El señor Bergeret en París/Capítulo VIII

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El señor Bergeret hablaba en su estudio con su discípulo Goubin:

—He descubierto hoy en la biblioteca de un amigo un librito raro y quizá único —le decía—. Ya sea porque lo desconozca o porque lo desprecie, Brunet no lo menciona en su manual. Es un pequeño volumen, titulado Caracteres y fisonomías trabadas conforme a los modelos antiguos. Fue impreso en la docta calle de San Jacobo, en el año mil quinientos treinta y ocho.

—¿Quién es el autor? —preguntó el señor Goubin.

—Un parisiense llamado Nicole Langelier —respondió el señor Bergeret—. No escribe tan agradablemente como Amyot, pero se muestra claro y discreto. Me ha complacido la lectura de su obra y he copiado un capítulo muy curioso. ¿Quiere usted oírlo?

El señor Bergeret cogió un papel sobre la mesa y leyó el siguiente epígrafe:


DE LOS TURBULENTOS QUE NACIERON EN LA REPÚBLICA

Goubin preguntó quiénes eran aquellos turbulentos, y el señor Bergeret le respondió que pronto lo averiguaría y que, sin duda, era conveniente no comentar los textos antes de conocerlos.

Y leyó lo siguiente:

"Aparecieron en la ciudad unos hombres que gritaban mucho, y fueron designados con el nombre de turbulentos', porque obedecían a un jefe llamado Turbo, persona de alta alcurnia y de poco saber, con la impericia propia de la juventud. Tenían además los turbulentos otro jefe llamado Cencerro, el cual pronunciaba hermosos discursos y arengas admirables. Había sido lastimosamente arrojado de la República por ley y uso de ostracismo. En realidad, el llamado Cencerro era enemigo de Turbo; cuando éste iba hacia adelante el otro tiraba hacia atrás; pero los turbulentos eran tan locos que ni sabían hacia dónde iban.

"Vivía entonces en la montaña un campesino llamado Grifodemiel, ya viejo, cauto y taimado, experto en el arte de fingir, que se proponía gobernar la ciudad apoyado en los turbulentos, los adulaba, y para que le atendieran suavizaba su voz a estilo de flauta, como lo hace un astuto pajarero que tiende la red y pone la liga. Estaba el buen Cencerro intranquilo y atormentado por aquellas intenciones, con mucho temor de que Grifodemiel le cazara sus pájaros.

"Tres redomados truhanes.

"Por debajo de Turbo, Cencerro y Grifodemiel tenían autoridad entre la caterva turbulenta:

"Veintiún moriscos.

"Un cuarterón de buenos frailes mendicantes.

"Ocho confeccionadores de almanaques.

"Cuatro demagogos, misóginos, xenófobos, xenóctonos, xenófagos.

"Y seis arrobas de hidalgos devotos de Nuestra Señora de Lourdes, en Navarra.

"Como se ve, tenían los turbulentos jefes distintos y contrarios. Eran tiempos difíciles, y como las arpías descritas por Virgilio, que, posadas en los árboles gritaban horriblemente y malbarataban todo lo que yacía debajo de ellas, aquellos malvados turbulentos se encaramaban por las cornisas y pináculos de las hosterías e iglesias, y para molestar a mansalva emporcaban con orines a los burgueses bondadosos.

"Y habían elegido con entusiasmo a un viejo coronel llamado Gelgopolo (el más inepto en el arte de la guerra que pudiera encontrarse y el má sopuesto a toda justicia, despreciador de las leyes augustas), para hacer de él su ídolo y parangón.

Vociferaban por toda la ciudad; ¡Viva el viejo coronel!', y los mozalbetes de la escuela repetían aquellos gritos: ¡Viva el viejo coronel!' "Formaron los turbulentos muchas asambleas y conventículos, en los cuales vociferaban la gloria del viejo coronel con tal vehemencia de garganta que atronaban los aires, y los pájaros que volaban sobre sus cabezas caían aturdidos o muertos. En verdad, era una torpe manía y un frenesí horrible. "Creían los turbulentos que para servir a la ciudad y merecer la corona cívica (la cual está formada solamente por hojas de roble sujetas por un cordoncillo de lanas, y es respetable entre todas las coronas), necesitaban lanzar gritos furiosos y discursos insanos, y que los conductores de carros, los que siegan y recogen la cosecha, los que llevan a pastar los rebaños y los que podan losárboles en este bello país de viñedos y de trigales, de verdes praderas y de frondosos jardines, no sirven a la ciudad, ni tampoco esos compañeros que tallan la piedra y construyen las casas cubiertas con tejas rojas o con finas pizarras, ni los tejedores, ni los vidrieros, ni los canteros que abren las entrañas de Cibeles, y que tampoco la sirven los hombres doctos que trabajan en sus estudios apartados para conocer los secretos de la Naturaleza, ni las madres que amamantan a sus hijos, ni la buena vieja que hila junto a la lumbre y entretiene con cuentos a sus nietecillos. Sólo sirven a la ciudad esos turbulentos, que rebuznan como asnos en feria. Y digamos, para ser justos, que al hacer lo que hacen piensan obrar cuerdamente, porque sin otros elementos que el humo de sus cerebros y el viento de su boca, soplan con brío para el bien público y el provecho común.

"Y no sólo gritaban ¡Viva el viejo coronel!', sino que gritaban también a voz en cuello su amor a la ciudad, con lo cual inferían grave ofensa a los otros ciudadanos, dando a entender que si no se vocifera no se tiene amor a la ciudad materna y al dulce lugar de nacimiento, lo cual es una impostura manifiesta y un insoportable insulto, pues los hombres maman con la primera leche ese amor materno, y es grato respirar el aire natal. Pero había en aquel tiempo en la ciudad y en sus contornos muchos hombres honrados y prudentes, los cuales amaban la ciudad y la República con un amor más entrañable y puro que aquellos turbulentos, porque los aludidos honrados y prudentes ciudadanos querían que su ciudad se conservara prudente y honrada como ellos, floreciera con todos los dones y virtudes y llevara gallardamente en su diestra el cetro de oro que ostenta la Justicia en su mano; querían que fuese risueña, pacífica y libre pero de ningún modo pensaban impulsarla contra la corriente, como pretendían aquellos turbulentos que empuñaban el garrote para despachurrar a los pacíficos ciudadanos y el bendito rosario para mascullar avemarías, con el propósito de mantener la ciudad estúpida y miserablemente sometida al viejo coronel Gelgopolo y a Cencerro. Porque lo cierto era que la querían someter a los frailes hipócritas, mojigatos, santurrones, impostores, piojosos, togados, cogullas, rapados y descalzos, que se comen los santos; mendicantes, sochantres, engañosos y cazadores de testamentos, que entonces pululaban y habían adquirido ya furtivamente, tanto en casas como enbosques, praderas y sembrados, la tercera parte del territorio francés.

"Esforzábanse aquellos turbulentos en dar a la ciudad un aspecto rudo y falto de elegancia porque miraban con odio y disgusto la meditación, la filosofía, todo argumento deducido por sentido recto y fina razón, todo pensamiento sutil; no respetaban más que la fuerza, y aun preferían la fuerza brutal. Así amaban su ciudad y el lugar de su nacimiento aquellas gentes...

En su lectura de aquel texto antiguo, el señor Bergeret se abstenía de pronunciar todas las letras que erizaban su dictado, según la moda del Renacimiento; por instinto, gozaba con las hermosas cadencias de su idioma nativo, se burlaba de las reglas ortográficas como de una cosa despreciable, y, en cambio, sentía el respeto de la vieja pronunciación, tan ligera y tan fácil, que, por desgracia, iba dificultándose y recargándose en nuestra época. El señor Bergeret leía su texto conforme a la pronunciación tradicional; su dicción rejuvenecía y daba novedad a las vetustas frases, cuyo sentido manaba claro y límpido para Goubin, que hizo la siguiente observación:

—Lo que me agrada más en este fragmento es la sencillez del lenguaje.

—¿Está usted seguro? —preguntó el señor Bergeret.

Y prosiguió su lectura:

"Decían los turbulentos que defendían a los coroneles y a los soldados de la República, lo cual era una burla y un escarnio, ya que los coroneles y soldados, que se hallan armados de mosquetes y disponen de artillería y otras máquinas de guerra muy terribles, tienen la misión de defender a los ciudadanos, sin que los ciudadanos, desarmados, hayan de acudir a su vez a defenderlos, porque sería necio imaginar que hubiera en la ciudad gentes bastantes locas para atacar a sus propios defensores; y los hombres honrados y prudentes, enemigos de los turbulentos, pedían sólo que los coroneles permanecieran sumisos a las leyes augustas y santas de la ciudad y de la República. Así, los llamados turbulentos vociferaban sin cesar y no se daban a partido, porque la Naturaleza, avara con ellos, les había negado la claridad del entendimiento.

"Alentaban los turbulentos los odios de las naciones extranjeras, y al solo nombre de dichas naciones o pueblos se les saltaban los ojos de la cara,como cangrejos de mar, de una manera terrible, y agitaban los brazos como aspas de molino; y no había entre ellos pasante de notario ni aprendiz de carnicero que no se propusiese desafiar a un rey o reina o emperador de algún famoso país, y el más humilde gorrero o tabernero, a todas horas, mostraba sus bélicos alardes; pero luego decidía quedarse tranquilamente en su casa.

"Como es cierto que en todas épocas los locos son más numerosos que los cuerdos, al son de los inútiles tambores, gentes de poco saber y entendimiento (las cuales abundan tanto entre los pobres como entre los ricos) acompañaban a los turbulentos y aumentaban así la turbulencia. Fue aquello una barahúnda horripilante que aturdía a la ciudad, mientras la prudente y virginal Minerva, sentada en su templo, para no quedar ensordecida por aquel alboroto de cacerolas arrastradas y papagayos furiosos, tapóse los oídos con la cera que le habían llevado en ofrenda sus muy amadas abejas del Himeto, y así dio a conocer a sus fieles (hombres doctos, filósofos y buenos legisladores de la ciudad) que sería trabajo inútil entrar en sabia disputa y docto combate con los turbulentos y los cencerreadores. Y algunos en el Estado, no los menos, aturdidos por aquella barahúnda, temían que aquellos locos llegasen a trastornar la República y pusieran a la insigne y noble ciudad patas arriba, lo cual hubiera sido una lamentable aventura. Pero llegó un día en que los turbulentos reventaron, porque estaban llenos de aire."

Acabada su lectura, el señor Bergeret dejó el manuscrito sobre la mesa.

—Esos libros viejos dijo— divierten el espíritu y nos hacen olvidar los tiempos actuales.

—En efecto —afirmó Goubin.

Y sonrió, cosa extraña en él, porque no solía sonreír nunca.