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El tulipán negro/Capítulo XX

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El tulipán negro
de Alejandro Dumas
Capítulo XX: Lo que había ocurrido durante esos ocho días



Al día siguiente, en efecto a la hora habitual, Van Baerle oyó rascar en su postigo como tenía Rosa por costumbre hacer durante los felices días de su amistad.

Imaginamos que Cornelius no se hallaba lejos de esta puerta a través de cuyo enrejado iba a volver a ver, por fin, el encantador rostro desaparecido desde hacía tantos días.

Rosa, que esperaba con su lámpara en la mano, no pudo retener un estremecimiento cuando vio al prisionero tan triste y pálido.

-¿Sufrís, señor Cornelius? -preguntó.

-Sí, señorita -respondió Cornelius-, sufro de espíritu y de cuerpo.

-Ya he visto, señor, que no coméis -dijo Rosa-. Mi padre me ha dicho que no os levantáis; por eso os he escrito, para tranquilizaros sobre la suerte del precioso objeto de vuestras inquietudes.

-Y yo -replicó Cornelius- os he contestado. Creía, al veros venir, querida Rosa, que habíais recibido mi carta.

-Es verdad, la he recibido.

-No daréis por excusa esta vez que no sabéis leer. No sólo leéis correctamente, sino que también habéis aprovechado enormemente las lecciones de escritura.

-En efecto, no solamente he recibido, sino que también he leído vuestra nota. Por eso es por lo que he venido, para ver si habría algún medio para devolveros la salud.

-¡Devolverme la salud! -exclamó Cornelius-. Entonces ¿tenéis alguna buena noticia que darme?

Y al hablar así, el joven clavaba en Rosa dos ojos brillantes de esperanza.

Sea que ella no comprendiera esa mirada, sea que no quisiera comprenderla, la joven respondió gravemente:

-Solamente puedo hablaros de vuestro tulipán que es, como sé, la más grave preocupación que vos tenéis.

Rosa pronunció estas pocas palabras con un acento helado que hizo sobresaltar a Cornelius.

El celoso tulipanero no comprendía todo lo que ocultaba, bajo el velo de la indiferencia, la pobre niña siempre a la greña con su rival, el adorado tulipán negro.

-¡Ah! -murmuró Cornelius-. ¡Todavía, todavía! Rosa, no os he dicho, ¡Dios mío!, que no pienso más que en vos, que era a vos sola a quien echaba de menos, vos sola quien me faltaba, vos sola quien, con vuestra ausencia, me retiraba el aire, el día, el calor, la luz, la vida.

Rosa sonrió melancólicamente.

-¡Ah! -dijo-. Es que vuestro tulipán ha corrido un peligro muy grande.

Cornelius se sobresaltó a su pesar, y se dejó coger en la trampa si es que aquello lo era.

-¡Un peligro muy grande! -exclamó tembloroso-. Dios mío, ¿cuál?

Rosa le miró con una dulce compasión, sintiendo que lo que ella quería estaba por encima de las fuerzas de aquel hombre, y que había que aceptar a éste con su debilidad.

-Sí -dijo-. Adivinasteis precisamente que el pretendiente amoroso, Jacob, no venía por mí.

-¿Y por quién venía, pues? -preguntó Cornelius con ansiedad.

-Por el tulipán.

-¡Oh! -exclamó Cornelius palideciendo ante esta noticia más de lo que había palidecido cuando Rosa, equivocándose, le había anunciado quince días antes que Jacob acudía a la fortaleza por verla a ella.

Rosa vio este terror, y Cornelius percibió por la expresión de su rostro que ella pensaba lo que acabamos de decir.

-¡Oh! Perdonadme, Rosa -se excusó-. Yo os conozco, sé la bondad y la honestidad de vuestro corazón. A vos, Dios os ha dado el pensamiento, el juicio, la fuerza y el movimiento para defenderos, pero a mi pobre tulipán amenazado, Dios no le ha dado nada de todo eso.

Rosa no respondió a esta excusa del prisionero y continuó:

-Desde el momento en que ese hombre, que me había seguido al jardín y al que había reconocido como Jacob, os inquietaba, me inquietaba a mí mucho más todavía. Hice, pues, lo que me habíais dicho, a la mañana siguiente del día en que os vi por última vez y en el que me dijisteis...

Cornelius la interrumpió.

-Perdón, una vez más, Rosa -exclamó-. Me equivoqué al deciros lo que os dije. Ya os he pedido mi perdón por aquella fatal palabra. Os lo pido de nuevo. ¿Será, pues, siempre en vano?

-A la mañana siguiente a aquel día -prosiguió Rosa-, acordándome de lo que me habíais dicho... de la trampa a emplear para asegurarme si era a mí o al tulipán a quien ese odioso hombre seguía...

-Sí, odioso... No es verdad -murmuró él- que vos odiéis realmente a ese hombre.

-Sí, le odio -afirmó Rosa- ¡porque es la causa de que esté sufriendo tanto desde hace ocho días!

-¡Ah! ¿Vos también habéis sufrido, entonces? Gracias por esta hermosa palabra, Rosa.

-A la mañana siguiente de aquel desgraciado día -continuó Rosa- bajé al jardín, y avancé hacia la platabanda donde debía plantar el tulipán, siempre mirando detrás de mí si, esta vez como la otra, era seguida.

-¿Y bien? -preguntó Cornelius.

-¡Pues bien! La misma sombra se deslizó entre la puerta y la muralla, y desapareció también detrás de los saúcos.

-Simulasteis no verla, ¿verdad? -inquirió Cornelius, recordando con todo detalle el consejo que le había dado a Rosa.

-Sí, y me incliné sobre la platabanda que excavé con una azada como si plantara el bulbo.

-¿Y él... él... durante ese tiempo?

-Yo veía brillar sus ojos ardientes como los de un tigre a través de las ramas de los árboles.

-¿Veis? ¿Veis? -exclamó Cornelius.

-Luego, acabado ese remedo de operación, me retiré.

-Pero detrás de la puerta del jardín solamente, ¿verdad? De forma que a través de las grietas o de la cerradura de esa puerta pudierais ver lo que hacia él una vez vos hubieseis partido.

-Esperó un instante sin duda para asegurarse de que yo no volvería, luego salió a paso de lobo de su escondrijo, se acercó a la platabanda dando un largo rodeo, llegó por fin a su meta, es decir, frente al lugar donde la tierra aparecía recién removida, se detuvo con aire indiferente, miró hacia todos lados, interrogó cada ángulo del jardín, interrogó cada ventana de las casas vecinas, interrogó la tierra, el cielo, el aire, y creyendo que se hallaba realmente solo, fuera de la vista de todo el mundo, se precipitó sobre la platabanda, hundió sus dos manos en la tierra blanda, recogió una porción que deshizo suavemente entre sus manos para ver si el bulbo se encontraba allí, repitió tres veces el mismo manejo y cada vez con una acción más ardiente, hasta que al fin, comenzando a comprender que podía haber sido engañado con alguna superchería, calmó la agitación que le devoraba, cogió el rastrillo, igualó el terreno para dejarlo en el mismo estado en que se hallaba antes de que lo hubiera registrado y, completamente avergonzado, completamente corrido, cogió el camino de la puerta afectando el aspecto inocente de un paseante ordinario.

-¡Oh, el miserable! -murmuró Cornelius, enjugando las gotas de sudor que perlaban su frente-. ¡Oh, el miserable! Lo había adivinado. Pero entonces, Rosa, ¿qué habéis hecho con el bulbo? ¡Ay! Ya es un poco tarde para plantarlo.

-El bulbo está en la tierra desde hace seis días.

-¿Dónde? ¿Cómo? -exclamó Cornelius-. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué imprudencia! ¿Dónde está? ¿En qué tierra se halla? ¿Está bien o mal expuesto? ¿No hay peligro de que ese espantoso Jacob nos lo robe?

-No hay peligro de que nos lo roben, a menos que Jacob fuerce la puerta de mi habitación.

-¡Ah! Está con vos, está en vuestra habitación, Rosa -dijo Cornelius un poco tranquilizado-. Pero ¿en qué tierra, en qué recipiente? No le haréis germinar en el agua como las buenas mujeres de Haarlem y de Dordrecht que se empeñan en creer que el agua puede reemplazar a la tierra, como si el agua, que está compuesta de treinta y tres partes de oxígeno y de sesenta y seis partes de hidrógeno, pudiera reemplazar... Pero ¡qué es lo que os digo, Rosa!

-Sí, esto es un poco técnico para mí -respondió sonriendo, la joven-. Me contentaré, pues, con responderos, para tranquilizaros, que vuestro bulbo no está en el agua.

-¡Ah! Respiro.

-Está en una buena vasija de mayólica, justo del ancho del recipiente donde habíais enterrado el vuestro. Está en un terreno compuesto de tres cuartas partes de tierra ordinaria cogida del mejor lugar del jardín, y de un cuarto de tierra de la calle. ¡Oh! ¡He oído decir tan a menudo a vos y a ese infame de Jacob, como vos le llamáis, en qué tierra debe crecer el tulipán, que ya lo sé como el primer jardinero de Haarlem!

-¡Ah! Ahora queda la exposición. ¿Qué exposición tiene, Rosa?

-Está al sol toda la jornada, los días en que luce. Pero cuando haya salido de la tierra, cuando el sol sea más caliente, haré como vos hacíais aquí, querido señor Cornelius. Lo expondré en mi ventana al levante desde las ocho de la mañana a las once, y en mi ventana al ponente, desde las tres de la tarde hasta las cinco.

-¡Ah! ¡Eso es, eso es! -exclamó Cornelius-. Sois una jardinera perfecta, mi bella Rosa. Pero pienso que el cultivo de mi tulipán va a tomaros todo vuestro tiempo.

-Sí, es verdad -concedió Rosa-, pero no importa; vuestro tulipán es mi hijo. Le dedico el tiempo que dedicaría a mi niño, si fuera madre. Solamente convirtiéndome en su madre -añadió Rosa sonriendo- puedo dejar de considerarme su rival. ¿No os parece?

-¡Buena y querida Rosa! -murmuró Cornelius lanzando sobre la joven una mirada donde había más de amante que de horticultor, y que consoló un poco a Rosa.

Luego, al cabo de un instante de silencio, durante el cual Cornelius había buscado por las aberturas del enrejado la mano fugitiva de Rosa:

-Así pues -continuó Cornelius- ¿ya hace seis días que el bulbo está en la tierra?

-Seis días, sí, señor Cornelius -asintió la joven.

-¿Y no aparece todavía?

-No, pero creo que mañana aparecerá.

-Mañana entonces, me daréis noticias de él al darme las vuestras, ¿verdad, Rosa? Me inquieto mucho por el hijo, como vos decíais hace un momento; pero me intereso muy de otro modo por la madre.

-Mañana -dijo Rosa, desviando la vista de la de Cornelius-, no sé si podré.

-¿Eh? ¡Dios mío! -exclamó Cornelius-. ¿Por qué mañana no podréis?

-Señor Cornelius, tengo mil cosas que hacer.

-Mientras que yo, no tengo más que una -murmuró Cornelius.

-Sí -respondió Rosa-, amar vuestro tulipán.

-Amaros a vos, Rosa.

Rosa movió la cabeza.

Se hizo un nuevo silencio.

-En fin -continuó Van Baerle, interrumpiendo ese silencio- todo cambia en la Naturaleza: a las flores de la primavera suceden otras flores, y vemos a las abejas, que acarician tiernamente a las violetas y a los alhelíes, posarse con el mismo amor sobre las madreselvas, las rosas, los jazmines, los crisantemos y los geranios.

-¿Qué quiere decir esto? -preguntó Rosa.

-Esto quiere decir, señorita, que vos habéis querido primero oír el relato de mis alegrías y de mis penas; habéis acariciado la flor de nuestra mutua juventud; pero la mía se marchita en la sombra. El jardín de las esperanzas y los placeres de un prisionero no tiene más que una estación. No ocurre como en esos bellos jardines al aire libre y al sol. Una vez realizada la siega de mayo, una vez cosechado el botín, las abejas como vos, Rosa, las abejas de fino talle, de antenas de oro, de alas diáfanas, pasan por entre los barrotes, desertan del frío, de la soledad, de la tristeza, para ir a buscar más lejos los perfumes y las calientes exhalaciones. ¡La felicidad, en fin!

Rosa miraba a Cornelius con una sonrisa que éste no veía, tenía la vista levantada al cielo.

Continuó con un suspiro:

-Vos me habéis abandonado, señorita Rosa, para gozar de vuestras cuatro estaciones de placeres. Habéis hecho bien; no me lamento. ¿Qué derecho tenía para exigir vuestra fidelidad?

-¡Mi fidelidad! -exclamó Rosa anegada en lágrimas, y sin tomarse el trabajo de ocultar por más tiempo a Cornelius aquel rosario de perlas que rodaba por sus mejillas-. ¡Mi fidelidad! ¿No os he sido fiel?

-¡Ay! ¿Es serme fiel -preguntó Cornelius abandonarme, dejarme morir aquí?

-Pero, señor Cornelius -protestó Rosa-, ¿no he hecho por vos todo lo que podía para agradaros, no me he ocupado de vuestro tulipán?

-¡Con amargura, Rosa! Me reprocháis la única alegría sin mancha que he tenido en este mundo.

-No os reprocho nada, señor Cornelius, sino la única pena profunda que he sentido desde el día en que vinieron a decirme a la Buytenhoff que íbais a ser ajusticiado.

-Os desagrada, Rosa, mi dulce Rosa, os desagrada que yo ame a las flores.

-No me desagrada que vos las améis, solamente me entristece que las améis más de lo que me amáis a mí misma.

-¡Ah! Querida, querida bienamada -exclamó Cornelius-, mirad cómo tiemblan mis manos, mirad cuán pálida está mi frente, escuchad, escuchad cómo late mi corazón; ¡pues bien!, no es porque mi tulipán negro me sonríe y me llama, no. Es porque vos me sonreís, es porque vos inclináis vuestra frente hacia mí; es porque -no sé si esto es verdad-, es porque me parece que, aun rehusándolas, vuestras manos aspiran a las mías y siento el calor de vuestras bellas mejillas tras el frío enrejado. Rosa, amor mío, romped el bulbo del tulipán negro, destruid la esperanza de esta flor, apagad la dulce luz de este sueño casto y encantador con el que me había habituado cada día. ¡Sea! Nada de flores de ricos vestidos, de gracias elegantes, de caprichos divinos, despojadme de todo esto, flor celosa de otras flores, despojadme de todo esto, pero no me quitéis vuestra voz, vuestro gesto, el rumor de vuestros pasos por la pesada escalera, no me quitéis el fuego de vuestros ojos en el sombrío corredor, la certeza de vuestro amor que acaricia perpetuamente mi corazón; amadme, Rosa, porque realmente yo siento que os amo.

-Después del tulipán negro -suspiró la joven, cuyas manos tibias y acariciantes consentían por fin en entregarse a través del enrejado a los labios de Cornelius.

-Antes que nada, Rosa...

-¿He de creeros?

-Como creéis en Dios.

-Sea, ¿no os compromete mucho el amarme?

-Muy poco, desgraciadamente, querida Rosa, pero os compromete a vos.

-¿A mí? -preguntó Rosa-. ¿Y a qué me compromete esto?

-En primer lugar, a no casaros.

Ella sonrió.

-¡Ah! Así es como sois los hombres -dijo-: tiranos. Adoráis a una belleza: no pensáis más que en ella, no soñáis más que con ella. Sois condenados a muerte, y al marchar hacia el patíbulo le consagráis vuestro último suspiro, y exigís de mí, pobre chica, exigís el sacrificio de mis sueños, de mi ambición.

-Pero ¿de qué belleza me habláis, Rosa? -preguntó Cornelius buscando en sus recuerdos, inútilmente, una mujer a la cual Rosa pudiera hacer alusión.

-Pues de la belleza negra, señor, de la belleza negra de talle flexible, de pies finos, de cabeza llena de nobleza. Me refiero a vuestra flor, naturalmente.

Cornelius sonrió.

-Belleza imaginaria, mi buena Rosa, mientras que vos, sin contar a vuestro enamorado, o más bien a mi enamorado Jacob, estáis rodeada de galanes que os hacen la corte. ¿Recordáis, Rosa, lo que me habéis dicho de los estudiantes, de los oficiales, de los dependientes de La Haya? Pues bien, ¿no hay en Loevestein dependientes, oficiales, estudiantes?

-¡Oh! Sí que los hay por cierto, y hasta demasiados -dijo Rosa.

-¿Que escriben?

-Que escriben.

Y Cornelius lanzó un suspiro al pensar que era a él, pobre prisionero, a quien Rosa debía el privilegio de leer las notas que recibía.

-¡Pues sí! -prosiguió Rosa-. Pero me parece, señor Cornelius, que al leer las notas que me escriben, al examinar los galanes que se me presentan, no hay más que seguir vuestras instrucciones.

-¿Cómo mis instrucciones?

-Sí, vuestras instrucciones. Olvidáis -continuo Rosa suspirando a su vez-, olvidáis el testamento escrito por vos en la Biblia del señor Corneille de Witt. ¡Yo no lo olvido! Porque, ahora que sé leer, lo releo todos los días, y más bien dos veces que una. ¡Pues bien! En ese testamento, me ordenáis amar y casarme con un guapo joven de veintiséis a veintiocho años. Yo busco a ese joven, y como toda mi jornada está consagrada a vuestro tulipán, es preciso que me dejéis la noche para hallarlo.

-¡Ah, Rosa! El testamento se hizo en previsión de mi muerte y, gracias al Cielo, estoy vivo. Por lo tanto queda sin efecto, si así lo deseáis.

-¡Pues bien! Entonces, no buscaré a ese guapo joven de veintiséis a veintiocho años, y vendré a veros.

-¡Ah! ¡Sí, Rosa, venid! ¡Venid!

-Mas con una condición.

-¡Está aceptada de antemano!

-Que durante tres días no hablemos del tulipán negro.

-No hablaremos nunca si lo exigís, Rosa.

-¡Oh! -exclamó la joven-. No hay que pedir lo imposible.

Y, como por descuido, aproximó su fresca mejilla tan cerca del enrejado que Cornelius pudo rozarla con sus labios.

Rosa lanzó un pequeño grito lleno de amor, y desapareció.