El tesoro de Gastón: 02

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El tesoro de Gastón de Emilia Pardo Bazán
Capítulo II

Capítulo II

La Comendadora[editar]

Como no le dejasen dormir sus melancólicos pensamientos, Gastón se levantó temprano, se vistió con diligencia, y subiendo democráticamente al tranvía, se dejó llevar hasta muy cerca del convento de las Comendadoras, que se eleva sombrío, dominado por su vasta iglesia, en una calle de las más solitarias del antiguo Madrid. Las Comendadoras no tienen reja. Mano a mano, a guisa de seglares damas -y bien nobles que lo son- reciben a sus visitas en un locutorio bajo, amplio, esterado, encalado, cuyas paredes adornan cuadros religiosos anegados en betún, y que amueblaban canapés de paja con respaldo de lira, y braseros claveteados -un salón de principios del siglo-. Paseando febrilmente esperó Gastón a su tía. La portera le había dicho que doña Catalina -así se llamaba la Comendadora- estaba en el coro, y que tardaría cosa de unos veinte minutos. «No traigo prisa, gracias», contestó el mozo: pero, solo ya, medía el locutorio con rápidas pisadas. Desde que se había levantado y salido a la calle, batallaba con la idea de que todo lo de su ruina era un mal sueño. ¡Una casa tan vieja, tan sólida como la casa de Landrey, venirse a tierra por artimañas de un usurero maldito! No; no podía ser que él, Gastón de Landrey, con sus propias manos acostumbradas a calzar guantes, con su propia cabeza hecha a las esencias y a los lavatorios del peluquero, tuviese que trabajar y discurrir como el resto de los mortales, a fin de ganarse el pan de cada día... La vida iba a continuar, rauda y disipada; la única vida posible, la vida en el sentido parisiense del vocablo.

Al pensar esto, una oleada de esperanza inundó a Gastón, esperanza venida no sabía de dónde, tal vez de la tranquilidad del locutorio, del aristocrático silencio del convento, donde debían de ser inmutables todas las cosas.

Cuando se hallaba más engolfado en sus sueños, abriose la puerta lateral, gruesa hoja de encina, y apareció en el hueco, inmóvil y muda, la Comendadora, la misma doña Catalina de Landrey y Castro, con las tocas negras, el blanco escapulario, y, en el pecho la roja heráldica cruz. Adelantándose vivamente, Gastón corrió a abrazar a su tía, a sostenerla, a traerla en vilo hasta la silla baja, situada cerca de la reja que daba a la calle, el sitio donde solían conversar otras veces; pero la anciana murmuró suplicante:

-¡Al jardín... al jardín... allí hace sol... allí no tendremos frío! No sentía Gastón ni pizca de frío en el locutorio: entrado el mes de mayo, la temperatura era suave y radiante la mañana. No obstante, asintió sonriendo y quiso coger a la anciana por el talle.

-No, voy delante -exclamó ella.

Lentamente, deslizándose como una sombra, precedió a Gastón por dos o tres pasillos y antesalas, hasta llegar a una carcomida puerta cuyo picaporte alzó. Al pisar el umbral del jardín, Gastón se paró deslumbrado.

No era el jardín muy grande: servía de patio al convento, y en su centro, por todo adorno, tenía un pozo con brocal, el humilde pozo de Castilla. Cuatro cuarterones simétricos, recortados en forma circular a fin de dejar sitio al pozo y holgura para sacar agua, formaban el sencillo trazado del jardín monástico. Sólo que estos arriates, con exclusión absoluta de toda otra flor o planta, estaban materialmente tapizados de pies de azucena floridos. Era una espesura de azucenas. Y bajo la sábana de oro que el sol tendía generosamente, la nívea blancura de las flores, su apretada abundancia, su esbeltez, su elegante forma casta y mística, halagaban los ojos y embriagaban dulcemente el corazón. Era un jardín mariano, cultivado únicamente por amor a la Virgen, para poder cubrir su altar de ramilletes simbólicos, en el gracioso culto llamado de las flores de mayo; o más bien era otro altar que brotaba de la tierra seca y desnuda, por virtud del riego continuo de unas manos piadosas, enamoradas de María.

En un ángulo del jardín daba todavía la sombra, y sobre un banco de ladrillo se sentó la Comendadora pausadamente, convidando a su sobrino a que la imitase. La claridad que bañaba el jardín caía sobre el rostro de doña Catalina, patentizando la labor de los años; estrago no diremos, porque en medio de su carácter de vetustez, bajo el severo contorno de la toca, aquel rostro tenía aún líneas de belleza pasada, vestigios de algo que debió de ser escultural. Parecían las majestuosas facciones modeladas en esa cera amarillenta, resquebrajada, de los cirios viejos y muy secos; la boca no era más que una línea pálida, dilatada por una sonrisa misteriosa; las cejas y las pestañas, encanecidas, sombreaban de un modo fatídico los ojos, donde persistía una vida extraordinaria, una especie de magnetismo. Los clavaba en Gastón con tal fuerza, con insistencia tal, que el mozo por un instante creyó a la Comendadora enterada de su ruina, y calculó para sí, algo impaciente:

-Menudo sermón me espera. Agarrarse.

Recordaba Gastón que, cuando de niño solía venir al convento, le daba mucha lástima su tía la Comendadora. ¡Siempre metida entre aquellas cuatro paredes, siempre arrebujada en aquellos austeros paños! Después, ya hombre y capaz de entender, había sabido la historia de doña Catalina, y la lástima creció. Doña Catalina era hija de don Martín de Landrey, uno de los nobles que en la lucha entre españoles y franceses por la independencia, inficionados de volterianismo y de lo que llamaban entonces ideas nuevas, abrazaron el partido del invasor. Es de advertir que los Landrey descendían en línea recta de un caballero bretón venido con Beltrán Duguesclín o Claquín a favorecer a don Enrique de Trastámara, que casó con española, que no quiso volver a Bretaña cuando la vio incorporada a la corona francesa, y a quien el fratricida estimó y colmó de mercedes, otorgándole bienes y feudos en la tierra gallega, tan semejante a la vieja Armónica, señalada por su fidelidad a don Pedro, y en la cual le convenía al bastardo arraigar a sus partidarios. En cierto modo, don Martín de Landrey obedecía al atavismo cuando se afrancesaba; mas no lo creyeron así sus deudos ni menos doña Catalina, que era entonces una criatura, pero que se daba cuenta de todo. Débil y enfermiza ya, pudo tanto en ella el disgusto de ver a su padre, en quien adoraba, señalado con el dedo y despreciado y maltratado cuando por fin salió de España el intruso, que contrajo un raro padecimiento nervioso, convulsiones seguidas de profundos síncopes. Su hermano -el abuelo de Gastón-, ardiente patriota y español acérrimo, había reñido con don Martín por diferencia de opiniones, y vivía en Madrid, en casa de un tío suyo, el marqués de Lanzafuerte, algo favorito de Fernando VII; y Catalina se encerró con su padre, en el desmantelado castillo de Landrey, por huir de la malevolencia y la antipatía que en Compostela, lo mismo que en la Corte, despertaba el afrancesado.

Vivieron allí padre e hija largos años en hosca soledad, ella siempre enferma, él también achacoso, y cada día más misantrópico y saturado de hiel, y cuando vino la última hora de don Martín, la hija sufrió el horrible dolor de ver morir al padre como un réprobo, rechazando con mil pretextos toda clase de auxilios espirituales, y ya, por último, amenazando con coger las pistolas que tenía a la cabecera, ¡y hacer un ejemplo si un cura pasaba el umbral! Así que hubo cerrado los ojos al infeliz, doña Catalina, en vez de caer al suelo presa de uno de sus accesos acostumbrados, se mostró casi impasible; veló el cadáver, atendió al entierro, encargó misas, muchas misas, y se estuvo cerca de un mes encerrada en las habitaciones del difunto, registrando cómodas y armarios, poniendo en orden documentos y papeles. Una noche, los labriegos y pescadores de la costa donde se asienta el castillo de Landrey, vieron con sorpresa un gran resplandor rojo, y si al pronto creyeron que había incendio, no tardaron en comprender que era una descomunal hoguera encendida en mitad del patio de honor. Delante de la hoguera estaba doña Catalina de pie, mandando la maniobra, y dos criados traían en cestos libros y manuscritos, despedazaban los volúmenes y los arrojaban a la hoguera, atizando y cebando su llama con provisión de leña y ramaje seco, para que devorase pronto aquel fárrago. Gastón había oído referir a su madre que allí se abrasaron las obras de bastantes franchutes de la cáscara amarga, y muchos papelotes que probaban las íntimas conexiones de don Martín de Landrey con la masonería española, su afiliación a la secta y el alto grado que en ella poseía... La quemazón duró hasta el amanecer, y sólo al blanquear la luz del alba las almenas de las torres se retiró doña Catalina lentamente, después de cerciorarse, removiendo con un palo la ya moribunda hoguera, de que allí sólo quedaban cenizas. Pocos días después de este suceso, doña Catalina, dejándolo todo bien arreglado y habiendo repartido entre los pobres labriegos cuantiosas limosnas y perdonado, por cuenta de su legítima, deudas y atrasos de pagos de rentas, salió hacia Madrid, donde la reclamaba su hermano don Felipe de Landrey. Llevaba en su compañía doña Catalina a una niña de unos tres años de edad, huérfana de madre, hija del mayordomo, que no era sino Telma, la actual sirviente de Gastón.

En Madrid quisieron divertir y festejar a Catalina; además de su hermano tenía dilatada parentela de primos y primas, por que una hermana de su bisabuelo se había casado con el duque de Ambas Castillas, y otra con el de Lanzafuerte, dejando ambos numerosa y masculina prole, que se enlazó luego a otras familias de muy alta alcurnia. Catalina alegó el riguroso luto para no concurrir a distracciones ni a saraos, y el día en que se cumplió un año justo de la muerte de su padre, anunció el decidido propósito de entrar en las Comendadoras. Era libre y dueña de sus acciones, y nadie podía oponerse a su deseo, con tal resolución manifestado. No obstante, don Felipe se opuso, y alegó el peligro de la salud; con aquel terrible mal nervioso, aquellos desvanecimientos y accesos convulsivos, ¿era prudente, era ni siquiera cristiano encerrarse en un convento? Doña Catalina respondió que la Iglesia había arreglado las cosas tan bien, que existían conventos para todos los estados de salud; que las Comendadoras no hacían vida penitente, sino recoleta y regular, y que ella estaba segura de resistir bien la prueba. Y en efecto, no sólo la resistió, sino que dentro del convento su organismo débil y quebrantado se templó hasta adquirir el vigor del acero; el equilibrio se estableció, la paz reinó en su antes combatido espíritu, y poco a poco la cara triste y los nublados ojos de doña Catalina se convirtieron en la hermosa faz y las serenas pupilas de la que todos dieron en nombrar la monja guapa.

-Desde que tu tía Catalina pronunció los votos, revivió -decíale a Gastón su madre-. La pobre se conoce que había ofrecido este sacrificio por los pecados de don Martín. Ella cumplió lo que tenía el deber de cumplir, y nada aprovecha tanto al alma y al cuerpo.

A pesar de la afirmación de su madre, Gastón recordaba que no había cesado de compadecer a su tía Catalina, de considerarla una víctima inmolada a preocupaciones, una vida tronchada en flor, una especie de fantasma sentenciado a desaparecer del mundo. Para él, entregado al desorden y tropelías de la voluntad, la regla en el vivir constituía una esclavitud, y cualquier valla cruel tiranía. ¡No hay más, doña Catalina le daba lástima! ¿Y por qué en aquel instante, a aquella hora virginal de la pura y radiante mañanita, en aquel jardín monástico todo paz, donde sólo se escuchaba el vuelo de algún abejorro, donde las azucenas abrían tímidamente sus cálices de raso blanco y vertían en silencio su pomo fragante, Gastón, en vez de compadecer a doña Catalina, advertía que la envidiaba? Sí, no lo podía dudar; envidiaba a la Comendadora, como envidia el marinero, desde su esquife que las olas hacen crujir y van a tragarse pronto, al pobre ermitaño que bebe de la apacible fuente antes de la oración... Era hermoso haber vivido sin tacha; haber realizado lo que creemos bueno y justo; haber dado testimonio de su fe ante los hombres, y haber llegado casi a los noventa años con aquella sonrisa misteriosa, no la de la esfinge, sino la de la santa que ya entrevé la bienaventuranza celeste...

Aquí estaremos mejor -pronunció con cascada voz la Comendadora, interrumpiendo los calendarios de su sobrino-. Importa muchísimo que no nos oiga nadie... ¡nadie!... A estas horas no aparecen monjas por aquí... Lo que te voy a decir es sólo para ti... ¿me entiendes? Para ti... tú eres el único nieto varón de mi hermano Felipe... y ya no queda en este mundo más personas que tú y yo llevando directamente el apellido de Landrey...

Gastón se estremeció. Acababa de presentir que no iba a escuchar de labios de su tía el obligado sermón al sobrino manirroto. Conocía el culto de doña Catalina por el apellido de la familia, única debilidad mundana que siempre se notó en la ejemplar reclusa, que no había cesado ni un día de enterarse de los nacimientos, bodas, muertes, malandanzas y bienandanzas de sus sobrinos. La Comendadora no era verosímil que conociese el estado de la hacienda de Gastón, y por consiguiente, lo que iba a dejar salir de su hundida boca de sibila agorera, la revelación anunciada, sólo podía referirse al pasado, a ese ayer de todas las familias, más romántico en las nobles, en quienes se enlaza estrechamente con la historia.