El señor Bergeret en París/Capítulo XXI

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Capítulo XXI

Complicado en las persecuciones intentadas contra los autores del complot, José Lacrisse se puso en salvo y se llevó consigo toda la documentación. El comisario de Policía encargado de apoderarse de la correspondencia del Comité realista, era un hombre sobradamente mundano para abstenerse de anunciar su visita a los miembros del Comité. Avisóles con veinticuatro horas de anticipación, y puso de este modo su cortesía en consonancia con su legítimo deseo de cumplir su deber, seguro, conforme a la opinión común, de que el Ministerio republicano sería pronto derribado y le reemplazaría .un Ministro Meline o Ribot. Cuando se presentó en el local del Comité, todas las carpetas y todos los cajones estaban vacíos. El magistrado selló la casa y puso igualmente sellos en un Boletín de 1897, en un catálogo de automóviles, en un guante de esgrima y en una cajetilla de cigarros abandonada sobre la chimenea. De este modo, al cumplir los formulismos de la ley, mereció plácemes, porque siempre se han de respetar los formulismos de las leyes. Era un magistrado distinguido y un hombre inteligente. Se llamaba Jonquille. En su juventud había compuesto canciones para los cafés cantantes. Una de sus obras Las cucarachas en el pan, obtuvo un gran éxito en los Campos Elíseos, en 1885.

Después de la extrañeza producida por aquella persecución inesperada, José Lacrisse se tranquilizó. Convencióse pronto de que bajo el régimen actual es menos peligroso ser conspirador que bajo el primer Imperio o bajo la monarquía legítima y de que la tercera República no es sanguinaria. Esto hizo que la estimara menos, pero le tranquilizó mucho. Solamente la señora de Bonmont le creía una víctima, y como era generosa encariñóse más con él y le demostró su amor con lágrimas, sollozos y desmayos; de modo que los quince días pasados con ella en Bruselas fueron inolvidables. En eso consistió todo su destierro.

Viose incluido en uno de los primeros sobreseimientos que dictó el Tribunal Supremo. Yono lo lamento y si me hubiesen pedido parecer, el Tribunal Supremo no hubiera condenado a nadie. Ya que no se atrevían a perseguir a todos los culpables, era injusto condenar solamente a los que no les inspiraban terror y condenarlos por fechorías imaginarias o que se diferenciaban poco de otras por las cuales habían sido ya perseguidos. De todas maneras, resultó muy extraño que en un complot militar sólo fuesen perseguidos algunos paisanos.

Personas excelentes me han objetado: "Cada cual se defiende como puede."

José Lacrisse no había perdido sus energías. Estaba dispuesto a atar los cabos sueltos del complot, pero en seguida comprendió que era imposible. Aun cuando la mayor parte de los comisarios de Policía encargados de efectuar registros obraron con la misma delicadeza que el señor Jonquille, la malicia de la casualidad o la imprudencia de los conspiradores dejó en manos del Gobierno bastantes papeles, que le pusieron al tanto de la organización íntima de los Comités. Ya no se podía conspirar tranquilamente, y se perdió toda esperanza de ver entrar al rey cuando volvieran las golondrinas.

La señora de Bonmont vendió los seis caballos blancos que había comprado con intención de ofrecérselos al príncipe para que hiciera su entrada en París por la avenida de los Campos Elíseos. Atenta al consejo de su hermano Wallstein, se los cedió al señor Gilbert, director del Circo Nacional del Trocadero. Felizmente, no sólo no perdió al venderlos, sino que tuvo alguna ganancia; sin embargo, sus hermosos ojos derramaron abundantes lágrimas cuando aquellos seis caballos, blancos como azucenas, salieron de su cuadra para no volver jamás. Le pareció que iban a los funerales de la majestad que debieron conducir en triunfo.

*

Entretanto el Tribunal Supremo, después de instruir el proceso sin profundizar mucho en sus investigaciones, deliberaba detenidamente.

Un día, en casa de la señora de Bonmont, el joven Lacrisse se permitió el natural desahogo de renegar de los jueces que le habían indultado, porque no indultaban a todos los demás.

—¡Bandidos! —exclamó.

—¡Ah! —suspiró la señora de Bonmont— el Senado depende del Ministerio. Tenemos un Gobierno espantoso. De fijo el señor Meline no hubiera instruido tan abominable proceso. Era republicanoel señor Meline, pero además de republicano era hombre de bien. Si hubiera seguido en el Ministerio, el rey estaría ya en Franca.

—Desgraciadamente, aún está muy lejos de Francia nuestro rey —dijo Enrique León, que nunca se había forjado grandes ilusiones.

José Lacrisse meneó la cabeza. Hubo un momento de silencio.

—Quizá sea favorable para usted —prosiguió Enrique León.

—¿Cómo?

—Decía que acaso sea favorable para usted la permanencia del rey en el destierro. Y es más, esto debería encantarle por todos estilos, menos por sus ideales patrióticos, naturalmente.

—No comprendo.

—Es muy sencillo. Si fuese usted hacendista como yo, la monarquía podría serle ventajosa, por lo pronto, con el empréstito de la coronación. El rey tendría que recurrir a un empréstito en cuanto le coronaran, porque nuestro amado príncipe no puede reinar sin dinero. En este asunto yo hubiera ganado un caudal; pero usted, un abogado, ¿qué ganaría con la restauración? ¿Una Prefectura? ¡Bonito negocio!

"Puede usted conseguir mucho más de la República, mientras sea monárquico. Habla usted bien, muy bien. No; no me contradiga con modestia vana. Su oratoria es fluida y elegante; es usted uno de los veinticinco o treinta miembros del Foro que el nacionalismo admira. Créame usted; no lo digo por halagarle: un hombre que habla bien, puede sacar más provecho sin la monarquía. Si estuviera Felipe en el Elíseo, usted se vería obligado a administrar, a gobernar. Administrando y gobernando pronto se desgasta y se desacredita cualquiera. Si defiende los intereses del pueblo, desagrada al rey, que prescindirá de usted; si le es fiel al rey, el pueblo le recriminará, y el rey también prescindirá de usted. El rey comete errores, como usted; y a usted le condenan por los errores de ambos. Popular o impopular, cae usted en desgracia fatalmente. Pero mientras el príncipe siga desterrado, usted no puede cometer ningún error, usted no puede nada; no tiene ninguna responsabilidad, es una situación excelente la suya; no ha de temer usted ni la popularidad ni la impopularidad; está por encima de la una y de la otra; no puede usted equivocarse; ningún defensor de una causa perdida puede equivocarse; el abogadode la desdicha es siempre elocuente. En una república puede ser monárquico sin peligro quien lo sea sin esperanza. Se le hace al poder una oposición serena; se es liberal; se tienen las simpatías de todos los enemigos del régimen existente y la estimación del Gobierno, al que se combate sin perjudicarle. Acatando a la monarquía destronada, la veneración con que se arrodille a los pies de su rey realzará la nobleza de su carácter, y podrá usted, sin desdoro, agotar todas las adulaciones. Puede también, sin inconveniente ninguno, aconsejar al príncipe, hablarle con ruda franqueza, reprocharle sus alianzas, sus abdicaciones, sus consejos íntimos, y decirle, por ejemplo: Monseñor, le advierto respetuosamente que se encanalla mucho.' Los periódicos repetirán tan noble frase; su fama de generoso aumentará, y dominará usted en su partido con toda la grandeza de su alma. Como abogado y como diputado, tiene usted en la Audiencia y en la tribuna actitudes magníficas; es usted incorruptible, y los clericales todos le protegen. Lacrisse, no se ciegue usted hasta el punto de no ver su conveniencia".

Lacrisse replicó secamente:

—Acaso tiene gracia lo que usted dice, León, pero no estoy conforme con ello, y sus bromas no me parecen oportunas.

—No lo digo en broma —arguyó Enrique León.

—¡Sí, usted bromea! Es usted muy escéptico, y tanto escepticismo desagrada, molesta, porque neutraliza el impulso. Es necesario actuar impulsivamente en todo y por todo.

Enrique León protestó:

—Le aseguro que hablo muy en serio.

—Pues bien, amigo mío; siento decirle que no comprende usted el espíritu de su época cuando esboza la figura de un hombre semejante a Berryer. Un monárquico por el estilo no hubiera encajado del todo mal en el segundo Imperio, pero le aseguro que ahora resultaría muy anticuado y sin el menor interés. El cortesano de la desdicha es un personaje ridículo en el siglo veinte. La victoria se impone y los débiles son los equivocados; la razón es del que triunfa, y no hay otra moral, amigo mío. ¿Acaso nos agitamos ya en favor de Polonia, de Grecia o de Finlandia? No, no; ya no hacemos vibrar esas cuerdas; ya no hay tontos. Es verdad que gritábamos: "¡Vivan los bóers!", pero seguros de lo que hacíamos.

Nuestra intención era aburrir al Gobierno y crearle dificultades con Inglaterra, porque supimos que los bóers vencerían. Además, no estoy desalentado; espero derribar la República con ayuda de los republicanos.

"Lo que no podamos conseguir solos podremos con seguirlo unidos a los nacionalistas de todos los matices. Con ellos ahogaremos la República. Por de pronto, es preciso prepararnos para las elecciones municipales.