El tulipán negro/Capítulo XIX

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El tulipán negro
de Alejandro Dumas
Capítulo XIX: La mujer y la flor



Pero la pobre Rosa, encerrada en su habitación, no podía saber en qué o con quién soñaba Cornelius. Por consiguiente, después de lo que él le había dicho, Rosa se sentía más inclinada a creer que pensaba más en su tulipán que en ella, y, sin embargo, se engañaba.

Pero como nadie estaba allí para decirle que se engañaba, y las palabras imprudentes de Cornelius habían caído sobre su alma como gotas de veneno, Rosa no soñaba, lloraba.

En efecto, como Rosa era una criatura de espíritu elevado, de sentir recto y profundo, se hacía justicia a sí misma, no en cuanto a sus cualidades morales y físicas, sino en cuanto a su posición social.

Cornelius era sabio, Cornelius era rico, o por lo menos lo había sido antes de la confiscación de sus bienes; Cornelius pertenecía a aquella burguesía del comercio, más orgullosa de sus rótulos pintados en las tiendas, convertidos en blasón, de lo que había estado jamás la nobleza de raza de sus escudos hereditarios. Cornelius podía, pues, considerar a Rosa buena para una distracción, pero seguramente cuando se tratara de empeñar el corazón, sería más bien a un tulipán, es decir, a la más noble y más orgullosa de las flores a quien se lo empeñaría, que a Rosa, la humilde hija de un carcelero.

Comprendía, pues, esta preferencia que Cornelius concedía al tulipán negro sobre ella, pero no estaba menos desesperada porque lo comprendiera.

Así pues, Rosa tomó una resolución durante aquella noche terrible, durante aquella noche de insomnio. Esta resolución consistía en no volver nunca más al postigo.

Mas como sabía el ardiente deseo que sentía Cornelius por tener noticias de su tulipán, mas como no quería exponerse a ver de nuevo a un hombre por el que sentía acrecentarse su piedad hasta el punto de que después de haber pasado por la simpatía, esta piedad se encaminaba recta y a grandes pasos hacia el amor; mas como no quería que ese hombre se desesperara, resolvió proseguir sola las lecciones de lectura y escritura comenzadas, pues felizmente había llegado a un punto de su aprendizaje en que ya no le hubiera sido necesario un maestro si ese maestro no se hubiese llamado Cornelius.

Rosa, pues, se puso a leer con encarnizamiento en la Biblia del pobre Corneille de Witt, en la segunda página, convertida en primera después que la otra fue arrancada, donde estaba escrito el testamento de Cornelius van Baerle.

«¡Ah! -murmuraba para sí releyendo este testamento que nunca terminaba sin que una lágrima, perla de amor, rodara de sus ojos límpidos por sus pálidas mejillas-. ¡Ah! En ese tiempo creí, sin embargo, por un instante que él me amaba.»

¡Pobre Rosa! Se equivocaba. Jamás el amor del prisionero había sido real hasta el momento, ya que, como hemos dicho con vergüenza, en la lucha entre el gran tulipán negro y Rosa, era el gran tulipán negro el que había sucumbido.

Pero Rosa, repitámoslo, ignoraba la derrota del gran tulipán negro.

Así pues, terminada su lectura, operación en la cual Rosa había realizado grandes progresos, cogía la pluma y se dedicaba con encarnizamiento no menos loable a la obra bastante más difícil de la escritura.

Pero en fin, como Rosa escribía ya casi legiblemente el día en que Cornelius había dejado hablar a su corazón tan imprudentemente, no desesperó de realizar unos progresos bastante rápidos para dar noticias de su tulipán al prisionero en ocho días lo más tarde. No había olvidado ni una palabra de las recomendaciones que le había hecho Cornelius. Por otra parte, Rosa no olvidaba nunca una palabra de lo que decía el joven, incluso cuando lo que le decía no tomaba la apariencia de una recomendación.

Por su parte, él se despertó más enamorado que nunca. El tulipán estaba todavía luminoso y vivo en su pensamiento; pero finalmente, no lo veía ya como un tesoro al que debiera sacrificarlo todo, incluso a Rosa; sino como una flor preciosa, una maravillosa combinación de la Naturaleza y del arte, que Dios le concedía para el corpiño de su dueña.

Sin embargo, durante toda la jornada le persiguió una vaga inquietud. Se parecía a aquellos hombres cuyo espíritu es lo bastante fuerte para olvidar momentáneamente que un gran peligro les amenaza por la noche o al día siguiente. Una vez vencida la preocupación, viven una vida ordinaria. Solamente, de cuando en cuando, ese peligro olvidado les muerde el corazón de repente con su agudo diente. Se sobresaltan, se preguntan por qué se han sobresaltado, y luego, recordando lo que habían olvidado, dicen con un suspiro:

-¡Oh, sí! ¡Es esto!

El esto de Cornelius era el temor de que Rosa no viniera aquella noche como de costumbre.

Y a medida que la tarde avanzaba, la preocupación se hacía más viva y más presente, hasta que al fin esta preocupación se apoderó de todo el cuerpo de Cornelius, y no hubo nada más que viviera en él.

Así pues, saludó la oscuridad con un fuerte latido de su corazón; a medida que la oscuridad crecía, las palabras que había dicho la víspera a Rosa, y que tanto habían afligido a la pobre chica, se hacían más presentes en su mente; y se preguntaba cómo había podido decir a su consoladora que la sacrificaba a su tulipán, es decir, a renunciar a verla si era preciso, cuando en él la vista de Rosa se había convertido en una necesidad de su vida.

En la celda de Cornelius se oían sonar las horas del reloj de la fortaleza. Dieron las siete, las ocho, luego las nueve. Nunca un timbre de bronce vibró más profundamente en el fondo de un corazón como lo hizo el martillo al golpear por novena vez señalando esta hora.

Después, todo quedó en silencio. Cornelius apoyó la mano sobre su corazón para ahogar los latidos, y escuchó.

El rumor del paso de Rosa, el roce de su ropa en los peldaños de la escalera, le eran tan familiares que, desde el primer escalón subido por ella, se decía: «¡Ah! Ya viene Rosa.»

Aquella noche, ningún ruido turbó el silencio del corredor; el reloj señaló las nueve y cuarto. Luego, en dos sonidos diferentes, las nueve y media; después las nueve y tres cuartos; y finalmente, con su voz grave anunció no sólo a los huéspedes de la fortaleza, sino también a los habitantes de Loevestein, que eran las diez.

Aquella era la hora en la que Rosa abandonaba habitualmente a Cornelius. Había sonado la hora, y Rosa no había venido todavía.

Así pues, sus presentimientos no le habían engañado: Rosa, irritada, se encerraba en su habitación y le abandonaba.

-¡Oh! Realmente me he merecido lo que me sucede -dijo Cornelius en voz alta-. Ya no vendrá, y hará bien; en su lugar, yo hubiera hecho lo mismo.

Mas a pesar de esto, Cornelius escuchaba, esperaba, y seguía esperando. Escuchó y esperó hasta la medianoche, pero a medianoche dejó de esperar y, completamente vestido, y con el corazón transido de dolor, se echó sobre el lecho.

La noche fue larga y triste, hasta la llegada del día; pero el día no trajo ninguna esperanza al prisionero.

A las ocho de la mañana se abrió la puerta; pero Cornelius ni siquiera giró la cabeza; había oído el paso pesado de Gryphus en el corredor, pero había percibido perfectamente que ese paso se aproximaba solo.

Ni siquiera miró hacia el carcelero.

Y, sin embargo, hubiera querido interrogarle para pedirle noticias de Rosa. Estuvo a punto, por extraña que esta demanda le hubiera parecido al padre de la joven, de hacerle esta pregunta.

Esperaba, en su egoísmo, que Gryphus le respondería que su hija estaba enferma.

A menos que hubiera algún suceso extraordinario, Rosa no venía nunca durante la jornada.

Cornelius, mientras duró el día, no esperaba, pues, nada en realidad. Sin embargo, en sus súbitos sobresaltos, en su oído tendido hacia la puerta, en su rápida mirada interrogando al postigo, se comprendía que el prisionero tenía la sorda esperanza de que Rosa cometiera una alteración en sus costumbres.

A la segunda visita de Gryphus, Cornelius, contra su costumbre, solicitó al viejo carcelero, con su voz más dulce, noticias sobre su salud; pero Gryphus, lacónico como un espartano, se limitó a responder:

-Va bien.

En la tercera visita, Cornelius varió la pregunta.

-¿No hay nadie enfermo en Loevestein? -preguntó.

-¡Nadie! -contestó Gryphus más lacónicamente todavía que la primera vez, cerrando la puerta en las narices del prisionero.

Gryphus, mal acostumbrado a semejantes afabilidades por parte de Cornelius, había imaginado de parte de su prisionero un comienzo de tentativa de corrupción.

Cornelius volvió a encontrarse solo; eran las siete de la tarde. Entonces se renovaron en un grado más intenso que la víspera las angustias que hemos intentado describir.

Pero, como la víspera, las horas transcurrieron sin traer la dulce visión que alumbraría, a través del postigo, el calabozo del pobre Cornelius, y que, al retirarse, dejaría allí la luz durante todo el tiempo de su ausencia.

Van Baerle pasó la tarde en una verdadera desesperación. Al día siguiente, Gryphus le pareció más feo, más brutal, más desesperante todavía que de costumbre: le había cruzado por la mente o más bien por el corazón, la esperanza de que era él el que impedía venir a Rosa.

Le entraron unos deseos feroces de estrangular a Gryphus; pero con Gryphus estrangulado por Cornelius, todas las leyes divinas y humanas impedirían a Rosa volver a ver jamás a Cornelius.

El carcelero escapó pues, sin imaginárselo, a uno de los más grandes peligros que hubiera corrido jamás en su vida.

Llegó la noche, y la desesperación se tornó en melancolía; esta melancolía era tanto más sombría por cuanto que, a pesar de Van Baerle, los recuerdos de su pobre tulipán se mezclaban al dolor que experimentaba. Se había llegado justamente a aquella época del mes de abril en que los jardineros más expertos indican como el momento preciso para la plantación de los tulipanes; había dicho a Rosa: «yo os indicaré el día en que deberéis meter el bulbo en la tierra». Ese día debía fijarlo mañana para el atardecer siguiente. El tiempo era bueno, la atmósfera, aunque todavía un poco húmeda, comenzaba a estar atemperada por esos pálidos rayos del sol de abril que, llegando los primeros, parecen tan suaves, a pesar de su palidez. Pensó que Rosa iba a dejar pasar el tiempo de la plantación. Si al dolor de no ver a la joven se unía el de ver abortar el bulbo, por haber sido plantado demasiado tarde, ¡o incluso por no haber sido plantado...!

Con estos dos dolores reunidos, había ciertamente para perder el apetito.

Que fue lo que sucedió al cuarto día.

Daba lástima ver a Cornelius, mudo de dolor y pálido de inanición, inclinarse fuera de la ventana enrejada, con el peligro de no poder retirar su cabeza de los barrotes, para tratar de percibir a la izquierda el pequeño jardín del que le había hablado Rosa, y cuyo parapeto confinaba, según le había dicho, con el río, y todo ello con la esperanza de descubrir, bajo esos primeros rayos del sol de abril, a la joven o al tulipán, sus dos amores desgraciados.

Por la tarde, Gryphus se llevó el desayuno y la comida de Cornelius; éste apenas los había tocado.

Al día siguiente, no los tocó en absoluto, y Gryphus descendió los comestibles destinados a esas dos comidas, completamente intactos.

Cornelius no se había levantado en toda la jornada.

-Bueno -comentó Gryphus al descender después de la última visita-, creo que vamos a vernos desembarazados del sabio.

Rosa se sobresaltó.

-¡Bah! -exclamó Jacob-. ¿Por qué?

-Ya no bebe, ya no come, no se levanta... -explicó Gryphus-. Como el señor Grotius, saldrá de aquí en un cofre, sólo que ese cofre será un ataúd.

Rosa se puso pálida como la muerte. «¡Oh! -murmuró para sí-. Ya comprendo; está inquieto por su tulipán.»

Y levantándose completamente deprimida, entró en su habitación, donde cogió pluma y papel, y durante toda la noche se ejercitó en trazar unas letras.

Al día siguiente, al levantarse para arrastrarse hasta la ventana, Cornelius percibió un papel que habían deslizado por la noche bajo la puerta de su calabozo.

Se lanzó sobre el papel, lo abrió, y leyó, con una escritura que apenas pudo reconocer como perteneciente a Rosa, de tanto como había mejorado durante aquella ausencia de siete días: Estad tranquilo, vuestro tulipán se porta bien.

Aunque aquella pequeña frase de Rosa calmara una parte de los dolores de Cornelius, no fue por ello menos sensible a la ironía. Así pues, era realmente eso, Rosa no estaba enferma en absoluto, Rosa estaba herida; no era por la fuerza por lo que Rosa no venía, sino que había permanecido voluntariamente alejada de Cornelius.

Así pues, Rosa libre, Rosa hallaba en su voluntad la fuerza de no venir a ver al que se moría de pena por no haberla visto.

Cornelius tenía papel y un lápiz que le había traído Rosa. Comprendió que la joven esperaba una respuesta, pero que no vendría a buscar esta respuesta hasta la noche. En consecuencia, escribió sobre un papel parecido al que había recibido: No es la inquietud que me causa el tulipán lo que me pone enfermo; es la pena que experimento por no veros.

Luego, una vez que Gryphus hubo salido, y llegada la noche, deslizó el papel bajo la puerta y escuchó.

Pero, por mucha atención que puso, no oyó ni el paso ni el rozamiento de la ropa de la hija del carcelero.

No oyó más que una voz débil como un suspiro, y dulce como una caricia, que le lanzaba por el postigo estas dos palabras:

-Hasta mañana.

Mañana... era el octavo día.

Durante ocho días, Cornelius y Rosa no se habían visto.