, mi respuesta era siempre evasiva. Tú debes haberte dicho que la había olvidado. ¡Error! Su recuerdo palpitante laceraba mi corazón, me hacía padecer infernales suplicios que yo soportaba sin quejarme, pero loco de dolor, justamente así, como te encuentras tú ahora, pero con mayor motivo, y mayor intensidad también ... Desde entónces te acompañé á todos tus paseos, á todas tus fiestas, á todas tus bacanales, hasta que, al cabo de un año, fatigado, descontento, enfermo, repugnándome á mí mismo, volví á hacer la vida tranquila que había abandonado, y á reir como ántes. Entonces fué cuando tu corazon despertó, haciéndote también huir, como á mí, de esa desastrada vida en que íbamos, poco á poco, perdiendo la salud del cuerpo conjuntamente con la del espíritu...
Entre tanto habian sucedido muchas cosas.
El domingo de carnaval, por la tarde, estuve con Laura. Ya sabes que era huérfana, y que vivía sola! Estúdia todo el peso de la frase. Huérfana: sin apoyo; sin la mirada vigilante de la madre querida; sin ese muro casi inexpugnable, levantado entre el mal y ella. Sola: es decir á merced de todas las pasiones, de todos los apetitos; al alcance de todas las manos! Más: había una circunstancia aún mas terrible: la configuración de su alma... Yo, soñador, joven, lleno de ilusiones, la quería y la veneraba al propio tiempo; la quería como se quiere cuando el alma bien templada no ha tenido contacto con el mundo; la veneraba, como se venera á la mujer que se ama pura, inmensamente... ¡La deseaba como esposa, y hubiera podido poseerla como querida! ... Porque era carne, solo carne, un montón de carne liviana, llena de apetitos, de pasiones odiosas, de deseos nunca saciados ... Pero no me arrepiento: al amarla no la he amado á ella, sino á un ensueño, á una ilusión que se ha desvanecido como un fantasma, después haber dejado una honda herida en mi espíritu... Hoy ella no es para mí más que una imájen entrevista en sueños...
En tu caso puedes reflexionar del mismo modo, y creer que Enriqueta es un ser ideal aparecido á tí en horas de fiébre, cuando todo es bello ó todo es horrible...
Al entrar en casa de Laura la hallé sentada en su salita de costura ya sabes que ganaba la vida cosiendo) con un libro en la mano. El libro era Pablo y Virginia, una de las obras más castamente apasionadas que conozco. Al verme, la jóven corrió á mí, dando muestras de la mayor alegría. Charló por los codos, con esa gracia infantil que añadía - tantos encantos á su adorable persona, hasta que yo la interrumpí:
— Es hora, Laura, la dije, de que nos ocupemos de asuntos más sérios: necesario es abandonar la broma, para hablar del porvenir. Sabe Vd. cuánto la quiero, y qué feliz soy con su cariño. Comprenderá, así, mi deseo de acelerar mi dicha completa... Además, sola, sin familia, sin amigos casi, Vd. necesita una persona en quién confiar, un apoyo que nunca le falte ... Esta persona no pude ser más que su esposo ... ¿Quiere Vd. que nos unamos?...
Palideció, sus ojos se llenaron de lágrimas, y, como por instinto, sus manos adoradas tomaron las mias, mientras que sus lábios murmuraban con pasión esta frase, que tanto dice en su sencillez:
— ¡Oh!.. Armando!..
No pude contenerme, y mi boca sedienta depositó un beso en su frente; una ola de fuego subió á su rostro; se estremeció, febríl, y se puso pálida de nuevo, pero con una palidez de mármol..
¡Oh! no son los cómicos más perfectos los que aplaudimos en el teatro; hay otros mas merecedores de los laureles y de los aplausos que se les tributan!..
Pasamos toda aquella tarde contándonos nuestros proyectos para después de la boda, que debía celebrarse á los dos meses. ¡Qué dichoso fui durante aquellas horas! ¡Cuántos risueños cuadros de felicidad se presentaron á mi imaginación! ¡Cuántos castillos en el aire forjé en mi locura, castillos que se desvanecieron bien pronto, como esos portentosos alcázares qué las nubes presentan á nuestra vista, y que luego un ligero soplo disuelve en la atmósfera azul!...
Cuando salí de casa de Laura estaba loco: loco de dicha. ¡Así fué de terrible el despertar!...
En las calles reinaba un bullicio inusitado. Numerosas máscaras las cruzaban en todas direcciones, esperando la hora de ir á formar parte del corso ... y yo caminaba sin rumbo, embriagado de felicidad, sin oir los gritos de los vendedores de pomos, que atronaban los aires; ni las alegres frases de los enmascarados; ni las cien piezas de música que en otros tantos puntos de la ciudad ejecutaban las bandas y orquestas de las sociedades. La tarde caía, y al acercarse la noche el murmullo iba en crescendo. ¿Te acuerdas? Aquel carnaval fué uno de los más alegres. Buenos Aires todo se había echado á la calle, sacando á relucir sus mas brillantes galas: trajes lujosísimos, carruajes espléndidos, flores en todas partes, brillantes, plumas, luces, hermosuras... La calle de la Florida, con sus numerosisímos arcos de gas, presentaba un aspecto asombroso en cuanto el corso comenzó. En una y otra vereda la multitud apeñuscada miraba curiosamente los carros adornados de cintas, hojas y flores, y llenos de jóvenes ó niñas, cada cual con su correspondiente disfraz, ya ridículo, ya elegante; los coches en que se paseaban hermosas mugeres (cuando eran hermosas), y caballeros vestidos de particular; las sociedades carnavalescas que marchaban á pié, al son de músicas entusiastas; los falsos gauchos con sus descomunales facones de plata, su rico chiripá, su poncho de vicuña, su guitarra encintada, sus hirsutas barbas postizas, su hermoso pingo, cuidadosamente ensillado, con plata en el apero y en las riendas, y en el freno, y en los estribos: una mina entera en cada caballo. Y luego todo lo que la locura humana puede inventar: deformidades ridículas, trajes imposibles, voces ultra terrestres, agitándose en una atmósfera perfumada con mil fragancias distintas... La ciudad, desde su último arrabal hasta el centro, hasta el corazón, lanzaba un grito continuado y formidable, que comenzó en la mañana con un murmullo, y que á esa hora era ya un clamor; el grito de todo un pueblo olvidado de sus penas, en el que hay carcajadas y burlas, frases soeces y bromas espirituales, sarcasmos y exclamaciones crédulas, suspiros de satisfacción, y quizás, quizás algún ¡ay! ahogado entre tantas vociferaciones nunca concluidas...
De pronto me encontré en aquel hormiguero humano, y desperté de mi éxtasis cuando cayó sobre mi rostro el agua perfumada de un pomito; iba á demostrar mi enojo de una manera inconveniente, cuando el corso que se habia detenido, continuó, y la autora de mi repentino despertar desapareció en su coche, arrastrado por dos rarísimos caballos blancos. De otro carruaje que marchaba inmediatamente detrás, partió entonces la voz de un amigo que me invitaba á acompañarle:
— Ando solo, me dijo, y me aburro soberanamente ¿Quieres tomar asiento á mi lado?
No me pude negar á ello, y subi al carruaje.
De estos dos nimios sucesos depende el drama que ha ido desarrollándose en mi espíritu durante el año más largo de mi vida: el agua del pomito, y mi paseo en carruaje por el corso.
Me preocupé de mirar de atrás á la mujer que me habia mojado. Iba disfrazada, y la acompañaba un joven, disfrazado también, que se entregaba á la alegría más bulliciosa.
— ¿Quiénes son esos? pregunté á mi amigo.
— Sin duda ella es una de tantas, y él... uno de tantos tambien: una mujer alegre y un calavera.
La máscara llevaba un dominó adornado con camelias blancas, y en toda la noche -nota el detalle- no encontré otro traje igual; él vestía un dominó blanco, adornado con camelias artificiales, negras, traje único también. Ambos iban elegantísimos, y parecían haberse disfrazado el uno para el otro, en ese contraste de los dominós.
— Me aburre esto, dijo mi compañero al cabo de un rato.
— A mí me sucede lo mismo, repliqué, lleno de dicha por otra parte, á causa de mi feliz entrevista con Laura, y de la reciente resolución de casamiento.
— ¿Vámonos?
Asentí al punto, tanto más cuanto que mi estómago, con esa importunidad de la materia, me gritaba que, en mi dicha, me había olvidado de comer.
Las nueve y media de la noche acababan de sonar en el Cabildo, y el corso estaba en todo su esplendor; sin embargo lo abandonamos sin pesar.
—¿Dónde te dirijes ahora? preguntó mi acompañante.
—Me voy á comer, le contesté. Por la tarde no tuve apetito, (no queria revelarle mi romántico olvido), y he esperado á la noche para hacerlo. Acompáñame y charlaremos un rato.
Fuimos á Filip, y hablando de todo un poco -de todo menos de lo que para mi era el todo- pasó el tiempo sin sentirlo casi.
Necesario es advertirte que yo jamás iba de noche á casa de Laura. ¿Por qué? La razón es sencilla: celoso de su honra, no quería que fuese el tema de las conversaciones de todo el barrio... ¡Hay dias en que me arrepiento de haber sido tan caballero!.. Tan tonto, como hubieras dicho tú hace dos años...
Cuando salimos del café era más de las once. Los bailes de máscaras comenzaban; mi amigo me tentó y -sólo por contemplar el magnífico golpe de vista que presentan los teatros en las noches de Carnaval- no me negué á acompañarle al de la Ópera, que tenía fama de ser el más concurrido. Allí fué donde me encontraste á las dos de la mañana, con los ojos brillantes y tambaleándome como un ébrio.
¿Para qué describirte el aspecto del teatro? Tu has asistido á aquel baile, que terminó con una cuadrilla bastante exajerada, y en el que no se perdió ocasión de reir, sobre todo á costa de los demás; viste el salón lleno de una multitud compacta, bulliciosa, enloquecida; escuchaste esas conversaciones banales y venales, que se oyen en casos así, y tomaste parte en la locura general. Yo también, pero ¡de cuán diferente manera!..
En medio del tumulto perdí mi acompañante, que no resistió al contagio de movimiento, lanzándose con una pareja cualquiera en los giros vertiginosos de un wals; é iba á retirarme, cuando la máscara de dominó negro con camelias blancas llamó mi atención: bailaba alegremente con el joven que paseaba en el corso con ella.
Si me preguntas por qué traté de colocarme cerca de ambos, no te sabré contestar: hay acciones que se llevan á cabo sin premeditación, sin causa aparente; la causa, sin embargo, tiene que existir, existe. ¿Cuál es? La respuesta se presenta fácil: el instinto, cierto don de clarovidencia que tiene el hombre en general -la intuición de las desgracias ó de las dichas... El hecho es que yo me acerqué á ellos ...
Ya habrás adivinado tú, desde el momento en que subí en el carruaje -como entonces lo adiviné yo, aunque con menos claridad- que aquella mujer era Laura. ¡Laura!... Pero yo no me daba aún cuenta exacta de ello...
. Terminó el wals, y ambos fueron á sentarse á pocos pasos de donde yo estaba. Ella encontrábase fatigada: se conocía en la agitación de su pecho; él la hablaba en voz baja, suavemente, con el rostro tan cerca del suyo, que sus alientos debían confundirse. De pronto la joven, sofocada, se quitó la careta de raso ...
Ya te he dicho que yo adiviné quien era, que yo lo sabia desde que la ví en el corso... Sin embargo, el efecto que me produjo el reconocimiento definitivo, es imposible de describir. Ruégote, pues, que cierres los ojos, que te abstraigas un instante, y que reproduzcas la escena creyéndote tú el protagonista: es el medio mejor de que te formes una idea de los mil encontrados sentimientos que experimenté en ese punto; es, por otra parte, el sistema que adoptan algunos escritores para narrar lo que han imaginado, dándole tintes de verdad. En cuanto á mí, me abstengo de decir una palabra á ese respecto; perdería el tiempo sin tener resultado alguno, y te fastidiaría á fuerza de ser pesado.
Lo que sí te diré, es que estuve á punto de arrojarme sobre·ambos, con la intención de matarles. ¿Qué me detuvo? No he llegado á esplicármelo jamás...
Quedé, pues, clavado en mi sítio, hasta que -¡admírame!- en un instante en que el joven del dominó blanco se apartó de Laura, me acerqué á ella y la invité á bailar. Disfrazando la voz, segura de no ser conocida -se había puesto ya la careta- aceptó y se apoyó en mi brazo, que un segundo ántes temblaba. Sin duda, al acercarme á ella, vió en mis ojos, en la expresión general de mi fisonomía, un destello, un relámpago fugitivo, que la puso en guárdia, y no quiso negarse á bailar conmigo, por no acrecentar mis sospechas. Ponía en práctica -sin saberlo quizá- el procedimiento empleado por un personaje de La Carta Robada de Poe: se mostraba, para que no diesen con ella... Yo estaba ya en aparente serenidad absoluta.
La orquesta comenzó á tocar una habanera, la música más incitante y voluptuosa. ¡Cómo la bailó Laura!.. Hubiera sido capaz de enloquecer al hombre más indiferente; pero yo era de hielo.
Cuando la pieza terminó, vi que los ojos de la joven brillaban entre los inmóviles párpados de la careta.
— Voy á invitarte á cenar, la dije reposadamente; pero con una condición: me has ilusionado, y, aunque no trato de ofenderte, debo decir que puede que seas vieja y fea; no me agradan esos desencantos, y quiero creer que eres un portento de hermosura. Así, pues, mi condición es que no te saques la careta. ¿Aceptas?
Ella vió en eso una tabla de salvación; la propuesta no había sido hecha sin habilidad.
— No sé si soy fea, pero te aseguro que no soy vieja, exclamó riendo. Sin embargo, estoy convencida de que no te agradaría verme.
Excitaba mi curiosidad, siguiendo el mismo peligroso método adoptado.
— Es lo que yo supongo, contesté sonriendo tambien, aunque esa sonrisa me costaba un esfuerzo sobrehumano. Pero no importa. ¿Vienes ó nó á cenar conmigo?
— Tengo compañero, dijo.
— ¡Bah! exclamé. Yo tambien tengo compañera... aunque no aquí. Es una muchacha á quien he hecho creer que me voy á casar con ella. Sin embargo, eso no signitica que por las noches no reciba á otros galanes, según se me ha dicho por el barrio, y que no me engañe ... muy hábilmente ... como lo hago yo, por otra parte.
La alusión era demasiado personal; sentí, por su brazo, que se estremecía toda; pero pronto consiguió sobreponerse á su emoción.
— Así, pues, repuse, un engaño á tu compañero no será el primero ni el último en el mundo. Acepta, máscara, y nos divertiremos.
— ¡Acepto! exclamó con audacia, jugando el todo por el todo.
Y juntos salimos del baile, abandonando al joven del dominó blanco.
Permíteme una nueva digresión; quiero que comprendas toda la importancia de algunos de los sucesos que acabo de relatarte y que has oido con indiferencia, creyéndolos, quizá inútiles para el desarrollo de mi historia, cuando son de la más alta necesidad.
Laura habíaseme presentado esa tarde como una niña candorosa, inocente, pura: cuando la hablé de casamiento contestó turbada, cubierto el rostro de rubor; estudia bien esa apariencia, y dime si tú no te hubieras engañado como yo, si no hubieras creido que Laura era una mujer angelical, si no hubieras jurado que era incapaz de pecar, no solo de obra, sinó tambien de pensamiento... Observa todos los detalles de esa entrevista, y dime si pudo Laura desempeñar su papel mejor de lo que lo hizo; por mi parte la admiro de corazón en ese punto, porque supo engañarme por completo, mostrándoseme como el ángel entrevisto en mis ensueños.
Luego -ya lo habrás advertido- ella fué quien, con cinismo extraño, llamó mi atención cuando paseaba disfrazada por el corso, volviéndome á la vida real, merced al agua de un pomito; ella fué quien, de esa manera, precipitó la catástrofe.
Y digo precipitó, porque los hombres todos, cuando sabemos de un peligro, cualquiera que sea, estamos seguros de que hubiéramos escapado á él, aun en desemejantes circunstancias. Cuestión de fatuidad, mezclada con un poco de fatalismo oriental.
Despues, al ser encontrada por mí en el baile, Laura no trató de huirme; se entregó en los brazos del destino, y quiso arriesgar el todo por el todo, como el jugador que, estando en pérdida, pone su último billete á una carta, corriendo el más dudoso albúr. Peligraba que yo la descubriese, pero suponía que no llegaría á conocerla; aun más: estuvo convencida de ello. Mostrábase á medias, para que no la adivinara por completo. Me decía, sin que su voz temblase: "Estoy convencida de que no te agradada verme", como diciendo: "¿Sabes? Yo soy Laura" Por otra parte, aceptando mi cena, ponia todas las probabilidades en su contra, aunque quizá pensara hacerme creer en una broma preparada de antemano ...
Fíjate en estas acciones, y verás cuán antitéticos son los caracteres con los que te he presentado á Laura, y con los que también se presentó á mis ojos. Inocente -viciosa; tímida- cínica; pura-carnal. ¡Era como para enloquecerme!..
El golpe había sido rudo para mí; pero la herida estaba caliente aun, y yo no sentía los dolores; esto te esplicará mi actitud en las escenas siguientes, en las que me he mostrado todo un hombre, tengo el orgullo de decirlo. Por eso yo, que hasta entonces no me había puesto careta en ninguna ocasión, logré aquella noche desempeñar mi papel á las mil maravillas; -actor infortunado que en cada frase añadía nuevos dolores á los que ya me destrozaban...; logre tambien conocer hasta lo más recóndito del alma de Laura; logré, ocultando mis sentimientos, comprender los suyos, sin engañarme esta vez.
Nadie sabe esta historia; creo que si la supieran me llamarían héroe, me creerían un personaje inverosímil; porque si Scévola metió la mano en un brasero; si Leona, la legendaria y animosa amiga de Harmodio y Aristogitón, se cortó la lengua con los dientes; si Juan Valjean, el eterno forzado, se aplicó al brazo un hierro enrojecido, - yo he dejado que mi corazón fuese quemándose á fuego lento durante una hora para mí más larga que toda una eternidad.
Escucha cómo.
Frente á la Opera hay un café, hoy ya refaccionado - el café de Repetto, si no lo recuerdo mal; —en ese café, á la izquierda, habia un saloncito particular, uno solo, cuya única puerta daba al patio donde en las noches de estío se sentaban los parroquianos á beber y á tomar el fresco.
A aquel saloncito nos dirigimos Laura y yo.
Hice que nos sirvieran todo de una vez, y que nos dejarán solos para poder hablar libremente, sin temer interrupciones.
En un principio cambiamos pocas palabras, sin importancia alguna.
Ambos temíamos, aunque de diferente manera, la situación en que íbamos á encontrarnos á los pocos instantes: yo, estando cierto de quién era ella; Laura sospechando que yo la hubiese conocido, temiendo que llegara á conocerla, si no fuese así, y diciéndose, para infundirse valor, el Alea jacta est: la suerte está echada! ...
La cena estaba por terrminar.
Laura no se había quitado la careta de raso negro, como quedó convenido; comía levantando la parte inferior que, siendo flexible, no presentó inconveniente para ello.
Yo conservaba mi máscara de serenidad absoluta: comprendía toda la importanda de lo que iba á pasar de allí a poco y no quería poner en guardia á mi adversario, alarmándolo, ya por medio de mis palabras, ya por dejar traslucir mi agitación interior. Cuando entré en materia, lo hice decididamente.
— Habrás creido que soy un extravagante, -dije sonriendo,- al escuchar mi súplica de que no te descubrieras el rostro; pero te has equivocado: yo te conozco, y no quería aparecer ante tí como cómplice de tus calaveradas; esa es la causa de mi extraño pedido.
— ¡Que me conoces! exclamó lanzando una carcajada homérica. ¡No seas loco, y no digas tonterías! Nunca me has visto.
— ¿Y si te dijera tu nombre?
Se turbó un instante, pero luego reaccionando, creyendo sin duda que la confundía con otra:
— ¡Dilo! contestó, como desafiándome.
— Te llamas... Laura, pronuncié tranquilo, recalcando cada letra, mientras llenaba de champagne su copa y la mia.
La ví palidecer detrás de la careta; se estremeció toda... Luego, viéndome tan tranquilo, hizo un sobrehumano esfuerzo, logró reponerse, y su primera acción fué descubrirse el rostro; yo la miré impasible.
Estaba muy pálida, sus lábios temblaban, aunque casi imperceptiblemente, y sus ojos lanzaban rayos.
— Sí, soy Laura, murmuró.
Incliné la cabeza, como diciendo que ya estaba convencido de ello.
Despues, un silencio de un minuto reinó en el saloncito particular.
— Bebamos, dije con cierta indiferencia, levantando mi copa de champagne para romper las hostilidades.
Ella tomó la copa del espumante vino, y llevándola á los lábios:
— Bebamos... y hablemos, contestó.
Hízose otra pausa, que ella misma terminó con estas palabras:
— ¿Cuándo me has conocido?
— Cuando te ví en el corso. Sabía que ibas á ir á él, y luego al baile, y me he propuesto encontrarte... Ya ves que lo he conseguido.
Laura quería dar á aquella conversación un aspecto de frivolidad que yo tambien estaba interesado en conservar. Temía, sin duda, encarar decididamente las sérias cuestiones que estaban en tela de juicio.
Al oir aquella frase enrojeció levemente, pues de seguro la avergonzaba que yo conociera su falta, ó quizás temía por el porvenir, al ver que nuestro casamiento debía romperse, aun antes que de que se hubiera realizado...
— Si, lo has conseguido, murmuró.
— Al querer encontrarte me guiaba un objeto de importancia; y como en estas fiestas es cuando se dice la verdad, sin ambajes ni rodeos, la ocasión ha sido bien elejida y mejor hallada... Se trata de hacerte una pregunta...
Me interrumpí, sabiendo que de esa manera el golpe sería mas rudo.
Ella, ansiosa, respirando agitadamente, sintiéndose algo mareada por tantas emociones, esperó, clavando en mí sus ojos, tímidamente, quizá con cierta vergüenza, y no sin algún temor.
Yo proseguí, lentamente:
— Sabes que no puedo casarme contigo; que eso sería absurdo, insensato... Sin embargo, hay un medio de que ese grande amor que siento por tí, y que me retribuyes, obtenga su recompensa en este mundo... A tí no te importa el qué dirán; sé que eres indiferente á la crítica, y que te muestras impávida ante todos, aunque conozcan tus costumbres...
Volví á interrumpirme, añadiendo luego bruscamente:
— ¿Quiéres ser mi querida?...
Al pronunciar esa frase comprendí todo su alcance. Ninguna mujer, por más abyecta que sea, puede escuchar impasible esas palabras, del mismo que poco antes la juraba amor tierno, puro, sublime. ¡La mujer, eterno niño, derrama siempre lágrimas por el desvanecimiento de sus sueños!...
Aquello era una puñalada, y una puñalada á traición.
Para los homicidios morales no hay leyes en la tierra, y uno debe hacerse justicia por su mano. Yo, -víctima de homicidio moral- me convertía en juez y en ejecutor: sentenciaba al reo, y llevaba á cabo la sentencia. Era una venganza; por lo tanto no diré que obraba bien.... ni tú lo creerás tampoco.
En cuanto á Laura, se había levantado de su asiento, ríjida y mortalmente pálida; pero volvió á sentarse, sin pronunciar una sola palabra, aturdida por el rudo golpe recibido...
— ¿Quieres ó nó? la pregunté de nuevo, sonriendo implacablemente. -Supongo que no extrañas mi proposición...
Permaneció un instante en silencio, pero comprendí que quería hablar; así, pues, aguardé á que dominara su emoción.
— Vd, Armando, dijo por fin, tiene razón al insultarme de esa manera. (Nota que ya no me hablaba de tú). Yo lo he engañado, y eso nunca se perdona; le he hecho creer en mi inocencia que no existía, sin arrepentirme hasta ahora, en que comprendo cuánto sufre trás esa máscara indiferente...
— ¡Que yo sufro! exclamé con una carcajada. ¡Mal me conoces, Laurita!
— Si, Vd. sufre; no trate de hacerme creer lo contrario, dijo ella.
— ¡Déjate de bromas, y vamos á lo importante. ¿Quieres ser mi querida?.
Se puso aun más pálida.
— ¡Oh calle Vd.! No aumente sus padecimientos... y los mios. Está Vd. sudoroso, sus ojos brillan, sus manos tiemblan, y si sonríen sus labios es gracias á un esfuerzo que denota la grandeza de su alma!... Pero si Vd. sufre, la culpa no es mia. -Escuche mi vindicación: por naturaleza, por temperamento, por instinto- no se asombre Vd. al oírme hablar así: estoy acostumbrada á decirlo todo -busco el placer en cualquier parte, hasta que le hallo; me he entregado siempre al primer hombre que me solicitaba; es una enfermedad terrible, pero es una enfermedad en la que no soy culpable... Así, por esa causa, hace dos años, desde que tenía quince, mi vida es una sucesión de amores, correspondidos siempre por mí!... Sin embargo, nunca sentí lo que he sentido por Vd.; nunca latió mi corazón como esta tarde, cuando me habló Vd. de nuestro casamiento... ¡que ya no se llevará á cabo!... De veras! me creí buena! ¡olvidé lo pasado! ¡escuché arrobada sus palabras!... Y cuando Vd. me dió un beso en la frente, ví presentarse ante mis ojos un mundo nuevo, lleno de encantos, lleno de felicidad... el mundo en que soñaba cuando mi madre posaba sus labios en esta misma frente, hoy manchada! ... Por que yo le amo... le amo...
Lancé una carcajada.
— ¡Oh! ¡si! continuó casi llorando. ¡Es lo que merezco! ¡Desprécieme Vd...! pero yo le amo.... Es un vicio de mi organismo, una infamia de la naturaleza hácia mí, lo que me hizo pecar antes de ahora, lo que me ha arrojado en los brazos de ese hombre que abandoné en el baile. ¡No me culpe Vd. á mí! ¡Yo soy inocente! ¡Hay una fuerza superior que me empuja; esa fuerza es la única culpable!
Estaba abatida y había palidecido horriblemente!
Yo, sin poder dominarme más, veía el instante en que iba á estallar en sollozos.
Aquella escena me estaba matando.
Sin embargo, tuve aún fuerzas para reir con sarcasmo, mientras decía:
— Y hasta ahora no has contestado á mi pregunta, que es lo que más me interesa ¿quieres ó nó, ser mi querida?
Dejó caer su bella cabeza sobre el pecho y permaneció silenciosa algunos instantes; luego, al levantarla, ví que su palidez había desaparecido. El rostro de Laura, cubierto de rubor, mostraba sobre su tez de terciopelo las huellas de una lágrima....
— Es Vd. cruel, muy cruel, murmuró sollozante. Pero es Vd. cruel con cierta justícia... Yo lo he engañado, me he burlado de su amor, haciéndole esperar la felicidad, cuando al lado mío solo hallaría un cúmulo de pesares... Al parecer, he tratado de mostrarme como no era, vestida con galas que no me pertenecían: con la inocencia, el pudor, la ignorancia del mal, la pureza de alma y cuerpo... Y sin embagro, no he mentido: á través de todas mis liviandades, de todas mis pasiones, he pasado sin mancharme el ropaje blanco y puro... ¡Mi alma se conserva como el primer dia, límpia de todo pecado; mi cuerpo desfalleciente, ha rodado muchas veces por el fango, pero mi espíritu es todavía digno de elevarse al cielo!...
Hizo una larga pausa; luego prosiguió:
— Me cuento en esa raza maldecida de mujeres que, empujadas por el instinto, por la fuerza de la carne, pertenecen á todos, ruedan en el mundo empujadas por todas sus pasiones, y caen por fin para no levantarse más, en los centros que la civilización ha creado para saciar sus apetitos, centros vilipendiados después por los mismos que cooperan á formarlos!... Una enfermedad, un defecto de organización, me lleva hácia ese extremo... Creí encontrar en Vd. una tabla de salvación, á la que me aferré desesperada, soñando con la costa apetecida... ¡Rodemos hasta su fondo, en fin!... Pero sepa Vd. que, al despreciarme, desprecia al Dios que me hizo defectuosa, como se desprecia al artífice ó al artista que no ha sabido ejecutar perfecta su obra!... ¡Que mi caida continúe!... Quizás Vd. se arrepienta alguna vez de haberme abandonado en la pendiente!....
Yo sentía cierto temor al escucharla. Hablaba, como presa de la fiebre, con acentos de inspirada.
Sin embargo, llegué á dominar esa extraña emoción, volviendo á darle el golpe que tanto la hería.
— ¡Vamos! ¡vamos! dije. Abandona el lirismo de una vez para siempre. ¿Es imposible pedirte una contestación categórica sin que te niegues á darla? ¡Una eternidad hace que te dirijo la misma pregunta! ¿Quieres ser mi querida?
Desde aquel instante enmudeció. Ví que sus ojos se llenaban de lágrimas.
Llamé al mozo que nos había servido y pagué la cena.
Luego, ofreciendo el brazo á Laura: — Vamos, la dije. Te acompañare hasta tu casa; luego me contestarás.
Bajó la vista, tomó mi brazo sin mirarme, y salimos.
Te he contado muy rápidamente esa escena, en la que apuré todos los tormentos imajinables. ¡Aún hoy me duele recordarla; tanto sufrí aquella noche!...
Y con razón: había asistido al derrumbe de todas mis ilusiones, con el rostro alegre y el corazón henchido de lágrimas; había, por placer, ido rompiendo una á una las fibras de mi pecho; había revuelto con mi propia mano el filoso puñal, en la herida horrible y sangrienta... Estas grandes pruebas retemplan el espíritu, es verdad; pero hacen sufrir demasiado... y luego ¡tardan tanto en producir sus frutos! ....
Desde aquella noche en que por primera vez me puse la careta, la he conservado cubriéndome el rostro durante un año entero. ¡Aquel año de locura en que juntos rodamos por el lodo, entre mujeres infames y hombres abyectos, respirando una atmósfera saturada por el hálito de todos los viciosos, de todos los seres débiles y desgraciados que esperan hallar alivio á sus pesares en medio de la degradación!....
¡Eso es lo que nunca perdonare á Laura; eso es lo que nunca me perdonaré á mi mismo! .....
¡Noche terrible fué aquella!
Escuchaste de mi boca las palabras de esa mujer. Estúdialas, y dime si puede llegar á más alto grado el cinismo en una joven que apenas ha pisado los umbrales de la vida, cuyo corazón debía haberse apenas abierto á las pasiones, ¡Y ya abyecta, ya cínica! ....
Tú te dices desgraciado, porque Enriqueta te niega su cariño.
¡Y yo, que habia visto en Laura todo lo contrario de lo que soñaba, que la quería con toda el alma, que iba á hacerla mi esposa, y me hallaba de pronto con una mujer prostituida, donde creí encontrar un ángel puro y casto, con un mónstruo, donde creí encontrar un portento de bondad y de pureza! ....
Porque aquella vindicación de que me hablaba, era un nuevo escárnio hecho á mi corazón herido ....
¡Oh! Puede ser que su alma haya sido pura, que sea verdad que su organismo la impelía al vicio. ¿Pero acaso podía yo creerlo? ¿Acaso podía perdonarla? ¡Por que siempre la impureza del cuerpo trae consigo la impureza del espíritu!...
¡Que me importa que fuera enferma!... Cuando tomamos una fruta hermosa y bien sazonada al parecer, y al partirla encontramos su carne roida por los asquerosos gusanos ¿nos atrevemos á tomarla, acaso? ¿no la arrojamos con disgusto, sin averiguar la causa de su repugnante estado? Y nadie, nadie, nos echa en cara ese abandono, ni aunque la fruta se haya contaminado con un motivo justo ....
¡Lo propio debía sucederme con aquella mujer! ....
Perdona si me exalto demasiado. Apesar de que todo pasó, me parece sufrir aún, como durante aquella noche, la primera de un Carnaval que duró tres dias, y de otro que duró un año... Después... ¡puede tanto la imaginación! ...
Pocos pasos habíamos dado desde que salimos del café.
Laura se había repuesto de su sobre exitación, y caminaba erguida, sin dirijirme una palabra... Comprendía que ya no le era posible convencerme, y no lo pretendió.
De pronto el joven del dominó blanco, que salía de la Opera, reconoció á Laura y se colocó delante de nosotros.
— ¡Detengase Vd! me gritó con enojo.
— ¿Con qué objeto? pregunté.
— Con el de que me entregue esa mujer, si no quiere... y no terminó su amenaza con la voz sino con el ademán.
— Esta no es mujer, dije, impasible.
Creyó que le oponía resistencia, y sacó un revólver, con el que me apuntó al pecho.
Numerosas personas nos rodeaban.
— ¡Devuélvame mi compañera, ó hago fuego! grito furioso.
Sin inmutarme abandoné el brazo de Laura. -Él creyó que se la cedía, y dióme tiempo para que yo sacara mi revólver antes de que se apercibiese de ello.
Y apuntándole también:
— Cuide Vd. de no errar el tiro, dije friamente, porque sinó le anuncio que mi pulso estará demasiado certero, para que Vd. repita estas indignas escenas.
Algunas de las personas que nos rodeaban se interpusieron.
— En cuanto á esa, que llama Vd. mujer, añadí, puede, Vd. llevarla; se la cedo de buen grado; nunca lo hubiese hecho por fuerza... Por otra parte... no le arriendo la ganancia... ¡Divertirse!...
Era el último bofetón; mi venganza estaba completa.
Ignoro qué efecto produjo en Laura.
Permanecía de pié, apoyada en la pared, temblando como una epiléptica, y horriblemente pálida; la luz de los faroles de la Ópera daba tintes extraños á su rostro.
Lo que sigue ya lo sabes.
Entré de nuevo en el vasto salon del baile, donde me hallaste á las dos de la mañana, con los ojos brillantes y tambaleándome como un ébrio. Pero - repetiré mis anteriores palabras - no estaba beodo porque no había bebido casi ... ¡en cambio sufría horriblemente!...
En la bacanal busqué el olvido, que encontré á veces. Después el recuerdo de Laura se borró para siempre, sin que haya vuelto á evocarlo hasta ahora, para demostrarte que aún esos inmensos dolores se acaban con el tiempo. Si no quieres creerlo, vuelve á verme dentro de un año; para entonces ya te habrás convencido.
No quiero hablarte de mis padecimientos, porque me sería imposible retratarlos con fidelidad. Cierra los ojos -como te he dicho ya una vez - suponte que te hallas en las mismas circunstancias, y tu imajinación te pintará, mejor de lo que yo puedo hacerlo, el estado de mi espíritu después de tan terrible golpe y durante el año más largo de mi vida ...
Armando permanecía silencioso.
— ¿Y no te arrepentiste, como ella te lo anunciaba? pregunté.
— Nunca.
— ¿Volviste á verla?
— Sí: ayer la encontré en la calle.
— ¿Qué efecto te produjo su vista?
— Repugnancia.
— ¿Solo eso?
Reflexionó un instante, diciendo por fin:
— Solo eso, te aseguro. ¿Y sabes por qué? Porque con su falsía me hizo dudar de la muger, que es el ángel que nos consuela en los pesares de la vida. ¡Miserables seres que son una calumnia viviente de su sexo!...
Hicimos una pausa; ambos reflexionábamos en lo mismo quizá.
De pronto, como sacando una conclusión de mis pensamientos:
— Sin embargo, yo no la olvidaré; dije.
— ¿Por qué? me preguntó sonriente, y como si esperase mi contestación.
— ¡Por que ella es digna de ser amada! murmuré suspirando.
Córdoba 19 de febrero de 1887.