El señor Bergeret en París/Capítulo XI
Capítulo XI
En el fondo del patio de una casa de la calle de Berry había un entresuelito, triste y lóbrego como las piedras, a lo largo de las cuales se apoyaba pesadamente. El hijo del duque Juan, Enrique de Brecé, presidente del Comité ejecutivo, sentado en su escritorio ante una hoja de papel blanco, convertía un borrón de tinta en un globo sin más que añadirle la red, los tirantes y la barquilla. A su espalda colgaba de la pared una fotografía de gran tamaño, la del príncipe, macilento en su solemnidad vulgar y su fofa juventud. Banderas tricolores, flordelisadas, rodeaban aquella imagen. En los ángulos de la habitación se desplegaban algunos estandartes, sobre los cuales las damas bretonas y vandeanas habían bordado en oro flores de lis e insignias realistas.
Colgaban del testero del fondo sables de caballería, con unos cartoncitos, en los que se leía: "¡Viva el Ejército!" Debajo, clavada con alfileres, veíase una caricatura de José Reinach en forma de mono. Una taquilla y una caja de caudales, un sofá, cuatro sillas y un escritorio de madera negra componían el mobiliario de aquella habitación, a la vez íntima y administrativa. Folletos de propaganda se amontonaban junto a la pared.
En pie, recostado en la chimenea, José Lacrisse, secretario del Comité provincial de la Juventud realista, repasaba silenciosamente la lista de los afiliados. A horcajadas en una silla, con la mirada fija y la frente arrugada, Enrique León, vicepresidente de los Comités realistas del Sudoeste, explanaba sus ideas. Tenía fama de impertinente, de taciturno y de pesimista; pero sus talentos hereditarios en cuestiones financieras resultaban muy útiles para sus asociados. Era hijo de aquel León León, banquero de los Borbones de España, que se arruinó en la quiebra de la "Unión general".
—Nos acorralan; aun cuando a usted no se lo parezca, nos acorralan. Lo adivino. De día en día estrechan más el círculo en torno nuestro. ConMeline teníamos aire y libertad, mucha libertad; podíamos movernos desahogadamente.
Separó los codos y agitó los brazos como para dar idea de la facilidad con que se movían en aquellos tiempos felices y pasados. Luego continuó:
—Con Meline, los realistas disponíamos de todo: del Gobierno, del Ejército, de la magistratura, de la administración y de la Policía.
—De todo eso disponemos aún —dijo Enrique de Brecé—, y la opinión pública está más que nunca de nuestra parte desde que el Gobierno es impopular.
—Pero de una manera muy distinta. Con Meline disfrutábamos de una posición oficial; éramos gubernamentales, conservadores, y nos hallábamos en situación admirable para conspirar. No se equivoquen ustedes; generalmente, los franceses son conservadores y sedentarios. Las mudanzas los asustan. Meline nos había hecho el grandísimo favor de proclamar que no éramos sospechosos y de suponernos inofensivos, muy inofensivos, tan inofensivos como él. Al verle la cara nadie pudo suponer que se permitiera bromas. Gracias a él se ocupó de nosotros la opinión pública. Aquel fue un buen servicio que debemos agradecerle.
—¡Meline era un hombre honrado! —suspiró Enrique de Brecé. Hay que hacerle justicia.
—¡Era un patriota! —dijo José Lacrisse.
—Con ese ministro —prosiguió Enrique León— lo éramos todo, lo podíamos todo, lo teníamos todo; ni siquiera necesitábamos ocultarnos. No estábamos fuera de la República, estábamos por encima de ella, y la dominábamos desde la altura de nuestro patriotismo. Eramos la mayoría, éramos la Francia. No soy indulgente con la República, pero comprendo que algunas veces no se porta mal. En tiempo de Meline, la Policía era complaciente, delicada, suave..., ¡no exagero! En una manifestación realista que usted, Brecé había organizado muy acertadamente, grité hasta desgañitarme: "¡Viva la Policía!" Lo hice con espontaneidad. Los polizontes acosaban a los republicanos... A Gerault Richard lo prendieron por haber gritado "¡Viva la República!" Meline nos endulzaba con exceso la vida: ¡ era una nodriza! ¡Nos arrullaba, nos dormía!... ¡Ya lo creo! El mismo general Decuir dijo: "Puesto que se nos concede cuanto deseamos, ¿a qué nos conducía preparar intentonas arriesgadas y exponernos a un cochino fracaso?" ¡Oh tiempos felices! Meline dirigía el cotarro; nacionalistas, monárquicos, antisemitas,plesbiscitarios, bailábamos al son de su violín campestre.
"¡Todos rurales, todos afortunados! Con Dupuy ya me sentía yo menos satisfecho; la situación era menos franca; estábamos menos tranquilos. No nos deseaba ningún daño, ciertamente, pero no era un amigo leal; no era el buen ministril de un pueblo que dirige un baile de boda; era un cochero tosco que nos arrastraba en su vehículo. Dábamos tumbos, expuestos a volcar. Tenía la mano dura. Me dirán ustedes que sus torpezas eran fingidas, pero la torpeza fingida, el fingimiento de la falta de' tacto, se parece mucho a la verdadera falta de tacto. Además, ignoraba dónde quería ir. Los hay como él, que, sin conocer el camino por donde han de llevarnos, nos pasean por calles imposibles y guiñan el ojo con malicia. ¡Son desesperantes!
—No defiendo a Dupuy —dijo Enrique de Brecé.
—Yo no le ataco: le observo, le estudio, le clasifico. No lo aborrezco. Nos ha hecho un gran servicio; no lo olvidemos. Si no hubiera sido por él, a estas horas estaríamos todos a buen recaudo. Sin su intervención, el día del alzamiento paralelo, durante los funerales del presidente Faure, después de errar el golpe del catafalco, ¡estábamos escabechados, corderitos míos!
—No lo hizo por nosotros, ni le preocupaba salvarnos —dijo José Lacrisse con las narices metidas en el registro.
—Ya lo sé. En seguida comprendió que nada conseguiría, que se hallaban comprometidos algunos generales y que la cosa era muy gorda. Sin embargo, le debemos un señalado servicio.
—¡Bah! —dijo Enrique de Brecé—. Nos hubieran absuelto, como a Derauléde.
—Es posible; pero le agradezco que nos dejara rehacernos tranquilamente después de la desbandada de los funerales, lo confieso. Por otra parte, sin malicia, sin proponérselo tal vez, nos ha hecho muchísimo daño. De pronto, cuando menos lo esperábamos, aquel hombre fingió encolerizarse contra nosotros, como si defendiera la República. Su posición así lo exigía, ya lo sé; pero aquello no era serio y fue de mal efecto. No me canso de repetirlo: este país es conservador. Dupuy no decía como Meline, que nosotros éramos los conservadores y que nosotros éramos los republicanos. Además, aunque lo hubiese dicho, nadie lo hubiera creído. Nadie lo creería nunca. Durante su Ministerio hemos perdido algo de nuestra preponderancia en el país; hemos dejado de intervenir en el Gobierno;. dejamos de inspirar confianza, intranquilizamos a los republicanos de profesión. Era respetable, pero peligroso. Nuestros asuntos andan peor con Dupuy que con Meline, y peor con Waldeck-Rosseau que con Dupuy. Esta es la verdad, la triste verdad.
—Evidentemente —replicó Enrique de Brecé mientras se atusaba el bigote—, evidentemente, el Ministerio Waldeck-Millerand tiene peores intenciones; pero repito que resulta impopular y que no logra sostenerse.
—Es impopular, sin duda —repuso Enrique León—; pero ¿están ustedes seguros de que no durará el tiempo bastante para perjudicarnos? Los Gobiernos impopulares duran tanto como los otros. Por de pronto, los Gobiernos populares no existen. Gobernar es desagradar. Estamos en la intimidad: no debemos engañarnos con simplezas. ¿Creen ustedes que cuando nosotros gobernemos nuestro Gobierno será popular? ¿Cree usted, Brecé, que las poblaciones llorarán enternecidas al ver una llave colgada en la espalda de su casaca de gentilhombre? Y usted, Lacrisse. ¿cree que le aclamarán en los arrabales un día de huelga cuando sea prefecto de Policía? Mírese al espejo y dígame si tiene cara de ídolo de muchedumbres. No nos engañemos. Decimos que el Ministerio Waldeck está compuesto de idiotas. Hacemos bien en decirlo, pero haríamos mal en creerlo.
—Lo que debe tranquilizarnos —opinó José Lacrisse— es la debilidad del Gobierno, que no será bendecido.
—Hace ya tiempo —adujo Enrique León— que tenemos Gobiernos débiles; pero todos nos han derrotado.
—El Ministerio Waldeck no tiene ni un comisario de Policía a su disposición —replicó José Lacrisse— ¡Ni uno solo!
—¡Enhorabuena! —dijo Enrique León—, pues bastaba con uno para encerrarnos a los tres. Ya se lo dije a ustedes: nos estrechan el círculo. Mediten la siguiente frase de un filósofo, pues vale la pena: "Los republicanos gobiernan mal, pero se defienden.
Entretanto, Enrique de Brecé, inclinado sobre su pupitre para convertir en coleóptero un segundo borrón de tinta, le añadía la cabeza, dos antenas y seis patas.Después de dirigir a su obra una mirada complacida, se irguió y dijo:
—Tenemos aún buenas cartas en la mano: el Ejército, el clero...
Enrique León le interrumpió: —¡El Ejército, el clero, la magistratura, la burguesía, los carniceros! ¡Todo el tren recreo de la República!... Y, entre tanto, el tren corre, y correrá hasta que el maquinista frene la máquina.
—¡Ah! —suspiró José Lacrisse—. ¡Si viviese aún el presidente Faure!
—Félix Faure —repuso Enrique León— se unió a nosotros por vanidad. Era nacionalista para cazar en las posesiones de los Brecé, pero se hubiera declarado contra nosotros en cuanto nos creyese próximos al triunfo. No tuvo empeño en restablecer la monarquía. ¿Qué le hubiera dado la monarquía? ¿La espada de condestable? Lamentamos su desdicha, porque amaba al ejército; llorémosle, pero no nos mostremos inconsolables por su pérdida. Además, no era el maquinista: el presidente de la República, sea quien sea, no conduce la máquina. Loubet tampoco es el maquinista. Lo más espantoso, amigos míos, es que el tren de la República lo conduce un maquinista fantasma. No se le ve, y la locomotora sigue avanzando. ¡Esto me aterra! Nótase, por añadidura, la falta de energía general. Oigan la conversación que sostuvimos el ciudadano Bissolo y yo en una de las manifestaciones espontáneas contra Loubet que preparamos unidos a los antisemitas. Nuestros grupos vociferaban en los bulevares "¡Panamá! ¡Dimisión! ¡Viva el ejército!" Un espectáculo admirable. El joven Ponthiew y los dos hijos del general Decuir iban a la cabeza de la manifestación con sombrero de copa, clavel blanco en el ojal y bastón con puño de oro en la mano. Los principales vagabundos formaban en la columna. Pudimos elegirlos a nuestro antojo. Buena paga y ningún peligro. Les hubiera contrariado mucho faltar a una fiesta semejante. ¡Vaya unas gargantas, vaya unos puños, vaya unos garrotes!
"No tardó en formarse una contramanifestación. Grupos menos numerosos y menos brillantes que los nuestros, pero fuertes y decididos, avanzaban a nuestro encuentro, gritando: ¡Viva la República! ¡Abajo los bonetes!' A veces, del grupo de nuestros adversarios alzábase un grito de ¡Viva Loubet!' Aquel clamor insólito excitaba la cólera de los policías, que precisamente en aquel momentoformaban en el bulevar filas semejantes a la cenefa de lana negra de una alfombra. Pero al poco rato aquella cenefa, animada por un movimiento instintivo, se precipitó sobre el frente de la contramanifestación, atacada también en dirección opuesta por un grupo de agentes. De aquel modo, la Policía desbandó a los partidarios de Loubet y arrastró algunos desconocidos a las insidiosas profundidades de la Comisaría del barrio Drouot. Así reinaba el orden en aquellos días. ¿Ignoraba el señor Loubet en el Elíseo, los procedimientos empleados por su Policía para hacer respetar en los bulevares al jefe del Estado? ¿O, tal vez advertido, no quería ni podía en absoluto variar los acontecimientos? Lo ignora. ¿Comprendió acaso que su impopularidad, aunque sólida y enorme, se disipaba, se desvanecía casi, con aquel agradable y original espectáculo, ofrecido todas las noches a un pueblo inteligente? No lo creo. En este caso, sería un hombre temible, tendría talento, y yo no estaría seguro de dormir este invierno en el Elíseo ante la puerta del rey. No. Creo que Loubet acertó, una vez más, al no conseguir nada. Es verdad, sin duda, que los policías obraron espontáneamente, y, haciendo simpática la represión, consiguieron extender sobre el advenimiento del presidente algo de la alegría popular, que faltaba por completo; pero de este modo, en realidad, nos hacían más daño que beneficio, pues alegraban al pueblo cuando teníamos interés en que aumentase el descontento general. Sea como sea, una noche, una de las últimas de la memorable semana, al ejecutarse la maniobra esperada, cuando la contramanifestación se hallaba envuelta por los agentes y por nosotros, vi al ciudadano Bissolo destacarse del frente de los amenazados elisianos y, a grandes zancadas, retorciendo furiosamente su cuerpecillo, volvió la esquina de la calle Drouot, donde yo estaba con una docena de vagabundos a mis órdenes, que gritaban: ¡Panamá! ¡Dimisión!' Yo llevaba el compás y mis hombres cortaban las sílabas Panamá'. Resultaba muy bien. Bissolo se acurrucó entre mis piernas; me temía menos que a los policías, y era justo. Durante dos años, el ciudadano Bissolo y yo nos habíamos encontrado cara a cara en todas las manifestaciones, a la entrada de todas las reuniones y al frente de todas las comitivas. Nos habíamos lanzado toda clase de insultos políticos: ¡Vendido, hipócrita, traidor, asesino, despatriado!' Todo esto une y crea simpatías. Además, me agradaba ver a un socialista,casi un libertario, proteger a Loubet, que en su género es más bien un moderado. Yo pensaba: ¡ Cómo le debe molestar al presidente que le aclame Bissolo, un enano con voz de trueno que en las reuniones públicas reclama la nacionalización del capital! Más le agradaría que le aclamase un burgués como yo; pero ya puede esperar sentado. ¡Panamá, Panamá! ¡Dimisión, dimisión! ¡Viva el Ejército! ¡Abajo los judíos! ¡Viva el rey!' Todo esto contribuyó a que yo recibiese a Bissolo con amabilidad. Bastábame decir: Aquí está Bissolo', para que mis doce vagabundos lo acogotaran: pero me parecía inútil, y callé. Estábamos muy tranquilos el uno junto al otro mientras desfilaban los detenidos loubetistas, que eran llevados sin consideración alguna a la Calle Drouot. La mayor parte habían sido previamente apaleados; se tambaleaban, sujetos por los agentes, como si fueran muñecos de estopa. Entre ellos había un diputado socialista, hombre guapetón y barbudo, con las dos mangas rotas; un aprendiz, que lloraba y gritaba: ¡Mamá, mamá!', y un redactor de un periódico incoloro, con los ojos abotagados y la nariz como una fuente luminosa. ¡Vaya! ¡De pronto, La Marsellesa! Me llamó la atención uno que parecía más respetable y más calamitoso que los otros. Era una especie de profesor, un hombre maduro y grave. Evidentemente había querido explicarse, se había esforzado por hacer oír a los agentes frases sutiles y persuasivas. Sin duda por esto, ellos acariciaron su espalda con los clavos de sus zapatos y le dieron puñetazos retumbantes. Como era alto, delgado, débil y de poco peso, al sentir los golpes brincaba de un modo ridículo, con una tendencia cómica a escaparse hacia arriba. Su cabeza, sin sombrero, ofrecía un aspecto lamentable; tenía esa expresión de sumergido que adquieren los miopes cuando pierden los lentes. Su rostro revelaba la desventura infinita de un ser que no tiene con el mundo exterior otro contacto que los puños sólidos y las suelas claveteadas que le golpean.
'Al verle tan infeliz, el ciudadano Bissolo, aun cuando se hallaba en el campo enemigo, no pudo callarse, y dijo:
—"De todas maneras, tiene gracia que los republicanos sean tratados así en una República.
"Yo respondí afablemente que, en realidad, aquello era chusco.
"—No, ciudadano monárquico —repuso Bissolo—; no es chusco, ¡es triste! Pero no es ésta la verdaderadesdicha. La verdadera desdicha está en el relajamiento público. Así me habló el ciudadano Bissolo con una confianza que nos honraba a los dos. Yo dirigí una mirada a la muchedumbre, y la juzgué indecisa y sin vigor. Estallaba de cuando en cuando, como un petardo lanzado por un niño, el grito de ¡Abajo Loubet! ¡Abajo los ladrones! ¡Abajo los judíos! ¡Viva el Ejército!'; se manifestaba su simpatía bastante cordial hacia los policías, pero todo ello sin entusiasmo, sin el menor síntoma de tormenta. Y el ciudadano Bissolo, con una filosofía melancólica, prosiguió:
'—El mal, el verdadero mal, está en el relajamiento público. Nosotros los republicanos, nosotros los socialistas y libertarios, sufrimos hoy las consecuencias; ustedes, los monárquicos y los cesaristas, las sufrirán mañana, y a su vez aprenderán que es muy difícil hacer beber a un burro que no tiene sed. Ahora encarcelan a los republicanos y nadie protesta; cuando les llegue el turno a los realistas, tampoco protestará nadie. Puede usted estar seguro de que la muchedumbre no se amotinará para libertarle, señor León, ni para libertar a su amigo el señor Derouléde.
"Confieso que, iluminado por aquellas palabras, creí entrever lúgubres profundidades del futuro. Pero, sin embargo, respondí con arrogancia:
"—Ciudadano Bissolo, existe entre ustedes y nosotros una diferencia, y es que para el pueblo son ustedes un hato de bribones y descamisados, y nosotros, los monárquicos y los nacionalistas, disfrutamos de la pública estimación: somos populares.
"Al oír estas palabras, el ciudadano Bissolo sonrió afablemente, y dijo:
"—Ahí está el burro; no tienen más que aparejarlo; pero cuando lo monten ustedes, se tumbará tranquilamente en la cuneta de la carretera y los dejará caer. No hay un burro más falso; se lo advierto. ¿A cuál de sus jinetes no ha desriñonado la popularidad? ¿Ha socorrido el pueblo a alguno de sus ídolos al verlos en peligro? No son ustedes tan populares como dicen, señores nacionalistas, y su pretendiente Gamella es un desconocido para el público; pero si alguna vez la muchedumbre los estrecha cariñosamente entre sus brazos, pronto descubrirán ustedes la enormidad de su impotencia y de su cobardía."No pude contenerme y reproché al ciudadano Bissolo con severidad, en vista de que calumniaba al pueblo francés. Me respondió que era sociólogo y que su socialismo se apoyaba en bases científicas, que guardaba en una cajita una colección de hechos exactamente clasificados para operar la revolución metódica, y añadió:
"—En la ciencia y no en el pueblo está la soberanía. Una sandez repetida por treinta y seis millones de bocas, no deja de ser una sandez. Las mayorías han demostrado con frecuencia una magnífica aptitud para el servilismo; entre los débiles, la debilidad se multiplica por el número de individuos. Las masas populares son siempre inertes; sólo tienen alguna fuerza cuando se mueren de hambre. Puedo probarle que en la mañana del diez de agosto de mil setecientos noventa y dos, el pueblo de París aún era realista. Hace diez años que hablo en las reuniones públicas y me he ganado muchos coscorrones. El pueblo está sin educar; esto es lo cierto. En el cerebro de un obrero y en el sitio donde un burgués colocaría sus prejuicios torpes y crueles, hay un vacío. Es necesario llenarlo. Se conseguirá, pero a fuerza de tiempo. Entre tanto, es preferible tener la cabeza vacía que llena de sapos y culebras. Todo esto es científico; todo está en mi caja; todo está conforme con las leyes de la evolución. El relajamiento general me repugna, y si yo me hallara donde usted, tendría miedo. Contemple a sus partidarios, a los defensores del sable y del bonete, y verá qué blanduchos están y qué gelatinosos.
"Así dijo, alargó el brazo, gritó con furia, y con la cabeza baja se metió entre la muchedumbre al grito de: ¡Viva la social!'.
José Lacrisse, que había oído sin gusto aquel relato, preguntó si el ciudadano Bissolo era una bestia.
—Es, por el contrario, un hombre de talento —respondió Enrique León—, a quien quisiéramos tener de vecino en el campo, como decía Bismarck al hablar de Lassalle. Bissolo está en lo cierto cuando afirma que nadie consigue hacer beber a un burro que no tiene sed.