El pozo del Yocci: 14

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El pozo del Yocci de Juana Manuela Gorriti
Capítulo XIII - Abnegación



-Pues bien, Rafa, necesito comenzar contra esa [mujer una] venganza tenaz, encarnizada, día por día, hora por hora; y devolverle el cáliz de dolor y humillación que me hace beber tanto tiempo.

-Mande mi ama -respondió con fervor-, ¿qué quiere de su esclava? He aquí mi puñal; diga una palabra y atravesaré el corazón a su enemiga.

-No, la muerte no me vengaría de ella. ¡Morir amada!... ¡una apoteosis! No, yo quiero que llore como yo he llorado; que pase como yo noches de desesperado insomnio; que la rabia seque su corazón y consuma su belleza como ha consumido la mía.

Hoy comienzo; y para ello ordénote que me traigas ese álbum en este momento; y que sacando a Tenebroso de las caballerizas de la santiagueña, lo coloques en algún sitio solitario, ensillado y pronto para recibir un jinete. Sobre todo, vuelve luego. La mulata se alzó de los pies de Juana y desapareció.

Aurelia se volvió en silencio hacia ésta y le mostró el reloj que señalaba las diez.

-Un instante, hermosa -la dijo Juana-, un instante y verás cumplida mi promesa... y yo... ¡principiada mi venganza! -añadió con voz sorda.

Rafa no tardó en volver, trayendo un libro que puso en las impacientes manos de Juana. Era uno de esos magníficos Keepsake en que el grabado inglés ostenta sus maravillas. Los dedos convulsos que lo abrieron recorrían con febril ansiedad las doradas páginas, estropeando impíamente los tesoros de arte y de talento que las enriquecían.

-¡Arcadia! -exclamó de repente Juana, ante una graciosa viñeta que representaba una escena pastoril en un lindo cotlage-. ¡Arcadia!, ¡nuestra hacienda! ¡Infame!, ¡osa poner mi casa, el hogar de la esposa, el solar hereditario del hijo, entre sus vergonzosos trofeos de cortesana!

-Hela ahí -continuó, mirando con saña el retrato de una mujer hermosísima-, hela ahí... La impudencia de su mirada y su cínica sonrisa están diciendo que es ella.

Al pie de ese retrato había versos magníficos de Ascasubi, llevando por epígrafe esta frase de Jorge Sand respecto de una mujer:

«Soberbia como la mar, brava como una borrasca.»

-¡Y sin embargo -continuó Juana, abarcando con una severa mirada la bella composición-, lo más sublime desde la tierra, después de virtud, el genio viene con gusto a prosternarse ante esos ídolos de cieno, sin temor de enlodar sus blancas alas!

Y dobló desdeñosamente la página.

La siguiente, contenía una firma en blanco que Juana leyó sin pestañear, muda e inmóvil y el labio contraído por una sonrisa convulsiva.

-¡Ahora lo veredes! -exclamó, sacudiendo la cabeza con amarga burla, la picaresca morena-. Yo te haré sentir el uso de esa firma en la que ponías tu honor, y hasta la vida de tu esposa a merced de una aventurera.

Y arrancando la página, sentose a un bufete, y escribió sobre ella dos líneas con la mano izquierda.

-He aquí la vida que me pides, Aura mía -dijo, tendiendo el papel a Aurelia que lo tomó presurosa-, hela ahí; pero a mi vez te impongo una condición.

-¿Cuál? ¡Habla pronto!

-¿La otorgas?

-Aunque me cueste la vida.

-Y bien, hela aquí.

Mientras así hablaba, Juana había tomado de su guardarropa un vestido de gasa blanca y trasparente, un velo y un bornuz del mismo color, y con ligereza asombrosa, despojaba a Aurelia de sus lúgubres ropas y la revestía con aquella magnífica gala.

-Juana, tú me impones una profanación... ¡Esta mundana librea para el duelo de mi alma!

-Yo te ruego, Aura mía... Además exijo de ti que al presentar esta orden al jefe de la guardia que custodia al prisionero, lleves el rostro así cubierto.

Y Juana bajó el velo sobre el rostro de su amiga...

-Comprendo -murmuraba Aurelia, marchando veloz a lo largo de las calles desiertas, a esa hora silenciosa.

¡Pobre Juana!, los celos han oscurecido tu alma noble y hermosa. Hoy quieres vengarte y mañana te arrepentirás amargamente de haberte vengado. No, no será así, no. ¡Yo lo echaré todo sobre mí y ahorraré el remordimiento a tu hermoso corazón, ya tan desgarrado!

Y en tanto que Juana recorría el cuarto con agitados pasos, sonriendo a la perspectiva de una venganza próxima que saboreaba de antemano con la amarga sensualidad del odio, la animosa joven marchaba con ademán severo a acometer su peligrosa empresa. Una grande luz había brillado en su alma y disipado las dudas que la atormentaban; y ahora caminaba segura llevando por guía la conciencia.

Así subió las calles que en suave pendiente conducen a San Bernardo, situado al pie de la montaña de este nombre.

El antiguo monasterio, convertido en cuartel, se alzaba al frente, imponente y silencioso, dibujando su negra mole en el azul del cielo. De tiempo en tiempo, elevábase de su recinto, como los chillidos de una ave nocturna, el agudo alerta de los centinelas colocados en las torres y bóvedas del vetusto edificio.

Aurelia llamó resueltamente a la puerta del cuartel y pidió hablar al jefe de la guardia.

El oficial que, en razón de su rigurosa consigna, velaba de pie y la mano en la espada al otro lado de la puerta, mandó abrir.

Sus ojos encontraron en el umbral, iluminada por los rayos de la luna, una mujer de gallarda figura vestida toda de blanco y el rostro oculto bajo los pliegues de su velo.

La encubierta dio hacia él un paso y le alargó un papel.

El oficial la examinó con una rápida ojeada, y cogió el papel, murmurando: -¡Ese excéntrico atavío! Esta mezcla de arrojo y de misterio... ¡Es ella! ¡Vendrá a rondar al general! ¡Cuéntanse tantas rarezas de esta hechicera!... Es ella...

Pero el curso de sus reflexiones cambió bruscamente al leer el papel que tenía en la mano. Restregose los ojos, y no fiando en la luz de la luna, se acercó para leerlo de nuevo a la luz del farol del cuerpo de guardia.

-¡No hay duda! -exclamó-. La orden es breve, terminante, como todas las del general Heredia... ¡Pero qué tremenda responsabilidad!... ¿Y si el general se halla... así...? Él es dado a lo espirituoso; y más de una vez ha sucedido que... Señora, el coronel Aguilar, jefe de día se halla aquí (Aurelia tembló). Deseara conferenciar con él antes de entregar al prisionero.

-¡Imposible! La orden misma que acaba usted de leer lo prohíbe, vedando toda intervención.

-Es verdad.

Y el oficial desapareció entre las arcadas del claustro. A una seña que al acercarse hizo al cabo de guardia, éste había apagado el farol; y el cuartel yacía en profundas tinieblas. Aurelia palpitante de zozobra contaba los minutos por los latidos de su corazón; pero no aguardó largo rato. Entre la obscuridad vio luego venir dos hombres cogidos por el brazo. El uno era el oficial de guardia, el otro Fernando Castro.

El oficial puso la mano del prisionero en la de su libertadora, y los acompañó hasta la calle. Luego, inclinándose al oído de aquel, díjole con un acento que a pesar suyo revelaba honda envidia:

-Confiese usted, comandante, que es violenta a no poder más la transición... pardiez... de esa barra de platinas a esos bellísimos brazos que de tal manera hacen perder la chaveta al general.

Aquellas palabras dichas a la intención de la mujer encubierta, recordaron a Aurelia lo que la angustiosa espera de esa hora la hiciera olvidar: el rol que la venganza de Juana quería imponerla.

El rubor de la vergüenza ardió en su frente y acercándose al oficial que iba ya a cerrar la puerta, apartó el velo que la disfrazaba y le mostró su rostro. En seguida, cubriéndose de nuevo, arrastró consigo al prisionero, dejando yerto de asombro al oficial de guardia, que exclamó con terror: -¡La esposa del coronel!

El prisionero fijó una mirada en su libertadora y deteniéndose de repente: -En vano te ocultas, criatura celestial -la dijo-, el corazón te ha adivinado desde que tu mano tocó la mía.

-En nombre del cielo. -Fernando, alejémonos de estos sitios donde cada minuto es para ti la muerte, la muerte de cuyas garras he venido a arrebatarte a riesgo de mi vida, a riesgo de mi honra... porque ya sé, ¡oh!, tú a quien he amado desde la primera mirada, ya sé qué nombre dar a ese sentimiento invencible que me lleva a ti.

-Amor -exclamó el prisionero, que sin darse de ello cuenta, seguía el rápido paso de su guía, con el oído y el corazón pendientes de aquellas suaves palabras que llegaban como olas de fuego al fondo de su alma.

-¿Dónde estamos? -dijo de pronto Aurelia deteniéndose falta de aliento.

-En la falda del cerro, al lado del pozo de Yocci -dijo la mulata, que los seguía a lo lejos. Aurelia se estremeció: la sombra de un recuerdo terrible cruzó su mente. Sin embargo dominando su terror tendió una mirada en torno.

En un recodo formado por una barranca y un grupo de algarrobos alzábase el brocal y los pilares en cal y canto de uno de esos pozos artesianos que tanto abundan en las cercanías de la ciudad. Un caballo magnífico, negro como el ébano estaba atado por la brida a uno de los pilares del pozo, y piafaba impaciente hollando la tierra cubierta en ese paraje de menuda yerba.

-Ahí está Tenebroso -añadió Rafa- ensillado y listo espera a su jinete que demasiado ha tardado ya.

Y la mulata se alejó.