El señor Bergeret en París/Capítulo IX
Capítulo IX
Durante las vacaciones, el señor Mazure, archivero provincial, fue unos días a París con varios propósitos: solicitar en las oficinas del ministerio la cruz de la Legión de Honor, hacer investigaciones históricas en los archivos nacionales y conocer el Moulin-Rouge. Antes de efectuar dichos trabajos, al día siguiente de su llegada, a eso de las seis de la tarde, visitó al señor Bergeret, quien le recibió afablemente, y como el intenso calor del día abrumaba a los hombres retenidos en la ciudad bajo los techos sofocantes y en las calles llenas de polvo, el señor Bergeret concibió la feliz idea de ir con el señor Mazure a un merendero del Bosque, cuyas mesas estaban colocadas debajo de los árboles, junto al agua adormecida.
Allí, a la sombra fresca del tranquilo ramaje, mientras tomaban una cena muy bien condimentada, en tono familiar hablaron de serios estudios y de las varias maneras de gozar el amor. Luego, sin saber cómo y por una fatal propensión, hablaron del proceso.
El señor Mazure estaba muy preocupado respecto de este asunto; jacobino por doctrina y por temperamento, patriota como Barére y Saint Just, se había unido a la multitud nacionalista del departamento y vociferado en compañía de los realistas y los clericales —su pesadilla— por el interés superior de la patria y por la unidad y la indivisibilidad de la República. Llegó a entrar en la Liga presidida por el señor Panneton de La Barge; pero como esa Liga dirigió un mensaje al rey, el señor Mazure supuso que no era republicana y empezó a temer que peligrasen las instituciones. En cuanto al hecho, por su costumbre de manejar papeles y con suficiente capacidad para dedicarse a investigaciones críticas no muy dificultosas, le molestaba verse obligado a defender la obstinación de aquellos hipócritas que, para condenar a un inocente, desplegaban en la fabricación y falsificación de documentos una audaciadesconocida hasta entonces. Sentíase rodeado de imposturas, pero no quería reconocer que se había equivocado; sólo espíritus bien templados pueden sentirse capaces de una confesión semejante. El señor Mazure sostenía obstinadamente que estaba en lo cierto, y es justo reconocer que la masa compacta de sus conciudadanos le mantenía apretado, prensado, comprimido en la ignorancia. El estudio del sumario y la discusión de los documentos no llegaron aún a su ciudad que descansa indolentemente sobre las verdes laderas de un río perezoso.
Para evitar que se aclarase el asunto, había en las oficinas del Gobierno y en la magistratura una porción de politicastros y de clericales, a quienes poco antes aún cobijaba el señor Meline bajo los faldones de su levita, y que prosperaban por desconocer a sabiendas la verdad. Aquel grupo escogido, que deslizaba la iniquidad entre los intereses de la patria y de la religión, logró presentarla de manera que pareciese respetable a todos, incluso al farmacéutico radical—socialista señor Mandar.
La vigilancia de un prefecto israelita se oponía en el departamento a la divulgación de los hechos, por muy comprobados que estuvieran. Worms-Clavelin, por la sola razón de ser judío, creíase obligado a favorecer los intereses de los antisemitas con mayor celo del que en su lugar hubiera desplegado un prefecto católico. Ahogó con mano pronta y segura, en su departamento, el nuevo partido de la revisión; favoreció las Ligas de los piadosos engañadores y las hizo prosperar tan maravillosamente que cuando los ciudadanos Francisco de Pressensé, Juan Pischari, Octavio Mirbeau y Pedro Quellard llegaron a la capital de la provincia decididos a discutir con absoluta libertad, creyeron hallarse en una ciudad del siglo XVI. Solamente les salieron al encuentro papistas idólatras que amenazaban con gritos de muerte y querían asesinarlos. Como el señor Worms-Clavelin, convencido de la inocencia de Dreyfus desde el fallo de 1894, exponía sin escrúpulo sus convicciones mientras fumaba un cigarro después de comer, los nacionalistas, cuya causa favorecía, encontraron en él un apoyo leal, ajeno a las convicciones personales.
Aquella actitud resuelta del departamento, cuyos archivos ordenaba, imponía mucho al señor Mazure, ,jacobino apasionado, capaz de cualquier heroísmo pero que (como las muchedumbres heroicas) sóloavanzaba al son del tambor. El señor Mazure no era tonto, y se creía en el deber de explicarse y explicar a los demás sus pensamientos. Después de comer la sopa de verduras, en espera de las truchas, con los codos apoyados en la mesa, dijo:
—Amigo Bergeret, soy patriota y republicano. No sé ni quiero saber si Dreyfus es inocente o culpable; no me interesa. Quizá Dreyfus sea inocente; pero los dreyfusistas, desde luego, son culpables. Al sustituir por su opinión personal un acuerdo de la Justicia republicana, cometen una desconsideración enorme. Además, han agitado a la República, y el comercio padece.
—¡Vaya una mujer bonita! —dijo el señor Bergeret—. Es alta, esbelta y arrogante.
—¡Bah! —opinó el señor Mazure—. Es una muñeca.
—Habla usted muy a la ligera —dijo el señor Bergeret—. Una muñeca viva es un poderoso elemento de la Naturaleza.
—A mí —dijo el señor Mazure— no logran interesarme las mujeres, acaso porque la mía está muy bien formada.
Al decirlo quería engañarse a sí mismo. Se había casado con la criada manceba de sus dos antecesores, la cual, durante diez años vivió aislada,
sin que la honrase con su trato la sociedad burguesa; pero en cuanto se adhirió su esposo a las Ligas nacionalistas del departamento, las personas más distinguidas de la capital la admitieron entre sus relaciones. El general Cartier de Chalmot la trataba con cierta intimidad, y la coronela Despautáres salía siempre con ella.
—Lo que más reprocho a los dreyfusistas —añadió el señor Mazure— es haber debilitado, exasperado, la defensa nacional y haber disminuido nuestro prestigio en el extranjero.
El sol lanzaba sus últimos rayos rojizos entre los oscuros troncos de los árboles.
El señor Bergeret creyó oportuno contestar:
—Considere usted, Muzure, que si el proceso de un insignificante capitán se convirtió en una cuestión política, no fue por culpa nuestra, sino de los ministros que se aferran a un fallo erróneo e ilegal y lo imponen como un programa de Gobierno. Si el ministro de Justicia, en cumplimiento de su deber, hubiera autorizado la revisión del proceso cuando le demostraron que era imprescindible, todo el mundo callaría. Sólo se alzaron voces contra el error lamentable de la Justicia. Lo que ha perturbado al país, lo que pudo perjudicarle en el interior y en elexterior, ha sido la obstinación de los Poderes públicos al mantener una iniquidad monstruosa, que iba en aumento de día en día, gracias a las nuevas falsedades con que pretendieron disfrazarla.
—¡Qué quiere usted! —replicó el señor Mazure—. Soy patriota y republicano.
—Si es usted republicano —dijo el señor Bergeret—, debe sentirse como forastero y aislado entre sus compatriotas. No quedan ya muchos republicanos en Francia; la República no favorece su desarrollo; se forman mejor bajo un Gobierno absoluto. El peso de la realeza o del cesarismo aguza el amor a la Libertad, que se entumece en un país libre o llamado libre. No acostumbramos a estimar lo que tenemos; mas la realidad no es agradable, y sólo nos impone la prudencia. Se puede afirmar que hoy por hoy, los franceses nacidos de cincuenta años acá no son republicanos.
—Tampoco son monárquicos.
—No, no son monárquicos. Los hombres no suelen estimar lo que tienen, porque lo que tienen casi nunca es agradable; pero evitan lo nuevo, porque lo nuevo es desconocido, y lo desconocido les amedrenta. Esto se advierte en el sufragio universal, que produciría efectos incalculables si el terror a lo desconocido no los anulara. Su fuerza debería realizar prodigios en bien o en mal, pero el miedo a lo desconocido la contiene, y el monstruo se deja poner la cuerda al cuello.
—¿Desean los señores algún melocotón con marrasquino? —preguntó el mozo.
Su voz era suave y persuasiva, y sus ojos vigilantes recorrían la extensión de las mesas ocupadas; pero el señor Bergeret no le respondió, atento a observar cómo se aproximaba por el paseo enarenado una señora que lucía una pamela de paja de arroz adornada con rosas; llevaba un vestido de muselina blanca; la blusa flotante, sujeta al talle por un cinturón de color de rosa, y la gola de tul que rodeaba su cuello era como un collar alado en torno de su cabeza de querubín. El señor Bergeret reconoció a la señora de Gromance, cuya encantadora presencia le había emocionado más de una vez en la desapacible monotonía de las calles provincianas, y vio que la acompañaba un joven elegante, excesivamente correcto para no dar a entender que se aburría.
El joven se detuvo ante una mesa próxima a la del archivero y el profesor, mientras la señora de Gromance desparramaba su vista, y en cuanto vio alseñor Bergeret sintióse contrariada y se alejó con su acompañante para ocultarse detrás de un árbol. La aparición de la señora de Gromance ofreció, una vez más, al señor Bergeret la dulzura cruel que impone a las almas voluptuosas la belleza de las formas vivas.
Entonces preguntó al mozo si le eran conocidos aquel caballero y aquella señora.
—Los conozco sin conocerlos —respondió el mozo—. Vienen aquí con mucha frecuencia; pero no sé quiénes son. ¡Ve uno tanta gente! El sábado tuvimos que añadir mesas sobre el césped y bajo los árboles, hasta el seto vivo.
—¿De veras había mesas bajo todos estos árboles? —dijo el señor Bergeret.
—Y sobre la terraza y también en el quiosco. El señor Mazure, que, divertido en partir almendras, no había visto el traje de muselina blanca, preguntó de qué mujer hablaban; pero el señor Bergeret no respondió. Saboreaba en secreto la presencia de la señora de Gromance.
Anochecía. Sobre el césped oscuro y bajo el ramaje, un resplandor, atenuado por la pantalla de papel blanco o rosa, marcaba el sitio de cada mesa y dejaba adivinar en torno formas movibles. En una de aquellas discretas claridades, el penacho blanco de un sombrero de paja se acercaba poco a poco al reluciente cráneo de un hombre maduro. Algo más lejos, en la oscuridad próxima, se advertían dos cabezas juveniles aturdidas como las falenas que revoloteaban en torno.
La luna mostraba en un cielo pálido su forma blanca y redonda.
—¿Han quedado satisfechos los señores? —preguntó el mozo.
Y, sin esperar a que le respondieran, fuese a prodigar en otro lado sus atenciones. El señor Bergeret dijo sonriente:
—Mire usted esas gentes que comen bajo la enramada protectora. Fíjese en aquellos penachos blancos, y allá, en el fondo, junto a un grueso árbol, fíjese en aquellas rosas de un sombrero de paja de arroz. Comen, beben y gozan de sus amores, que para el mozo son propinas. Tienen instintos, deseos, y acaso también ideas. ¡Y son propinas!
—Hemos comido muy bien —dijo el señor Mazure al levantarse de la mesa—. Frecuentan este lugar personas muy encopetadas.
—Esos copetes —respondió el señor Bergeret — no son de los más elevados, aun cuando haya entre todos ellos alguno muy lucido. Declaro que sientomenos satisfacción al ver personas elegantes desde que una malicia solapada impulsa el fanatismo débil y la crueldad aturdida de esos pobres cerebros. El proceso ha revelado el mal moral que padece nuestra sociedad, como la vacuna de Koch revela en un organismo los estragos de la tuberculosis. Afortunadamente, existe una profunda corriente humana bajo esa espuma brillante; pero ¿cuándo se verá libre mi país de la ignorancia y del odio?