El remolque
... Créanme Uds que me cuesta trabajo referir estas cosas. A pesar de los años, su recuerdo me es todavía mui penoso.
I, mientras el narrador se reconcentraba en sí mismo para escudriñar en su memoria, hubo por algunos momentos un silencio profundo en la pequeña cámara del bergantin. Sin la lijera oscilacion de la lámpara colgada de la ennegrecida techumbre nos hubieramos creido en tierra firme i mui lejos del «Delfin», anclado a una milla de la costa.
De pronto quitose el marino la pipa de la boca i su voz grave i pausada resonó:
Era yo entónces un muchacho i servia como ayudante i aprendiz en diversas faenas a bordo del « San Jorje », un pequeño remolcador de la matricula de Lota.
La dotacion se componia del capitan, del timonel, del maquinista, del fogonero i de este servidor de Uds, que era el mas jóven de todos. Nunca hubo en barco alguno una tripulacion mas unida que la de ese querido «San Jorge». Los cinco no formábamos mas que una familia, en la que el capitan era el padre i los demas los hijos. ¡I que hombre era nuestro capitan! ¡Cómo le queriamos todos! Mas que carino, era idolatría la que sentíamos por él. Valiente i justo era la bondad misma. Siempre tomaba para si la tarea mas pesada, ayudando a cada cual en la propia con un buen humor que nada podia enturbiar. ¡Cuántas veces viendo que mis múltiples faenas teníanme rendido, reventado casi vino hácia mí diciéndome alegre i cariñosamente: «Vamos, muchacho, descansa ahora un ratito miéntras yo estíro un poco los nervios».
I cuando desde el toldo, a cubierto del solo de la lluvia miraba el ancho corpachon del capitan, su rostro colorado, sus bigotes rubios un tanto canosos i sus ojos azules de mirada tan franca como la de un niño, sentia que una ternura dulce i profunda me inundaba el alma i desbordaba de mi corazon. Por salvarle de un peligro hubiera sacrificado mi vida sin vacilacion alguna.
Hizo una breve pausa el narrador, llevase la pipa a los labios i prosiguió, despues de lanzar una espesa bocanada de humo:
Un dia levamos ancla al amanecer í pusimos proa a «Santa María». Remolcábamos una lancha con maderas, en la cual ibamos a traer, de regreso, un cargamento de pieles de lobo marino que debia embarcar, a la mañana siguiente, el transatlántico que pasaba con rumbo al estrecho. El mar estaba tranquilo como una balsa de aceite. El cielo era azul i la atmósfera tan trasparente que podíamos percibir, sin perder un sólo detalle, todo el contorno del golfo de Arauco.
Todos, a bordo del « San Jorge », estábamos alegres i el capitan mas que ninguno, pues, el patron de la lancha que remolcábamus era nada menos que Marcos, su querido Marcos que de pié en la popa, doblegando entre sus manos tomo un junco la larga beyona, obligaba a la pesada mole a seguir la eslcla que iba dejando en las azules aguas la hélice del remolcador.
Marcos, hijo único del capitan, era tambien un amigo nuestro, un alegre i simpático camarada. Nunca el proverbio « de tal palo tal astilla » habia tenido en aquellos dos seres tan completa confirmacion. Semejames en lo físico i en lo moral era aquel hijo el retrato de su padre, contando el mozo dos años mas que yo que tenia en ese entónces veintiuno cumplidos.
Deliciosa fué aquella travesía. Bordeamos la isla por el lado sur i, a medio dia, habiamos fondeado en la ensalada, término de nuestro viaje. Descargada la lancha, despues de una faena pesada i laboriosa, esperamos el nuevo cargamento que, debido a no se qué imprevista dificultad no estaba aun listo para proceder a su embarque, cosa que puso de malisimo humor al capitan. A la verdad, sobrábale razon para disgustarse; pues, el tiempo, tan hermoso por la mañana cambió al caer la tarde súbitamente. Un nordeste que refrescaba por instantes picaba el mar azotándolo con violentísimas ráfagas i, fuera de la caleta, arremolinábanse las olas en torbellinos espumosos. El cielo de un gris de pizarra, cubierto por nubes mui bajas que acortaban considerablemente el horizonte tenia un aspecto amenazador. En breve la lluvia empezó a caer. Fuertes chaparrones nos obligaron a enfundarnos en nuestros impermeables mientras comentábamos la intempestiva borrasea. Aunque la calma del océano i el enrarecimiento del aire nos hicieran aquella mañana presentir un cambio de tiempo, estábamos, sin embargo, mui lejos de esperar semejante mudanza. Si no fuese por el apremio del transatlántico i las perentorias órdenes recibidas hubiéramos esperado, al abrigo de la caleta, que amainara la violencia del temporal.
Llegó por fin el ansiado cargamento i procedimos embarcado a toda prisa, mas, aun cuando todos trabajamos con ahinco para apresurar la operacion ésta terminó, al anochecer, en un crepúsculo mui corto, inmediatamente dejamos el fondeadero con el remolque: la enorme i pesada lancha en cuya popa i bancos distinguíamos las siluetas del patron i de los cuatro terneros, destacándose como masas borrosas a traves de la lluvia i de los copos de espuma que arrebataba el viento huracanado de las crestas de las olas.
Todo marchó bien al principio miéntras estuvimos al abrigo de los acantilados de la isla; pero cambió completamente en cuanto enfilamos el canal para internarnos en el golfo. Una racha de lluvia i granizo nos azotó por la proa i se llevó la lona del lulda que pasó rozándome por encima de la cabeza como las alas de un jiganteseo petrel, el pájaro mensajero de la tempestad.
A una voz del capitan, asido a la rueda del timon, yo i el timonel corrimos hácia las escotillas de la cámara i de la máquina i estendimos sobre ellas las gruesas lonas embreadas, tapándolas herméticomente.
Apénas habia vuelto a ocupar mi sitio junto al guarda-cable, cuando una luz blanquecina brilló por la proa i una masa de agua se estrelló contra mis piernas impetuosamente. Asido a la barra resisti el choque de aquella ola, a la cual siguieron otras dos con intervalos de pocos segundos. Por un instante creí que todo habia terminado, pero la voz del capitan que gritaba aproximándose a la bocina de mando: ¡Avante, a toda fuerza!, me hizo ver que aun estábamos a flote.
El casoo entero del « San Jorje » vibró i rechinó sordamente. La hélice habia doblado sus revoluciones i lo chasquidos del cable del remolque nos, indicaron que el andar era sensiblemente mas rápido. Durante un tiempo que me pareció larguisimo la situacion, se sostuvo sin agravarse. Aunque la marejada era siempre mui dura, no habíamos vuelto a embarcar olas como las que nos asaltaron a la salida dal canal i, el « San Jorge », lanzado a toda máquina manteníase bravamente en la direccion que nos marcaban los destellos del faro desde lo alto del promontorio que domina la entrada del puerto.
Pero esta calma relativa, esta tregua del viento i del océano cesó cuando, segun nuestros cálculos, estábamos en mitad del golfo. La furia de los elementos desencadenados asumió esta vez tales proporciones que nadie a bordo del « San Jorje » dudó un instante subre el resultado final de la travesía.
El capitan i el timonel, asidos a la rueda del timon, mantenían el rumbo enfilando el nordeste que amenazaba convertirse en huracan. En la proa un relampagueo contínuo nos indicaba que el enfurecido oleaje aumentaba en intensidad fatigando al barquichuelo que se enderezaba a cada guiñada con gran trabajo. Parecía que navegábamos entre dos aguas í el peligro de irnos por ojo era cada vez mas inminente.
De pronto la voz del capitan llegó a mis oídos por encima del tragor de la borrasea: ¡Antonio, vijila el cable del remolque!
Sí, capitan, le contesté, pero una racha furiosa me cortó la palabra obligándome a volver la cabeza. La linterna colgada detras de la chimenea arrojaba un débil resplandor sobre la cubierta del « San Jorge » iluminando vagamente las siluetas del capitan i del timonel. Todo lo demas, a proa i popa, estaba sumerjido en las mas profundas tinieblas i de la lancha separada del remolcador por veinte brazas, que era la lonjitud de la espía, sólo percibíase esa pálida fosforescencia que despiden las olas al chocar contra un obstáculo en la oscuridad. Pero los chasquídos del lirante cable indicaban claramente que el remolque seguia nuestras aguas, i aunque no podíamos verlo sentíamos que estaba ahí, mui próximo a nos, otros, envuelto en las sombras cada vez mas densas de la media noche.
De pronto, entre el fragoroso estruenda de la borrasca, me pareció oir un ruido sordo i persistente por el lado de estribor. El capitan i el timonel debieron tambien percibido, porque a la luz de la linterna ví que se volvían a la derecha i se quedaban inmóviles, escuchando, al parecer, el estrano ruido con grandísima atencion. Trnscurriemn así algunos minutas i aquellas sordas detonaciones semejantes a truenos lejanos fueron creciendo i aumentando hasta ml punto que ya la duda no fué posible: el « San jorge » derivaba hácia los bajíos de la Punta de Lavapié.
El estrépito de las olas rodando sobre el temible i peligroso banco ahogó mui pronto con su resonante i pavoroso acento todas las demas voces de la tempestad.
No sé que pensarian mis compañeros, pero yo asaltado por una idea repentina dije en voz baja, temerosamente: El remolque es nuestra perdicion. En ese preciso instante rasgo las tinieblas un relampago vivisimo alzándose unánimemente en el remolcador i en la lancha un grito de angustia: ¡El banco, el banco!
Cada cual habia visto al producirse la descarga eléctrica, destacarse una superficie blanquecina salpicada de puntos oscuros a ¡tres o cuatro cables del costado de estribor del San jorje. Los comentarios eran inútiles. Todos comprendíamos perfectamente lo que habia pasado. La gran superficie que la lancha semi descargada oponía al viento no solo disminuia la marcha del remolcador sino que tambien llegaba hasta anulada por completo. Desde que salimos del canal no habíamos avanzado gran cosa siendo arrastrados por la corriente hacia el banco que creíamos a algunas millas de distancia. En valde la hélice multiplicaba sus revoluciones para impusarnos adelante. La fueran del viento era mas poderosa que la máquina i derivábamos lentamente hacia el bajío cuya proximidad ponia en nuestros corazones un temeroso espanto. Solo una cosa nos restaba que hacer para salvarnos: cortar sin perder un minuto el cable del remolque i abandonar la lancha a su suerte. Virar en redondo para acercarnos a Márcos i sus compañeros era zozobra infaliblemente apénas las olas nos cojiesen por el flanco. Para nuestro capitan el dilema era terrible: o perecíamos todos o salvaba su buque enviando su hijo a una desastrosa muerte.
Este pensamiento prodújome tal conmocion que olvidando mis propias angustias solo pensé en la horrible lucha que debía librarse en el corazon de aquel padre tan cariñoso i amante. Desde mi puesto, junto al guarda cable percibía su ancha silueta destacarse de un modo confuso a los débiles resplandores de la linterna. Aferrado a la barandilla trataba de adivinar por sus actitudes, si ademas de esas dos alternativas él veia una tercera que fuese nuestra salvacion. ¡Quién sabe si una audaz maniobra; un ausilio inesperado o la caida brusca del nordeste pusiesen feliz término a nuestras angustias. Mas, toda maniobra que no fuese mantener la proa al viento era una insensatez, i de ahí, de las tinieblas, ninguna ayuda podia venir. En cuanto a que ami, norase la violencia de la borrasca nada, ni el mas leve signo hacíalo presajiar. Por el contrario recrudecía cada vez mas la furia de la tormenta. El estampido del trueno mezclaba su redoble atronador al bramido de las rompientes; i el relámpago desgarrando las nubes amenazaba incendiar el cielo. A la luz enceguecedora de las descargas eléctricas ví como el banco parecia venir a nuestro encuentro. Algunos instantes mas i el San Jorje i la lancha se irian dando tumbos por encima de aquella vorájine.
Entónces, dominando el ensardecedor estrépito se oyó la voz atronadora del capitan que decia junto a la bocina de mando: -¡Carga las válvulas!
Una trepidacion sorda me anunció un momento despues que la órden se habia cumplido. La hélice debia jirar vertijinosnmente porque el casco del remolcador jemia como si fuera disgregarse. Yo veia al capitan revolverse en su sitio i adivinaba su infinita desesperacion al ver que todos sus esfuerzos no harian sino retardar por algunos minutos la catástrofe.
De improviso se alzó la escotilla de la máquina i asomo por el hueco la cabeza del maquinista. Una ráfaga le arrebató la gorra i arremolinó la nevada cabellera sobre su frente. Asido al pasamanos permaneció un instante inmóvil miéntras rasgaba las tinieblas un deslumbrador relámpago. Una ojeada le bastó para darse cuenta de la situacion i esforzando la voz por encima de aquella infernal baraúnda, gritó: —¡Capitan, nos vamos sobre el banco!
El capitan no contestó i si lo hizo su réplica no llegó a mis oídos. Trnscurrió así un minuto de espectucion que me pareció inacabable, minuto que el maquinista empleó sin duda en buscar un medio de evitar la inminencia del desastre. Pero el resultado de este exámen debió serle tan pavoroso que, a la luz de la linterna suspendida encima de su cabeza, vi que su rostro se demudaba i adquiria una espresion de indecible espanto al clavar sus ojos en el viejo camarada, a quien el conflicto entre su amor de padre í el deber imperioso de salvar la nave confiada a su honradez mantenía anonadado, loco de dolor junto a la rueda del gobernalle.
Pasaron algunos segundos: el maquinista avanzó algunos pasos agarrado a la barandilla i se puso a hablar, esforzando la voz, de una manera enérjica. Mas, era tal el fragor de la borrasca que sólo llegaron hasta mi palabras sueltas i frases vagas e incoherentes... resignacion... voluntad de Dios... honor... deber...
Sólo el fin de la arenga percibílo completo: — Mi vida nada importa, pero no puede Ud. capitan hacer morir a estos muchachos. El anciano se referia a mi, al timonel i al lagunero cuya cabeza asomábase de vez en cuando por la abertura de la escotilla.
No pude saber si el capitan respondió o nó al llamamiento de su viejo amigo, porque al mujido de las olas que barrían el banco se mezcló en ese instante el retumbo violento de un trueno. Creí llegada mi última hora; de un momento a otro íbamoaa a tocar fondo i empezaba a balbucear una plegaria cuando una voz que reconocí ser la de Márcos, se alzó en las tinieblas por la parte de popa. Aunque mui debilitadas oi distintamente estas palabras: - ¡Padre, cortad el cable, pronto, pronto!
Un frio estremecimiento me sacudió de piés a cabeza. Estábamos al final de la batalla e íbamos a ser tumbados i tragados por la hirviente sima dentro de un instante. La figura de Marcos se me apareció como la de un héroe. Perdida toda esperanza, la entereza que demostraba en aquel tranca hizo acudir las lágrimas a mis ojos. ¡Valeroso amigo, ya no nos veríamos mas!
El « San Jorje » asaltada, por olas furiosas empezó a bailar una infernal zarabanda. Como un gozquecillo entre los dientes de un alano, era sacudida de proa a popa i de babor a estribor con una violencia formidable. Cuando la hélice jiraba en el vacio rechinaba el barco de tal modo que parecia que todo él iba a disgregarse en mil pedazos.
Cegádo por la lluvia que caia torrencialmente me mantenía asido al guarda-cable, cuando la voz estentórea del maquinista me hirió como el rayo: -¡Antonio, coje el hacha! Me volvi hácia la rueda del timon i una masa confusa que ahi se ajitaba me sacó de mi estupor. Mas bien adiviné que vi en aquel grupo al capitan i al anciano debatiéndose a brazo partido sobre la cubierta. De súbito vislumbré al maquinista que desembarazado de su adversario se abalanzaba hácia, popa esclamando: —¡Antonio, un hachazo a ese cable, vivo, vivo!
Me agaché de un modo casi inconsciente i alzando la tapa del cajoncillo de herramientas aferré el hacha por el mango, mas, cuando me preparaba con el brazo en alto a descargar el golpe, la luz de un relámpago mostrándome en esa actitud acusadora reveló mi propósito a los tripulantes del remolque. Escuchá un furioso clamoreo: ¡Cortan el cable, cartan el cable! Asesinos! Malditos! Nó, nó!...
Entretanto yo, espoleado por aquellos gritos i ansioso por concluir de una vez descargaba sobre el cable furíbundos tajos, hasta que de pronto, algo semejante a un tentáculo con un sordo chasquido se enroscó en mis piernas i me arrojó de bruces sobre la cubierta. Me enderecé en el momento que el maquinista desaparecia por la escotilla despues de gritar al timonel: —¡Proa al faro, muchacho!
Busqué con la vista al capitan i distinguí su silueta junto al guarda cable. Bastole un segundo para, dar con el cortado trozo de la espía i lanzando un grito desgarrador: Marcos, Marcos!, se apoyó sobre la borda, balanceándose en el vacío. Tuve apénas tiempo de asirle por una pierna i arrebatándolo al abismo rodamos junto sobre la cubierta entablando una lucha desesperada entre las tinieblas. Forcejeábamos en silencio: él para desasirse, yo para mantenerlo quieto. En otras circunstancias el capitan me hubiera aventado como una pluma, pero estaba herido i la pérdida de sangre debilitaba sus fuerzas. En su combate con el maquinista su cabeza debió chocar contra algun hierro, porque creí sentir varias veces que un líquido tibio, al juntarse nuestros rostros, goteaba de su cabellera. De súbito cesó de debatirse i con las espaldas apoyadas en la borda quedamos un instante inmóviles. De repente empezó a jemir: —Antonio, hijo mio, déjame que vaya a reunirme con mi Marcos. I como yo estallara en sollozos exaltándose por grados, prosiguió: -¡Malvado, sentí los hachazos, pero no fué el cable... ¿oyes? lo que cortó el filo de tu hacha: Nó, nó... fué el cuello de él, su cuello lo que cortaste, Verdugo! ¡Ah! tienes las manos tenidas de sangre!... Quítate, no me manches, asesino!
Sentí un furioso rechinar de dientes i se me echó encima lanzando feroces alaridos: - ¡Ahora te toca a tí!... ¡Al banco, al banco!
La locura habia devuelto al capitan sus fuerzas i haciéndome perder pié me alzó en el aire como una paja. Tuve durante un segundo la vision de la muerte, fatal e inevitable, cuando una ola abordando por la proa al « San Jorje », se precipitó hácia la popa como una avalancha, derribándonos i arrastrándonos a lo largo de la cubierta. Mis manos, al caer, tropezaron con algo duro i cilíndrico i me aferré a ello con la enerjia de la desesperacion. Cuando aquel torbellino hubo pasado, me encontré asído con ámbas manos al trozo de cable del remolque: en cuanto al capitán, habia desaparecido.
En ese instante se abrió la puerta de la cámara i asomó por ella el piloto de el « Delfin ».
- Capítan, dijo, ya la marea toca a la pleamar: ¿Levamos ancla?
El capitan hizo un signo de asentimiento i todos nos pusimos de pié. Habia llegado el instante de volver a tierra í mientras nos aproximábamos a la escala para descender al bote, nuestro amigo nos dijo:
— Lo demas de la historia carece de interes. El « San Jorje » se salvó i yo, al dia siguiente, me embarcaba como grumete a bordo de el « Delfin ». Han pasado ya quince años... Ahora soi su capitan.