El velo rojo
EL VELO ROJO
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allábame en el cementerio oriental de Azerum dibujando un precioso sepulcro que tenía aspecto de capilla. El sol de otoño se ocultaba tras los lejanos montesdel Lazistan y á los resplandores del crepúsculo, se destacaban sobre el cielo las dentelleadas murallas de la ciudad vecina la cual trepaba por la vertiente de un monte en cuya cumbre se erguia una fortaleza á modo de celoso guardián. Los cañones de ésta lanzaban destellos y en su torre más alta flotaban las águilas del estandarte ruso. Las astas de las banderas se perfilaban inmóviles en lontananza y los elegantes minaretescuyas doradas cúpulas brillaban, parecían otros tantos cirios encendidos ante la faz de Alá. Hilerasde negruzcas piedras sepulcrales descendían hasta el valle y detrás de los cementerios, semejante á una bandada de cisnes, se esparcían por las colinas próximas al campamento ruso que defendía la entrada del desfiladero de Baiburst. El panorama que se desarrollaba ante mis ojos era espléndido, encantador y así olvidaba mi dibujo absorto como estaba en su contemplación. Las sombras del crepúsculo lo revestían todo con misteriosos coloresy poblaban el espacio de vagos ensueños. La ciudad yacía cual dormido gigante, pero sus arrabalesse tornaban bulliciosos á medida que se acercaba.la hora de cerrar las puertas de la población y los caminos que á esta conducían, ocultos por las colinas á cuyos pies serpenteaban se descubrían no más que por las nubes de polvo que flotaban sobre ellos. Los ganados se apresuraban á regresar del campo ó á acudir á los abrevaderos y las voces de sus conductores, el ruido de los e encerros,el perezoso mugido de los búfalos y el impaiente relincho de los corceles se confundían on un rumor semejante al que produce el mar batiendo las rocas de la orilla.
A lo lejos hallaba la vida, pero en torno mío reinaba un silencio sepulcral y si el aspecto de la ciudad era lúgubre aún más lo era el del lugar en que me hallaba. Las innumerables piedras sepulcrales que allí se alzaban parecían otros tantos soldados que á un inevitable asalto se aprestasen.
¡Cuántas generaciones que habitaron en el recinto de las fuertes murallas que se veían á lo lejos lo habian abandonado á la fuerza para ir á yacer hechas polvo en el se pulcro!
El ruido de los tambores que de un extremo á otro de la ciudad con elegantes redobles se respondían llegó hasta mí después de haber perdido merced á la distancia su dureza y el sonido de las flautas con que terminaban aquellos parecía ser el de una voz femenina que acompañase al clamor de un guerrero. Los morabitos llamaron á la oración. Los cañonazos del campamento retumbaron en las vecinas montañas despertando en ellas largos eces.
El silencio reinó por doquier. El estandarte que ondeaba la fortaleza descendió lentamente... el águila plegó sus alas. El sol se puso.
La noche no envolvió de repente los alrededores. Una niebla transparente como finísima gasa desplegó lentamente sus velos, envolviendo primero las cumbres de los montes y el valle después hasta que las sombras y los vapores se hicieron más densos y, de pronto, la luna trazó en el cielo su derrotero habitual.
En una de las colinas del cementerio había yo visto hacía rato á una mujer que estaba de pie junto á un sepulcro. Era alta y un amplio velo rojo la envolvía formando anchos pliegues hasta tocar el suelo. Como escenas de esta índole son comunes y corrientes en tierra musulmana, donde el rezar aisladamente por los muertos constituye sagrado deber de los vivos, no la presté atención.
Más de una vez mis errantes miradas se posaron en la elegante figura de aquella mujer, pero mis pensamientos seguían otro rumbo y al olvidarlo todo, la olvidaba también. Tres horas hacía que me hallaba en el cementerio y cuantas veces la miraba lo veía en idéntica postura: parecia una estatua. Esto me sorprendió. ¿Una musulmana á aquella liora, entre infieles y cerca del campamento ruso? Verdad es que las turcas contraían amistad con los rusos mejor que con sus compatriotas y que en la ciudad no temían salir solas, pero de noche y en los arrabales no las habia visto jamás.
Los irritables celos de sus parientes las aterraban cien veces más que el encuentro con los vencedores y el farol de papel era instrumento indispensable para las que se veían obligadas á salir de noche acompañadas del marido ó de un pariente. La curiosidad me azuzó y me acerqué lentamente á la desconocida.
La colina donde se hallaba pertenecía al cementerio armenio, que se confundía con los demás, pues la muerte convertía á los enemigos en amigos. Me acerqué á la desconocida sin que esta me viese ni notase el ruido de mis pasos. El rojo velo no la ocultaba el rostro. ¡Qué expresivo y qué pálido era éste! Sus entreabiertos labios no murmurahan ya y la mirada de sus negros ojos erraba salvaje por el espacio. ¡Qué pena más profunda estaba impresa en su frente, qué desesperación más altiva revelaban aquellos ojos sin lágrimas, qué de amargas quejas debían ocultarse en aquel pecho agitado por constantes suspiros! Sentimientos hay que jamás scha atrevido á expresar ningún poeta ni ningún pintor, de estos era el que palpitaba en cada fibra de la hermosa desconocida. Sentí compasión, le hablé: el tono de mi voz atenuó la importunidad de mi pregunta.
—Señora, le dije en tártaro, de seguro está llorando la pérdida de algún pariente.
La turca se estremeció más no ocultó el rostro según costumbre oriental, sin duda porque el dolor que la embargaba le hacia olvidar toda otra preocupación. Mi voz parceió despertarla de un profundo sueño. Sus ojos se posaron en mi, más su respuesta pude percibirla á duras penas.
—Lloro la muerte de un pariente, dijo como si hablase con el corazón y no con los labios. El lo era todo para mí: padre, hermano, amante, compañero. Como padre me infundió un alma; como pariente me colmó de caricias; como amante me amó apasionadamente y yo lo amé...
Estas palabras me llegaron al corazón. Mi interlocutora apoyó la cabeza en las manos que estaban contraídas por nervioso temblor.
—Consuélate hermosa, le repliqué—tu amado está ahora en el paraíso.
El rostro de la joven se puso como el carmin.
—Aún estando en la tierra merecía el amor de las más celestiales huríes; pero conozco su corazón; mis eelos serían vanos. Su alma no ha volado al paraíso de Mahoma; ni al de Alá: era cristiario.
¡Cristiano! exclamé con asombro. ¿Quién era entonces?
—¿Y tú que eres ruso lo preguntas? ¿Eres militar y no conociste á tu compañero de armas? geres hombre de corazón noble y no fuistes su amigo?
¡Pobre, pobre! Te compadezco. Cuando vivía lo hubiese dado todo porque me amase á mi sola; ahora que ha muerto quisiera que todos lo amasen como yo. Pero ¿quién va á amarlo con la pasión que yo? Angel era el nombre de su alma; yo lo llamaba alma mia: no creí que tuviese otro nombre y si lo creí no me importo.
Me incline hacia el sepulcro y ví que realmente ostentaba una cruz toscamente grabada y una inscripción que decia: «Aquí yace convertido en cenizas el teniente Wlad.., muerto á consecuencia de una herida que recibió en la batalla de... No pude descifrar otra cosa, pues la parte inferior de la lápida estaba destrozada por las balas como si alguien se hubiese entretenido en disparar al blanco sobre ella. Mi compasión fué mayor al averiguar que la turca había amado á un compatriota y senti dejarla sola en hora tan propicia á peligrosos encuentros. Recordé que dos días antes había cncontrado en el foso del castillo el cadáver de una joven y que la víspera habían sido asesinadas en la calle dos mujeres. Embravecidos por la retirada de los rusos los celosos maridos vengaron, quizás, con sus puñales una infidelidad imaginaria. A los ojos de los musulmanes una mirada cariñosa era un crimen. Quise recordarle la hora y dije:
—Hermosa, el sol se ha puesto hace tiempo.
—También se puso el mío y no volverá á salir, replicó con apenado accato la turca; y ni el canto de los gallos, ni el redoble de los tambores, ni siquiera mi voz lo despertarán al rayar el día. El ardor de mis besos no le hará abrir los ojos, ni sus mejillas me sonreirán, ni sus labios pronunciarán felices palabras.
Aquel tierno recuerdo rompió el hielo del pesar y sus lágrimas se desbordaron como torrentes.
Observé que también mis mejillas estaban húmedas.
—Hermosa, repuse, aquí no estás segura. Soy honrado, créeme; yo te acompañaré á donde quieras. Iremos á la mezquita de extramuros ó á tu casa. De otro modo te expones á que los nuestros te insulten ó á que to calumnien los tuyos. Mándame lo que gustes; seré tu defensor.
En su rostro se reveló el disgusto que le producían mis P ..labras. Levantó la cabeza con orgullo y con gesto altanero me mostró un puñal que llevaba oculto bajo el brocado del corpiño..
—Ruso, exclamó. Antes tocará mi pecho este filo que la mano de un hombre Yo sé morir. Yo he muerto ya para las murmuraciones de los vecinos y para la venganza de mis parientes. ¿Qué me importa que lo vean todo y que todo lo sepan? Antes con sangre no me hubieran arraneado el misterio de mis amores; ahora mi felicidad, mi consuelo, mi orgullo consisten en contárselo á todos. De nada pueden privarme; nada tengo que temer. Antes, ni las estrellas de la noche, ni la maldad de los hombres veian mis pasos hacia donde estaba mi amor porque entonces el mañana me inspiraba alegría y temor. ¡Ahora no tengo mañana: aquí no hay más que noche, noche de invierno! exclamó llevándose la mano á la frente y después al corazón. ¡El se llevó al sepulcro la luz de mis ojos y el calor de mi corazón y sobre su tumba quiero yo morir para que nuestras cenizas se mezclen y con ellas nuestras almas!
Me hizo seňa de que me alejase y arrodillándose se abismó en la oración. En vano le hablé, en vano traté de aconsejarla. Su oído estaba muy lejos y sus lágrimas brillaban á la luz de la luna. Me alejé unos cuarenta pasos y me decidí á protegerla hasta el amanecer. Un sentimiento irresistible aún más tierno, quizás, que la compasión, me unía al destino de la turca. Desgraciada, pensé, ¿de qué habrá servido el que un amor orgulloso te eleve sobre el nivel de tus paisanas que no conciben más que el terror del esclavo ó el interés despreciable hasta en aquello que denominan cariño y por encima también de cuantos no conocen más goce que el de los sentidos, ni más preocupación que la de una vanidad pueril, si con este te encuentras en medio de ellas como en un desierto? ¿A qué se habrá descorrido el velo que ocultaba tu razón como no sea para que comprendas mejor el abismo de los pesares? ¿A qué habrá purificado tu ser la llama de una pasión verdadera si así experimentas con mayor violencia el dolor de la separación, de una separación eterna? ¿Qué amiga comprenderá ahora, qué diversión será eficaz á consolarte? Tu amante te arrancó á la vida real como se arranca una flor y te inició en el misterio de una vida intelectual, pero muerto él, no respirarás más la pureza de aquella atınósfera ni le apartarás más de la tierra.
La campana principal de la ciudad dió las once. Alrededor todo reposaba y solo de cuando en cuando la voz de los centinelas y el ladrido de los perros se dejaban oir en la fortaleza y en el 'campamento. Apoyado en un fragmento de estatua paseaba yo la vista por el campo envuelto en tinieblas. A mi espalda la ciudad parecía una mancha negra; en la cumbre del monte brillaban de cuando en cuando las bayonetas de los centinelas. La niebla formaba á modo de oleajes sobre las desnudas restas de las vecinas montañas y unas veces tomaba el aspecto de edificios fantásticos, otras parecía un bosque de plata. ¿No serán semejantes á esa niebla los pensamientos nocturnos que ahogan el corazón de los privados de felicidad en esta tierra, me decía? Entre las montañas había una que no estaba cubierta por la bruma y que, alumbrada por la luz de los relámpagos, se erguía con resplandor salvaje sobre un mar de vapores. ¡Espíritu elevado, ese es tu destino! exclamé; para tí no hay esperanza ni ilusiones, para ti no hay consuelo.
¿Quién galopa por entre las tumbas haciendo que despidan ohispas? Es Osmán. Su caballo corre como el viento y su capa abigarrada revolotea en las sombras como una nube. Involuntariamente me llevé la mano al revólver, pues el odio de los turcos no se revelaba únicamente en asesinatos misteriosos. De pronto detiene su caballo. Sus ojos brillan bajo el turbante con terrible fulgor, la barba negra y enmarañada hace resaltar la palidez del rostro. Busca á alguien; encontró á su víctima. De nuevo da riendas á su cabalgadura y en tres saltos llega á la tumba del ruso sobre la cual reza la hermosa turca. Ví como se rebelaba el corcel contra la presión de la serreta, vi el relampagueo de un sable, ví una maldición y luego un grito corto pero penetrante é indescriptible. Todo esto se verificó en un instante y cuando me abalancé hacia el sepulero, el velo rojo yacía en tierra. Il malvado al verme dirigió hacia mí el caballo y lanzando el grito de perro cristiano levantó el sable. De seguro me hubiera dado muerte si una bala no le hubiese alcanzado á mitad del camino. El sable cayó á tierra partiéndose y el asustado caballo dió un bote, pero el jinete no perdió los estribos: había caído sobre el cuello del bruto y cuando éste se alejó al galope lo perdí de vista.
Me apresuré á llegar al sitio donde yacía la turca; no la hallé con vida. El sablazo le había destrozado un hombro y llegado hasta el corazón. Su rostro sin embargo, no estaba manchado de sangre. Sus negros cabellos estaban esparcidos sobre la lápida que con ambas manos abrazaba. Caí de rodillas y contemplé largo rato aquel rostro que iba palideciendo lentamente; el terror no hacía que perdiese su expresión de dolor y los labios parecían haber sido entreabiertos no por un grito, sino por un suspiro de amor.
Quise engañarme, convencerme de que el sonrosado de la sangre se aparecería a través de la nieve de sus mejillas, que la respiración agitaría su pecho—no, todo había terminado. Su alma había descifrado ya el gran misterio que con tanta pasión y tan en vano quería yo adiviuar.
—¿Qué debo hacer? Tenerte lástima ó felicitarteexclamé. Sea lo que quiera, encuentres ó no á tu amante más allá de la muerte tus sufrimientos terrestres han terminado al menos. ¡Descansa en paz!
La besé en la frente, fría como el hielo y la envolví en el velo rojo.
A la mañana siguiento regresamos á Rusia. Pude averiguar quién había sido el amante de la desgraciada turca, pero quién era ella, y si el asesino fué su padre, su hermano ó su marido, no pude saberlo. Mis indagaciones no dieron resultado. El y ella desaparecieron, pero el recuerdo de aquel trágico suceso lo tengo muy presente y cada vez que tropiezo con un velo rojo, tiemblo.