El ratoncillo blanco
La mujer decia:
—¡Vaya que nuestra señora madre Eva fué bravamente glotona! A no ser por la dichosa manzana, no nos veríamos ahora, cual nos vemos, condenados á trabajar como unos mulos.
—Sí á fe, contestó el marido; pero nuestro buen padre Adan, que hizo caso de su parlería, fué tambien un solemne majadero. Podias venirte á mí con camuesas. ¡Ya! ¡ya! Te juro por quien soy que te habia de zurrar la badana, de lo lindo.
Llegóse el rey, y les dijo:
—¡Hola, amiguitos! Buenos trabajos estais pasando.
—Sí, señor, contestaron (sin saber que fuese el rey): crea V. que es mucha cruz. Todo el santo dia de Dios estamos echando los hígados, y gracias que se pueda ir trampeando.
—¡Ea! dijo el rey: venid conmigo, y viviréis sin trabajar.
En este momento aparecieron algunos gentil hombres y monteros que andaban buscando á su majestad, y nuestros buenos leñadores se quedaron con la boca abierta.
No bien llegaron á palacio, el rey les mandó entregar vestidos magníficos, una carroza y lacayos. A la comida les servian doce platos, y al cabo de un mes, veinte y cuatro; pero en el centro de la mesa se colocaba siempre un plato muy tapado. La mujer, picada de la curiosidad, iba á destaparlo, cuando un gentil hombre la detuvo, diciéndole que el re habia prohibido tocarlo, por no querer que nadie supiese lo que dentro contenia.
Luego que los dejaron solos, notó el marido que su mujer estaba triste y que habia perdido la gana de comer. Preguntóle cuál era la causa de aquella novedad, y la mujer contestó, que no siendo de lo que el plato tapado encerraba, no habia de probar un solo bocado.
—¿Estás dada á los diablos? exclamó el marido. ¿No acabas de oir que el rey nos ha prohibido tocar el tal plato?
—El rey es muy injusto, respondió la mujer: si no quiere que catemos el plato ¿á qué viene sacarlo á la mesa? Y se echó á llorar como una Magdalena, jurando y perjurando que como su marido no le permitiese destapar el plato, se tiraria al pozo de cabeza.
El bobalicon del marido, que la queria como los ojos de la cara, sintió tal pesadumbre al verla lloriquear, que le dió palabra de acceder á todo cuanto se le antojase. Destapó el plato, y piés ¿para qué os quiero? sailó disparado como una flecha un ratoncillo blanco que en un abrir de ojos se puso en salvo. Bien quisieran atraparlo, pero el tunante se habia metido en un agujero, y ahí me las den todas.
En esto que entra el rey preguntando dónde estaba el raton.
—Señor, dijo temblando el marido: mi mujer no ha cesado de molerme, y dale que dale, empeñada en averiguar lo que habia en el plato. Quité la tapa, y el raton ¡ya se ve! se las lió.
—¡Tate! ¡tate! exclamó el rey. ¿Esas tenemos? ¿No decias que á encontrarte tú en el pellejo de Adan le habrias tocado la pámpana á tu mujer para curarle la curiosidad y la gula? Más te valiera no haber dejado caer en saco roto tu amenaza. Y tú, mala pécora, con tanto bien de Dios como aquí disfrutabas ¿qué falta te hacia el plato que os prohibí tocar? ¡Arre, haraganes! Volveos al bosque, por mucho que tengais que arrimar el hombro, dejad en paz á Adan y Eva; pues veis la paja en el ojo ajeno, y no la viga en el vuestro.