El pasado: 05
Escena IV
[editar]- Dichos y ROSARIO.
Rosario. -(A JOSÉ ANTONIO.) ¿Me has auscultado a ese enfermo? ¿Cómo sigue?
José Antonio. -Grave, señora. (A ERNESTO que hace ademán de irse.) Si quieres, mañana hablaremos de ese asunto.
Ernesto. -Bueno. (Mutis.)
Rosario. -Habrás visto que esto no marcha.
José Antonio. -Te equivocas. Lleva una rapidez vertiginosa.
Rosario -¿Qué quieres decir?
José Antonio. -Que es necesario adoptar remedios heroicos. Lo que tú crees que sea una ofuscación pasajera de Ernesto, tiene raíces muy hondas en el espíritu del pobre muchacho. La actitud de la familia de su novia era de por sí muy significativa. Añade a esto la repercusión social del incidente, los comentarios de un público naturalmente inclinado a escandalizar, las reservas leales o solapadas de cuantos hablan con el muchacho; y lo tendrán devanando el ovillo que ha de llevarlo a averiguar, o cuando menos a presumir la verdad. Contra todo esto ¿cuáles son tus recursos?
Rosario. -Acabo de escribir a Arce.
José Antonio. -¿En qué sentido?
Rosario. -Pidiendo una entrevista.
José Antonio. -¡Ajá! ¿Esperándote a todo?
Rosario. -A todo. Acabas de decirme que es necesario un remedio heroico.
José Antonio. -Está bien. Lo hecho, hecho está. Te advertiré sin embargo, que si la buena voluntad de ese señor no ha podido evitar el conflicto, menos bastará a reparar sus consecuencias.
Rosario. -Tengo la seguridad de conseguirlo todo. De otra manera no habría tomado una determinación tan deprimente para mí.
José Antonio. -He dicho que está bien.
Rosario. -Dispensa, no creí ofensiva la contestación desde que saben que estoy dispuesta a agotar todos los recursos antes de perder el respeto de tus hermanos.
José Antonio. -Si hubieras empezado por decirles la verdad, no te verías en este caso.
Rosario. -Tú mismo, me aconsejaste ocultarla.
José Antonio. -Cuando comprendí que llegaría tarde; cuando me dí cuenta que podría ser de efectos fatales para esas criaturas incapaces de comprender otros conceptos que los falsos conceptos que les habías inculcado. Hoy no pienso lo mismo, es más; creo que estás obligada a jugar el todo por el todo llamando a Ernesto, e imponiéndolo de su verdadera situación. Si ha de saberlo, ganarás más con que lo supiera de tus labios. El muchacho está en condiciones de discernir y aunque tiene mucho apego por sus prejuicios sociales, es un espíritu caballeresco y te quiere lo bastante para otorgarte su perdón.
Rosario. -¡Y su desprecio!...
José Antonio. -No has sabido prepararte otra cosa.
Rosario. -¿Nada vale entonces el afecto sembrado durante toda una vida de dedicación?
José Antonio. -Nada. Sembrada en mal terreno. No quisiste prepararlo bien.
Rosario. -¿Qué debí hacer? Fundar una moral, una escuela, una religión para ellos?
José Antonio. -No tanto. Enseñarle a concebir la vida de una manera más racional, con la noción de su verdadero estado moral como punto de partida. Allí está mí ejemplo.
Rosario. -¿Tu ejemplo?
José Antonio. -¡Sí! ¡Sí! ¿O es que tienes algo que reprocharme?
Rosario. -¡Oh, hijo mío, no hables de tu ejemplo, no hables de tu ejemplo!
José Antonio. -¿No me has comprendido? ¿No he sido correcto, deferente y cariñoso contigo? ¿Qué otra cosa podías exigirme, si hasta he llegado a justificar tu crimen, más, aún, hasta hacerme cómplice de tu crimen, prestándome a tu sistema egoísta y contraproducente de simulación?
Rosario. -¡Oh! No hables así ¡Tú no has sido un cómplice; te engañas! Has sido un juez y mi verdugo.
José Antonio. -¡No! ¡No es exacto!
Rosario. -Haciéndome apurar hasta la última de las humillaciones para arrancarme la confesión de mi falta.
José Antonio. -Quería saber.
Rosario. -Ultrajándome, luego de aquella manera tan despiadada y brutal.
José Antonio. -No era dueño de mí. ¡Acababa de matarse mi padre!
Rosario. -Es que no te satisfizo el castigo suficiente para concitar sobre mí todas las misericordias. Después refinaste el procedimiento, reemplazando la violencia de tus bofetadas por el veneno lento.
José Antonio. -¡No! ¡No! ¡Me arrepentí, reaccioné!...
Rosario. -¿De qué manera? ¿Volviendo a casa para hacerme presente mi falta y tu desprecio en todos los minutos de la existencia?...
José Antonio. -Vine a reparar.
Rosario. -Viniste a buscar a mi criada para hacerla tu esposa.
José Antonio. -No fue deliberado.
Rosario. -Con la afrenta reparabas el porvenir del pasado, y apurabas el castigo, negándome el derecho de intervenir en tu vida y la alegría de renovar en tus hijos las emociones de la maternidad. Ya ves que me has cobrado bien caro tu silencio.
José Antonio. -Mira que estás cometiendo la más grande de las injusticias.
Rosario. -Digo la verdad.
José Antonio. -Las puertas de mi casa han estado siempre abiertas. Mis hijos te esperan.
Rosario. -En tu casa está mi criada.
José Antonio. -(Reprimiendo un ademán violento, luego se acerca a ROSARIO y la contempla un instante.) ¿Qué debo pensar de ti, mamá?
Rosario. -Que estoy dispuesta a todo. He sufrido mucho para no saber defenderme.
José Antonio. -¿De mí?
Rosario. -De ti, en primer término. ¿Quieres entregarme al desprecio y a la maldición de tu hermano? ¿Que me repudie, que me insulte, que me castigue como lo hiciste tú?
José Antonio. -¿Qué te hace creer semejante cosa?
Rosario. -Todos tus actos.
José Antonio. -Y es ofendiendo mis sentimientos como piensas desarmarme. ¡Oh! Te ha perturbado la inminencia del peligro. Sabiendo que una sola palabra mía...
Rosario. -Te autorizo a que la pronuncies.
José Antonio. -No has sabido comprenderme. Peor para los dos. Defiéndete con tus armas. No hablaré.
Rosario. -¡Ah!
José Antonio. -(Tomando el sombrero y encaminándose a la puerta.) Pudiste conseguir lo mismo sin agraviarme. (Mutis.)
Rosario. -¡No!... ¡No!... ¡Hijo!... (Corriendo detrás.)