El saludo de las brujas/Primera parte/VII

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Inmolación[editar]

Al llegar Rosario a su gabinetito amueblado con virginal sencillez, la esperaba una visita: repantigado cómodamente en el sofá, leía un periódico Gregorio Yalomitsa en persona.

-No me darás hoy el chasco como ayer, paloma querida -exclamó el bohemio al ver a Rosario-. Pero, ¿qué es eso? Vienes muy desemblantada... ¿Estás enferma?

-No -respondió ella con forzada sonrisa-. Un poco de jaqueca... Ya se pasará.

-¡Jaqueca! ¡pch! Las mujeres dan una cada mañana e inventan otra cada noche... Y las jaquecas de las muchachas, ya sabemos cómo se curan... Sarito, perla oriental, ¡me parece que te traigo yo el remedio de la jaqueca!

Diciendo así, Yalomitsa reía de buena fe, con risa inocente y semisalvaje. Si el bohemio pudiese sospechar que, en efecto, tenía en sus manos en aquel instante el destino de tan noble y linda criatura, en vez de hablar, capaz sería de arrancarse la pecadora lengua. Nadie que registre su propia historia dejará de encontrar en ella alguna página irónica parecida a la que Yalomitsa estaba viviendo; un día en que con intención cariñosa hirió en el corazón a la persona que más amaba; otro en que, pensando dañar a un enemigo, le allanó el camino de la suerte. Por otra parte, el error que iba a cometer Yalomitsa se explicaba sin dificultad. ¿Cómo podía sospechar que la víspera Felipe había ofrecido su mano a Rosario, ni adivinar que sus palabras iban a ser comentario vivo de los funestos vaticinios del pintor? Creía Yalomitsa dar un paso altamente diplomático, y se frotaba las manos y sacudía la enmarañada melena, como un niño -¡y qué otra cosa era el bohemio!- a quien le sale de oro una diablura...

-Sarito -empezó- déjate de remilgos; entendámonos, que sólo aspiro a hacerte bien... Canta claro, tórtola... o no vuelves a oírme en el violín los Gnomos. No te pongas colorada..., no te eches a adivinar. Aquí sale el argumento. ¡Atención! ¡Felipe María está muerto por ti... y tú creo que no le matarás a desdenes!

-Yo... -protestó Rosario.

-Te digo que te quiere Felipe, y que tú le quieres a él... y si no le quisieses, de rodillas a tus pies caería Yalomitsa para pedirte que sí le quieras mucho. Siempre el cariño de una mujer como tú es regalo y bendición del cielo para un hombre; pero hay ocasiones de ocasiones, y no puedes imaginarte, lucero, el favor que harás a Felipe ahora atrayéndole y sujetándole a tu lado. Tú no sabes lo que pasa... Yo te enteraré, hermosa, yo te enteraré... y conspiraremos para esta buena obra. ¡Una obra de caridad!

-Venga la explicación -ordenó Rosario casi imperativamente.

-Verás... ¡curiosilla! ¿Te acuerdas del origen de Felipe?

-¡Ah! ¿De eso se trata? -dijo estremeciéndose la chilena.

-De eso. Felipe, nuestro Felipe, ha tenido la desgracia de nacer en las gradas del trono... de eso que llaman el trono, y que es un potro de tormento y una picota ignominiosa. Por suerte de Felipe, anularon el matrimonio de sus padres, y le quitaron así la tentación de andar pretendiendo. Mas la ambición, que deshizo la tela, ha vuelto a urdirla. Hay en Dacia un pillo que se llama Stereadi y un bobo que se llanta el duque de Moldau...

-Adelante, adelante, Yalomitsa...

-Ten paciencia, gitana... A ese pillo y a ese tonto, que son jefes de dos partidos importantes, se les ha puesto aquí hacer rey a Felipe. ¿Comprendes? ¡Nada menos que rey! ¡Como si no estuviese al quite para defenderle Gregorio, que le tuvo en brazos de chiquillo, y que no quiere verle tan desgraciado y tan ridículo como su padre! Porque a su padre también le conocí: fui su amigo íntimo, cuando no era más que príncipe de Dacia, y muchos, muchos escalones le separaban del trono maldito... Pero verás tú lo que hace el diablo: se mueren los dos hijos del Rey; el Rey también espicha, ¡y le sucede Felipe Rodulfo! Una catástrofe. Imagínate tú que Felipe Rodulfo era el pícaro más feliz de la tierra. ¡Esposo de la Flaviani, a quien adoraba, padre de Felipe, que era monísimo, loco por el arte, con una inteligencia para la música!... ¡Qué conciertos recuerdo yo en aquella casa! Todos los jueves iba Listz... La vida más encantadora que puede soñar un hombre. Y me lo arrebatan de su hogar, y me lo llevan a Dacia, a ese país de montañas peladas y de gente feroz... muy poético, todo lo que gustes... Pero inhabitable... y reine usted, y olvídese de que tiene familia, amigos... Y anulan el matrimonio, y a la madre de Felipe la cubren de vergüenza, y a Felipe María me lo declaraban bastardo... y a Felipe Rodulfo me lo casan con una princesa de la rama de Edelburgo, una mujer como un palo seco, de la cual no tuvo hijos... y le remachan el grillete de rey... ¡Y ahora salimos conque les hace falta Felipe para sus chanchullos políticos, y sin más ceremonias nos le quieren robar! ¡Bueno fuera! ¡Tú y yo lo impediremos!... -añadió estrechando las manos de la chilena-. Tú y yo... Es preciso que os caséis, ¿lo oyes, chiquilla? Y os casaréis ¡voto a bríos! Y casado contigo, no le hacen rey de Dacia, ni de bastos... La historia de la Flaviani fue buena para una vez... ¡No se anula tan fácilmente un matrimonio contraído en toda regla, bajo las leyes de Francia! ¡No se repite a cada veinte años la farsa del repudio de una mujer intachable!

-Pero, por Dios, Yalomitsa -preguntó Rosario, con una tranquilidad que asustaría al que leyese en su pensamiento-; ¿no se encontrará usted sugestionado con la aprensión de un imaginario peligro? Felipe María ha vivido muchos años ajeno a la idea de que nadie se acuerde de él para la sucesión al trono. Jamás le he oído mentar cosa semejante. Me parece que ve usted visiones.

-Sarito, tú no entiendes palotada de política -respondió majestuosamente el bohemio, guiñando con malicia el ojo derecho, mientras el otro sonreía y brillaba-. Hija mía, la política da muchas vueltas... Mientras nosotros dormimos y roncamos y ni nos acordamos de esa arpía. Ya te dije que hay en Dacia un pillo y un menso; que ambos quieren servirse de Felipe, bajo pretexto de que representa la causa de la independencia, la causa nacional... Lo sé de cierto. Uno de ellos vino en persona a París...

-¿Le ha visto usted? -dijo ansiosamente Rosario.

-¡Ya lo creo! Parece una lechuza... Es el vejestorio... El otro no vino; comisionó a un buen peje, Sebasti Miraya... Como que se dirigieron a mí para que Felipe María les recibiese en audiencia (así dijeron los muy serviles)...

-¿Y les recibió? -insistió la chilena.

-En su casa.

-Y... ¿qué resultó de la entrevista?

-Que les ha regalado unas calabazas monumentales. ¡No; si Felipe conoce lo que le conviene!

-¿Ha rehusado, dice usted?

-Solemnemente.

-¿Cuándo?

-Hace cuatro días.

Rosario calló. Concordaba fechas, y la verdad se le aparecía, más que clara, refulgente. Felipe María no pensaba casarse con ella, hasta que el mensaje de Dacia le presentó la tentación de la corona. Para atarse las manos y no retroceder, para quemar las naves, en una palabra, buscaba a Rosario. No era el amor ciego y victorioso, sino la reflexiva cautela, lo que inspiraba a Flaviani su declaración bajo el cedro en el jardín. Sus mismas pa labras, que la muchacha descifraba ahora, lo probaban sobradamente. Bien decía Viodal: a Rosario le tocaba desempeñar el papel de la rémora, del obstáculo. Por ella y a causa de ella no alcanzaría Felipe el puesto a que tenía derecho hereditario. ¡Y qué puesto! Rosario entendía que ninguna aspiración podía compararse a la que renunciaba Felipe. ¡Reinar! ¡Un rey! ¡Sonora y misteriosa palabra, envuelta en púrpura y en oro!

La vieja sangre española hablaba en Rosario; el rey era sacro santo, era la majestad y el derecho, la persona a quien todos deben amor y abnegación, el dueño de vidas y haciendas... Después de Dios, el rey, y abajo del rey, ninguno... Al par que la española de raza, entusiasmábase la hija de Chile al saber que Felipe representaba, en su patria, la independencia... ¡La independencia! ¡Cuánta sangre vertida por ella; la del mismo padre de Rosario, que había muerto exhalando ese mágico grito! ¡Un rey! Felipe podía ser un rey, si no se echaba al cuello la cadena de un absurdo enlace... ¡Ah, Felipe María! ¡Rosario te salvará, y tú no sabrás nunca cuánto te ha querido la mujer que va a rehusar tu mano, que a su vez va a colocarse en la absoluta imposibilidad de hacerte daño, de atravesarse en la senda de tu grandeza y tu gloria!

Con uno de esos arrebatos humorísticos que a veces provoca el exceso de dolor, Rosario se rió. La risa era crispada, agria, discordante, pero Yalomitsa la tradujo a su manera.

-Ríete de los mochuelos... ¡Las despachaderas que les dio Felipe!

-De ellos me río, Gregorio -declaró, levantándose y paseando por el gabinete-. ¿Habían de poder más que nosotros? ¿Cuándo prevaleció nadie contra el arte, el arte sublime y divino? Yo he nacido artista, Gregorio, y artista moriré: sólo con un artista puedo unirme, sólo la vida del arte me lisonjea. Te prometo hacer a Felipe mucho bien, Gregorio... Ahora abre ese piano y toca ahí la música de la danza del chal... Estoy tan alegre, soñando en mi boda, que tengo ganas de bailarla.

Con un movimiento súbito, Rosario arrancó la flecha de oro que sujetaba su moño, y se desciñó la faja roja de crespón, para que hiciese de chal. Acordábase de la escena del final de Gioconda, y sentía no poder clavarse un cuchillo, muy agudo, que partiese de golpe el corazón, para que cesase de latir y de doler... Arqueando los brazos y cogiendo la faja por ambos extremos, comenzó aquella danza lenta y provocadora, de lánguidas inflexiones, que a veces tiene un giro rápido, como vuelo repentino de ave que se lanza al azul del cielo, y recae fatigada, columpiándose en una rama. Los negros cabellos sueltos exhalaban, al flotaren el aire, embriagador perfume de violeta, y la cabeza, echada atrás, oscilaba al ritmo suave del baile exótico... Yalomitsa reía candorosamente, hiriendo las teclas, mientras la banda roja describía espirales y venía a enroscarse al talle cimbrador de Rosario...

Al siguiente día, en la edición de la mañana del periódico La Actualidad, sección de los Ecos, que Dauff firmaba con el pseudónimo Topaze, se leían dos noticias: la salida para Vlasta del ilustre duque de Moldau, consultado con un célebre facultativo, y la boda concertada de un joven de novelesco y alto origen, con una beldad a quien servían de marco «los cuatro elementos», y de pedestal el arte... Y aquella noche, en la bandejita del correo, encontró Rosario una carta de letra desconocida; sólo contenía estos renglones:

«Si no es usted ambiciosa y quiere de veras a Felipe Leonato, no se case usted con él. Y si es usted ambiciosa, lo mismo, pues casado con usted no le queda esperanza de llegar a ninguna parte».

Rosario sonrió amargamente al arrugar la carta y arrojarla con su sobre a la encendida chimenea. No era necesario el aviso, Sebasti Miraya; no hacía falta ninguna. Antes de recibir tu anónimo estaba bien decidida Rosario. Inútil añadir grados a la calentura de abnegación que la abrasaba. Tu aviso, Miraya, era un rasgo de habilidad; era contar atrevidamente con la generosidad de una mujer, cuya alma habías leído en su rostro; pero tu aviso llegaba tarde. Hecho un rebujo, cayó en el fuego, y en cada fragmento del papel se encendió una chispa de llama; tostados ya, adivinábanse aún letras.

En el espíritu de Rosario no quedaba, desde antes de leer el anónimo, ni sombra de incertidumbre, ni rastro de egoísta vacilación. Era preciso despejar la senda por donde marchaba Felipe, y pronto, y alegremente, o al menos con tal ficción de alegría que engañase a los más perspicaces. Y Rosario, llamando a su criada, dio varias órdenes terminantes y repetidas, pidió un ponche de rom y se acostó temprano. Al otro día se levantó febril, pero disimuló las huellas de la lucha moral con esos artificios de tocador que en la juventud son infalibles y después de pasada la juventud contraproducentes. Bañada, fresca, divinamente peinada, se vistió un traje flojo de lana blanca, que sujetó al talle con un cinturón de cuero bordado de turquesas. Preparada así, subió al estudio y encontró a Viodal esfórzandose por rehacer la borrada cabeza de la Samaritana, inspirándose en la de una modelo, una jovencilla hermosa, pero de líneas poco nobles.

Se interpuso la sobrina de Viodal, y dijo afablemente a la pobre muchacha:

-Por hoy se ha terminado la sesión. Puede usted retirarse.

Apenas hubo descendido la caja de vidrio, volviose hacia el sorprendido pintor y exclamó con alarde de queja mimosa:

-¿De cuándo acá, tío Jorge, tienes tú para ese cuadro más modelo que tu Sarito? ¿Qué traiciones son estas? ¿Crees que me dejaré suplantar resignada?

-Hija mía -contestó el artista manifestando extrañeza-, no me parecía decoroso que la futura nuera de una testa corona da anduviese rodando por las Exposiciones..., en traje de hija de Samaria y de pecadora... El arte tiene sus fueros, pero no llegan a tanto. Yo respeto tu decoro.

-Mi decoro, y sobre todo, mi gusto, es que aproveches esta pobre cabeza, que no sirve para otra cosa, en tus cuadros.

-Para el tiempo que había de aprovecharla, Sari...

-Si tú quisieras... la aprovecharías toda la vida.

Viodal se incorporó, cogió de las manos a su sobrina, la llegó a sí, y mirándola de cerca y con inquietud, exclamó vivamente:

-Tú tienes algún disgusto grave, Rosario... En el eco de tu voz conozco las ganas de llorar, y que las reprimes... ¿Qué sucede? Vamos, explícate, sin cortedad...

-Tío, lo que sucede... Mira, sucede que estoy arrepentida de haber pensado en bodas. Te sobraba razón: era un desatino. Ni yo le convengo a Felipe María de Leonato... o de Flaviani... ni él me conviene a mí.

-Vamos -dijo Viodal chanceándose-, monos tenemos; riñitas de novios.

-No, tío, yo no gasto monos, ni riñas; hablo en serio... hasta cuando me río, hasta cuando canto y bailo. He reflexionado... también reflexiono... y antes se hundirá la bóveda celeste que casarme yo con Felipe María.

-Querida, siéntate -suplicó tiernamente Viodal-. Serénate; tus manitas arden. Me parece que tienes fiebre... ¿A ver? Vaya... -murmuró, aplicando la palma de la mano a las sienes de su sobrina-. Calentura, pulso alterado, de fijo... ¿Qué te ha hecho tu novio? -añadió frunciendo las cejas.

-Nada, tío, nada. No he visto más a Felipe desde que hablé aquí contigo. Di orden de que si venía a preguntar por mí, le dijesen que estoy indispuesta y que no recibo a nadie. Créeme; lo que me pasa es que he reflexionado. ¿Soy incapaz yo de hacerme cargo de las cosas? Tus advertencias eran el Evangelio: lo he reconocido, y se acabó. Para mí, como si Flaviani no hubiese existido nunca.

-¿Pero... sigues... queriéndole? -preguntó Viodal resistiendo heroicamente a sus impresiones de insensato júbilo.

-No sé -declaró Rosario-. A veces creo que te quiero más a ti. El dejarte era una ingratitud que, al fin y al cabo, me hubiese hecho desgraciada; a bien que no llegué a cometerla. Si me estimas, olvidemos este episodio... y tómame por modelo... y... y por lo que quieras... ¡Por lo que quieras!

-Piensa bien lo que dices, Rosario -balbuceó Viodal, sintiendo que no acertaba a dominarse-. No eres una niña que desconozca el sentido de las palabras que pronuncia. Tienes ya veintidós años cumplidos, y te has educado... un poco a la norteamericana. Yo paso de cuarenta. Soy un viejo. Si me haces soñar y después me despiertas... ¡Ah! Rosario, me das la muerte...!

No parecía en aquel momento Viodal ni viejo, ni siquiera un hombre maduro. Las arrugas y las tintas amarillentas que un padecimiento hepático había extendido sobre su cara larga y huesosa, inteligente y entristecida, desaparecían como por encanto al conjuro de la pasión. Sin duda era, más que un viejo, un envejecido, y la fuente del sentimiento corría viva y fresca debajo del marchito follaje de otoño. Ardorosas ilusiones transformaban su cara, chispeando en sus ojos castaños, llenos de luz, y dilatando sus labios todavía sinuosos y turgentes. La austeridad del método que Viodal había practicado, se revelaba en aquella fuerte y sana emoción, delatando un organismo rico aún de savia vital.

-También te daría la muerte al apartarme de ti -declaró Rosario, que necesitaba exaltarse en la abnegación-. No tengas miedo, no te despertaré. Yo sí que soñaba... disparates. Tú me abriste los ojos. No será Rosario Quiñones quien sirva de estorbo a mi marido. Yo estaba ciega. Ahora veo... ¡te veo a ti!

Una dulce mirada, límpida, inconmensurable como el sacrificio, completó la frase y envolvió al pintor, que con timidez suma se había aproximado a su sobrina, ocupando el ángulo del amplio diván, en esa posición que ni es estar sentado ni acabar de arrodillarse. Los que nunca esperaron una dicha grande la reciben, cuando llega, sin esa embriaguez y esa arrogancia provocativa y graciosa de los acostumbrados a ser felices. Viodal notaba en sí impulsos de pedir perdón a Rosario; de cuanto podía inspirar la seductora Samaritana, lo único que en aquel momento advertía el pintor era una compasión, una dolorosa piedad, como la que sienten las madres a la cabecera del hijo enfermo. El momentáneo arrebato amoroso declinaba a efusión espiritual, purificada, melancólica. Fue preciso que la misma Rosario alargase la mano, tomase la de Jorge, la acercase a su rostro y la besase santamente.