El vagabundo

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Sub sole (1907) de Baldomero Lillo
El vagabundo
Nota: Se respeta la ortografía original de la época


EL VAGABUNDO


En medio del ávido silencio del auditorio alzose evocadora, grave i lenta la voz monótona del vagabundo:

— Me acuerdo como si fuera hoi; era un dia así como éste; el sol echaba chispas allá arriba i parecia que iba a pegar fuego a los secos pastales i a los rastrojos. Yo, i otros de mi edad, nos habíamos quitado las chaquetas i jugábamos a la rayuela debajo de la ramada. Mi madre, que andaba atareadísima aquella mañana, me habia gritado ya tres veces desde la puerta de la cocina: « ¡PascuaL tráeme unas astillas secas para encender el horno! »

Yo, empecatado en el juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los tejos de cobre: Ya voi, madre, ya voi. Pero, e| diablo me tenia agarrado, i no iba, no iba... De repente, cuando con la redondela en la mano ponia mis cinco sentidos para plantar un doble en la raya, sentí en la espalda un golpe i un escozor como si me hubiesen animado a los lomos un hierro ardiendo. Di un bufido, i ciego de rabia, como la bestia que tira una coz, soltó un reves con todas mis faenas... Oi un grito, una nube me pasó por la vista i vislumbré a mi madre, que sin soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena de sangre, al mismo tiempo que me decia con una voz que me heló hasta la médula de los huesos: « ¡Maldito seas, hijo maldito! »

Sentí que el mundo se me venia encima i caí redondo como si me hubiese partido un rayo... Cuando volví tenia la mano izquierda, la mano sacrílega, pegada debajo de la tetilla derecha.

Mientras los campesinos se estrechaban en torno del banco ansiodos de contemplar de cerca el prodijio, el viejo hubiese desabrochado la blusa i puesto al descubierto el pecho hundido, descamado, con la terrosa piel pegada a los huesos. I ahí, justamente debajo de la tetilla derecha, veíue la mano, una mano pálida, con dedos largos i uñas descomunales adherida por la palma a esa parte del cuerpo como si estuviese soldada o cosida con él.

Un murmullo temeroso partió del grupo i voces ahogadas profirieron:

— ¡Pobrecito!

— ¡Qué castigo mi Dios!

— ¡Qué ejemplo, Jesus bendito!

El vagabundo esperó que los murmullos i las esclamaciones se estinguiesen i luego continuó:

— Una noche se me apareció, en suenos, Nuestro Señor, i me ordenó que me fuera por el mundo para que mi castigo, confundiendo, a los incrédulos, sirviese de ejemplo a los malos hijos.

Los padres i las madres clavaron en los rostros confusos de sus juveniles retoños, una mirada que parecía decir: ¿Han oido? ¡Esto es para ustedes! ¿Olvidarán la leccioncita?

El silencio tenia algo de relijioso i de solemne cuando el viejo prosiguió:

— Honra a tu padre i a tu madre dice la lei de Diosiyo les encarezco, mis hijos, que nunca, jamas, desobedezcan a sus mayores. Sean siempre dociles i sumisos i alcanzaran la felicidad en este mundo i la gloria eterna en el otro.

— ¡Amen! dijieron muchas voces trémulas por la emocion.

La ramada bajo la cual se cobijaba el vagabundo era la prolongacion de un pajizo rancho, morada de uno de los mas ancianos vaqueros del fundo. A cincuenta metros estaba la carretera, a la que daba acceso una puerta de trancas cuyas varas. Corridas de un lado, descansaban por una de sus estremidades en el suelo, dejando un paso estrecho que un caballo podia salvar con un pequeno salto. El terreno, sobre el cual se alzaba la choza, era llano i estaba cerrado por una lijera empalizada de ramas secas. En lo alto el sol fulguraba intensamente derramando sus blancos resplandores sobre los campos sumidos en el letargo de la quietud i el sopor.

El mendigo, sentado en el banco junto al cual los campesinos van depositando en silencio sus limosnas, murmura con tremula ¡cascada voz:

— ¡Dios i la Santísima Vírjen se lo paguen, hermano!

De pronto, en el camino, frente a la puerta de trancas, aparecen dos jinetes magníficamente montados. Uno tras otro salvan el obstáculo i avanzan en derechura hácia la ramada. Todas las lenguas enmudecen a la vista del patron i de su hijo que hablan, al parecer, acaloradamente.

Los labriegos, se miran i se hacen guiños con aire malicioso. Están hartos de aquellas escenas i cuchichean con maligna sonrisa:

— El viejo halló la horma de su zapato.

— La halló, la halló...

Cállanse de nuevo para oir las voces destempladas de los jinetes, que habiendo refrenado sus cabalgaduras, jesticulan con tono áspero de disputa.

Don Simon, el hacendado, es un hombre de sesenta años, alto, corpulento, de mirada viva i penetrante. Lleva la barba afeitada i su cano i retorcido bigote, que la cólera eriza, deja ver una boca de labios delgados, adusta e imperiosa. Su historia es breve i concisa. Simple vaquero en su juventud, a fuerza de paciencia i perseverancia alcanzó los empleos de capataz, mayordomo i, por último, administrador de una magnífica hacienda. Mui hábil, trabajador infatigable hizo prosperar de tal modo los intereses del propietario que éste lo hizo sa socio dándole una crecida participacion en las ganancias. A la muerte de su bienhechor adquirió con sus economías un pequeño fundo en los alrededores, fundo que ensanchó merced a compras sucesivas hasta hacer de él una propiedad valiosísima. Viudo hacia mucho tiempo sólo tenía aquel hijo. Contaba el mozo veintídos años. De estatura mediana, bien conformado, poseía un semblante espresivo, franco i abierto. Su carácter, como el de su padre, era mui írritable i arrebatado, mas, en su corazon habia un gran fondo de bondad.

Los campesinos le querian entrañablemenbe i eran a menudo los encubridores i cómplices de sus calavendas. Avído de placeres ¡de libertad i jinete espléndido era fanático por las carreras de caballo. Contabase el caso mui reciente de haber regresado un dia a casa, en ancas del caballejo de un inquilino, sin poncho, sin faja i sin espuelas: todas esas prendas, incluso. el caballo i la montura, habíalas apostado i perdido en unas famosas carreragen las Playas de la Marisrna. Esta conducta del mozo, su lijereza, su ninguna aficion al trabajo i su rebeldía a los consejos paternales exasperaban i llenaban de amargura el corazon del bacendado. Todo lo habia intentado para enderezar aquel arbolillo que, era carne de su carne i su único heredero para quien habia acumulado en fortuna cuya conservacion imponíale a sus años tan durísimas fatigas. En su afan de hacer de él un campesino, un hombre de trabajo, un continuador de su obra, no quizo enviarle a la ciudad para recibi: una educacion cualquiera. Desdeñaba, ademas, profundamente esa sabiduria que conceptuaba inútil, supérfluas i aun perjudicial. Con la lectura i la escritura i un poco de aritmética i contabilidad habia de sobra para, abrirse camino en la vida. El no habia pasado de allí i pocos podian vanagloriarse de haber alcanzado una prosperidad como la suya. Consecuente con los principios que habian sido la norma de toda su vida todo su sistema de educacion descansaba en la severidad i el rigor. Este proceder le enajenó, poco a poco, el afecto de su hijo quien llegó a mirarle, a veces, como un enemigo a cuyo despotismo era lícito oponer la astucia. la hipocresía i el engaño. Cuando el niño se hizo hombre esta oposicion de caractéres se acentuó i cavó entre ellos un abismo. Son el agua i el aceite decian las campesinos i asi era la verdad. Nada podia, juntarles i todo les separaba. Es un perdido, un vagabundo, decia el hacendado cuya, infancia i juventud pasadas en la servidumbre i cuya vida ulterior, opresora i cruel para los demas, habian endurecido de tal modo su corazon que no podia comprender la esencia de aquella naturaleza tan distinta de la suya. La aversion del mozo por el trabajo continuado, su desapego por el dinero, su debilidad para con los inferiores eran para don Simon otros tantos delitos imperdonables. Iredoblaba las amonestaciones i las amenazas sin obtener mas que una sumision efímera que el anuncio de una fiesta, de unas carreras, echaba pronto a rodar.

Los jinetes habian puesto nuevamente sus caballos al paso i sus voces sonaban claras i distintas en el silencio que reinaba en la mada.

— Te digo que no iras...

— Padre, sólo voi a ver correr la yegua overa. En seguida me vuelvo... Se lo juro a Ud.

— Tu debias estar enterado, desde hace tiempo, que cuando ordeno alguna cosa no me vuelvo atras. Déjate, pues, de majaderias. En la aparta de los novillos podrás correr todo lo que te dé la gana.

Los inquilinos cuchichean en voz baja:

— ¿Qué hai carreras en la Marisma?

— Sí, la, del mulata con la yegua overa. Don Isidrito está mui interesado porque don Cucho le ha ofrecido la mitad de la apuesta si jinetea la potranca i gana la carrera.

Padre e hijo se detienen delante de la vara donde están atados una veintena de caballos, i el hacendado, despues de recorrer con una mirada aquellos rostros cohibidos que se desvían temerosos, dijo al dueño del rancho, que se habia adelantado hácia él sombrero en mano:

— Jerónimo, vas a ir con todos los que están aquí al potrero de la Aguada para rodear los novillos i encerrarlos en el corral. Nosotros, i miró de soslayo a su hijo, vamos a ir al cerco de los Pidenes i a la vuelta haremos la aparta de la novillada de dos años. ¡Cuidado con corretearme demasiado las reses!

El labriego inclinó la cabeza i murmuró un quedo i humilde:

— Está bien, señor.

Un sonoro tintíneo de espuelas siguió a la órden, i los campesinos empezaron a desfilar unos tras otros por ámbos lados de la ramada para ir a tomar sus cabalgaduras.

De pronto, en el hueco que dejaran, el hacendado percibió al vagabundo inmóvil sobre el banco teniendo junto a si el montoncillo de las limosnas. Clavó sobre él una mirada furibunda i con voz vibrante profirió:

— ¿Qué hace aquí este viejo pícaro?

Ninguna voz se alzó para responder. Don Simon paseó su fiera mirada interrogadorá por aquellas cabezas que se bajaban obstinadamente i prosiguió:

— ¡Yo no sé que jentes son ustedes! Siempre están llorando hambres i miserias, pero, en cuanto aparece por aqui uno de estos holguanes, que los embauca con cuentos absurdos, ya están desbalijando la casa para regarlo i festejarlo como si fuese un enviado del cielo.

Desde un rincon partió una vocesilla cascada:

— Pero, señor ¿es un pecado, acaso, la caridad con los pobres?

— Es que esto no es caridad; es despilfarro, complicidad; asi es como se fomenta el vicio i la holgazaneria...

Hablaba atropelladamente con el rostro rojo de ira, i volviéndose hácia el anciano inquilino, le dijo:

— A ver, Jerónimo, despegale la mano a ese farsanta.

El interpelado alzó la cabeza i miró aterrorizado a don Simon. Era tan cómica la espresion de aquella fisonomía desfiguradn por el espanto que, el hacendado, estuvo a punto de soltar la risa. Este idiota, pensó, cree que si hace lo que le mando se abrirá la tierra para tragárseb.

No insistió en repetirle la órden i se dirijió a los demas:

— Ya que Jerónimo se ha tullido de repente i hasta ha perdido el habla, vaya uno de ustedes: tú, Pedro, tú, Nicolas, tú, Lorenzo. I fué pronunciando así varios nombres. Pero, al parecer, a todos habíales ocurrido el mismo fenómeno, pues ninguno se movió ni contestó.

Aquella resistencia produjo, mas que cólera, asombro i admiracion en el hacendado. ¡Como! ¿Hasta ese estremo llegaba la ciega credulidad de esas jentes que se atrevian a arrastrar su enojo antes que poner sus manos en el mentiroso viejo? I mas que nunca se afirmó en su resolucion de sacarlos de su engaño haciéndoles ver la falsedad de aquella historia ridícula.

Paseó una última mirada por aquellas cabezas que se abatian en silencio, ¡moscas iburañas, í ordenó imperioso:

— Isidro, apeate i desenmascara a este bribon.

El mozo lo miró estranado i balbuceó con un tono de viva repugnancia:

— Padre, téngale lástima, perdónelo por esta vez.

La cólera, amortiguada un instante, resurjió en el hacendado furiosa: — ¿Tú, tambien tú?

El jóven desentendiéndose de este vibrante apóstrofe prosiguió suplicante:

— ¡Déjelo Ud., padre, es tan viejito! No me obligue a cometer una mala accion!

— ¿Que es lo que llamas mala acccion? Dilo, dilo pronto!

— Víolentar a este viejo, padre, avergonzario descubrióndoles sus carnes... Ademas no creo que por una inocente mentira...

— ¡Inocente mentira, inocente mentira...! ¿A esta criminal superchería llamas inocente mentira? Lo que me parece a ia verdad mentira es tener un hijo como tú, vociferó frenético don Simon, i enarbolado la pesada chicotera avanzó resueltamente sobre el mozo. Este, viendo en los ojos de su padre la intencion manifiesta de agredido se desmontó prontamente i penetró bajo la ramada, decidido a cumpir la odiosa órden con la blandura i suavidad posibles.

De pronto, aquella misma voz cascada i senil se alzó de nuevo en su rincon sombrío:

— Padre nuestro que estás en los cielos...

Don Simon, que habia recobrado en parte la serenidad, dijo con tono de tumba:

— ¡Ah, le van a rezar las letanías por sí se muere en la operacion! Pero. ¿le perdonarán allá arriba?

La voz interrumpió el rezo para decir:

— Ya está perdonado.

Don Simon mui divertido preguntó:

— ¿Cómo lo sabe Ud., abuela?

— Porque ya está aquí el Anticristo que lo ha de crucificar.

El hacendado dió un respingo en la silla i vociferó a gritos:

— ¡Vieja imbécil, pinta de brutos! ¿Con que soi el Anticristo? ¿El Anticristo? I mientras repetía el ominoso epíteto se revolvia en la montura buscando en torno alguien en quien descargar el peso de la ira que le ahogaba. Pero no vió sino rostros inclinados i ojos que miraban fijamente el suelo. Volvióse nuevamente hácia el fondo de la ramada i esclamó:

— ¡Isidrol ¿hasta cuándo esperas? ¡Acabemos de una vez!

El vagabundo que desde la llegada del patron no habia despegado los labios guardando una inmovilidad absoluta, cuando el mozo estuvo a su lado empezó a jemir plañideramente:

— ¡Don Isidrito, apiádese de este pobre viejo! Yo lo conozco a Ud. de mediano... no me maltrato. ¡Hágalo por la señorita, su mamá, esa santa que nos mira desde el cielo! Yo he rezado mucho, muchísimo por ella i por Ud. ¡Ai, mi amito, mi nino Dios, por las llagas de Nuestro señor, defiendame de su padre, favorézcame por amor de Dios!

En el corazon del jóven aquellos clamores repercutieron dolorosamente. Esperimentaba por el viejo una profunda piedad. Quiso tentar un último esfuerzo para aplacar la cólera de su padre, pero, las últimas palabras de éste reiterándole el imperioso mandato, vencieron sus escrúpulos í resignado alargó la mano hácia el pecho del vagabundo quien sin dejar de jemir rechazó aquel ademan con su huesuda diestra. Esto se repitió varias veces hasta que el mozo cojió con la suya, robusta i poderosa, aquella mano obstinada i terca. El viejo, con una fuerza increíble para sus años, trató de libertar su muñeca de aquellas tenazas; se recojió como una araña i se deslízó al suelo, forcejando con tal desesperacion, con tanta maña i destreza, que el mozo hubo de soltarle sin haber logrado su intento. El joven cuyos dientes estaban apretados cambió de táctica. Alargó los brazos i alzando al mendigo del suelo lo tendió de espaldas sobre el asiento. Pero aquel cuerpo decrépito, aquel brazo i aquellas piernas semejantes a secos i quebradizos sarmientos, se ajitaron con tales sacudidas que, tumbándose el banco, ambos luchadores rodaron por el suelo con gran estruendo. Se oyó una rabiosa blasfemia i un puño, alzándose aírado, cayó sobre la faz del vagabundo que se tornó roja bajo una oleáda de sangre que brotó de su boca i de su nariz, i manchó sus sucias greñas, sus bigotes i su barba.

Instantáneamenze cesó el viejo de jemir i debatirse, i el mozo, desabrochándole la blusa, desprendió de su sitio la famosa mano sin gran trabajo.

Don Simon se desmontó precipitadamente i acudió presuroso junto al mendigo, diciendo a sus servidores:

- ¡Vengan, vengan todos!

Al empezarla refriega, las mujeres habian huido hacia el interior del rancho lanzando histericos sollozos, i los campesinos, volviendo la espalda a la ramada, mostrábanse atareadisimos recorriendo los arreos de sus cabalgaduras.

Mientras el hacendado se inclina sobre el vagabundo, que estenuado por la lucha no hace el menor movimiento, el mozo, de pié, cejijunto i hurano mira hácia la carretera. En su combate con el viejo algo se ha roto i desvanecido en lo mas recóndito de su corazon. Basta mirarle para conocer que no es el mismo. Si los campesinos se hubiesen vuelto hacia él, de seguro que habrian visto que unn púbita i total transformacion se habia operado en el « Niño » como entre ellos le llamaban. Parecía haber envejecido de repente diez años, í su mirada dura i brillante i el desdenoso pliegue de la boca demostraban que el padre habia recobrado su hijo, cegandose en sus almas el abismo que los separaba.

Entre ambos el viejo yacia de espaldas con los ojos entornados; sus brazos estaban estendido a lo largo del cuerpo i en su pecho desnudo veíase un trozo de piel descolorida. Era el sitio en que apoyara durante tantos años la mano, la sacrílega mano con que hiriera el rostro de aquella que le llevó en sus entrañas.

Don Simon examinó largamente aquel miembro cuyo cutis delicado, casi blanco í sus largas uñas lo llenaron de admiracion. De repente se enderezó i preguntó triunfalmente:

— ¡Qué hai! ¿Te convenciste de que todo no era mas que una mentira?

— Completamente, padre; tenia Ud. mucha razon.

El hacendado se quedó estupefacto, gozoso. No eran solo las palabras sino el tono en que fueron dichas lo que le sorprendia i llenaba de satisfaccion. Aquel acento enérjico no era ya el del muchacho taimado i voluntarioso que tanto lo hiciera sufrir, sino el de un hombre razonable que reconocía al fin sus errores i enderezaba sus pasos por la senda del deber. ¡Admirable influencia de la justicia i la verdad! Un ciego habia abierto los ojos; faltaban los otros ¿dónde se habían metido?

Don Simon avanzó hacia la esquina de la ramada i rujió con amenazador acento:

— ¡Aquí todos!

Los campesinos que se habian echado sobre la yerba formando pequeños grupos, se alzaron del suelo perezosamente, i viendo que el patron los contemplaba de hito en hito, echaron a andar hacia la ramada con una lentitud i una cachaza tan desesperante que el hacendado palidecíó de coraje ante aquella deliberada i testaruda neglijencia.

En ese momento resonó el galope de muchos caballos i una magnífica cabalgata cruzó por la carretera. A traves de la nube de polvo vióse brillar un instante los lujosos arreos de jinetes i de corceles.

Una voz viril i poderosa se elevó desde el camino:

— ¡Isidro, te esperamos en la Mariana; esta tarde corre la yegua overa!

El mozo dijo resueltamente a espaldas de don Simon:

— Padre, yo no voi a la aparta.

El hacendado se volvió hosco con la mirada centellante:

— ¿Que dices?

— Que tengo que ir allá... adonde le dije...

Don Simon alargó la diestra i cojiendo al jóven por la abertura de la manta la zarandeó rudamente aturdiéndole con sus gritos:

— ¡Qué tienes que ir! ¿Adónde? ¿A las carreras?... Dilo de una vez. Repítelo.

I la frase desafiadora, irreparable salió de los labios trémulos del mozo:

— ¡Voi adonde me da la gana!

Aun vibraban estas palabras cuando la diestra del hacendado cayó sobre la mejilla izquierda del rebelde que trocó instantáneamente su palídez cadavérica en un escarlata vivísimo....


Los campesinos que llegaban se detuvieron en seco. El hijo habia enlazado al padre por la cintura, i echándole diestramente la zancadilla lo tumbó en tierra boca arriba. Cayó el mozo encima, pero, alzándose presuroso se precipitó sobre su caballo, un retinto magnifico, i se lanzó a toda rienda hácia la puerta de trancas.

El hacendado de pié, la diestra en alto, los ojos inyectados de sangre, cárdena la convulsa faz, lanzó, entonces, con acento de una sonoridad estraña el fatal anatema:

— ¡Maldito seas, hijo maldito!

Al oirlo el mozo hizo un movimiento en la montura como para mirar hácia atras; ¡el nervioso bruto desviado por aquella leve inclinacion del jinete saltó oblicuamente, yendo a chocar con sus patas delanteras en la vara superior. Retembló la tierra con el golpe i una densa nube de polvo se elevó desde el camino frente a la puerta de trancas. Los labriegos saltaron sobre sus caballos i corrieron a escape en socorro del caldo; pero, ántes de que hubiesen recorrido la mitad de la distancia, el retinto, que se habia alzado tembloroso sobre sus patas, cuando un resoplido de espanto emprendió una levertijinosa carrera por la calzada desierta. De la montura pendia algo infame como un pájaro cuyas alas abiertas fuesen azotando el suelo...

Voces espantadas resbalaron clamorosas en el aire inmóvil:

—¡Santo Dios, se le enredó la espuela en el lazo!

Miéntras los campesinos corren a rienda suelta tras el desbocado animal, que les lleva una larga delantera, don Simon, sentado en el suelo da manotadas al aire queriendo cojer algo invisible que jira a su derredor. De vez en cuando dice con tono de infantil alborozo, mientras entreabre su cerrada diestra con gran cuidado:

— ¡Ven, Isidro, mira, ya lo atrapé!

Pero, en la mano, nada hai i tendiéndose de espaldas bajo la ramada, con los ojos entornados qué; clase inmóvil tratando de percibir el toque misterioso que ha cesado de repente. Una idea le obsesiona: ¡Cómo i cuando se apagó en su corazon el tenido de aquel cascabel que, a pesar de su pequeñez, vibra tan poderosamente en los corazones inespertos! De pronto todo se aclaró en su espíritu. El insidioso tañido se estinguió en su corazon el dia en que empuñó en sus manos el látigo de capataz. En verdad que sus voces eran ya mui débiles i apagada, pues siempre resistió con entereza sus pérfidas insinuaciones encaminadas a apartarle de la soñada meta de la fortuna i del poder. Arrojado de alli, vengativó i malévolo, fué a buscar un albergue en el corazon de su mujer, donde reinó como soberano absoluto. ¡Ah, cómo le hizo sufrir, a él, emancipado de toda sensibleria aquella naturaleza débil, crédula i enfermiza! Muerta la esposa, el cascabel, obstinado i rencoroso, se anidó en el corazon de sn hijo. Encontró allí un terreno bien preparado para estender su diabiólica influencia, influencia que se mantuviera en ese reducto propicio quizas hasta cuando si el mozo, desoyendo por primera vez el maligno repique, no hubiese castigado como se merecía al mendigo, descargando el puño sobre su hipócrita i mentirosa faz. Libre quedó al instante del huésped maldito Mas, a partir de ahi, perdiase su huella. ¿Dónde se había metido! Durante un momento los dientes del hacendado rechinaron furiosos ante su impotencia para descubrir el asilo del detestado enemigo. Hacia poco que le pareció oirle repicar burlonamente en torno de él, mas, debió ser aquello una ilusion de sus sentidos. ¡Ah, si pudiera alraparle, si pudiera atraparle!

De repente se estremeció, i cntreabriendo lentamente sus cerrados párpados, vió inclinado sobre su rostro el pálido semblante del vagabundo. Apénas pudo reprimir un grito de victorioso júbilo: El cascabel estaba dentro del corazon del mendigo i repicaba con inusitado brio su perturbadora melopea. Si hubiese alguna duda sobre su presencia, allí estaban para desvanecerla los ojos húmedos del viejo qne le miraban como jamas, nadie, le habia mirado nunca. Mientras enderezaba su poderoso busto su diestra se deslizó con disimulo bajo la faja que cenia su cintura...


Algunas mujeres que habian penetrado bajo la ramada huyeron lanzando espantosos alaridos. En el suelo, tendido de espaldas yacia el vagabundo con el pecho abierto, desangrándose por una horrible herida. A su lado, de rodillas, estaba el hacendndo machacando sobre la piedra de moler la sangrienta entraña. Mientras esgrimia el trozo de granito destinado a triturar el grano, cantorreaba apaciblemente:

— De balde chillas, cascabel del diablo... te voi a reducir a polvo, a polvo ímpalpable que esparciré a los cuatro vientos...

Un galope precipitado resuena en la carretera. Procede a la cabalgata un jinete en un caballo blanco de espuma: Es Isidro, el hijo del hacendado. Rota la hevilla de la espuela se desprendió el mozo de la montura i rodó en el polvo que amortiguó considerablemente la violencia de la caida. Al trasponer la puerta de trancás un coro de voces femeniles se alzó clamoroso:

— ¡Milagro, milagro, si es el niño, don Isidrito... Alabado sea Dios!



FIN