El saludo de las brujas/Segunda parte/VIII
Monárquica
[editar]Fue servido Felipe a medida de su recóndito deseo; Rosario y Miraya le empujaron, le estimularon, pacientes y optimistas, anunciándole toda clase de bienes, tolerando en silencio sus arranques de enojo. A la hora señalada, tal vez minutos antes, Felipe subía al coche y tomaba las riendas, con Esteban al lado, por precaución: Miraya había preferido el cómodo asiento interior, sin responsabilidades. Así, erguido en el estrecho pescante, con la irreprochable corrección de su traje claro, con la distinción enteramente moderna y afinada de su cabeza y de su actitud, con la diminuta boutonnière blanca y roja florecida en su ojal, con la ortodoxa posición de sus manos, que calzaba flexible guante de amarilla gamuza -antes que heredero de una corona y que sale a buscarla, parecía Felipe uno de tantos de esa clase numerosa, mal definida, en que caben desde el caballero de industria hasta el más legítimo y empingorotado aristócrata- la clase de los sportmen, creación de una edad en que se rinde culto al lujo disfrazado de ejercicio físico, y en que, así como en la Edad Media se tenía a menos no poder romper una lanza, se tiene en poco al que no es capaz de dominar un caballo con la rienda o con el freno.
Desde el vestíbulo, Rosario vio salir el coche, y tuvo valor para despedirlo con una sonrisa y un ademán enteramente cordial. Así que, al ruido y volteo de las ruedas, el batir de los cascos del fogoso y soberbio tronco, sucedió un silencio plomizo, total, un silencio que envolvió de súbito el alma de Rosario como una sábana de nieve, la chilena, lentamente, cruzó el vestíbulo, atravesó el atrio y el peristilo, pasó bajo el pórtico sin volver la cabeza para mirar a los faunos, que, inalterables, reían con regocijo malicioso; salió a los jardines, dejándose caer en su sitio favorito, en el asiento de jaspe, bajo la dorada sombra del templete, y recostó la frente en el respaldo del banco de mármol, tibio del calor del día. ¡Ah! ¡Qué instante de reposo aquel!
Había creído Rosario que al ausentarse Felipe María, dejándola sola por primera vez una tarde entera, la esperaba un dolor furioso, una especie de convulsión moral; y se asombraba al advertir que sentía, por el contrario, como una especie de amargo alivio, una tranquilidad de muerte, pero, al cabo, tranquilidad. Las almas resueltas, predispuestas al heroísmo hasta por ley de herencia -el padre de Rosario había dado gustoso su vida por la independencia de su patria- saben beber así, de un trago, sin repugnancia, el cáliz del sacrificio. Rosario no titubeaba; no conocía el desfallecimiento. Tristeza, sí; una tristeza inmensa, que empapaba su alma como la hiel empapa la esponja por todos sus poros y ojillos. Aquel lugar, lleno de memorias, aquella atmósfera vibrante aún de amor y de ilusión infinita, aumentaban el sentimiento de fatiga y de indiferencia hacia todo, que invadía a Rosario. El templete era tan lindo como antes: las verdes enredaderas trepaban con la misma gracia airosa enroscando sus delgadas columnitas, pulimentadas por los siglos; al través de los intercolumnios se veía el mar, tan cerúleo y apacible como siempre -mar que, al parecer, no conocía las tormentas que también azotan el alma humana-; la decoración era igual que cuando llegaron a Ercolani, la mañana inolvidable en que Felipe, enajenado, no sabía desprenderse de su cuello ni soltar sus manos, ni dejar de beber su aliento con sed inextinguible; pero, ¿dónde estaba ya la rosa amorosa, aquella flor de esplendor tan breve? El poeta tenía razón; había que respirarla cuando el rocío matinal la impregnaba aún; que después...
Lo singular es que Rosario no por eso acusaba a Felipe. Un sentimiento tan completo y profundo como el de Rosario permite estados morales contradictorios: la pasión es casi siempre, en medio de su vehemente exclusivismo, un fenómeno complejo, y al alma en ella está como el niño en el columpio, tan pronto en el suelo como por las nubes. Rosario, maestra en el arte de depurar y limpiar de toda sombra la imagen de Felipe, se entregaba -a aquella misma hora, primera de su soledad, mientras apoyaba la frente en sus brazos y sus brazos en el mármol- a la consideración de lo que pasaría en su alma si, en vez de ser abandonada por una corona, lo fuese sencillamente por otro amor. Y su sangre española, su sangre de fuego, hervía a esta sola idea, como lava. ¡Ah, entonces! Rosario se complacía, con trágico deleite, en figurarse el caso, y ya se veía empuñando el cuchillo, descargando el certero golpe... Tenía fuerzas para hacerlo, fuerzas sobradas, valor irreflexivo y ciego, el empuje salvaje de la manola, que antes quiere ver muerto lo que ama, que perdido indignamente. Pero no se trataba de eso. Rosario -sin que en tal convicción tuviese parte alguna la vanidad- comprendía que su atractivo era lo suficiente para no temer rivalidades, y que no podía otra mujer disputarle la victoria. Distinto sentimiento llenaba en el corazón de Felipe María todo el lugar que no ocupaba ella... Cuando los labios pálidos de su amante temblaban; cuando se dilataba su nariz, y por sus ojos azulinos cruzaba cierta lumbre fosfórica, ya sabía Rosario qué ideas causaban estos síntomas: conocía la enfermedad, inciada hacía tiempo, desarrollada lentamente, de marcha segura y cada vez más rápida, instinto primero, obsesión después, y ya posesión entera y absoluta del ser de aquel hombre, en cuyas venas residía el germen del mando y la tradición del puesto aparte entre los demás hombres. Inútiles habían sido los remedios, vana la resistencia: poco a poco, sin crisis agudas, la ambición había ido labrando en Felipe, y ya le absorbía por completo, de la cabeza a los pies, a pesar del último y casi desgarrado velo de recato que aún intentaba poner entre su voluntad y los hechos...
Y Rosario -hay que repetirlo- no le acusaba. Ni aún daba a la pasión violenta de Felipe el severo calificativo de ambición. Era la legítima reivindicación de un derecho -del derecho más alto y más grandioso de la tierra-. ¿No se había inmolado ella, de antemano, a este derecho, vinculado por la sangre en Felipe? ¿No había arrojado por la ventana su honra y su felicidad, su dignidad y su orgullo de mujer, resignándose a no ser más que el pasajero capricho de algunas horas, la humillada, la abandonada luego? ¿Qué no valdría lo que tanto costaba?
Sepultada en aquella honda y muda pena, paladeando el ajenjo a sorbos continuos, sin rechazarlo ni aun de pensamiento, Rosario miraba hacia el mar, como pidiendo a aquella superficie serena el secreto de la resignación que exigen los sacrificios totales. La energía desplegada hasta entonces por Rosario, ¿qué era en comparación de la que iba a tener que desplegar en lo sucesivo? Rara vez, en los primeros momentos de abrazar una resolución decisiva y terrible, se tienen bien medidas sus consecuencias. No alcanza la imaginación a abarcar todas las combinaciones de la suerte. Se supone que un salto no es más que un salto, gigantesco, loco, pero salto al fin... y no se presume lo que sigue al salto: los miembros ensangrentados y rotos, los crueles dolores, el amargo martirio de sobrevivir a la caída... Cuando Rosario, liándose a la cabeza su mantilla de blonda, sin cambiarse los zapatitos finos, pisando la nieve pura, había volado a la cabecera del lecho de Felipe María herido de muerte, mal podía representarse la serie de sucesos que se derivarían de aquel: la asistencia, la convalecencia, el idilio trágico en la Ercolani; pero, sobre todo, lo que no supo presentir, fue otra cosa que apenas se había confesado a sí misma, que todavía en aquel momento de reflexión desesperada no quería aceptar como un hecho, y que de tal manera complicaba su destino. Bien lo recordaba Rosario: con el arrojo de la juventud, al instalarse a la cabecera de Felipe, se decía a sí propia: «Hay para todo mal, para el mayor daño, un supremo remedio...». Y he aquí que la suerte -o Dios, porque Rosario volvía a notar el fondo de fe religiosa de su raza- disponía de tal modo los acontecimientos, que le quitaba esa pronta y decisiva solución, la que había de coronar heroica y terriblemente la abnegación de su alma... No tenía Rosario derecho a morir; y al comprenderlo así, un estremecimiento desesperado corría por sus nervios, y una titula surgía en su conciencia, haciéndola oscilar hasta su misma raíz. ¿Cabía prescindir de este nuevo dato? ¿Tenía derecho a disponer de otro destino, asociándolo a la catástrofe del suyo?
Hubo un instante en que tal suposición pareció a Rosario el mayor de los absurdos y hasta de los crímenes. Levantando la cabeza, irguiéndose, fuerte en su santa energía repentina, vio otro horizonte nuevo: felicidad tranquila y absoluta, lejos de las sugestiones de la ambición: una situación normal, idéntica a la de los demás seres humanos que en su camino no han tropezado con la corona... Y sus ojos, en vez de abismarse en lo infinito del mar, recorrieron el templete y las perspectivas del jardín, y su fantasía acogió un sueño delicioso, una esperanza de dicha consagrada por el deber más dulce y adorable de los deberes... Rosario conocía su fuerza. Miraya tenía razón: esta fuerza era incalculable; no se había gastado ni disminuido por concepto alguno: podía ejercitarla y recordar a Felipe sus explícitas proposiciones de matrimonio; resistencia o vacilación en Felipe, no la imaginaba siquiera: comprendía que a su primer reclamación, Felipe pagaría la deuda con la puntualidad estricta del jugador que entrega su última moneda de oro, aun cuando haya de suicidarse en el acto a la salida de la casa de juego. Y aquello era la seguridad del porvenir, y Rosario veía sucederse los años, en la tranquila posesión de su hogar, entre la consideración social, en la plenitud de los afectos lícitos, madre feliz, disfrutando caricias y halagos que envidiarían, si capaces fuesen de envidia, los ángeles del cielo...
Rosario se incorporó sacudió la cabeza y volvió lentamente a la villa. Comió sola, sin apetito, abstraída, dominada por la idea seductora que se apoderaba gradualmente de su espíritu. Al caer la tarde, no pudiendo resignarse a esperar en la sala, pidió mi abrigo, un capaz de seda gris, y tomó el camino del sendero por donde había de volver el coche. Andaba despacio, a fin de hacer más breve la espera. La luna alumbraba la senda, y las luciérnagas despedían, entre los perfumados matorrales, tenues reflejos verdosos, como de agua, que recordaron a la sobrina de Viodal, en aquella hora crítica de su vida, los Cuatro elementos, el acuario, la elegante inclinación de la Dríada de mármol volcando su urna, de donde eternamente fluía un chorro inmóvil. Llegó hasta el ribazo donde habían esperado ella y Felipe a Miraya la víspera, y por involuntaria rutina, se sentó en el mismo lugar, sobre la yerba todavía hollada. Allí aguardó, hasta que el ruido de las ruedas y el trote recio y algo desigual de los caballos anunciaron la llegada del coche.
Al verla, Felipe dejó las riendas a Esteban y saltó a tierra precipitadamente, movimiento que imitó con la pesadez de su rechoncha persona Miraya; y los dos hombres, como si no acertasen a reprimirse, sin conciencia de lo que hacían, transportados, prorrumpieron en exclamaciones:
-¡Rosario! ¡Ah, si vieses! -decía Felipe.
-¡Qué día! ¡Qué hermoso día! -confirmaba Miraya. -Es imposible que te formes idea.
-Ha sobrepujado a nuestras esperanzas todas, todas.
-Es que en realidad tuvo mucho de delirante... ¿Verdad, Miraya?
-Sí, en ciertos momentos yo temía por Vuestra Alteza...
-¡Ah! No, no había miedo -declaró Felipe respirando fuerte y cogiéndose del brazo de Rosario, como si necesitase apoyo para soportar el peso de una emoción potente, abrumadora. La chilena le miraba, y a la clara luz de la luna y al reflejo de los faroles del coche, detenido súbitamente, notaba la transfiguración de su rostro, la exagerada fosforescencia de sus ojos, semejante al reflejo misterioso de las luciérnagas entre los matorrales... Jamás, ni en los instantes de efusión más apasionada, había visto así Rosario aquella cara fina y viril a la vez, dúctil como cera, en que tan visible huella marcaban las impresiones de todo género -cara nerviosa, inestable como el agua-. Por fin, después de tanto tiempo, Felipe aceptaba, con los brazos abiertos, con un impulso de todo su ser, la lucha y el triunfo; y su cabeza, orgullosamente erguida, pareció a Rosario más alta sobre los hombros. Él, entretanto, no cesaba de exclamar, estrechando el brazo de la chilena.
-¡Si vieses! ¡Si vieses! Nunca esperé...
-¿A ver, a ver?... ¿Qué pasó? -preguntaba ella ansiosamente, poseída de curiosidad febril, olvidada ya de sus propósitos, de cuanto no fuese aquella emoción avasalladora.
-¡Una cosa espléndida, increíble! -explicó Miraya, vibrando de gozo-. Aún me tiembla el cuerpo, señora, porque las grandes alegrías parecen epilepsias. El Casino, atestado de una concurrencia brillantísima; la sala de conciertos, que no cabía un alfiler... Y, sin embargo, a nuestra llegada, empieza a alzarse un rumor que va en crescendo, que zumba como el viento, como el mar, y las olas humanas nos rodean y se abren para dejar paso al Príncipe, y las cabezas se descubren, y las manos se tienden, y las señoras luchan por acercarse... La orquesta, ante aquel imponente ruido, calla; y cuando el Príncipe llega cerca del estrado, el director -Dorokali, un albanés- se inclina hasta el suelo, se vuelve, hace una seña, levanta la batuta..., ¡y rompen a tocar el himno dacio, de Ulrico el Rojo! Entonces la explosión es completa: la gente electrizada, estalla en aclamaciones; se precipitan, aclaman al Príncipe, ¡y hasta a mí me vitorean! ¡Hasta a mí!
-¿Eran de Dacia? -murmuró Rosario con afán.
-¡De Dacia y de todas partes! ¡Si es lo que me ha extrañado, si es mi gran asombro! ¡Un auditorio cosmopolita, contagiado de entusiasmo, gritando, apostrofando, agitando pañuelos! ¡Nuestra causa es ya europea, yo bien lo sabía! ¡Europea!
-¿Te han vitoreado, Felipe? ¿Te han vitoreado mucho?
-Miraya puede decirlo... -contestó él con voz enronquecida-. ¡Si estoy medio sordo aún...!
-¡Nada, señora, era un delirio, un frenesí!... ¡Y no había allí más que gente escogida, elegante, difícil de entusiasmar! ¡Pero se ha roto el hielo! ¡Se me olvidaba!: las señoras, engalanadas con ramitos de flor blanca y roja. Muchas se los quitaron y se los echaron al Príncipe alfombrando el suelo... ¡Flores y más flores! Mire usted cómo viene ese coche...
Rosario miró. Hasta aquel instante no lo había notado: la caja, en efecto, estaba atestada de flores finas; mazos de rosas, de lilas, de azaleas, de gardenias y narcisos; enormes ramos de orquídeas y de tulipanes, se hacinaban en el estrecho fondo, desbordándose por todos lados, inundando de esencia el aire. Y Miraya cogía las flores, las removía, deshojándolas con sus gruesos dedazos, repitiendo la escena de Mónaco, tapizando el suelo a los pies de Felipe. Entonces Rosario, a su vez cogió uno de los ramos y lo arrojó al paso de su amante, en un transporte un posible de describir, y más aún de analizar. Hubiese querido arrojarse ella misma, arrodillarse y saludarle rey; y en aquel instante de embriaguez singular, de absoluto olvido de sí misma, de alegría en el martirio, nada podía prevalecer contra el intenso, el profundo placer de considerar ya a Felipe María distinto de los otros hombres, sagrado y ungido por esa especie de divinidad en lo humano: la realeza. ¡Sangre de rey! ¡Derechos reales! ¿Cómo podía haber prescindido un instante Rosario de que Felipe era un ser aparte, sometido a otras leyes y a otras exigencias que los demás? Lo que importaba al resto de los mortales era indiferente a Felipe y, en cambio, intereses misteriosos, sacrosantos, iban adheridos a su persona...
Miraya continuaba dando suelta a la emoción:
-Claro es que los lacios gritaban más... El conde de Nakusi estaba como loco, y al resonar, después del canto de Ulrico, el himno nacional albanés, trepó a una silla, para que desde allí se le viese agitar el sombrero... ¡Qué hermoso día; qué hermoso día! Costó un trabajo muy grande disuadir a los dacios arrebatados de júbilo y de amor, de que escoltasen a Felipe María con coches y a caballo, hasta la Ercolani... pero no se pudo evitar la manifestación en la terraza y en los jardines, ni que un grupo, capitaneado por Nakusi, rodease el carruaje en el momento en que Su Alteza subió a él...
-¡Hasta Nordis me aclamaba! -murmuró Felipe.
-¿Nordis estaba allí? -preguntó con extrañeza y dejos de inquietud Rosario.
-Allí estaba ese pez... Los de Aurelio se nos han pasado todos: ¡si ya no hay disidencias! -declaró Miraya que, sin embargo, pronunció esta frase con menos aplomo-. ¡Y el Príncipe ha estado admirable, señora, admirable de todo punto!, ¡inspirado! Al despedirse... cuando oyó gritar «¡Viva nuestro Príncipe!», respondió así: «¡Viva Dacia!». «¡Viva la independencia!». No sé si me creerá usted... ¡pero se me humedecieron los ojos!