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El pasaporte amarillo: 03

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El pasaporte amarillo
de Joaquín Dicenta
Capítulo III

Capítulo III

Fué durante el crepúsculo, al regreso de una excursión campestre.

Por influencias de Débora, y a ruego insistente de Miguel, se le admitió en el grupo estudiantil que aquélla, con otros jóvenes, formaba. Pronto se captó la voluntad de todos, compartiendo sus diversiones y sus gastos como si fuera un estudiante más.

Micaela Gorachoff, una revoltosa y burlona rubia, de veintidós abriles, lo llamaba «el accidente amoroso de la partida».

No lo decía en alta voz, si estaba presente Miguel, para evitar al enamorado rubores; pero lo decía por lo bajo entre los demás compañeros; a gritos, aprovechando las ausencias del tenedor de libros, y con cualquier pretexto, cuando dialogaba con Débora.

Ésta no protestaba; oía con silenciosa aquiescencia las bromas de Micaela, y aun las interrumpía con frases y juicios, siempre favorables a su tímido adorador.

Nada existía, sin embargo, entre ellos que diera a su trato aspecto de noviazgo.

Aquella tarde, en que un tibio sol de primavera había calentado la campiña y las almas, tornaban los excursionistas a la ciudad, entonando a coro una poética canción.

Era popular la canción: un himno a la Tierra, abierta por mandato del astro Rey, para dar salida a los gérmenes que retuvo el invierno cautivos.

Decía así el estribillo de la canción primaveral:


Besa a la madre Tierra, padre Sol,
Y que broten, en yemas y capullos,
Los gérmenes, al beso del amor.


Miguel y Débora habían quedado algo detrás del grupo. No ocurrió ello por decisión del uno o de la otra; se rezagaron impensadamente, no sabiendo por qué ni a qué lo hacían.

Sin voluntad propia, porque su hora llegaba, brotaban, a la caricia solar, los gérmenes del seno fecundo de la tierra. Acaso porque el sol, calentando las venas de los jóvenes, dispuso que llegara su hora también, languidecían ellos e iban caminando despacio, cada segundo más despacio, con lentitud mística.

-Hermoso canto el de la primavera -exclama la judía-. Al unísono va con la Naturaleza, que inspiró sus estrofas.

-De amor hablan esas estrofas -contesta Miguel-. Las oigo sonar dentro de mí y experimentan mis labios el deseo de reproducirlas.

-Una usted su voz a la del coro.

-No es eso, Déb -así nombran a la joven familiarmente-. No es eso.

-¿Qué es entonces?

-Es...

Miguel se detiene y su semblante se empurpura. También enrojecen las mejillas de Débora, que pone en el suelo los ojos.

Ya no andan. Inmóviles quedan bajo un árbol de perpetuo verdor, que cierne la lumbre postrera del ocaso.

-Es... Lo sabe usted, Déb; lo sabe desde hace mucho tiempo. ¿Verdad que lo sabe, que conoce el sentimiento profundo y leal que me inspira?

-Lo conozco y lo comparto -responde Débora, mirando a Miguel frente a frente.

-¿Entonces?...

-¡Entonces!... Hasta concluir mi carrera, ni puedo ni quiero contraer compromisos formales. Después... Cuatro años faltan, a más de éste, para que finen mis estudios. Si al término de esos cuatro años viene usted a buscar en mí la compañera de su vida, la encontrará, Miguel.

-¡Débora!...

-Razones y circunstancias, independientes de mi voluntad, que sabrá usted cuando sea ocasión, me impiden, antes de la fecha indicada, aceptar sin reservas sus pretensiones amorosas. Si quiere usted esperar tan largo tiempo, espere.

-Esperaré.

-También yo esperaré, pensando y viviendo en y para usted solo. Hombre alguno puso en mi frente un beso de amor. Recibiéndolo ahora de usted, consagro mi promesa.

Débora presenta su frente a Miguel.

Éste pone sus labios en aquella frente, no rozada por hombre alguno con caricia de amante.

Los últimos reflejos solares tiñen el Poniente de rosa. El coro de voces juveniles lanza al espacio el estribillo de la canción primaveral:


Besa a la madre Tierra, padre Sol,
Y que broten, en yemas y capullos,
Los gérmenes, al beso del amor.