El sino: 11

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El sino de Joaquín Dicenta
Capítulo XI


Vida feliz la de Anatolio en aquel nicho que la buena de su mujer le había alquilado por diez años. Mientras el difunto se entregaba á éxtasis deliciosos, su cuerpo iba descomponiéndose lentamente, sin que su descomposición perturbara el recogimiento. Hasta los gusanos comían silenciosos, sin molestar. Por fin, el hombre caracol, la criatura ostra, había encontrado lugar en consonancia con sus aficiones y aptitudes.

Ajustado el ataúd entre las paredes del nicho; ajustado el cuerpo entre los tablones del ataúd, ni á vaivenes ni á golpetazos tenía que temer.

Allí moraba libre de todo ruido y de toda importunidad. Allí no había chiquillos gritones, ni mujer cantarina, ni cuñada histérica, ni suegra asmática. Allí no venían carboneros, zapateros y tenderos de comestibles. Cuando venían lo realizaban en clase de cadáveres sin recibos y facturas entre las manos; allí no había campanillas; allí no se alzaban las sombras crueles de los caballos y carros de mudanza; los espectros bestiales de los mozos cargadores y descargadores de D. Federico del Rieu.

De sol á sol nadie interrumpía las meditaciones de Anatolio.

Al principio, durante los meses primeros siguientes á su defunción, oía sollozar al pie de su lápida. Miraba por las rendijas de nicho y ataúd y contemplaba á su mujer y á sus chicos mayores trajeados de luto.

La mujer puesta de rodillas lloraba y rezaba; los niños corrían por entre las tumbas persiguiendo las mariposas.

Esto fué los primeros meses. Luego nada, ni mujer sollozando al pie de la lápida, ni chiquillos persiguiendo mariposas entre las tumbas.

Cuando moría el sol, cuando las últimas luces del crepúsculo se desdibujaban hasta desvanecerse en las tapias del cementerio; cuando el imperio de la noche despotizaba la fúnebre ciudad, Anatolio salía de su nicho y se dirigía, por las menos frecuentadas calles, hacia el observatorio.

Abría el cortinaje verde que formaban los cipreses enanos y se detenía ante la ruina adornada con hiedra. Puestos los descarnados pies en grietas y salientes y ayudándose con los brazos, ascendía á la vieja torre y tomaba asiento en sus cuarteadas almenas, cruzando una choquezuela con otra.

Ya en el Observatorio enderezaba las cuencas vacías de sus ojos al espacio infinito é iba recorriendo las constelaciones, los ejércitos astronómicos agrupados como en torno de un jefe, en torno del astro principal.

Orgullo sentía el difunto al ver, con el mirar superhumano de la muerte, que no se había equivocado cuando de vivo reconstruía con su imaginación el ser de los astros.

Sus ensueños eran realidad. Todos aquellos mundos criaturas vivientes; vasos de múltiples y de variados existires. Los grupos minerales y las familias animales y vegetales triunfaban en ellos como en nuestro planeta. Sólo que eran superiores en todos los rasgos y caracteres de forma y de substancia, á los del mundo terrenal.

No habían sido creados los astros por Dios para que el hombre, contemplándolos, se diera cuenta de la omnipotencia divina. Habían sido hechos para realizar labor fecunda y progresiva en beneficio del gran todo, en provecho de los fines universales que Anatolio ni después de muerto, podía ni sabía alcanzar.

Pero si no alcanzaba á tanto, alcanzaba al vivir de esos mundos y veía con los mirares de su espíritu como todos, al presente aislados, desconocidos unos de otros, iban evolucionando, progresando, aproximando la hora en que llegarían á comunicarse, á entenderse, á ser como ciudades del espacio infinito. Los habitantes de aquellas ciudades, los similares del hombre en tales mundos, podrían andando los tiempos, ir de astro en astro, como van hoy de ciudad en ciudad los habitantes de la tierra. Al presente cada astro necesitaba hacerse dueño de sí mismo, poseerse absoluta y completamente. De ahí su aislamiento. Las criaturas superiores, nacidas en cada uno de ellos, habían de realizar esta labor antes de emprender otra.

Cuando fuera pleno el dominio, cuando en cada planeta nada quedara por dominar y por descubrir, las criaturas superiores sentirían el ansia de conocer los otros mundos y hallarían modo de llegar á ellos, de relacionarse con ellos.

Entonces... Entonces ya no sería el universo más que una gran familia de criaturas luminosas que se saludarían fraternalmente de un confín á otro del espacio.