El sino: 10

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Después de su muerte comenzó para Anatolio la verdadera dicha. La tarde del entierro escuchó desde su ataúd la oración fúnebre del ministro, y tuvo para reir un rato; el que tardaron en acomodarle dentro de su nicho y tapiar éste con ladrillos y yeso.

¡El buen ministro, aquel señor, que en su vida las vió más gordas, hablando de ciencia astronómica y de los trabajos y libros de Anatolio que iba citando uno por uno! ¡Trabajillo debió costarle aprenderse de memoria la lista de los libros al excelentísimo é ignorantísimo señor! ¡Un sujeto que sólo sabía dividir á sus administrados, hablando de matemáticas sublimes y de constelaciones!... Era para estallar.

Eso hizo Anatolio, estallar, parte por obra de la risa, parte por expansión de los gases amontonados en su cuerpo.

Luego, ante el ruido del cortejo alejándose, una risa irónica contrajo los labios descoloridos del cadáver. Toda aquella gente, que había gastado seis pesetas en coche para acompañar al astrónomo muerto, no se las hubieran dado para comer, al astrónomo vivo.

En fin, ya no era ocasión de ocuparse en tales asuntos; pertenecían ellos á la vida mortal de Anatolio. Ahora había que ocuparse de otra vida, de la que se vive durante el día en los interiores del ataúd ó de la tumba y durante la noche en las calles del cementerio.

Del ataúd no tenía queja el difunto. Era lo bastante ancho y lo bastante largo para que el cuerpo pudiera revolverse y pudrirse con perfecta comodidad.

Además, las tablas mal unidas, y los ladrillos mal trabados, dejaban ver por rendijas y grietas la ciudad de los muertos. El nicho ocupaba el último tramo de la fúnebre estantería. Un goterón formado entre las tejas, oficiaba de ventana abierta en dirección del cielo.

Este goterón era en las épocas de lluvia grave inconveniente. El agua entraba á chorros en nicho y ataúd, y el cadáver de Anatolio se ponía como una sopa. En cambio en las horas de sol, rayos áureos bañaban el domicilio y el cielo servía de espectáculo á las pupilas del astrónomo.

De crepúsculo á crepúsculo los cadáveres permanecían en sus habitaciones. Ni uno solo asomábase á los miradores de nichos, sarcófagos y fosas. Á tales horas realizan sus visitas los vivos; habían quedado muy hartos de los vivos los muertos para volver á verlos.

El trajín de los muertos comenzaba con el arribo de la noche.

En las de luna era dulcemente poética la visión de la ciudad fúnebre. Los cipreses, plateándose por los extremos de las ramas, relucían como joyeles; airones eran cuando los sacudía el aire. Los rayos suaves de la luna quitaban dureza á mármoles y bronces, difuminando sus contornos. Los fuegos fatuos, flotando aquí y allá, parecían estrellas caídas á la tierra desde las alturas del cielo. En las noches obscuras, ellos alumbraban el paisaje.

En las noches de tempestad, los cipreses abrían sus ramas que golpeaban el espacio, revolviéndose unas contra otras, encrespándose, destrenzándose en la negrura como cabelleras fantásticas; las hierbas tenían vaivenes y rumor de oleaje; el viento rugía por entre mármoles y bronces; las junturas de las piedras exhalaban quejidos, los fuegos fatuos brillaban en la obscuridad, como pupilas asesinas de fieras.

Por aquellos paisajes, unas veces suaves y melancólicos, otras amenazadores y trágicos, andaban los muertos paseando sus cuerpos á medio corromper ó sus amarillas osamentas.

La noche primera de su estancia en el camposanto, Anatolio recibió visitas de cumplido, hechas por los vecinos y las vecinas de su calle.

Ellos le pusieron al tanto de la existencia que en aquel mundo se llevaba, y luego de ofrecerle sus habitaciones respectivas, se retiraron cortésmente.

Anatolio recorrió la ciudad, y se hizo cargo de los inquilinos.

Poco más ó menos, procedían las criaturas muertas como las criaturas vivas. Había entre ellas diferencias de clase; los cadáveres de mausoleo, no se trataban con los de tumba y nicho; los de tumba y nicho no querían nada con los de la fosa común; formaban grupos aparte, según su posición mortuoria; y se despreciaban y se odiaban unos grupos á otros, ni más ni menos que en la tierra.

Había entre aquella carroña envidias, rencores, vanidades, disensiones, luchas hueso á hueso. Hasta vió á dos cadáveres masculinos reñir combate singular por un esqueleto de mujer.

«Francamente, se dijo Anatolio, estos señores no merecen la pena de trabar con ellos amistades. Afortunadamente en nuestro mundo hay libertad y no le obligan á uno á tratarse con quien no quiere. Buscaré un lugar solitario donde nadie me estorbe y á nadie estorbe yo, y en paz con todos y allá cada cual con su genio».

El lugar fué un rinconcillo apartado del cementerio, junto á las ruinas de un mausoleo construído en forma de torre. Estas ruinas se alzaban entre unos cipreses enanos y sobresalían por ellos. Las grietas y salientes formaban como una escalera que permitía llegar sin grandes trabajos á la cúspide de la fábrica.

-Calla -dijo Anatolio- este mausoleo es un Observatorio excelente.

Y volvió á su nicho y se acostó en el ataúd frotándose las manos.