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El saludo de las brujas/Segunda parte/I

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Ercolani

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El nido en que se refugiaron Rosario y Felipe María cuando a este le condenaron los médicos completar la curación de su grave herida respirando aires de campo, es una villita, de construcción y fecha reciente, pero, como veremos, de antiguo estilo, enclavada en el pedazo de paraíso que forma la península de Mónaco, ceñida en torno por el cinturón de terciopelo turquí del Mediterráneo. En tan diminuto Estadillo, con su ejército de muñecas que no llega a cien soldados, se reúne más gente rica, antojadiza y desocupada que en los ámbitos de una gran nación; y las quintas y las villas construidas por hábiles especuladores o por millonarios hartos del mundanal ruido y ansiosos de quietud, son, en su género, obras de arte, realzadas por una espléndida naturaleza que no abruma con su exuberancia como la de los trópicos; un paisaje todo armonía y luz, todo nobleza de líneas y suavidad de tonos, unas olas y unas playas finas que evocan los sueños claros y ligeros de la Grecia clásica.

La villita se encontraba más próxima a Rocabruna que a la capital de Mónaco, en una de las gentiles escotaduras del golfo de Génova; y si a sus espaldas se extendía, trepando por las vertientes de la montañuela, un bosque poblado de cedros, limoneros, palmeras y olivos, los jardines iban descendiendo por medio de una serie de terrazas escalonadas, hasta la playa misma, anfiteatro de rubia arena, que, como el engaste de un zafiro, cerca una ensenadilla siempre dormida, siempre transparente azul.

El que había erigido la villa Ercolani -así se llamaba- no era un industrial deseoso de sacar buen rédito al capital invertido, y que por consiguiente emplea materiales de segunda y construye a la malicia, sino un magnate escocés estrafalario y lunático, dotado de esa imaginación impulsiva y sin rédito que suelen tener los hijos del Norte, cuando gastan el lujo de tener imaginación. Cansado de las nieblas, de las románticas leyendas y los polares inviernos de su dura patria; detestando hasta el nombre de Walter Scott y María Estuardo; jurando que en Escocia no se podía vivir, porque todo se volvían historias de asesinatos y cabezas cortadas; renegando de los melancólicos lochs y de aquellos tristes macizos graníticos erizados de picos y cortados por sombríos desfiladeros, de las siniestras bahías y de los áridos valles casi horizontales que ellos llaman glens; entenebrecida el aleta por la salvaje rudeza de Caledonia, creyó disipar los negros vapores que la envolvían residiendo en un país que ni tuviese crónicas, ni tradiciones, ni recuerdos; un país joven, apacible, meridional; y para mejor olvidar las brumas y los espectros de la tierra alta, propúsose saturarse de paganismo, según sus manías estéticas, que le proponían como ideal la cultura helénica y latina. En realizar el capricho se gastó bastantes millones el señorón. Viajó por Italia y Grecia; dirigió excavaciones; desenterró o compró a peso de oro estatuas, columnas, mármoles y mosaicos, y no aprobó el plano de la villa hasta que le pareció digno de su ensueño. El resultado fue maravilloso. Los fragmentos, los restos arqueológicos que en las salas y galerías de los Museos parecen tan fríos y tan descabalados, adquirieron, al destacarse sobre un cielo purísimo, al lucir sobre un intenso fondo de vegetación, todo su encanto peculiar. La columna de alabastro acanalada, con su capitel de intrincadas volutas, se alzó firme y briosa, entre el follaje de los gradados y los mirtos. El vaso de rotas asas, con su bacanal esculpida en alto relieve, se completó al engalanarlo una caprichosa enredadera; y el busto de Pan, o la figurilla de la Ninfa agreste, parecieron vivos y hablaron misterioso lenguaje bajo la tibia sombra de los árboles cubiertos de dorado liquen, o en el fondo de la gruta donde las peñas rezuman el hilo sutil de agua cristalina.

Con estos despojos de una edad artística, la villa ganó lo único que falta al ideal país de Mónaco: algo que recuerde el pasado, algo histórico, pero que no evoque memorias de dolor y de sangre, sino de nobleza, poesía y heroísmo.

En memoria del templo de Hércules, que se cree existía donde hoy está Mónaco, el escocés impuso a su locura el nombre de villa Ercolani. El palacio es exactamente una antigua villa romana, con elementos griegos en la ornamentación -lo cual sucedía en muchas del Lacio-, y tiene una distribución tan bella como racional y lógica, superior a la de las casas modernas, y que apenas se concibe cómo hoy no se restaura. No le faltaba ni su vestíbulo, donde hacían la guardia dos esfinges de jade, ni el desahogado atrio que cerca espaciosa columnata, con el impluvio que recoge el agita llovediza del compluvio, y el terso estanque, donde se supone que el visitador ha de lavarse los empolvados pies; ni el peristilo con otro estanque y otra columnata más fina y gallarda aún que la primera, ni el triclinio con su nínfeo en el centro, mirando al jardín, vista que realza el pórtico y sus cuatro estatuas de bronce, auténticas, encontradas en el lugar donde es tradición que se celebraban los juegos ístmicos, cerca del bosque de pinos consagrado a Neptuno. Delante del pórtico se escalonaban las terrazas, declinando suavemente hacia el mar.

Tenían estos palacios de la gran Roma, sobre nuestros edificios modernos, la ventaja de la respiración. Eran viviendas con pulmones; aspiraban el aura vital en sus múltiples patios descubiertos, y bebían la regalada frescura de sus estanques y fuentes: aire y agua a discreción. El escocés quiso reproducir fielmente y hasta el último ápice la villa romana, pero ni el mismo Vinckelmann lo conseguiría, pues hay exigencias modernas imprescindibles, y el más clásico no se alumbra hoy con aceite en lámparas de bronce, ni pasea por mar en una birreme con velas de púrpura, de esa forma escultural que se observa en la nao de Caronte. Al que quiere revivir el pasado, siempre habrá algo que le llame al presente con la voz irónica de la realidad.

En el mobiliario, sobre todo, viose precisado el escocés a transigir con lo que detestaba; no logró, por más fuerza que hiciese, por más dinero que derrochase, amueblar la villa Ercolani como podría estarlo la de Horacio o la de Augusto. Esto trastornó su no muy sana cabeza. Cada nota contemporánea que sorprendía en Ercolani, le causaba accesos de furor. Llegó al extremo de despedir a un criado porque dejó un periódico sobre la mesa de jaspe sostenida en ancas de león de bronce -de las antiguallas más auténticas que la villa encerraba-. Un día que cierto célebre artista inglés, rival de Leighton, calificó la villa Ercolani de «bonito pasticcio», su dueño pidió el coche, hizo la maleta y abandonó para siempre aquellos lugares donde se dejaba malgastada la mitad de su caudal. Ya casi arruinado por la villa, hundido después a causa de otros despilfarros no menos fantásticos y estupendos, hubo de vender por un pedazo de pan la folie, y el fondista de Mónaco que la adquirió empezó a hacer buen negocio alquilándola muy cara por dos años a Felipe María Flaviani, para quien acababa de descubrir aquel verdadero tesoro Sebasti Miraya, el periodista.

La luna de miel de Rosario y Felipe era llena, radiante, deliciosa: tenía el aroma y la forma perfecta de una de las áureas naranjas que con la mano podían cogerse desde las gradas de amarillento mármol lesbio del pórtico. Habían llegado a Ercolani de una sentada desde París, sin querer detenerse en Ventimiglia ni en Niza, haciendo el viaje con las manos asidas y los ojos en los ojos, sonriendo sin querer, en el transporte de una dicha de esas que no se miden. Hasta que descansaron en la villa, no se dieron cuenta de lo que pasaba, ni paladearon gota a gota la impresión, realmente inefable para los enamorados, de encontrarse juntos, solos y lejos del universo. Nadie como ellos podía apreciar el valor del apartamiento; venían deseosos de huir, no tanto de la gente, como del ruido. La gente, desde el momento en que Rosario, con ciega intrepidez, se instaló a la cabecera de Felipe moribundo, fue despedida en la antesala por el inteligente Adolfo, que, al aliciente de las propinas de Miraya, supo dejar con un palmo de narices a los curiosos, a los noticieros de periódico, y hasta a los amigos de Felipe, sin más excepción que Yalomitsa, y, por supuesto, Miraya también; Miraya, que aprovechó aquella desgracia para crearse un puesto propio en la casa de Felipe y en la intimidad de Rosario, a quien ayudó en la asistencia, velando como ella todas las noches. De lo que deseaban emanciparse era del bullicio parisiense, del vértigo de una populosa capital, y de aquella repentina celebridad de sus amoríos, compuesta de todos los elementos de ironía, escepticismo, curiosidad malévola y fingido interés -lo que más hiere y lastima el corazón-. Estorbábales también en París la sombra de Jorge Viodal, desesperado, enfermo, y, por último fugitivo. El pintor había acabado por irse a Mallorca, no pudiendo soportar la vergüenza y el dolor de que su sobrina habitase bajo el techo de Felipe, y el remordimiento de haberla impelido a este paso hiriendo al joven Flaviani. Mensajes y cartas fueron inútiles para conseguir que Rosario volviese a su hogar: estaba resuelta a no moverse del lado de Felipe, y así se lo hizo saber a su tío en terminantes palabras. Convencido ya Viodal de que no salvaría a Rosario, levantó la casa y desbarató el estudio. Acrecentaba su perenne tristeza la vista de los «Cuatro elementos» abandonados desde que la chilena faltaba de allí; las flores secándose, los peces subiendo muertos, panza al aire, a la superficie del acuario; las aves con el bebedero vacío, y hasta el fuego mal encendido, con leña verde. Antes Rosario cuidaba de los menores detalles, vigilando e inspeccionando a encargados y sirvientes, y ahora el pintor, a las preguntas de estos, sólo contestaba encogiéndose de hombros, como si dijese: «Todo me es igual. Ya puede llevárselo el diablo». -Al fin, en uno de esos saltos repentinos de la voluntad exasperada por un constante suplicio, Viodal cortó las tradiciones queridas de su existencia, y vendió cuanto adornaba el taller: la ninfa del acuario, la soberbia chimenea, los tapices, hasta las flores... Fueron llevándose poco a poco aquellos objetos familiares que cada uno encerraba mil recuerdos, y había recogido, por decirlo así, el amado ambiente de Rosario. Sin más equipaje que sus pinceles, dejando el famoso cuadro de la Crucifixión enrollarlo en la boardilla, donde depositó unos cuantos muebles que no pudo vender, Viodal salió de parís y se embarcó para las Baleares, donde esperaba domar con el ejercicio y anestesiar con el aire libre esa inquietud punzante que nos impulsa a mudar de sitio sin mudar de dolor.

Fue la retirada de Viodal anterior a la mejoría decisiva y completa de Felipe. Aún yacía este en la meridiana, sin fuerzas, ojeroso, demacrado y con los labios pálidos, cuando el pintor abandonó a París. Al reponerse Flaviani, al cicatrizarse su terrible herida, al empezar a dar algún paseo en coche por las calles del bosque de Bolonia, que ya hermoseaba la primavera, supo la desaparición de su vencedor y rival. Observó a Rosario y no vio en sus ojos ni sombra de pena cuando contó Yalomitsa cómo habían sido dispersados los «Cuatro elementos». Era, sin embargo, el ayer de la chilena, lo santo de su vida, lo alegre y lo puro de su juventud, eso que algún comprador desconocido y antojadizo acababa de llevarse en el cáliz de una rosa o en la pluma de un pájaro... A los dos minutos, Rosario charlaba y reía, sin aludir a la conversación pasada.