El padre Oroz
Allá por los no muy remotos años en que dominaba el Perú la usurpadora autoridad del general Santa Cruz, existía, en el convento de franciscanos de la ciudad del Cuzco, un sacerdote, conocido con el nombre de padre Oroz y que gozaba de gran influencia en el pueblo. Debida era ésta a su reputación de austeridad y a su talento y dotes oratorias en el sagrado púlpito.
Los buenos habitantes de la imperial ciudad de los Incas miraban con tal respeto al franciscano, que no se encontró entre ellos motilón que no creyese, á pie juntillas y como verdad evangélica, cuanta palabra salía de los inspirados labios del recoleto. Los hipócritas no sirven á Dios; pero se sirven de Dios para engañar á los hombres.
Mas diz que un día el demonio de la ambición se le entró en el pecho, y codició la mitra de obispo. El camino más fácil para obispar era, sin disputa, mezclarse en alguna intriga política; porque averiguada cosa es que nada lleva tan pronto á la horca y á todos los altos puestos, como tomar cartas en ese enmarañado juego.
Los cuzqueños miran con gran devoción una imagen del Señor de los Temblores, obsequiada á la ciudad por Carlos V, y que suponen pintada por el pincel de los ángeles. Una mañana empezó a esparcirse por la ciudad el rumor de que la efigie iba á ser robada por emisarios de Santa Cruz, para trasladarla a un templo de Bolivia. El pueblo se arremolinó, acudió la fuerza armada, hubo campanas echadas á vuelo y, para decirlo de una vez, motín en toda forma, con su indispensable consecuencia de muertos y heridos.
El agitador de las turbas había sido el santo padre Oroz.
Pero no fué sólo la ambición el sentimiento que de improviso brotara en su alma. También estaba locamente enamorado de una de sus confesadas, la hermosa Angela, hija de una respetable familia del Cuzco. La pasión del fraile por ella se convirtió en una de esas fiebres que matan la razón.
El se repetía con un poeta:
- El alma que siento en mí
- está partida entre dos:
- la mitad es para ti,
- la otra es de Dios.
El padre Oroz, (que había pasado su juventud entera consagrado al estudio, que se había captado el respeto del pueblo, que en distintas ocasiones había sido elevado al primer rango de la comunidad franciscana, sacrificó en un instante su pasado de ascetismo y beatitud, manchándose con el crimen.
Angela, que tal vez no habría resistido á un seductor armado de rizados bigotes y guantes de Preville, tuvo odio y repugnancia por un amante que vestía hábito de jerga y mostraba rapado el cerviguillo. El fraile, convertido en rabioso sátiro, la amenazó con un puñal; y por fin, desesperado con el obstinado desdén de la joven, terminó por asesinarla.
El mismo día desapareció del Cuzco el padre Oroz
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Tal es, despojado de episodios, el argumento de una novela histórica que con el título El padre Horán publicó el malogrado Narciso Aréstegui. El autor de esa notable leyenda murió el segundo día del Carnaval de 1869, siendo a la sazón Prefecto de Puno. Al regresar de un paseo en el lago Titicaca se volcó la embarcación, desapareciendo para siempre Aréstegui y algunos de sus compañeros.
El padre Horán literariamente juzgado, fué un hábil ensayo en la novela nacional. Las letras americanas tuvieron una sensible pérdida con el triste fin del inteligente escritor cuzqueño.
¡Tributémosle doloroso recuerdo !
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Veinticinco años habían pasado sin que nadie supiese algo sobre la existencia de Oroz, hasta que, en 1862, apareció una carta datada en Zepita el 4 de Marzo, y de la cual extractamos las siguientes líneas:
"Hace algunos años que en el pueblo de Zorata (próxima á la Paz, en Bolivia) se presentó un hombre de aspecto serio que revelaba talento, y más que todo, cavilosidad. Se instaló en una pobre casita que arregló de tal modo, que ninguno podía, por curioso que fuese, penetrar en su interior ni columbrar lo que allí había y se hacía. El desconocido se ocupaba en el santo empleo de enseñar á los niños las primeras letras. Su conducta era moral y austera. A veces se le veía rezar el oficio divino en el lugar más recóndito de la casa, y también se advertía que sus alimentos no pasaban de una sencilla sopa de pan y agua. Era un hombre retraído de la sociedad, sin que por eso tuviese su trato los resabios del misántropo; pues que su conversación era muy agradable á los que lo visitaban. Al fin cayó mortalmente enfermo; y después de haberse confesado, declaró de un modo humano que no se llamaba José Mariano Sánchez, sino que era el padre Oroz, religioso franciscano conventual de la ciudad del Cuzco; que habiendo tenido la desgracia de dejarse vencer por unas afecciones poco honestas hacia una joven, su hija de confesión, viendo que ésta iba a casarse la puso estorbos de todo género y que, siendo éstos inútiles, la asesinó a puñaladas. Dijo también al confesor que registrase el baúl que en su cuarto estaba, donde encontraría el hábito que vestía en la hora de su desgracia, y el puñal con que había causado su propia ruina y la de su desdichada víctima. Registrado el baúl, se encontraron lo uno y lo otro, todavía con manchas de sangre. A los pocos días de esta declaración, murió el desventurado padre Oroz, a los veinticinco años de haber empezado la expiación. Examinado el cuerpo del difunto, se le halló casi descarnado á disciplinazos. Los cilicios apenas dejaban libres las coyunturas de los codos."
El padre Oroz había expiado su crimen sobre la tierra durante un cuarto de siglo, y sus sufrimientos morales dejan en el espíritu esta magnífica lección:" Hay algo en el hombre tan severo como la justicia de Dios, y ese algo es el remordimiento".