Ir al contenido

El pretendiente: 02

De Wikisource, la biblioteca libre.
El pretendiente
de Ramón de Mesonero Romanos
1823 a 1833

1823 a 1833


No bien en aquellos pretendidos años apuntaba el bozo en el labio superior del mancebo, y no bien el sacristán del pueblo y el maestro de escuela habían declarado solemnemente que el muchacho prometía mucho, como que sabía de memoria casi todas las églogas de Virgilio y recitaba a propósito el Quousque tandem CATILINA? a todas las Catalinas del pueblo, cuando el padre vicario o el administrador del duque, que se interesaban por la viuda madre del mancebo, le tomaban bajo su protección y amparo; inoculábanle los más recónditos preceptos de la ciencia del mundo, y con ellos en la cabeza y unos cuantos ducados en el bolsillo, encaminábanle a la corte atravesado en un macho, en busca de la próspera fortuna.

Durante el camino (que por lo regular pasaba de la semana) podía el muchacho entregarse a su sabor a mil profundas meditaciones sobre su porvenir, y adiestrado por las indicaciones de sus maestros, se revestía ya de aquella amanerada compostura, de aquel exterior respetuoso y deferente, de aquella completa abnegación de sus propios deseos, que al decir de sus patronos le eran necesarios para conquistar las voluntades ajenas, para obtener del poderoso el necesario favor. -«No hay hombre sin hombre» -repetíase a sí mismo el aventurero viandante; y esto le daba materia a extenderse en cálculos sobre cuál sería el hombre que el cielo le destinase por escudo, el que la próvida fortuna le había de brindar como escabel. Sin embargo, la severidad del aspecto del que él suponía su futuro ángel tutelar, lo rígido del servicio ajeno y lo crítico de la edad propia influían alternativamente en la imaginación del mancebo, y allá en lo más íntimo de su corazón, repitiendo fervientemente el axioma del «hombre con hombre» se ponía a pedir a Dios y los santos que aquel hombre fuese si era posible... una mujer.

Llegado a Madrid, su primera diligencia era entregar las cartas del vicario al padre guardián de San Francisco, o al mayordomo de S. E. el regalito del administrador; con lo cual y sus sucesivas visitas al paisano funcionario o al pariente mercader, entregábase nuestro neófito a las primeras pruebas de su curso social, de este curso que el vulgo maligno se placía en designar con el título expresivo de gramática parda; que los rígidos censores apellidaban falsa mónita, y que daba en fin al que sabía aprovecharlo el apreciado título de mozo de provecho.

Un mozo de provecho era por entonces un diligente mancebo, que hacía buena letra y ayudaba a misa todos los días; que si su patrono era el fraile, entraba de esclavo en tres o cuatro cofradías, llevaba el estandarte en las procesiones, o en los rosarios el farol; si servía al abogado o al fiscal, limpiaba las ropas, y ponía los alegatos y respuestas, iba a comprar a la plaza, y agenciaba aguinaldos, por pascuas, ferias, y dulces en cualquier ocasión. Si era al mayordomo de su excelencia, extendía los tratados secretos con los arrendadores y comensales, llevaba la cuenta de la refacción de las once y bajaba al portal a ver pasar el carbón; si era en fin ahijado del mercader, barría al amanecer la tienda, comía en la hortera, y daba trazas para el recibo de un fardo sin pasar por la aduana, o enganchaba a las parroquianas con su charla y su despejo marcial. Triste había de correr la suerte del tal mocito, para que a vuelta de algunos años de sublime abnegación no acertase a meter la cabeza de meritorio en alguna oficina, por recomendación del padre guardián; o a ascender a paje del consejero u oficial de la escribanía de cámara; o a entrar de escribiente en la contaduría de S. E.; o a aspirar a la mano de una hija del mercader.

A propósito de faldas; cuando el hombre de nuestro hombre era mujer; cuando su ingenio despejado o su próspera fortuna le hacían interesar en ésta a la más bella mitad del género humano, entonces el avance en la carrera era por lo regular más rápido; entonces volaba por los espacios de la dicha, sostenido e impulsado por las alas del amor. Verdad es que el tierno rapazuelo solía aparecérsele bajo la fementida estampa de una dueña quintañona, moza de retrete de palacio o viuda de un covachuelo; de una taimada doncella protegida del viejo consejero; de una sobrina anónima del padre guardián; o de la más contrahecha y antipática de las hijas del mercader. Pero... ¿quién dijo miedo? la ocasión la pintan calva, y no por eso deja de tener demasiados apasionados; y nuestro pretendiente de entonces rendía el más humilde tributo a la diosa de la ocasión.

Limitándonos, pues, al pretendiente propiamente dicho, que era el que seguía la carrera de los empleos públicos, lo regular era que, a vuelta de alguna de aquellas combinaciones, acertase al fin a calzarse una administración de rentas o una visita de propios, con que brillar en mayor escala en una capital de provincia; y si era letrado y acertaba a enlazar su mano con una de las ya indicadas doncellas, lo natural era ponerle una vara... en las manos, y enviarle de alcalde mayor a Móstoles o a Griñón. -Pero esta variante del pretendiente a varas merece por sí solo un episodio, que habrán de perdonar los lectores, como uno de los tipos más característicos de la época en cuestión.

Figúrense pues (si no lo han por enojo) un hombre grave, ventrudo y reluciente, entrado ya en los ocho lustros (pues entonces la capacidad y las togas no se concebían sino a los que acertaban a casarse con la hija de una camarista) que concluido su primer sexenio en un pueblo de las montañas de León, se hallaba en la necesidad de venir a la corte, en solicitud de la consulta de la cámara de Castilla, necesaria para ser proveído en un juzgado superior. -Sorprendámosle en las primeras horas de la mañana, paseando reposado el portalón de los consejos, o las galerías bajas de palacio, espiando el instante de que suene el coche del presidente de Castilla o del ministro de gracia y justicia para colocarse al pie del estribo, con papel en mano, cabeza al aire, y encorvada espina dorsal. Esta rápida transición en un hombre que pocos momentos antes ostentaba todo el aire de un capitán de guerra, y cuyo traje serio y de oficio, sus medias, calzón y casaca negros, su blanca corbata, su caña con puño de oro y su tricornio horizontal, daban muestras de hallarse pocos días antes colocado al frente de todo un partido, encima de todo un pueblo, a la cabeza de todo un ayuntamiento, y en un importante empleo, término entre merced y señoría; esta súbita metamorfosis, repetimos, desde la autoridad a la demanda, desde el funcionario al postulante, desde la providencia al memorial, era en efecto una de las más graciosas y dignas de observación.

A la presencia del magnate, la autoridad del alcalde desaparecía, y en su lugar se reflejaba en su semblante toda la humildad y compunción del ex; calculaba sus movimientos; medía sus palabras por las palabras y movimientos del presidente o del ministro (porque conviene saber que entonces los ministros y los presidentes lo eran de veras, y su presencia hacía temblar las rodillas y balbucear la voz del más aguerrido pretendiente); sacaba del bolsillo un ciento de relaciones y testimonios de méritos; esforzábase a comentarlos con la palabra, y si por toda respuesta obtenía una benévola sonrisa o un dudoso veremos del magistrado, deshacíase a cortesías que pudieran llamarse genuflexiones, quebraba el hilo de su discurso, paralizábanse sus miembros y caían inadvertidamente de sus manos sombrero y bastón. -Esta escena repetida diariamente durante tres o cuatro meses, acababa por darle un primer lugar en la consulta de la Cámara, una línea en la Guía de Forasteros, y una segunda vara con que hacer el Sancho Abarca en Ávila o en Alcaraz.

Pero el proto-tipo de la época en cuestión, y la vera efigies del pretendiente veterano, era D. Verecundo Corbeta y Luenga vista, cuya animada historia ocupó ya el clarín de la Fama, y de cuyo dramático desenlace quedan todavía recuerdos en el Nuncio de Toledo.

Ninguno como D. Verecundo acertó a reunir en su privilegiada persona la esbeltez e impermeabilidad físicas, la ductilidad y movilidad huesosas, la imperturbabilidad fósil, la diligencia y actividad mental, necesarias al hombre que para alcanzar el término que desea no cuenta con más favor que su perseverancia, su ingenio y su físico a prueba de vientos y tempestad. Nadie como él llegó a obligar a sus ojos a velar día y noche, y a ver de lejos al ministro o a su amigo, o al amigo de su amigo, o al pariente de su pariente; nadie como él acertó a escuchar los pensamientos del poderoso, a calcular sus próximos deseos, a leer en sus ojos las más remotas esperanzas; nadie en fin llegó a olfatear de más lejos las próximas elevaciones, las remotas caídas de los magnates cortesanos, con un instinto semejante al del ave que predice anticipadamente la borrasca en un sereno cielo, o que canta adivinando la futura vuelta del aura primaveral.

Verdaderamente grande en sus pensamientos, el blanco de sus tiros se extendía a todos los empleos civiles y eclesiásticos, desde una intendencia hasta una plaza de aforador, desde una demanda de monjas hasta un deanato de catedral. Escribía 365 memoriales en cada año y 366 los que eran bisiestos; pero tenía la precaución de repartirlos entre los cinco ministros; y acontecíale a veces entablar simultáneamente dos solicitudes a una plaza de correo de gabinete o una reposada canongía, a una dirección de rentas o a una portería militar.

Los escribientes, los oficiales, los ministros, los porteros, los centinelas, todos le conocían y mostraban el semblante risueño, y sin embargo ¡los ingratos! le dejaban envejecer en la tarea, y si le alargaban la mano era sólo para darle un empujón. Pero él, impávido, no por eso cejaba en su propósito, antes bien reproduciéndose fabulosamente, siempre se le veía de jefe de fila de toda audiencia, de fila marmórea de toda escalera, de trasto obligado de toda antesala, y aun llevó su audacia hasta el extremo de introducirse un día furtivamente en el coche del ministro y esperarle allí a pie firme y en la mano el memorial. Verdad es que aquel día precisamente era el día 29 de setiembre de 1834, en que Fernando VII murió definitivamente y por la última vez.