El señor Bergeret en París/Capítulo XIX

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Capítulo XIX

En el hotelito de Félix Panneton hay una sala inmensa donde en otro tiempo había tenido su estudio un pintor mundano, y que el nuevo propietario amuebló con la magnificencia de un excelente aficionado a curiosidades y con la discreción de un experto amigo de las mujeres. El señor Panneton dispuso con arte y orden premeditado los sofás, las meridianas y los divanes de muy distintas formas.

Al entrar, lo primero que descubría la mirada, de derecha a izquierda, era un sofá de seda azul, cuyos brazos, en forma de cuello de cisne, recordaban los tiempos en que Bonaparte restauraba las costumbres en París como Tiberio en Roma; luego otro sofá más ancho, con los brazos de tapicería; luego, una "duquesa" de tres cuerpos, tapizada con seda; luego, un banco de madera cubierto con un tapiz turco; luego, un amplio sofá de madera dorada y de terciopelo carmesí brochado, que había pertenecido a la señorita Daxnours; luego, un soberbio diván bajo, blandamente acolchado y recubierto de raso granate. Más allá, sólo había un montón de almohadones mullidos, que amenazaban derrumbarse sobre un diván oriental bañado por una penumbra rosada junto al departamento de los Baudouines, a la izquierda.

Como desde la puerta y de una sola mirada se descubrían todos esos muebles, cada visitante podía elegir el que mejor conviniera a su carácter moral o a las emociones de su alma. Panneton empezaba por observar a sus nuevas amigas; acechaba sus impresiones, adivinaba sus preferencias y cuidaba de hacerlas sentar precisamente donde ellas querían sentarse. Las más púdicas iban, desde luego, al canapé azul y apoyaban su enguantada mano sobre el cuello del cisne. Había también un sillón muy alto, de terciopelo de Génova y madera dorada, antiguo trono de la duquesa de Módena y de Parma, preferido por las orgullosas. Las parisienses solían sentarse en el sofá con brazos de tapicería. Las princesas extranjeras se dirigían indistintamentehacia uno u otro sofá. Gracias a aquella disposición juiciosa de los muebles íntimos, Panneton sabía en seguida a qué atenerse. Hallábase en el caso de respetar todas las conveniencias, cuidadoso de no promover transiciones demasiado bruscas en la necesaria sucesión de sus actitudes y evitar de este modo, tanto a la visitante como a sí mismo, demoras inútiles entre las atenciones prodigadas al llegar y la contemplación de los cuadros de Baudouin. La seguridad y la maestría de su proceder le honraban.

La señora de Gromance demostró, desde luego, un tacto que Panneton supo apreciar. Sin mirar siquiera al trono de Parma y de Módena, dejó a su derecha el cuello de cisne consular y se acercó al sofá de brazos de tapicería, como lo hiciera una parisiense. Clotilde había languidecido entre la nobleza agrícola del departamento, algo atraída por jovenzuelos mal educados; pero era oportuna por instinto... Los apuros de dinero la obligaron a aguzar mucho el entendimiento y empezaba a comprender los deberes sociales. Panneton no la disgustaba del todo. Aquel hombre calvo, con el cabello muy negro pegado a las sienes, los ojos saltones y un aspecto de amante apoplético, le daba ganas de reír y satisfacía su ansia de elemento cómico que le inspiraba el amor. Sin duda, hubiera preferido un guapo mozo; pero era bastante propicia a las fáciles alegrías y dispuesta siempre a la diversión que proporciona un hombre con chanzas algo escandalosas y con alguna fealdad. Después de un instante de encogimiento, muy natural, convencióse de que nada de lo que allí le sucediera podría horripilarla y mucho menos aburrirla.

Todo resultó muy bien. El paso del sofá a la meridiana y de la meridiana al diván se hizo sin tropiezos. Juzgaron inútil detenerse en los almohadones orientales, y entraron desde luego en el gabinete de los Baudouines.

Cuando Clotilde se decidió a contemplarlos, sobre el suelo del gabinete se hallaban ya esparcidas, como en el de los cuadros del pintor erótico, las deliciosas y elegantes vestiduras de mujer.

—¡Ah!, son éstos sus Baudouines. Tiene usted dos...

—Exactamente.

Poseía El jardinero galante y El carcaj vacío, dos acuarelas que le habían costado sesenta mil francos cada una en la subasta Godard; pero que ahora le resultaban mucho más costosas por el empleo a que las destinaba.Examinaba como un práctico inteligente, ya muy tranquilo y un tanto melancólico, aquella figura de mujer delicada, elegante y esbelta, y al hallarla bonita sentía una satisfacción de amor propio, que iba en aumento, mientras ella poco a poco recobraba con sus vestidos su carácter social.

Clotilde preguntó cuáles eran los candidatos.

—Panneton, industrial; Dieudonné de Gromance, propietario; el doctor Fornerol; Mulot, explorador.

—¿Mulot?

—El hijo de Mulot. Gastaba demasiado en Paris, y su padre decidió que diese la vuelta al mundo. Desiré Mulot, explorador. Un candidato explorador es una cosa excelente. Los electores supondrán que ha de abrir nuevos mercados a sus productos, y sobre todo, les halagará el amor propio.

La señora de Gromance se convertía en mujer seria. Deseó conocer la proclama a los electores senatoriales. Panneton se la explicó primero, y después le recitó algunos párrafos que sabía de memoria.

—Ante todo, les prometemos tranquilidad. Brecé y los nacionalistas puros no han insistido mucho acerca de la tranquilidad. En seguida la emprendemos con el partido incalificable.

Ella preguntó:

—¿Cuál es el partido incalificable?

—Para nosotros, el de nuestros adversarios; para nuestros adversarios, el nuestro. No hay equívoco posible... Atacamos a los traidores, a los vendidos. Combatimos el poder del dinero. Esto es de gran utilidad para la nobleza arruinada. Enemigos de toda reacción, repudiamos la política de aventuras. Francia quiere, resueltamente, vivir en paz; pero el día que desenvaine la espada..., etc., etcétera. "La patria pone con orgullo sus ojos y su corazón en su admirable Ejército nacional..." Habrá que cambiar un poco esta frase.

—¿Por qué?

—Porque está escrita exactamente como en los manifiestos electorales de los nacionalistas y de los enemigos del Ejército.

—¿Y usted me promete que Dieudonné será elegido?

—Dieudonné o Goby.

—¿Cómo..., Dieudonné o Goby? Debió advertirme que no tenía seguridad... ¡Dieudonné o Goby! Cualquiera supondría que lo mismo es uno que otro.—No es lo mismo, pero en los dos casos Brecé fracasará.

—Brecé es amigo nuestro.

—Y mío... En los dos casos, decía, Brecé fracasará con toda su candidatura, y el señor de Gromance, por contribuir a ese fracaso, merecerá el agradecimiento del prefecto y del Gobierno. Después de las elecciones, sea cual fuere el resultado, vuelva usted a ver mis Baudouines, y su marido será... lo que usted quiera.

—Me agradaría que lo hiciesen embajador.

En el escrutinio del 28 de febrero, la candidatura de los nacionalistas: conde de Brecé, coronel Despautéres, Lerond, antiguo magistrado; Lafolie, carnicero, obtuvo unos cien votos. La de los republicanos progresistas: Félix Panneton, industrial; Dieudonné de Gromance, propietario; Mulot, explorador, y doctor Fornerol, obtuvo unos ciento treinta votos; Laprat-Tenlet, comprometido en Panamá, sólo reunió ciento veinte votos. Los otros tres senadores salientes, republicanos radicales, obtuvieron doscientos votos. En el segundo escrutinio, Laprat-Teulet fracasó con sesenta votos en contra. En el tercer escrutinio, fueron elegidos Goby, Mannequin y Ledru, senadores radicales salientes, y Félix Panneton, republicano progresista.