El pasaporte amarillo: 04
Capítulo IV
El jefe policíaco de la ciudad fué relevado y sustituído por Iván Petroviteh, hombre de cuarenta años, pequeño y huesudo. Tenía la mandíbula inferior prominente, carnosos los labios y apagado el mirar. A veces, sus ojos mates brillaban con fulgores de incendio. Si esto ocurría, notábanse en las manos de Iván crispaciones de garra.
Venía precedido de una fama cruel. Se le calificaba, hasta por sus compañeros de profesión, de inabordable e impiadoso. De lo último había dado pruebas concluyentes en todos los sitios donde ejerció cargos oficiales. Respecto a lo primero, malas lenguas aseguraban que no era insensible a los fajos de billetes bancarios, y que lo era menos a los halagos y favores de cualquier buena moza.
Dispuso el gobierno su traslado a la capital universitaria por andar revueltos los estudiantes y temerse que algunos, en connivencia con los revolucionarios, esparcidos por la frontera, tramasen un complot o encendieran con sus predicaciones el espíritu, siempre levantisco, de las masas.
Iván Petrovitch era irremplazable para comisiones de tal índole.
A fin de cumplimentar ésta con eficacia, quiso conocer e interrogar a las gentes de mal vivir que residían en la población. Son ellas, especialmente las mujeres, hábiles, tanto como propicias, en las artes de encubrimiento; más hábiles aún, sabiendo atraérselas, por temor o codicia, en las de la delación y el espionaje.
Consistió, pues, el primer acto de gobierno del jefe en ordenar que desfilaran ante su persona todas las hembras de antecedentes criminales y todas las meretrices ceduladas que existían en la ciudad. Como una de las últimas hubo de acudir Débora, requerida de oficio, al despacho de Petroviteh.
-¡Guapa moza! -dijo el funcionario a su escribiente cuando salió del despacho la hebrea.
-Y extraña -añadió el otro, contestando a la exclamación de su jefe.
-¿Extraña? ¿Por qué?
-Porque, según cuentan los agentes, el vivir de la moza va desacorde con su oficio.
-¿Qué quieres decir?
-Que la muchacha estudia en la Universidad; y no es lo del estudio artimaña para sacar mayores rendimientos al oficio que su cédula indica. Es una estudiante formal, y goza, entre sus compañeros, fama de inteligente y de asidua a las aulas.
-¿De veras?
-Como lo escucha usted. A más (esto lo han comprobado los agentes a cuya vigilancia corre la conducta de las meretrices), su vida es la de una honrada mujer. Ni frecuenta las casas públicas ni acude a aquellos espectáculos donde buscan las del gremio parroquia. En su casa no entran hombres tampoco. Amante, como ella, siendo lo que es oficialmente, debiera tenerlo, no lo tiene. Un joven hay que la corteja; pero es hombre de vida respetable y honesta: tenedor de libros en casa de los Pestriacoff. Pretende a Débora, pero con fines serios. En una palabra: novio para casarse.
-¡Sí es extraño!
-No se extrañaría usted tanto, recordando que Débora es judía. Muchas vírgenes de su raza adquieren el pasaporte amarillo para burlar la ley de Residencia y habitar donde conviene a sus estudios o negocios.
-¡Ah!... Puede que te halles en lo cierto. ¡Tendría gracia que esa mujer, cedulada como meretriz, fuese toda una virgen!
-Más gracia tendría -prosiguió Iván, haciendo un guiño de ojos y tendiendo el labio inferior hacia fuera, que siendo virgen y no siéndolo, por causa del papel amarillo...
-¿Qué señor?
-Nada. Por lo que hace al momento, nada. Recoge tus papeles y vuelve a la noche. Tengo que poner estas notas en orden y no quiero que me distraigan.
Salió el escribiente del despacho, e Iván Petrovitch, cargando su pipa hasta los bordes, encendió un fósforo, puso fuego al tabaco y comenzó a fumar, despidiendo el humo lentamente a la atmósfera.
Sus ojos seguían las espirales de aquel humo. Y ya no eran mates sus ojos. Brillaban con fulgores de incendio entre el rojizo pabellón de los párpados.