El saludo de las brujas/Segunda parte/XIV

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Dunsinania[editar]

Tres o cuatro días hacía que Miraya, alojado en Mónaco, en el hotel donde estaban preparadas las habitaciones de su Alteza Real Felipe María de Leonato, esperaba la llegada de este, anunciada todas las mañanas por un lacónico billete, y suspendida por otro todas las tardes. El agente del ilustre hombre público Stereadi empezaba a darse al diablo. Aquellos retrasos no le hacían ni pizca de gracia, valga la verdad. ¡Sí, gracia! Hasta puede asegurarse que le desesperaban, que le sacaban de quicio. «Qué mala está de arrancar la muela», decía para sí. Y chasqueando la lengua contra el cielo de la boca, a estilo de inteligente que paladea un vino delicioso, añadía: «No es milagro. La chilenita vale un Perú. ¡Es tan gran mujer, una mujer de oro! Pero me parecía a mí que no había de ponernos dificultades; tenía yo barruntos de que cumpliría como buena hasta el fin. ¿Será que ahora, en el epílogo...?».

Discurría así Miraya, a tiempo que acababan de servirle una taza de café, en la terraza del hotel, y un camarero le presentaba, abierto, un cajón de escogidos puros: todo por cuenta del hospedaje del Príncipe. Cuando se disponía, rumiando sus preocupaciones, a hacer fiesta a café y cigarros, oyó, a sus espaldas, la voz respetuosa del camarero... Que estaba allí el señor conde de Nakusi, que quería verle en seguida, y rogaba que pasase el señor al salón...

-¿Por qué no vendrá aquí? Otro maniático como su ínclito tío el Duque -refunfuñó Miraya, rechazando con mal humor la taza llena-. Cualquier bobería: de fijo.

Apenas hubo entrado el periodista en el gran salón del hotel, y saludado a Nakusi, cambió de parecer: la agitación del Conde, la precipitación con que se levantó de la butaca y corrió hacia él, lo entrecortado de su acento, le descubrieron que no se trataba de una nimiedad, de algún almuerzo o concierto, sino de cosa muy grave.

-¡Stt! Hablemos, pero bajito... Las paredes oyen en estos malditos hoteles! -exclamó Nakusi-. Ahora, ahora mismo, salimos para la Ercolani...

-¿Pero qué ocurre? -preguntó el periodista con ansia.

-Ocurren novedades gordas... ¡Quizá la vida del Príncipe...! -tartamudeó Nakusi, que podía respirar apenas.

-¿Su vida? ¿Eh? ¿Cómo su vida?

Y Miraya se sentía palidecer y notaba que se le enfriaban las manos.

-Su vida... Escúcheme... He recibido una carta...

-¿De su tío de usted? -preguntó Miraya, reaccionando y con descortés ironía.

-No, de mi tío, no -contestó el joven oficial, frunciendo el entrecejo, y adoptando, a pesar de lo crítico del momento, tono de altanería involuntaria-. Del intendente de unas tierras mías, donde son colonos y pastores los padres de Esteban, el que fue cochero de Su Alteza hasta hace poco...

-¿Y eso, qué? -insistió Miraya.

-¡Paciencia! Mi intendente me pide justicia... Parece que el padre de Esteban apareció cadáver al pie de un muro...; y que a consecuencia de este suceso, la madre llamó a su hijo...; Esteban acudió...

-De mala gana, hay que decir la verdad, porque no quería separarse del Príncipe... -advirtió Miraya, que empezaba a entrever confusamente algo extraño.

-De mala gana, en efecto... Pues bien; Esteban, según mis noticias, también ha sido muerto... a cuchilladas, en riña, en la feria... pero aquí está lo grave; mi intendente cree que el lance fue provocado, y que los tres o cuatro matones que se encargaron de despachar al infeliz cochero, eran conocidos en el país por agentes políticos de... de los enemigos de nuestra causa.

-¡Del duque Aurelio! -exclamó Miraya con ira.

-¡No! ¡Eso no puede decirse! ¡Eso no puede creerse! -protestó dolorosamente Nakusi-. El Duque no había de ordenar ciertas cosas; ¡es un noble, es un militar, es un héroe!

-¡Tararí! -canturreó con impertinencia el periodista-. Bueno, quedamos en que no era el Duque... pero lo cierto es que han escabechado a ese pobrecillo de Esteban... Y, ¿con qué objeto...? ¿Qué tiene que ver...?

Como Nakusi, torvo y crispado, callase, Miraya se golpeó la frente de súbito.

-¡Ah! ¡Adivino! ¡Para colocar otro cochero en casa del Príncipe! El Conde sacudió enérgicamente la cabeza, echando a Miraya una ojeada de arriba abajo, desdeñosa y mofadora; y, remachando el clavo, murmuró:

-Cochero que, por más señas, ha entrado en casa del Príncipe a instigación y, por recomendación expresa del señor Sebasti Miraya. Sí, señor; los tontos podremos decir las tonterías; pero es axiomático que ustedes, los hombres de talento, son quienes las hacen. Sólo por los ojos zainos que tiene y por aquella cicatriz, no admito yo a semejante cochero, dándole el puesto de confianza, entregándole la vida de Su Alteza.

-¡Traía tan buenos informes! -alegó Miraya, sobrecogido a pesar de su petulancia y aplomo.

-Informes de su destreza... que es consumada... pero no de su pasado, no de su historia, no de la cicatriz que le cruza el rostro... ¿No le ha dicho a usted ese bellaco que no había estado en la guerra nunca? Pues la hizo toda... ¡oiga usted bien!, ¡como espía! y le señalaron en la cara por infamarle, habiéndose librado de ser fusilado gracias a su coraje y a su audacia... En fin, no perdamos tiempo. Vamos los dos en persona, sin dilación, a la Ercolani y escoltemos al Príncipe, como es nuestro deber y purguemos la casa de ese bandido. Yo no me había atrevido nunca a acercarme a la Ercolani... por... por respeto... y no sólo respeto al Príncipe... sino... a otra persona... ¡a una señora! Hoy, es distinto. Iré de cabeza... Venga usted, ya llega mi coche... ¿No tiene usted revólver? No estaría de más cogerlo...

Cuando Miraya se encaminaba a la puerta, diose de pronto una palmada en la frente.

-Es inútil ir, Conde... El Príncipe debe de estar llegando a Mónaco.

-¿Qué dice usted? -gritó Nakusi.

-El billete de ayer disponía que si hoy, por la mañana, no se recibía aviso en contra, a las cuatro de la tarde estaría aquí Su Alteza... Son las tres y minutos... Mientras vamos...

-¡No importa! ¡No importa! ¡Razón de más! Le encontraremos en el camino...

Y Nakusi bajó corriendo las escaleras, seguido de Miraya, que apenas tuvo tiempo de coger su sombrero, dejado encima de una silla. Mientras los dos suben al coche y el cochero arrea a los caballos, que salen, no al trote, sino al galope, otro carruaje, un fino faetón inglés de guiar, de dos ruedas, marcha en sentido contrario por el camino pintoresco que, desde la Ercolani y siguiendo el borde del mar, conduce a Mónaco. Felipe María, desde la misma puerta de la villa, ha entregado las riendas a Alejo, y este brega por igualar y contener a los dos magníficos y rebeldes potros color flor de romero -un pelo que, según opinión de los inteligentes, denuncia condición falsa y traidora, mientras los alazanes reúnen a la fogosidad la nobleza-. Fijándose sólo en la estampa, el tronco flor de romero era lindísimo. Bajo la claridad del sol, el pelaje de los dos hermosos brutos parecía de seda color rosa pálido, con visos y ondas de plata gris; y sus crines rutilantes, sus delicados remos, sus acopados cascos, sus formas mórbidas, de elegante curvatura, los hacían semejantes a los caballos del sol, esculpidos en alto relieve por los artistas de la Hélade. Cualquiera que no tuviese el ánimo tan abrumado de preocupaciones como lo tenía en aquel instante Felipe, seguiría con interés la lucha entre el hábil cochero y el tronco, aquel día más que nunca inquieto, impaciente y hasta enfierecido ante el menor obstáculo, pronto a espantarse y encabritarse por todo lo que veía, fuese una piedra blanca, fuese un pescador que atravesaba el camino con sus redes al hombro.

Mas Felipe no atendía a los lances de esta batalla, que otras veces le entretenía mucho. Fijos los ojos en el mar, pero sin ver tampoco su azul planicie, sentía aún en el rostro las últimas caricias de Rosario, caricias que eran lágrimas, huella de fuego, húmeda sin embargo -húmeda y quemante. ¡Nunca más! El aire vivo, rápidamente cortado por la carrera de los caballos, secaba en el rostro del futuro monarca las postreras gotas del llanto del amor, y en su cerebro, ligero y casi vacío, sin ideas, como suele estarlo cuando los pulmones respiran activa y copiosamente, sólo campeaba una percepción fuerte, poderosa, absoluta: «No puedo retroceder, no puedo cejar. Pertenezco a mi suerte. Vamos allá, suceda lo que suceda». Iba, sí, iba a su destino, derecho, con los ojos de la mente vendados, para no ver peligros ni dolores; con los oídos tapados, a fin de no escuchar quejas ni voces lastimeras, de las que al pronunciar un nombre reblandecen el corazón... Iba decidido, sabiendo de cierto que abandonaba la ventura, convencido de que no le era lícito disfrutarla desde que había sido saludado rey. Como hoja arrastrada por los remolinos del arroyo, su voluntad ya no conocía más dirección que la de corriente que le impulsaba lejos, lejos de allí, a donde quisiese la fortuna llevarle...

Dos o tres veces los caballos se alborotaron, quisieron desmandarse, y Alejo, sombrío y cejijunto, les fustigó las relucientes ancas, por las cuales corrían estremecimientos de cólera, que hacían rielar la sedosa piel. Si Felipe no fuese tan abstraído, notaría algo extraño en las maniobras del cochero: diríase que procuraba inquietar a los animales, con una provocación sorda y continua, de efecto seguro; y al par que los refrenaba duramente, a golpecitos reiterados, cada vez más fuertes, recalentándoles la sensible boca, toda bañada en espuma, y haciéndoles temblar a veces de dolor -los irritaba con el latigazo injusto, violento, sin causa. El caballo, animal tan capaz de experimentar influjos de simpatía, siente también con vehemencia la antipatía, la protesta, el ciego y desesperado arranque contra la tiranía de un amo. Dóciles, aunque nunca amaestrados, bajo las riendas de Esteban, los generosos potros se volvían esquivos, reacios y traidores bajo las de Alejo, que parecía gozarse en instigarles a la rebelión. Según adelantaban por el camino colgado sobre el arrecife, donde podía ser doblemente peligrosa cualquier defensa del tronco, Alejo, en vez de calmarles con las acciones suaves y conciliadoras de los cocheros prudentes, los excitaba más y más redoblando el castigo y las repentinas sofrenadas. En una huida terrible que dieron de pronto, viose el ligero tren tan al borde del cantil, que Felipe María, saliendo de su ensimismamiento, no pudo menos que exclamar, maquinalmente:

-¡Eh! Alejo, atención... Este sitio no es para bromas.

-No hay cuidado, señor... -respondió el cochero, mirando de soslayo a su amo y conteniendo diestramente al tronco, con movimiento que revelaba tan consumada pericia, que Felipe, tranquilizado, volvió a sepultarse en su absorta contemplación del porvenir. Lo que se desarrollaba ante su imaginación, el panorama de miles de figuras, que adivinaba soñando, no era el cansino cosido como una cinta a la azul faldamenta del mar, sombreado por los copados pinos de horizontal ramaje, y sobre el cual, algunas veces, blanca paloma, se suspendía una villita aislada y solitaria, parecida desde lejos a la Ercolani. Lo que Felipe María iba viendo interiormente eran las olas de la muchedumbre, alborozada y aclamadora; era la vía triunfal, entre gritos de entusiasmo y júbilo; era un palacio de altas techumbres, y, bajo un dosel de seda carmesí, un sillón dorado, rematando en garras leoninas, más elevado que los demás asientos... Y se veía a sí propio, sentado en aquel sillón, dominando a la multitud, mientras desfilaban ante él, inclinándose, militares de uniforme de gala, mujeres hermosas, descotadas, cubiertas de collares y pedrerías, con luengas colas de raso, orladas de armiño, que al deslizarse sobre la alfombra producían un crujido suave, como el que producen al ser arrancados los pétalos de la rosa...

Y eran tan vivas, tan insidiosas estas fantasmagorías, que Felipe María salió como de un sueño profundo al oír al cochero jurar sordamente y restallar la airada fusta, una vez más, sobre las grupas nacaradas de los lindos corceles, enroscándola después con silbido de culebra a su cuello redondo y salpicado de espuma; al advertir que corrían locos, con ese vértigo delirante del caballo que se desboca, y ni atiende ya al látigo ni a la voz, ni conoce otra ley más que su propio frenesí. Felipe entendió el peligro, y el espacio de un relámpago, un segundo, titubeó entre arrojarse al suelo o asir las riendas. Pero a nada tuvo tiempo. Con brusco impulso insensato, desarrollando sobrehumana fuerza y vigor, Alejo volteó hacia la izquierda el tronco, cual se voltea la manilla de un grifo, y mientras los dos caballos, empinados, sublimes de actitud, girando en el vacío y azotando el aire con los remos delanteros, relinchando de espanto, acababan por desplomarse acantilado abajo, cayendo a los peñascos y al mar desde una altura de quince metros, y arrastrando como una pluma el tren, Alejo se lanzaba de costado al camino, sobre el cual quedó boca abajo, desvanecido, aturdido con la violencia del golpe...

Volvió en sí al darle un puntapié Miraya, al triturarle la muñeca con sus dedos de hierro el conde de Nakusi.

-¿Y tu amo?

-¿Y el Príncipe, ladrón, infame? ¿Qué has hecho del Príncipe?...

Nakusi apoyaba el cañón del revólver en la frente del cochero. Pero este se incorporó poco a poco, les miró sin temor, de un modo fijo, siniestro, lleno de salvaje indiferencia, hasta que, en el dialecto de su provincia -que era la misma de Nakusi-, respondió fríamente, como quien sabe las consecuencias de sus acciones y no las rehuye.

-Allí... Allí ha caído.

El Conde, desesperado, rugiendo, se inclinó sobre el precipicio... El cuerpo de Felipe María, retenido por los agudos escollos, no había llegado al mar; estaba debajo, a plomo; con la mano les parecía que podían tocar su destrozada cabeza.