El señor Bergeret en París/Capítulo X

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Capítulo X

La viuda del barón, la madre del baroncito, la baronesa, la dulce Isabel, perdió a su amigo Raúl Marcien en circunstancias ya conocidas. Tenía demasiado corazón para vivir sola, y realmente hubiera sido una lástima. Sucedió que una noche de verano, entre el bosque de Bolonia y el Arco de la Estrella, encontró un nuevo amante. Conviene tener en cuenta este suceso particular por hallarse relacionado con los asuntos públicos.

La baronesa de Bonmont, después de pasar el mes de julio en Montil, a orillas del Loira, cruzó por París para ir a Gmunden. Como tenía la casa cerrada, fue a cenar a un restaurante del bosque con su hermano el barón Wallstein, los señores de Gromance, el señor de Terremondre y el joven Lacrisse, que también se hallaban de paso en París.

Eran todos ellos personas de buena sociedad; todos, nacionalistas, el barón Wallstein tanto como los otros. Judío austríaco, ahuyentado por los antisemitas vieneses, se había establecido en Francia. Costeaba la publicación de un importante diario antisemita y se confundía con los partidarios de la Iglesia y del Ejército. El señor de Terremondre, modesto aristócrata y más modesto propietario, hacía gala de un apasionamiento militarista y clerical, suficiente para identificarse con la aristocracia rural, cuyo trato frecuentaba. Los Gromances necesitaban con demasiada urgencia el restablecimiento de la monarquía para no desearlo sinceramente; su situación pecuniaria era muy comprometida. La señora de Gromance, bonita, bien formada, libre, aún encontraba recursos para cubrir sus necesidades; pero Gromance, que ya no era joven y había llegado a la edad en que se necesita cierto reposo, bienestar y consideración, suspiraba por tiempos mejores y aguardaba impaciente la llegada del rey. Creía seguro que la restauración del reinado de Felipe le nombraría par de Francia. Fundaba sus derechos a una poltrona del Luxemburgo en su condición de resellado, y se contaba entre los republicanos del señor Meline, a quienes el rey tendría querecompensar para atraérselos. El joven Lacrisse era el secretario de la Juventud realista del departamento donde la baronesa tenía fincas, y los Gromance, deudas. Ante la mesita colocada bajo el ramaje, al resplandor de las bujías y en torno de las pantallas rosadas sobre las cuales revoloteaban las mariposas, aquellas cinco personas sentíanse unidas por un mismo pensamiento, que José Lacrisse expresó acertadamente en pocas palabras:

—¡Es preciso salvar a Francia!

Era la época de los grandes proyectos y de las grandiosas esperanzas. Es cierto que habían perdido al presidente Faure y al ministro Meline, que, de frac el primero, con zapato escotado y apostura gallarda, y el segundo con chaquetón de campo, recias botas claveteadas y pasito corto, sostenían la República y la Justicia. Meline había abandonado el Poder, y Faure, la vida en lo mejor de la fiesta. Es verdad que los funerales del presidente nacionalista no produjeron los resultados que se esperaban y había fracasado el efecto del catafalco; es verdad que, después de haber abollado el sombrero del presidente Loubet, los caballeros del Clavel blanco y de la Azulina sufrieron que los socialistas les abollaran los suyos a puñetazos; es verdad que se constituyó un Ministerio republicano y le fue posible tener mayoría; pero la reacción contaba con el clero, con la magistratura, con el ejército, con la aristocracia rural, con la industria, el comercio, una parte de las Cámaras y casi toda la Prensa; y, como decía sentenciosamente el joven Lacrisse, si al ministro de Justicia se le ocurriera ordenar algún registro en los locales de los Comités realistas y antisemitas, no hallarían en toda Francia un comisario de Policía capaz de apoderarse de los documentos comprometedores.

—De todos modos —dijo el señor de Terremondre—, el pobre Faure nos hizo importantes favores.

—Tenía mucho amor al Ejército —suspiró la señora de Bonmont.

—Sin duda —repuso el señor de Terremondre—; y, además, con su lujo, preparó al pueblo para que no le sorprenda la monarquía. Después de tal presidente, un rey no parecerá ostentoso y su séquito no resultaría ridículo.

La señora de Bonmont preguntó con curiosidad si el rey entraría en París en una carroza tirada por seis caballos blancos.—Una tarde del verano último —prosiguió el señor de Terremondre—, al pasar por la calle de La Fayette, encontré detenidos todos los coches; los agentes de la autoridad se reunían en grupos y los transeúntes formaban fila en las aceras. Un buen hombre a quien interrogué me respondió que aguardaban el paso del presidente, que iba al Elíseo después de visitar a Saint—Denis. Observé a los mirones respetuosos y a los burgueses atentos y tranquilos que, con un paquetito en la mano, detenidos en su coche de alquiler, perdían el tren con gusto por contribuir a aquella manifestación de deferencia. Me agradó comprobar que toda la gente se amolda fácilmente a las costumbres de la monarquía, y que el parisiense ya estaba en condiciones de recibir al soberano.

—París deja de ser una ciudad republicana. Todo nos favorece —dijo Lacrisse.

—¡Tanto mejor! —contestó la señora de Bonmont.

—Y su padre de usted, ¿tiene las mismas esperanzas? —preguntó la señora de Gromance al secretario de la Juventud realista.

Porque la opinión del viejo Lacrisse, abogado de las congregaciones, no era desatendible. El viejo Lacrisse trabajaba con el Estado Mayor y preparaba el proceso de Rennes; redactaba las declaraciones de los generales, y se las ensayaba. Era una de las lumbreras nacionalistas del foro; pero se creía que no confiaba mucho en los resultados de los complots monárquicos. En otro tiempo había trabajado para el conde de París y para el conde Chambord; sabía por experiencia que la República no se deja derribar fácilmente y que no es tan sumisa como parece. Desconfiaba del Senado, y con el poco dinero que ganaba en la Audiencia se resignaba a vivir en Francia como en una monarquía sin rey. No abrigaba las mismas esperanzas que su hijo José; pero su mucha indulgencia no le permitía criticar el ardor de la juventud entusiasta.

—Mi padre —respondió José Lacrisse— trabaja por su lado; yo, por el mío. Nuestros esfuerzos son convergentes.

Inclinóse hacia la señora de Bonmont, y dijo en voz baja:

—Daremos el golpe durante el proceso de Rennes.

—¡Dios le oiga! —dijo el señor de Gromance, y suspiró devotamente— Ya es hora de que salvemos a Francia.

Hacía mucho calor. Tomaron los helados en silencio. Luego se reanudó la conversación lánguidamente, con frases corrientes y observaciones insignificantes.

La señora de Bonmont y la señora de Gromance hablaron de modas.

—Este invierno se van a llevar los vestidos muy amplios —dijo la señora de Gromance, complacida, porque imaginaba a la baronesa deforme con una falda muy hueca.

—¿A que no adivinan ustedes dónde he estado hoy? —dijo el señor de Gromance—. Pues en el Senado. Como no había sesión, he recorrido con Laprat-Teulet todo el edificio: el salón, la galería de bustos, la biblioteca. Es un local hermoso.

Pero calló prudentemente que en el hemiciclo, donde deberían sentarse los pares después de la restauración del rey, había palpado los sillones de terciopelo y había elegido su sitio en el centro. Antes de salir le había preguntado a Laprat-Teulet dónde estaba la tesorería. Aquella visita al palacio de los pares futuros había reanimado su codicia. Con gran sinceridad repitió:

—Salvemos a Francia, señor Lacrisse; salvemos a Francia sin perder tiempo.

Lacrisse lo aseguraba. Mostró mucha confianza y fingió absoluta discreción. Era preciso creerle;

todo estaba dispuesto ya. Se verían obligados, sin duda, a acogotar al prefecto Worms-Clavelin y a dos o tres dreyfusistas del departamento. Después de tragarse un pedazo de melocotón con azúcar, añadió:

—Todo irá a pedir de boca.

El barón Wallstein tomó la palabra. Habló largo rato; demostró un profundo conocimiento de los asuntos; dio algunos consejos y narró cuentos vieneses que le hacían mucha gracia.

Luego, como conclusión:

—Está muy bien —dijo, con un inextinguible acento alemán—, está muy bien. Pero es preciso reconocer que perdieron ustedes una coyuntura en los funerales del presidente Faure. Les hablo de este modo porque soy su amigo, y a los amigos se les debe decir la verdad. Si volvieran a equivocarse, ya nadie les seguiría.

Sacó el reloj y al ver que le quedaba el tiempo justo para llegar a la Opera antes de que acabase la representación, encendió un cigarro y se levantó de la mesa.

José Lacrisse era discreto por necesidad. Conspiraba, pero le seducía que admirasen su importancia y su influencia. Sacó una carta de lacartera de piel azul que llevaba en el bolsillo, sobre el corazón; se la ofreció a la señora de Bonmont, y dijo sonriente:

—Ya pueden hacer indagaciones en mi casa: lo llevo todo conmigo.

La señora de Bonmont cogió la carta, la leyó para sí, ruborosa de respeto y emoción, y con mano temblorosa se la devolvió a José Lacrisse. Cuando aquella augusta carta estuvo guardada de nuevo en su estuche de piel azul y ocupó su sitio sobre el pecho del secretario de la Juventud realista, la baronesa Isabel clavó en aquel pecho una mirada ardiente y humedecida por las lágrimas. El joven Lacrisse aparecióle de pronto radiante de belleza heroica.

La humedad y el frescor de la noche se dejaron sentir poco a poco entre las personas entretenidas a deshora bajo los árboles del restaurante. Los resplandores sonrosados que se reflejaban en las flores y en las copas extinguiéronse uno a uno sobre las mesas solitarias. A petición de la señora de Gromance y de la baronesa, José Lacrisse sacó por segunda vez del estuche la carta del rey, y con voz apagada, pero clara, leyó:

"Querido José:

"Me hace feliz el entusiasmo patriótico que manifiestan nuestros amigos impulsados por usted. He visto a P. D., y lo supongo en buena disposición. "Le saluda cordialmente, Felipe."

Al acabar su lectura, José Lacrisse guardó de nuevo el papel en la cartera de piel azul, sobre su corazón, bajo el clavel blanco del ojal.

El señor de Gromance murmuró algunas frases de aprobación.

—Muy bien. Es el lenguaje de un jefe, de un verdadero jefe.

—Tal creo —respondió José Lacrisse—. Resulta agradable ejecutar las órdenes de semejante señor.

—Su forma es excelente por lo concisa —prosiguió el señor Gromance—. Parece que el duque de Orleáns conoce el secreto del estilo epistolar del conde de Chambord... Ya saben ustedes, señoras mías, que el conde de Chambord ha escrito las cartas más hermosas del mundo. Tenía una pluma deliciosa. Su especialidad era la correspondencia. Hay algo de su grandeza en la carta que el señor Lacrisse acaba de leernos. El duque de Orleáns tiene además el impulso y el ardor de la juventud... ¡ Qué figura la del príncipe! Una hermosa figura marcial y muy francesa; agrada y seduce. Me han asegurado que hasido casi popular en los arrabales con el apodo de Gamella.

—Su causa progresa mucho entre las masas populares —dijo Lacrisse—. Los alfileres con el retrato del rey, que repartimos profusamente, empiezan a penetrar en las fábricas y en los talleres. El pueblo tiene mejor sentido de lo que se supone. Estamos muy próximos al éxito decisivo.

El señor de Gromance respondió en tono bondadoso y autoritario:

—Con celo, prudencia y abnegación semejantes, señor Lacrisse, podemos prometérnoslo todo; y estoy seguro de que para triunfar no tendrá que hacer muchas víctimas. Sus adversarios, en tropel, saldrán a recibirle espontáneamente.

Su condición de resellado a la República, sin prohibirle desear el restablecimiento de la Monarquía, no le permitía conceder una aprobación demasiado franca a los medios violentos indicados por el joven Lacrisse, a los postres. El señor de Gromance, que asistía a los bailes de la Prefectura y coqueteaba con la señora de Worms—Clavelin, había guardado un silencio de buen tono cuando el joven secretario del Comité realista declaró la necesidad de reventar al prefecto; pero ninguna conveniencia social le impedía reconocer los méritos de la carta del príncipe, ni dar a entender que se hallaba dispuesto a todos los sacrificios por el bien del país.

El señor de Terremondre no se mostró menos patriota, ni saboreaba con menor entusiasmo el estilo de Felipe; pero era tan insigne coleccionista de curiosidades y tan gran entusiasta de los autógrafos, que ante todo pensaba obtener del joven Lacrisse la carta principesca, bien como cambio, bien como don gratuito, bien como préstamo. Por distintos medios había conseguido adquirir cartas de diversos personajes interesados en el proceso Dreyfus; tenía ya una colección muy curiosa.

Deseaba formar el expediente del complot e incluir en él la carta del príncipe como documento capital. Seguro de que le sería difícil conseguirlo, aquella idea le preocupaba.

—Vaya usted a verme, señor Lacrisse —dijo—, vaya usted a verme a Neuilly, donde pienso permanecer algunos días aún, y le enseñaré documentos curiosos.

Ya hablaremos de esa carta. La señora de Gromance había escuchado con discreta atención la carta del rey. Era una persona bien educada y tenia sobrado trato social para no ignorar lo que a unpríncipe se le debe. Al oír la palabra "Felipe" había inclinado la cabeza como lo hubiera hecho al ver pasar el servicio del rey, si lograra el honor de verlo pasar; pero carecía de entusiasmo y le faltaba el sentimiento de la veneración. Por añadidura, sabía de sobra lo que es un príncipe. Había tratado muy íntimamente a un pariente del duque, con el que se vio una tarde en una misteriosa casa del barrio de los Campos Elíseos. Se dijeron cuanto se podía decir en una sola entrevista. Monseñor mostróse correcto, sin magnificencias; ella se consideraba favorecida, pero no creyó aquello una honra extraordinaria ni singular. Sentía estimación por los príncipes; en ciertas ocasiones los amaba, pero nunca soñó con ellos. Aquella carta no le produjo emoción. En cuanto a la simpatía que le inspiraba el joven Lacrisse, no era tumultuosa ni ardiente. Parecíale bien aquel joven rubio, delgado, bastante agradable, que no era rico y trabajaba mucho para salir de apuros y gozar de cierta consideración. Ella también sabía por experiencia que no es fácil vivir entre personas distinguidas cuando no se tiene mucho dinero. Los dos brujuleaban en la elevada sociedad, y esto era bastante motivo para entenderse bien y ayudarse si se ofrecía una ocasión, pero nada más.

—Mi enhorabuena, señor Lacrisse —dijo la señora de Gromance—. Le deseo un éxito. En cambio, ¡qué tiernas y caballerescas fueron las emociones de la baronesa de Donmont! La dulce vienesa se interesaba muy apasionadamente por aquel elegante complot, cuyo emblema era un clavel blanco. ¡Precisamente adoraba las flores! Verse mezclada en una conspiración de aristócratas, en favor del rey, era para ella como sumergirse en la antigua aristocracia francesa, en los salones más encopetados, y acaso asistir a las ceremonias de la Corte. Estaba emocionada, encantada, conmovida. Menos ambiciosa que sensible, su corazón, fácilmente exaltado, admiraba, sobre todo, la poesía, en la carta del príncipe.

—Señor Lacrisse, ¡esa carta es muy poética!

La inocente mujer lo dijo como lo pensaba:

—Ciertamente —respondió José Lacrisse.

Y cambiaron una penetrante mirada.

Ninguna frase memorable se cruzó entre los dos aquella noche de verano ante las flores y las bujías de las mesas del restaurante.

Llegó la hora de separarse. Mientras José Lacrisse cubría con el abrigo el abundante y carnoso escote de la baronesa, ella daba la mano al señor deTerremondre, que iría a pie hasta Neuilly, donde habitaba provisionalmente.

—Está muy cerca, señora; a quinientos pasos de aquí. Tengo la completa seguridad de que no conoce usted Neuilly. He descubierto en Saint—James un antiguo parque con un grupo de Lemoine en un cenador de celosía. Quisiera enseñárselo a usted.

Y su larga y robusta silueta se alejó en el camino azulado por el reflejo de la luna.

La baronesa de Bonmont ofreció a los Gromance llevarlos en su coche, un coche del círculo que le había enviado su hermano Wallstein.

—Suban; cabremos muy bien los tres.

Pero los Gromance eran discretos. Dirigiéronse hacia un coche que se hallaba parado a la puerta del restaurante, y subieron tan precipitadamente que la baronesa no pudo detenerlos. Se quedó sola con Lacrisse ante la portezuela abierta de su coche.

—¿Quiere usted que lo lleve, señor Lacrisse?

—No puedo consentir que se moleste.

—No es molestia. ¿Dónde quiere usted que lo deje?

—En el Arco de la Estrella.

Y se internaron en el camino azulado, entre el negruzco ramaje, a oscuras, en la noche silenciosa...

Así llegaron a su destino.

Al pararse el coche, la baronesa preguntó con voz que se tiene al salir de un ensueño:

—¿Dónde estamos?

—En la Estrella —respondió José Lacrisse.

Y después que éste se hubo apeado, sola y en el coche frío, que rodaba por la avenida Marceau, con un clavel blanco, marchito entre los dedos desenguantados, con los ojos adormecidos y los labios entreabiertos, estremecíase aún la baronesa por la suave y ardiente caricia que aproximó su pecho a la carta principesca, y acababa de unir en ella la dulzura del amor al orgullo de la gloria.

No dudaba de que la carta comunicó a su aventura íntima una grandeza nacional, toda la majestad de la historia de Francia.