El príncipe (Sánchez Rojas tr.)/Capítulo VI
CAPÍTULO VI
DE LOS ESTADOS QUE EL CONQUISTADOR ADQUIERE
CON SU ESFUERZO Y SUS PROPIAS ARMAS
CON SU ESFUERZO Y SUS PROPIAS ARMAS
No se llame nadie a engaño si en lo que voy a decir de los principados enteramente nuevos, del príncipe y del Estado, me valgo de ejemplos de ilustres personajes, porque los hombres marchan por sendas que otros hombres abrieron e imitan a éstos casi siempre en su conducta; pero como no se anda todo el sendero ni se llega jamás a la altura del que se toma por ejemplo, las personas sensatas harán perfectamente en seguir hasta el final el camino de los grandes hombres, tan dignos de imitación, para parecérseles en algo, ya que no logren igualarse a ellos, haciendo lo que hacen los arqueros prudentes, que, cuando creen muy distante el punto de mira y conocen bien el alcance de su arco, apuntan a mayor altura, no precisamente para dar en el punto más alto del blanco, sino para tocar en él.
Advierto, por ende, que en los principados enteramente nuevos se encuentra el príncipe con más o menos inconvenientes para conservar su dominio, según los mayores o menores méritos del conquistador; y como el ascender de particular a príncipe supone ya talento o fortuna, tanto ésta como aquél sirven para anular muchos inconvenientes. Sin embargo, debe confesarse que los que no contaron demasiado con la fortuna conservaron su poder durante más tiempo; y uno de los medios mejores para conseguirlo estriba en que el príncipe se vea obligado, por no tener a mano otros Estados que regir, a habitar en el Estado recién adquirido.
Pero refiriéndome ahora a los príncipes que lo fueron por sus merecimientos y no por la fortuna, diré que los más notables son Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y otros parecidos; y aunque de Moisés no debiera hablarse por ser mero ejecutor de los designios de Dios, merece que lo admiremos, puesto que Dios lo escogió para que ejecutase sus designios.
Si estudiamos con diligencia la conducta de Ciro, y con la de Ciro la de otros fundadores de reinos, advertiremos que es digna del mayor encomio, y que su conducta pública y privada se parece a la de Moisés, que tuvo tan gran maestro. Bien estudiadas la vida y la conducta de Ciro, se advertirá que la fortuna sólo tuvo parte en ellas para establecer la forma de gobierno que más le convenía a Ciro. Sin la ocasión, su talento y su virtud hubieran sido inútiles, y sin sus cualidades personales la ocasión no hubiera servido para nada.
Necesitó Moisés encontrar el pueblo de Israel esclavo y oprimido en Egipto, y que, anheloso de sacudir el yugo que le oprimía, decidiera seguirle. Le vino bien a Rómulo que nadie le criara en Alba y que todos le abandonaran al nacer para ser rey de Roma y fundador de aquella patria nueva. Se necesitaba que Ciro encontrase a Persa descontenta de la dominación de los medos, y a los medos, debilitados y quebrantados por una larga paz. Y no hubiese podido Teseo demostrar su valor de no haber encontrado dispersos a los atenienses. Ocasiones que proporcionaron a estes grandes hombres el éxito de sus empresas y que su genio aprovechó para hacer la felicidad y la prosperidad de su patria.
Los que por tales vías llegan a ser príncipes, conquistan difícilmente su principado, pero lo conservan con gran facilidad. Cosa que depende, en buena proporción, de los cambios, mudanzas y nuevas leyes que se ven obligados a establecer para fundamentar y afirmar su dominio. Debe tenerse en cuenta que no hay nada más difícil de realizar, ni de más escasc lucimiento, ni de mayor peligro también, que las grandes invasiones, porque el legislador tiene por enemigos a cuantos vivían como el pez en el agua con el régimen anterior, y sólo encuentra tímidos defensores entre los favorecidos con el nuevo régimen, timidez que produce, en primer lugar, el miedo a los adversarios, que utilizan en su favor las antiguas leyes, y en segundo, por el ingénito recelo de los hombres, que no se convencen de que una cosa nueva es buena hasta que no se convencen experimentalmente. De aquí nace que los enemigos de todo cambio formen partido para combatirlo en cuanto hallan coyuntura favorable, mientras que los defensores defienden la mudanza con timidez, con cautela y sin comprometerse demasiado, de suerte que unos y otros ponen en peligro el régimen nuevc.
De modo que para tratar esta cuestión a fondo ha de examinarse si los innovadores lo son por propia iniciativa o porque cuentan con gentes que les guarden las espaldas; es decir, que si para ejecutar su empresa necesitan apelar a la persuasión han de emplear en todo caso la fuerza, porque en el primer caso fracasarán siempre sin conseguir jamás cosa alguna. En cambio, si son independientes y pueden apelar a la fuerza, rara vez peligrarán.
Téngase en cuenta que siempre han vencido los profetas armados y que siempre han fracasado los profetas inermes.
Pero además de estas razones, hay que contar con el carácter voluble de los pueblos; cosa difícil es persuadirles, pero difícilmente también persisten en el engaño, una vez convencidos. Así es que conviene organizarles de modo que cuando no crean en algo, tengan que creer en ello por la fuerza. Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo no hubieran podido lograr sin armas que sus instituciones durasen mucho tiempo, como en nuestros días ha sucedido a Fray Jerónimo Savonarola, cuyas innovaciones fracasaron tan pronto como las gentes dieron en la flor de no creer en él por no tener a mano el fraile medios coercitivos para obligarla a persistir en sus opiniones, ni para hacer creer a los descreídos. Quienes pueden emplear tales medios tropezarán, indudablemente, en cada traspiés, con grandes dificultades y con peligros invencibles; pero cuando los superen y comiencen a hacerse respetar, luego de deshacerse de la casta de los envidiosos, serán poderosos, seguros, honrados y felices.
A los ejemplos de los grandes hombres de que he hecho mención añadiré el de uno no tan insigne, pero que tiene con los mencionades grandes rasgos de semejanza y que hace innecesarios otros cien ejemplos que pudiera aducir. Hablo del ciudadano de Siracusa, Hierón, que de simple particular llegó a ser príncipe de Siracusa y que no debió a la fortuna otra cosa que la ocasión. Oprimidos los de Siracusa, le eligieron capitán, y por sus méritos le elevaron a príncipe, siendo tan virtuoso, hasta en su vida privada, que cuantos le conocieron afirman que no le faltó para reinar mas que el reino.
Acabó con la milicia antigua, fundó la nueva, abandonó las viejas alianzas, pactó otras más convenientes, y como tuvo magníficos soldados y buenos amigos, edificó sobre tales cimientos con tal solidez que lo que supo adquirir con su gran trabajo pudo luego conservarlo sin el menor esfuerzo.