El sino: 02

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El sino de Joaquín Dicenta
Capítulo II


Presidía el centro pedagógico donde emplearon á Anatolio, un astrónomo del Observatorio matritense, hombre de tantos años como ciencia.

Tenía los cabellos color plata de luna, cual si los rayos de ésta hubieran echado raíces en la cabeza de su fervoroso observador; los ojos redondos, claros y sus miajas convexos, como lente de anteojo; la nariz, recta, delgada, muy en punta, parecía un compás. ¿Cuándo se abrirá para medir? decía uno al mirarla; las arrugas innumerables del rostro resultaban, por el dibujo, mas que arrugas, fórmulas algebraicas; el cuerpo era menudo; al andar movía los brazos con movimiento de alas: creyérasele dispuesto á volar en busca de los espacios siderales. En resumen, un buen señor con alma grande y noble, digna de otros planetas.

Prendóse de Anatolio el sabio, no por otro motivo que hallar en él felicísimas disposiciones para la ciencia astronómica de que el sabio había hecho su religión, y se dispuso á protegerle y á darle carrera en consonancia con sus bien manifestadas aptitudes.

Al primer fin, viendo que el mozo, á quien sus padres habían puesto en la del rey, para domicilio, alimentación y traje no tenía más que las dos cincuenta, le brindó hospedaje en su casa y le regaló los desechos de su vestuario. Suerte que era el beneficiador tan enclenque como Anatolio. Por tal causa pudo éste aprovechar el desecho de trajes y zapatos. No ocurrió igual con los sombreros. La cabeza del astrónomo era por su tamaño y por su redondez, una esfera armilar.

En lo que toca á profesión, siendo la de don Lucas la que iba Anatolio á seguir, no precisaron universidades y maestros. Con el de la casa bastaba y aun sobraba á las veces. Era exigente el profesor, y solía poner con sus exigencias en tortura el buen intelecto y la buena voluntad del discípulo. Bien instruído, bien alimentado y alojado, y si no bien vestido, vestido, que ya es algo para andar por las calles en esta época extraparadisíaca, nada le faltaba á Anatolio. Hasta le sobraban las dos cincuenta. Traducidas eran semanalmente en ahorros sobre una libreta del Monte de Piedad.

Hubiera sido el mozo completa y absolutamente feliz, si en el mundo ello resultara posible. De entretenimiento le servían, que no de ocupación, el limpiar los instrumentos del maestro, el cepillarle la ropa, el prepararle agua para la diaria rasuración y el oír los discursos que enjaretaba antes de dormirse, á propósito de Marte, de Venus, de Júpiter, de Sirio, de esta estrella ó de otra; de este ó de aquel sistema planetario.

Hubiera sido totalmente dichoso Anatolio sino contrastasen y chocaran algunas veces las condiciones privativas de su carácter con las del carácter de D. Lucas.

Era Anatolio linfático, sedentario, pasivo; era D. Lucas todo nervios, acción e inquietud. Anatolio tenía naturaleza de caracol ó de ostra; la casa, el domicilio significaban para él lo que la concha para aquéllos. Á serle posible hubiera ido á todas partes con la casa á cuestas como el caracol ó la hubiera entreabierto, nada más que entreabierto para ver lo que fuera ocurría, como hace la ostra con sus valvas.

D. Lucas, por el contrario, no hallaba jamás un domicilio conveniente.

¿Por afán de comodidades materiales? No. Las comodidades materiales eran para el astrónomo pura y despreciable superfluidad. El toque de sus inquietudes y mudanzas domiciliarias estaba en otros puntos.

El Observatorio de Madrid significaba para D. Lucas el templo abierto, la catedral donde todos los sacerdotes astronómicos realizaban los oficios sacros del culto en noble comunión; pero así como necesita el místico de un lugar oculto, de una recóndita capilla donde abrir sin testigos las alas del espíritu y comulgar con Dios, necesitaba el sabio también capilla hábil para su deliquios siderales.

Á esto, á la precisión de encontrar capilla digna de su misticismo astronómico, debíanse las incesantes mudanzas de D. Lucas. Quería él domicilio sin vecindad, en el campo, naturalmente, libre de boscajes y de montículos, que le entorpecieran los disfrutes del paisaje celeste; y quería en aquella vivienda una azotea alta, lo más alta posible para saludar desde su remate, anteojo en mano y pupila en anteojo, á todos los mundos brilladores que temblaban sobre el espacio azul.

Ninguna capilla le parecía buena al objeto de sus oraciones astronómicas. Al poco tiempo de alquilada una casa desechábala por inservible. Era preciso buscar otra y ¡hala!... ¡Anatolio! ¡Avisa el carro de mudanza! ¡Anatolio, enfúndame los instrumentos!... ¡Anatolio, mete la ropa en las maletas!... ¡Anatolio, cierra los armarios!... ¡Sube, Anatolio!... ¡Anatolio, baja!...

Y el pobre Anatolio, el hombre ostra, la criatura caracol, iba de un lado á otro y de este barrio á aquel, no echando maldiciones, el muchacho era incapaz de maldecir, pero sí dándose á todos los cometas que, por rabudos, algo tienen de diablos.

En fin, y mudanzas aparte, era dichosa la existencia del astrónomo en perspectiva.

Poco á poco, sin perder uno, ganó todos los cursos y llegó al término de su carrera; los ganó con notas de sobresaliente, con premios y matrículas y título de honor. D. Lucas gozaba cada triunfo del discípulo tal que si fuera propio. Al terminar su carrera Anatolio, halló el maestro forma de que entrara en el Observatorio y fuera dentro de la iglesia un sacerdote más.

Como el joven apenas tuvo precisión de tocar el sueldo del centro pedagógico, ascendían sus ahorros á algunos miles de pesetas cuando terminó la carrera, y cambió su jornal de escribiente por un jornal de sabio. El jornal de sabio consistía en cinco pesetas diarias. De algún modo han de pagarse tantos años de estudio.

Todo llega en el cielo de arriba y en la tierra insignificante de abajo, y le llegó á D. Lucas la hora de morir.

Fué ésta durante una noche estival que entoldaban blancas nubecillas, coloreadas de tiempo en tiempo por la luz del relámpago. Las estrellas temblaban misteriosamente en el cielo; la madre luna en toda su nacarina plenitud, paseaba lentamente el espacio.

-Anatolio -dijo D. Lucas que llevaba cuatro días en cama,- esto concluye; se me acabó el fuego central; dentro de algunas horas entraré en la categoría de los cuerpos difuntos. No vale apurarse. Ni los astros son eternos; ¡para que lo sean los hombres! Ahora sí, no quiero que se extinga mi luz sin dar un adiós último á los amigos de allá arriba. Con que, ayúdame; subiremos poco á poco esas escaleras y desde la azotea me despediré de este mundo nuestro y de los otros.

Excusado es decirte -añadió D. Lucas- que cuanto poseo, mis instrumentos, mis apuntes y las bagatelas de mi casa, te pertenecen. Como á hijo te miré, y como á hijo te lego toda mi fortuna. No encontrarás mucho dinero, pero encontrarás algunas fórmulas curiosas».

Y fué allá arriba, sobre la azotea, bajo el cielo claveteado con estrellas, en presencia de la luna blanca y amorosa, donde el sabio se fué extinguiendo poco á poco, sin convulsiones, sin espasmos, con majestuoso y dulce agonizar.

Puestos los ojos en la Diana de los poetas, seguía sonriendo su curso. Con los ojos de par en par abiertos quedó el maestro al morir; en ellos tembló durante unos segundos la imagen pálida de la luna. Hubo un silencio augusto bajo el cielo azul.

La madre luna envolvió al muerto con una mortaja de alabastro.