El pasado: 17

De Wikisource, la biblioteca libre.


Escena III[editar]

JOSÉ ANTONIO y ERNESTO.


José Antonio. -¿Y tú?...

Ernesto. -Aquí estoy.

José Antonio. -¿Decididamente te embarcas hoy?

Ernesto. -No, el vapor no sale hasta mañana a primera hora. (Una pausa -JOSÉ ANTONIO se sienta pensativo.)

José Antonio. -¿Ningún argumento podrá hacerte desistir?

Ernesto. -Ninguno.

José Antonio. -¿Ni aún sabiendo que tu marcha puede costarle la vida?

Ernesto. -El médico me ha dicho que ya no hay peligro.

José Antonio. -Ha dicho que la menor contrariedad moral, bastará para provocar una crisis peligrosa.

Ernesto. -Quedan ustedes para endulzarle la vida.

José Antonio. -La amargura de tu ausencia podrá siempre más que nuestro regalo. ¡No la mates!

Ernesto. -No, José Antonio. Tus argumentos sentimentales aumentarán mi pena; pero no me convencen.

José Antonio. -No es mía la culpa si no atiendes a otras, si te aferras a una preocupación social.

Ernesto. -No.

José Antonio. -Sí, a una preocupación estúpida y subalterna.

Ernesto. -Que fue la base de mi moral.

José Antonio. -Nunca la esencia, ni la finalidad de tu vida para que desesperes y te subordines lo único que llevas encima; el sentimiento de las energías. Yo he experimentado la misma crisis, pensaba lo que tú; fui más violento que tú. Pues llegué en mi desesperación hasta lo indigno; pero salí nuevo de la prueba, dueño de mí mismo, con la comprensión de la vida depurada, más sano hombre, más fuerte, más apto para luchar, y ser feliz. Por eso me impuse la misión de reparar...

Ernesto. -Queriendo subvertirlo todo, yéndote al otro «coté».

José Antonio. -¿Te refieres a mi casamiento?

Ernesto. -Sí, y a muchos de tus actos.

José Antonio. -Pude haber evitado los extremos; es cierto, pero mi conciencia estaba saneada ya, e hice lo que no me habrían permitido hacer tus hermosos prejuicios morales y sociales; reparé, y bien sabes que no tengo motivos de arrepentimiento. Sólo una pena me perturba a tal respecto: la de no poder, a causa de esos mismos prejuicios, contribuir a la paz de nuestra madre con la caricia de mis hijos. Vamos, Ernesto, repónte, no te exijo un renunciamiento como el mío, de tus creencias, ni de tus costumbres. Consérvalas, quiero simplemente que respires hondo, que ensanches un poco ese pecho. ¡Verás cuánto alivia abrir las válvulas del sentimiento reprimido! Vamos hacia nuestra madre desde el fondo de nuestro corazón, donde han labrado tanto los años de la vida afectiva.

Ernesto. -No, hermano, no. Todavía no. ¡Tal vez sea mejor la ausencia! ¡Quizá pueda volver curado a reparar como tú!...

José Antonio. -¿Y si llegas tarde?

Ernesto. -No insistas. ¡No puedo, no puedo!...