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El príncipe (Sánchez Rojas tr.)/Capítulo III

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CAPÍTULO III

DE LOS PRINCIPADOS MIXTOS

De suerte que los principados nuevos están erizados de dificultades. Y cuando no son completamente nuevos, sino cuerpos incorporados a otra soberanía, que por eso mismo puede llamarse mixta, las dificultades nacen sobre todo de una dificultad natural, común a todos los principados nuevos, porque creyendo mejorar los hombres cambian de señor, creencia que les hace empuñar las armas contra el gobernante, lo cual es un notorio engaño, porque la experiencia les dice luego que han empeorado su suerte.

Cosa que procede, si bien se mira, de esa necesidad completamente natural y ordinaria que obliga siempre al príncipe a vejar a sus vasallos nuevos, bien con la permanencia de tropas, bien con las molestias infinitas que lleva consigo la conquista. De modo que se truecan en enemigos todos aquellos a quienes lesiona en sus intereses la ocupación del principado, dejando, al mismo tiempo también, de ser amigos los que le dieron el señorío, porque no les es posible alcanzar las esperanzas que pusieron en él y porque el príncipe, aun estándoles reconocido, tiene que emplear contra ellos medidas de violencia, ya que, por poderoso que sea un ejército de que disponga un príncipe, necesita de la buena voluntad de los naturales para ocupar un Estado. Por eso, el rey de Francia Luis XII perdió el Estado de Milán cen la misma rapidez con que lo había ganado, bastando para arrojarle de él los soldados de Luis Sforza, porque el príncipe nuevo se hizo odioso a los mismos pueblos que le habían abierto sus puertas de par en par, viendo burladas las esperanzas que habían puesto en el cambio de príncipe.

Cierto es, sin embargo, que conquistados por segunda vez los países que se rebelan, es más difícil perderlos luego, porque la rebelión da ocasión al señor para emplear sin escrúpulos los medios de asegurar su dominio, castigando a los que delinquen, vigilando a los sospechosos y atendiendo a fortificar y guarnecer los puestos más difíciles y descuidados. Así es que si para que perdiese Francia por primera vez el ducado de Milán bastó que el duque Sforza alborotase en las fronteras del ducado, fué preciso para perderlo la segunda que el duque recibiese el auxilio de todo el mundo para batir a los ejércitos franceses y arrojarlos de Italia. Diferencia que nace de las causas que ya expusimos.

Pero lo mismo la primera que la segunda vez fué lanzado de Milán el nuevo señor. Como ya indicamos las causas generales por las cuales perdió el ducado la primera vez, tenemos que explicar ahora las que produjeron igual efecto la segunda, así como los remedios que tenía en su mano el rey francés-y tiene cualquiera que se hallare en el caso de este rey-para mantenerse en la tierra conquistada, sin perderla, como la perdió Francia en esta ocasión.

Los Estados que al ser conquistados se agregan a otro Estado antiguo del conquistador, o son de la misma comarca y de la misma lengua, o son de lengua y de comarca diferentes. En el primer caso se conservan muy fácilmente, sobre todo si no están acostumbrados a vivir en libertad. Para poseerlos con alguna seguridad, basta extinguir la dinastía de príncipes que tuvieron al frente de sus destinos; conservándoles en todo lo demás con arreglo a sus antiguas tradiciones y no imponiéndoles novedad alguna en las costumbres, saben vivir estos pueblos quietamente. Así ha sucedido, por lo visto, con Borgoña, Bretaña, Gascuña y Normandía, unidas a Francia desde hace tanto tiempo, pues aunque haya alguna diferencia en la lengua, las costumbres son muy parecidas y casan y conciertan fácilmente las de estos pueblos.

El que quiera y desee conservar esta clase de Estados necesita que se extinga la familia del antiguo príncipe y que no se alteren las leyes ni los tributos, para que los nuevos Estados, anexionados al antiguo, formen con éste una sola nación en breve espacio de tiempo.

Si se conquistan Estados en una comarca distinta en lengua, costumbres y régimen, está elizada de dificultades la tarea de mantenerlos sujetos, habiendo necesidad de gran talento y de una habilísima y grandísima fortuna para conservarlos. Uno de los mejores y más hábiles procedimientos para lograrlo estriba, a buen seguro, en que el conquistador traslade su residencia a la tierra conquistada. De esta suerte será la conquista más segura y duradera. Así lo hizo el turco en Grecia, que, a pesar de todas las precauciones y habilidades puestas en juego para conservar dicho Estado, no lo hubiera conseguido si no acude a fijar sus tiendas en él. Porque viviendo en el país conquistado se ven nacer los desórdenes y se pueden remediar con toda diligencia; pero si no se vive en él, se conocen cuando ya han tomado alarmantes proporciones y no pueden acaso remediarse. Además, es muy difícil que puedan expoliar a la provincia sometida los gobernadores que en ella se nombren, porque si lo intentan, producirá grata impresión a los súbditos el hecho de poder apelar inmediatamente ante el príncipe del desafuero, con lo cual tendrán nuevas ocasiones para amarle, si es bueno, y si no lo es, para temerle. Hay que tener en cuenta, además, que la permanencia del conquistador en el pueblo conquistado impone también respeto a los extranjeros que pretendan ocuparle, Liendo, si vive en él, muy difícil que lo pierda.

Otro factor excelente para conservar los pueblos conquistados consiste en mandar colonias a una o dos plazas que sean llaves del Estado; de no hacerlo, hay que mantener en ellas numerosas tropas de a pie y de a caballo. No son costosas las colonias al príncipe; con escaso o con ningún estipendio puede enviarlas y mantenerlas, perjudicando sólo con ellas a los que priva de haciendas y de habitaciones, que son una exigua parte de la población indígena, para darlas a los nuevos moradores. Poco daño podrán hacer los desposeídos, porque se encontrarán dispersos y perjudicados, y los demás, por temor a ser expoliados como los otros, ya harán bastante con callar y con pasar de largo para no llamar la atención. Estas colonias, que cuestan poco, son fieles y no hacen daño, por regla general, y los perjudicados, sumidos en la pobreza y en el abandono, no pueden alzarse fácilmente. Debe ser norma de conducta la máxima de ganar a los hombres, o de anularles para que no nos causen daño, porque se vengan de las pequeñas ofensas, pero no pueden hacer lo mismo con las grandes; por eso, el agravio que se les haga debe ser de aquellos que no puedan vengar.

Si en lugar de colonias se mantiene un ejército de ocupación, el gasto es mayor, porque se invertirán las rentas del Estado en el sostenimiento de la fuerza armada, de modo que la conquista se resuelve en pérdida para el conquistador, y los inconvenientes y molestias de los ejercicios militares y alojamientos de las tropas llegan a los habitantes todos del territorio así ocupado, que se truecan en enemigos fácilmente por el hecho de vivir vencidos en sus casas. Estas razones prueban la inutilidad de la ocupación armada y proclaman las excelencias de las colonias.

Procure el poseedor de un territorio ocupado ser el jefe y el protector de los vecinos más débiles, que así empezará ingeniándose para debilitar a los más poderosos e impida a toda costa que intervenga en estos negocios de vecindad un extraño tan fuerte o más fuerte que él, porque entonces le llamarán los descontentos, oyendo las voces de la ambición o del miedo, como los etolios llamaron a los romanos a Grecia y como les llamaron también los habitantes de otras provincias donde entraron.

Cuando invade un país un extranjero poderoso, lo normal es que se pongan a las órdenes del invasor los Estados menos fuertes, por envidia al que antes dominaba, y que, sin gastos ni sacrificios, el extranjero conserve la adhesión de estos pequeños Estados que con la mejor voluntad formarán un solo organismo con el Estado conquistado. El conquistador en esta coyuntura cuidará únicamente de no consentir a éste que cobre mucha fuerza y gran autoridad, para que pueda, con sus propios medios y con el refuerzo de los pequeños Estados, adheridos in violencia y por voluntad, vencer a los poderosos y mantenerse dueño de todo el país.

El que no haga esto perderá rápidamente las tierras conquistadas, aumentando hasta el infinito el cúmulo de obstáculos, de dificultades, mientras las mantiene en su poder.

No de otra suerte se condujeron los romanos en las provincias conquistadas: creaban colonias, protegían a los Estados débiles sin aumentar su influencia, amenguaban el prestigio de los poderosos y distaban mucho de consentir que en tales provincias ganara crédito ningún extranjero poderoso. Fijémonos en la provincia de Grecia: allí empezaron apoyando a los aqueos y a los etolios, dominando después el reino de Macedonia y deponiendo finalmente a Antíoco, pero ni los merecimientos de los etolics y de los aqueos indujeron a los romanos a ensanchar los límites de los Estados de estos naturales, ni las insinuaciones de Filipo a tomarle por amigo sin disminuir su influencia, ni el poder de Antíoco a consentir que en aquella provincia tuviese mando alguno. Los romanos hicieron entonces lo que debe hacer siempre todo príncipe prudente, esto es, no cuidar sólo de las dificultades presentes, sino de las venideras y del modo de abatirlas, porque vislumbrando las lejanas, no es difícil acudir a su remedio, y esperando a que ocurran, no llega a tiempo el bálsamo, por ser ya incurable la enfermedad. Ocurre con esto lo que dicen los médicos que ocurre con la tisis, que al principio es fácil de curar y difícil de conocer, y que, una vez conocida y no curada, cualquiera puede conocerla, pero ninguno remediarla.

Lo mismo ocurre con los asuntos de Estado.

Si se prevén los peligros-previsión de prudentes-, se conjuran en seguida; pero si no se conocen y se dejan crecer sin que nadie se cure de ellos, no tienen remedio posible. Previsores los romanos, supieron conjurarlos antes de que aumentaran, aun afrontando guerras, pues sabían que las guerras no se evitan aplazándolas y que el aplazamiento aprovecha siempre al enemigo. Con Filipo y Antíoco pelearon en Grecia para no tener que luchar con ambos años después en Italia. Facilísimo les hubiera sido entonces evitar la guerra; pero no quisieron evitarla, ni hicieron caso de la máxima tan en boga entre los sabios de nuestros días de que conviene ganar tiempo, sino que atendieron a los consejos del valor y de la prudencia, porque el tiempo todo lo oculta y con él llegan lo mismo las wish prosperidades que las malandanzas.

Pero volvamos a Francia para ver si hizo algo semejante a Roma. No hablemos de Carlos VIII, sino de Luis XII, porque fué mayor la dominación de éste que la de aquél en Italia y nos presta más ocasión para estudiar sus procedimientos. Y veréis cómo hizo lo contrario de lo que aconsejaban las circunstancias para conservar un Estado distinto del suyo.

Los venecianos, con su ambición, trajeron a Italia al rey Luis, porque valiéndose del monarca francés, deseaban adquirir la mitad de la Lombardía. No es que yo censure la entrada del monarca ni las resoluciones que adoptó. Con el anhelo de sentar sus plantas en Italia, y careciendo en ella de partidarios y de amigos, se vió obligado a echar mano de la amistad que se le ofrecía. De no haberse equivocado en lo demás, tengo para mí que su empresa hubiera logrado el éxito más completo.

Así que se ganó la Lombardía, pronto ganó el reino que Carlos había tontamente disipado. Al ceder los genoveses, hiciéronse amigos suyos el marqués de Mantua, el duque de Ferrara, los Bentivoglios de Bolonia y los señores de Faenza, Pésaro, Rímini, Camerino, Piombino, Luca, Pisa y Siena. Entonces se dió cuenta Venecia de lo temeraria que había sido su resolución de adquirir dos plazas en Lombardía a cambio de hacer dueño de las dos terceras partes de Italia al rey francés.

Se comprende la facilidad con que el rey pudo conservar su dominación observando las normas a que nos hemos referido y tener seguros y bien defendidos a sus parciales, que por ser tantos y tan flacos, y que, temerosos unos del Papado y los otros de Venecia, tenían necesidad de apoyarse en él y le ayudaban a contrarrestar la presión de los Estados más fuertes.

Pero al llegar a Milán hizo lo contrario de lo que sus intereses le aconsejaban, pues ayudó al Papa Alejandro para que ocupase la Romaña, sin tener en cuenta que de esta laya debilitaba su influjo, privándose de los parciales y de los que le habían pedido protección, aumentando, al propio tiempo, la influencia de la Iglesia, añadiendo al poder espiritual, que la hacía tan poderosa, el poder temporal de un Estado tan importante.

Cometida esta equivocación de tanta monta, se vió obligado a dar nuevos traspiés, hasta que, para contrarrestar la hegemonía de Alejandro e impedirle que se apoderara de la Toscana, tuvo que volver a Italia.

Y no le bastó hacer fuerte a la Iglesia privándose de parciales, sino que, deseando el reino de Nápoles, lo compartió con el rey de España, de modo que, siendo árbitro absoluto de Italia, metió en Italia a un rival para que en él se apoyaran los descontentos y los ambiciosos. En vez de mantener en Nápoles un monarca tributario suyo, le echó de allí llamando a quien pudiera arrojarle a él.

No hay que sepamos más natural ambición que la de adquirir, y cuando saben lograrla los hombres que tienen alientos para ser ambiciosos, son más dignos de alabanza que de vituperio; pero si ambicionan sin poder de ambición, a tontas y a locas, sigue a su error el desprestigio. Si el rey de Francia tenía capacidad para realizar la ocupación del reino de Nápoles con su propia fuerza, debió hacerlo; pero si no la tenía, lo natural es que no dividiera el reino. La división de la Lombardía con los venecianos tenía justificación porque daba lugar a su entrada en Italia; pero no la de Nápoles, ya que ningún motivo le impulsaba a ello.

Así es que el rey Luis cometió hasta cinco errores: aniquilar la influencia de los Estados pequeños, acrecentar el influjo de los Estados grandes, llevar a Italia un extranjero fuerte, no establecer en ella su corte y no fundar colonias, errores todos que acaso no hubieran perjudicado del todo a la hegemonía francesa, si el monarca no hubiera cometido el sexto error de bulto, que fué despojar de sus posesiones a los venecianos. No aumentando el poder de la Iglesia ni trayendo a los españoles a Italia, hubiera sido preciso y discreto humillar a los venecianos; pero haciendo lo que hizo, no debió consentir la ruina de éstos. Manteniéndose unidas y poderosas Francia y Venecia, siempre hubieran impedido a los demás la conquista de la Lombardía porque ni Venecia hubiera consentido más poder que el suyo propio, ni nadie hubiera pretendido quitárselo a Francia para dárselo a Venecia, ni adversario alguno se hubiera visto asistido de los arrestos suficientes para combatir y luchar contra estos dos pueblos.

Y si se me dijera que el rey Luis cedió al Papa Alejandro VI la Romaña y a los españoles el reino de Nápoles para evitar una guerra, responderé repitiendo lo que ya he dicho, de que no se debe permitir la continuación de un desorden para evitar una guerra, porque no se evita, sino que se dilata en detrimento del que la evita. Y el que alegara que el ofrecimiento del rey al Papa de ayudarle a la conquista de la Romaña fué debido al deseo de que el Pontífice no pusiera impedimento alguno a su matrimonio[1] y diese el capelo cardenalicio al arzobispo de Rohán, ya verá mi respuesta en lo que luego diré de la fe de los príncipes y del modo cómo deben guardarla.

Así es que el rey Luis perdió la Lombardía por no observar ninguna de las normas que deben tener muy en cuenta cuantos conquistan provincias con el ánimo de conservarlas en su poder, cosa no maravillosa, sino muy ordinaria, natural y de todos los días. Sobre esto hablé en Nantes con Rohán cuando el duque Valentino-así llamaba el vulgo a César Borgia, hijo de Alejandro VIocupaba la Romaña. Díjome el cardenal de Rohán que los italianos no entendíamos de achaques de guerra y le repliqué que, a su vez, los franceses no entendían de asuntos de Estado, ya que si hubieran entendido no hubieran tolerado que el Papa hubiera llegado a tal grado de grandeza. La experiencia nos confirma que Francia tuvo la culpa de que aumentase en Italia el poder de la Santa.

Sede y de España, cosa que, inevitablemente, precipitó su ruina. De aquí se desprende una regla general que o no falla nunca o falla muy rara vez, como es la de que quien ayuda a otro a engrandecerse trabaja en daño propio, porque el apoyo se presta o con la habilidad o con la fuerza, me ambos que infunden graves sospechas al que llega a ser fuerte y poderoso.

  1. Con Ana de Bretaña, para unir estos dominios a su corona.