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El zapatero y el rey (Primera parte): 01

De Wikisource, la biblioteca libre.
El zapatero y el rey (Primera parte), Drama en cuatro actos.
de José Zorrilla
del tomo dos de las Obras completas ordenadas por Narciso Alonso Cortés.

A MI BUEN AMIGO DON JOSÉ GARCÍA LUNA.

Me aconsejaste que presentara en escena al rey Don Pedro, y escribí este drama para ti. Reconocido quedo a todos los actores que han tomado parte en su representación; pero sería necia vanidad negarte las dos partes de gloria que te corresponden.

El rey Don Pedro te daría las gracias; y el público que te ha colmado de aplausos, te ha dicho mejor que pueden hacerlo mis palabras, que has aconsejado bien y has ejecutado mejor.

Tu buen amigo,

JOSÉ ZORRILLA.

Madrid, 14 de marzo de 1840.

ACTO PRIMER0

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Personas

DON PEDRO.
DON JUAN.
DIEGO PÉREZ, zapatero.
BLAS, TERESA, sus hijos.

UN HOMBRE DEL PUEBLO.

La escena es en Sevilla

ESCENA PRIMERA

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Interior de la casa de Diego Pérez: ajuar del oficio. Es de noche.

BLAS, TERESA

TERESA.

Sí, sí, cierra la ventana,
que hace una noche…

BLAS.

Muy buena
para empezar una ronda.

TER.

¡Vaya, y diluvia!

BLAS.

Por fuerza
bebe los vientos por ti
si hoy es constante.

TER.

¡Qué pelma!

BLAS.

Vive Dios que es un mancebo
que vale un mundo, Teresa;
ni valientes le intimidan,
ni temporales le arredran;
con su espadón en el cinto
y su malla sempiterna,
no hay quien le tosa en Sevilla
si como ronda pelea.

TER.

Siempre te me estás burlando.

BLAS.

¿Yo burlarme?, no lo creas;
si la verdad no te digo
en la vida hablé de veras.
¿Crees tú que entrar le dejara
en casa, si no creyera
que es un soldado y valiente?

TER.

(sobresaltada).
¡Dios mío!

BLAS.

¿Qué fué, Teresa?

TER.

Sería aprensión.

BLAS.

Sería.

TER.

Creí que abrían la puerta.

BLAS.

Lo que tú tienes es miedo.

TER.

Ojalá no le tuviera;
aunque en tal caso, mi Blas,
gran ventaja no me llevas.

BLAS.

¿Cómo?

TER.

Anteanoche temblabas.

BLAS.

¿Cuándo?

TER.

¿Cuándo? ¿No te acuerdas?

BLAS.

No a fe.

TER.

Cuando aquella mano
que, asiéndola por las rejas,
cerró a golpe la ventana.

BLAS.

Algún hidalgo tronera
que a su casa volvería
con tres o cuatro botellas.

TER.

¿Y aquellas voces que oímos?
Di, ¿y el son de las cadenas?

BLAS.

¡No lo mientes!

TER.

¡Virgen santa,
qué noche tan cruel fué aquella!
Rodaba todo el infierno
por el atrio de la iglesia.

BLAS.

¿Lo viste tú?

TER.

¿Yo? En la cama
me di mil veces por muerta,
y no me atreví de miedo
ni a rebullirme siquiera;
pero Juanito me dijo
que él asomó la cabeza
por la rejilla, mucho antes
que a cerrárnosla vinieran,
y vió…

BLAS.

¿Qué vió?

TER.

Seis fantasmas,
cuatro blancas y dos negras.

BLAS.

Hablemos si te parece
con formalidad, Teresa.

TER.

Pero no dejes la obra
por hablar.

BLAS.

Enhorabuena:
sigo con ella, y escucha.
Aunque yo en verdad no tenga
miedo a los muertos, sea dicho
con la debida cautela,
por no tenerlos vecinos
he echado a solas mis cuentas.

TER.

Y a fe que la vecindad
no es muy grata.

BLAS.

Estáme atenta.
Puesto que van ya tres noches
que esos muertos se rebelan,
y con sus danzas nocturnas
dormir en paz no nos dejan,
pienso ir, si padre consiente,
a otro barrio con la tienda.
¿No te parece? Y mañana…

TER.

¿Mañana? ¡Soberbia idea!

BLAS.

Cuanto más pronto mejor.

TER.

Sí, sí, porque el miedo arrecia.
Yo, la verdad, ni una noche
duermo un minuto serena.

BLAS.

Pues yo sueño con los diablos
y los duendes todas ellas.

TER.

¡Hola! ¿Conque al cabo, Blas,
que tienes miedo confiesas?

BLAS.

Negar que los muertos me hacen
mucha pavura, Teresa,
fuera, a hablar como hombre honrado,
en mí la aprensión más necia.
Sabes que en toda mi vida
temí paliza, pendencia,
ni motín, que en todo lance
presto anduve a la defensa
de mi padre o mis hermanos,
de un vecino… de cualquiera.
Sabes que estuve empeñado
no ha mucho en ir a la guerra,
y que a dejarme mi padre,
ya estaría en la frontera.
Mas los muertos me intimidan,
¿a qué andarse por las yerbas?
Si veo venir de frente
una pica, una ballesta,
derecho me voy al bulto,
por ir aunque más no sea;
pero en hablando de muertos,
estoy con la pataleta.
Me columpio que parece
que es de plomo la cabeza,
los pies y manos de corcho,
y el corazón de manteca.

TER.

Pues manos a la mudanza.

BLAS.

No, como a padre convenga,
a otra parte con la música.

TER.

Blas, que llaman a la puerta.

BLAS.

Abre tú.

TER.

Miren qué gracia.
Abre tú que estás más cerca.

BLAS.

¡Vaya! ¡Pues aún tendrá miedo!
¿Quién?

DIEGO.

(dentro)
Yo.

BLAS y TER.

Buenas noches.

DIEGO.

os las dé Dios, hijos míos.
(A Blas, que se asoma a la puerta con curiosidad.)
Vaya, Blas, que llueve, cierra.

ESCENA II

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DIEGO, BLAS, TERESA

TER.

¿Queréis lumbre?

DIEGO.

Sí, por cierto;
que hace una noche tremenda.

BLAS.

Sentaos.

DIEGO.

Toma el sombrero.
Llévate la capa y tiéndala.

BLAS.

Chorreando está.
(Vase Blas y vuelve)

TER.

¿Qué tenéis,
padre? Traéis descompuesta,
desencajada la cara.

DIEGO.

Es el frío.

TER.

No, por fuerza
os ha sucedido…

BLAS.

¿Cómo?
¿Qué es eso?

DIEGO.

Vaya, que apenas
llego, siempre os empeñáis
en que azares me sucedan.
No tengo nada.

BLAS.

Es que importa
que jamás os acontezca
mal, mientras que tengáis hijos
que os venguen.

DIEGO.

¿Eh?

BLAS.

Que os defiendan.

DIEGO.

La venganza es, hijo mío,
de maldición una piedra,
que tarde o temprano vuelve
contra el mismo que la suelta.

BLAS.

Ya lo sé padre, que he oído
mil veces eso en la iglesia.

DIEGO.

PUes es preciso que siempre
en la memoria lo tengas.
Pero vamos a otra cosa:
¿Vino?

BLAS.

Nadie.

DIEGO.

En hora buena;
¿conque habéis estado solos?

BLAS.

Sí, señor.

TER.

Si no se cuenta
el miedo de cada cual.

DIEGO.

¿Y de qué ese miedo era?
¿Ambos calláis?

TER.

Dilo, Blas.

BLAS.

Padre, hablando con franqueza,
los muertos…

DIEGO.

Bueno, dejadlo.

BLAS.

Es que estamos siempre…

DIEGO.

¡Vuelta!

BLAS.

Y hemos tratado los dos
de que mudemos la tienda.

DIEGO.

No hay que pensar más en ello;
los muertos son gente buena,
y no se meten con nadie.

TER.

Pero…

DIEGO.

Silencio, Teresa;
no son los muertos a fe
los que ahora a mí me amedrentan;
y de una vez para siempre
que comprendáis me interesa,
que los muertos no hacen daño,
y que hablar de ellos molesta.

BLAS.

Pero, padre, ¿y esas voces
que de noche nos atruenan?

DIEGO.

Cerrad las ventanas bien,
y dormid a pierna suelta;
las voces sólo son ruido,
y el ruido no rompe piernas.

BLAS.

¿Y no era más fácil?…

DIEGO.

No.

BLAS.

Vuestro mal humor os ciega:
padre, ¿que tiene de extraño
que por ser la calle estrecha,
porque se pierde o se gana,
o sea por lo que sea,
mude un vecino algún día
a otro barrio casa o tienda?

DIEGO.

Blas, yo tengo mis razones,
y permanecer es fuerza
en esta casa, aunque mucho
de ello en el alma me pesa.

BLAS.

)¡Qué diablos! ¡Quiere y no quiere!
¿A que también da en la tema
de callar que tiene miedo?)
Pero…

DIEGO.

Basta de querella:
no hay que alzar ya más pelillos
a conversación tan necia;
y el que de noche curioso
me abra a deshora una reja,
que se eche a él solo la culpa
del mal que a todos nos venga.

TER.

¿Llamaron?

BLAS.

¿Abro?

DIEGO.

¿Pues no?
Que entre en mi casa quien quiera.

ESCENA III

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DICHOS; DON JUAN DE COLMENARES

JUAN.

Dios sea loado.

DIEGO.

¡Don Juan!
¿Con una noche tan cruda
vos en mi casa?

JUAN.

Sin duda,
siempre os quise con afán.

DIEGO.

Cuatro años hace, señor,
que en ella no os hemos visto.

JUAN.

De venir es, ¡vive Cristo!
esa la razón mejor.
Cuanto más corren los años
más los amigos se prueban,
y amistades se renuevan
en males y desengaños.

DIEGO.

Habláis, don Juan, de amistades
con tono tan singular,
que nos haréis recelar
en la vuestra novedades.

JUAN.

¡Oh, no, Diego! Por mi vida
nunca os la tuve más fiel,
y de ello…

BLAS.

(Reniego de él.)

JUAN.

Os da pruebas mi venida.
(Con aire de importancia.)
¡Hola! ¡Qué altos los muchachos
están!… ¡Mozo más cabal!…
No le sentarían mal
la coraza y los mostachos.
¿No es este el que quiso ser?…

BLAS.

Yo soy, y si aún me dejaran,
por San Juan que se quedaran
los zapatos por coser.

JUAN.

¿Con tanta afición te sientes?

BLAS.

Los ojos tengo rasados
sólo con ver los soldados
con el hierro hasta los dientes.

JUAN.

Y entonces, ¿por qué esa senda?…

BLAS.

Dice mi padre, señor,
que siempre he de estar mejor
que en el cuartel, en la tienda.

JUAN.

Nada hay a eso que añadir;
mas, Diego, si no hay objeto
que lo obste, tengo en secreto
dos palabras que decir.

DIEGO.

¿A mí, don Juan?

JUAN.

A ti, Diego.

DIEGO.

Podéis empezar, si os place.

JUAN.

No estás solo.

DIEGO.

¿Eso qué le hace?

JUAN.

Iréme, pues.

DIEGO.

Idos luego.
(Con orgullo.)
Bajo este techo, don Juan,
no hay quien no pueda discreto
guardar el mejor secreto.}}

JUAN.

Grandes para ti serán
los motivos de esa fe
en tus hijos, pues lo son,
pero fuera indiscreción
fiarme yo, y no lo haré.

DIEGO.

Pues tanto empeño mostráis,
idos vosotros.

BLAS.

(Maldita
sea con él su visita.)
(Vanse Blas y Teresa)

ESCENA IV

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DON JUAN, DIEGO

DIEGO.

Solos estamos; ¿habláis?

JUAN.

Diego, tú, audaz y orgulloso,
de tu virtud satisfecho,
caminas siempre derecho
por el camino espinoso
de la vida; mas preciso
será que te haga mirar
que hay mucho en que tropezar.

DIEGO.

Os agradezco el aviso;
mas tengo ya sesenta años,
y si es que torcido anduve,
los vicios que siempre tuve
tarde os parecen extraños.

JUAN.

Diego, tu altivez modera
y a la razón deja luz
que es muy recta tu virtud,
pero es atrevida y fiera.
Consulta contigo mismo
lo que vas a responder,
que va tu respuesta a ser
tu salvación o tu abismo.
¿Quieres escribir tu nombre
donde los nuestros están?

DIEGO.

Ya os dije que no, don Juan.

JUAN.

(¡Qué tenacidad de hombre!)
Diego, ¿Lo has pensado bien?

DIEGO.

Sí, don Juan.

JUAN.

¿Y no has pensado
que va a alcanzar tu pecado
a mi cabeza también?

DIEGO.

¡También a vos! No lo entiendo.

JUAN.

¿Quieres que en olvido eche
que ambos con la misma leche
nos nutrimos?

DIEGO.

Os comprendo;
tal vez creéis que me amáis
porque pensáis mucho en mí,
mas cuando pensáis así,
don Juan, os alucináis.
Mucho mi arrogancia os pesa,
pues culpo vuestras acciones,
y esas son las mil razones
porque Diego os interesa.

JUAN.

Mas hay otros que, inflexibles
por no malograr su afán,
a tu vida tenderán
todos los lazos posibles.
Te seguirán por doquiera,
y es infalible decreto
que quien roba su secreto
ayuda les preste o muera.

DIEGO.

Concluyamos de una vez:
yo sé que hay un Juez supremo,
y nada en el mundo temo
mientras me ampara ese Juez.
Os habéis puesto, insensatos,
con los muertos a jugar,
y habéis logrado engañar
así a muchos mentecatos.

JUAN.

Cuanto importa mantener
de ese aislado monasterio
la oscuridad y el misterio,
en mi empeño puedes ver.
Es fuerza, Diego, que el vulgo
de comprenderlo no acabe;
si ha de morir quien lo sabe,
peligro, pues lo divulgo.

DIEGO.

Desprecio la oculta ley
que proscribe mi virtud,
y siendo en mi juventud
soldado, defiendo al rey.

JUAN.

Al rey que deja morir
de hambre a sus servidores,
que andan hoy como traidores
mendigando a quien servir.
Al rey que deja inhumano
que a merced de oficio infame…

DIEGO.

Quien tal al trabajo llame,
es, don Juan, sólo un villano.
Jamás en lo que es me meto
mi rey, que soy su vasallo;
bueno o malo, sufro y callo,
y aunque le odio, le respeto.
Lo dije: !y mirad por Dios
que pierdo ya los estribos!
No temo muertos ni vivos;
conque meditadlo vos.
Y no lo toméis a espacio,
que no soy yo vuestro amigo;
y en amistad os lo digo,
mañana voy a palacio.
(Un punto de silencio.)

JUAN.

Lloré, supliqué por ti,
mas la vida nos va en ello;
y cada cual por su cuello
mira con razón aquí.
Conque si ello tanto importa,
piensa a tu vez y despacio,
que no llegará a palacio
ni tu palabra más corta;
pues no puedes en conciencia
en ser nuestro consentir,
custodiado has de partir,
y no temas la indigencia.
(Le ofrece un bolsillo, que Diego rechaza.)

DIEGO.

Dadlo a los de vuestra grey,
don Juan, que yo mi pobreza
llevo con tanta fiereza
como su corona el rey.
Y aunque los den tan baratos
que cieguen por trabajar,
nunca pan me ha de faltar;
mis hijos harán zapatos.

JUAN.

Sabes, y Dios me es testigo,
de que hice por ti, a mi fe,
cuanto pude.

DIEGO.

Ya lo sé;
mi padre os crió conmigo.

JUAN.

Y no sé cómo igualmente
la misma leche nos hizo
necio y descontentadizo
a ti, y a mí tan prudente.

DIEGO.

Tenéis razón, ¡vive Dios!
que hemos salido en pareja
un lobo con una oveja.

JUAN.

Tú el lobo.

DIEGO.

Y la oveja vos:
eso dije.

JUAN.

Hombres ingratos
que desprecian tan traidores…

DIEGO.

(interrumpiéndole).
No quiero vuestros favores,
don Juan; coseré zapatos.
¿Me tenéis más que decir?

JUAN.

Que te encomiendes al cielo.

DIEGO.

A ese tribunal apelo.

JUAN.

A Dios.

DIEGO.

Con vos quiera ir.

ESCENA V

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DIEGO, BLAS, TERESA

BLAS.

Padre, no oí lo que os dijo,
mas créolo un desacato;
y muerte afrentosa elijo,
si siendo yo vuestro hijo
os ofende y no le mato.

DIEGO.

Blas, el cariño te ciega.

BLAS.

No sé qué juego se juega,
porque no oí más que el fin;
pero el negocio es muy ruin,
cuando mi padre se niega.

DIEGO.

¿Nada comprendiste?

BLAS.

No.

DIEGO.

Dios tal vez te ensordeció.

BLAS.

Vi que os ofreció dinero,
y que dijisteis: No quiero;
bien hecho, tampoco yo.

DIEGO.

Blas, la honra es un tesoro,
y aunque te ofrezcan más oro
que cabe en la catedral,
si la vendes harás mal.

BLAS.

Primero me mate un moro.
No le está bien a un mancebo
los secretos rastrear
de un viejo, sé que no debo;
mas ¿me queréis confiar
este? A guardarle me atrevo.

DIEGO.

Es inútil; está bien
donde está, y no estará, no,
mucho tiempo.

BLAS.

Yo también
tomaré lo que me den
los que saben más que yo.
(Pausa.)

TER.

Padre, ese hombre os ha dejado
tan inquieto… ¿qué tenéis?

DIEGO.

¿Vuelves ya a lo comenzado?
Con tan prolijo cuidado
acosado me tenéis.
Mas ahora que hago memoria,
si ese soldado viniera
de otras noches, me pluguiera.

TER.

¿Os fuera útil?

DIEGO.

Sí que fuera.

BLAS.

¡Es hombre de grande historia!
Me gusta por lo valiente,
y de honrado tiene facha:
(A Teresa.) ¿No es así?

TER.

Padre consiente
en que venga…

BLAS.

Y es corriente,
que quiera padre no es tacha.

DIEGO.

No le agradezco infinito
sus visitas en verdad;
mas hoy que le necesito…

BLAS.

¡Voto a San Diego bendito…!

DIEGO.

Blas, no jures.

BLAS.

Perdonad;
pero mal lobo me coma
si no vuelvo como un galgo
con él.

TER.

¿Llaman?

BLAS.

Luego asoma
en nombrando al ruin de Roma.

DIEGO.

Si fuera él…

BLAS.

Apostara algo.

ESCENA VI

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DICHOS, DON PEDRO, en traje de soldado

BLAS.

Seor soldado, guárdeos Dios.

PEDRO.

Él le socorra, mancebo.
Alegre está, ¿qué hay de nuevo?

BLAS.

Nada, pues llegasteis vos.

PEDRO.

¿Me esperaban?

BLAS.

Impacientes.

PEDRO.

¿Qué es ello, pues linda niña?
¿Se la ocurre alguna riña?
¿Qué me mandáis?

DIEGO.

Que te sientes.

PEDRO.

Buen viejo, disimulad;
no os saludé en derechura,
porque al ver tanta hermosura
me siento ciego.

DIEGO.

En verdad
que sois un hombre bizarro,
y siempre con buen humor.
(Don Pedro mete sin ceremonia ambos pies por medio de todos.)

PEDRO.

Dejadme echar al calor
esta humedad y este barro.

BLAS.

(Si no viera en una pieza
su amor y su edad marcial,
Teresa, tomaba a mal
su desenfado y franqueza.)

PEDRO.

¿Qué murmura el perillán?

BLAS.

Que traéis hoy una espada
con mucho primor dorada.

PEDRO.

En el cuartel me la dan:
y como me sirva bien,
jamás las señas la tomo;
que al pulsarla por el pomo
se cura siempre a cercén.
Pero al caso, señor Diego:
dispuesto estoy a escucharos;
hablemos de prisa y claros,
que he de partirme muy luego.

DIEGO.

¿Entráis en palacio vos?

PEDRO.

¿Por qué me lo preguntáis?

DIEGO.

Porque si hasta el rey llegáis
quiero hablarle.

PEDRO.

Sí por Dios;
y si queréis que le diga…

DIEGO.

A solas le quiero hablar.

PEDRO.

Para tan alto picar
muy grave causa os obliga.

DIEGO.

No a mí.

PEDRO.

¿Pues a quién?

DIEGO.

A él.
(Don Pedro frunciendo el ceño se arrellana en la silla, dicendo con altivez:)

PEDRO.

Diga, pues, lo que se ofrece.

DIEGO.

Al rey su merced parece.

PEDRO.

¿La cara tengo tan cruel
que con el rey me compara?

DIEGO.

Hable de él con más respeto,
que yo jamás me entrometo
a mirar al rey la cara.
¿Y en fin, lo podéis hacer?

PEDRO.

Cuando queráis.

DIEGO.

Pues mañana.

PEDRO.

¿A qué hora?

DIEGO.

La más temprana.

PEDRO.

Pues bueno, al amanecer.

DIEGO.

¿Os burláis?

PEDRO.

No por mi vida,
porque mañana temprano
ha dispuesto el soberano
dar al monte una batida;
conque si verle queréis,
que madruguéis es preciso.

DIEGO.

No echaré al agua el aviso.

PEDRO.

Mucho de él os prometéis.

DIEGO.

Eso es ya negocio mío,
seor soldado.

PEDRO.

Bien está;
a mí tanto se me da;
conque en ello no porfío.

DIEGO.

Pues a otra cosa; y decid,
¿qué se habla por la ciudad?

PEDRO.

Estoy de eso a la verdad
tan al cabo como el Cid.

DIEGO.

¿No os importan las noticias
de vuestra patria y del rey?

PEDRO.

¿A mí?… Que haya buena ley
y se hagan muchas justicias.
Lo demás nada me importa;
y cuando columbro guerra,
(Señalando la espada)
doy un repaso a esta sierra,
y estoy listo en cuanto corta.
(Llaman en la puerta con brío.)

TER.

¡Ay!

PEDRO.

Llaman.

DIEGO.

Abre. (Lo hace Blas.)

ESCENA VII

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DICHOS; un HOMBRE DEL PUEBLO

BLAS.

¿Qué quiere?

HOMBRE.

¿Diego Pérez?

BLAS.

Aquí es.

HOMBRE.

Que vaya corriendo, pues,
que su pariente se muere.

DIEGO.

¿Mi pariente? ¿Y qué pariente?

HOMBRE.

Gil Pérez el estatuario,
que está con un mercenario
muriendo devotamente.

DIEGO.

¡Gil Pérez!… ¡Oh! perdonad,
señor soldado, que entiendo
que ese que se está muriendo
conmigo en su mocedad
siguió las armas reales.

PEDRO.

Id, que soy muy vuestro amigo
y estáis cumplido conmigo;
id a remediar sus males.
Y si urgen por mala estrella
medicinas o dinero,
tengo una bolsa de cuero;
mandad por lo que hay en ella.

DIEGO.

Gracias, y adiós.

BLAS y TER.

¿Volveréis?

DIEGO.

En cuanto el mal lo permita.
(Sale Diego con el hombre; Blas y Teresa se asoman a la puerta.)

BLAS.

Corre que se precipita.

PEDRO.

Mozos, buen padre tenéis.

ESCENA VIII

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DON PEDRO, TERESA; BLAS, cosiendo zapatos

PEDRO.

Decidme, esquiva hermosura,
¿me queréis como yo a vos?

TER.

Brava pregunta por Dios.

PEDRO.

Brava os quiero, altiva y dura;
¿pero la frase la extraña?
Darela satisfacción:
es que está mi corazón
por sus ojos en campaña.
Y soldado más valiente
que prudente capitán,
planto el sitio y allá van
mis ballestas de repente.
Si el enemigo responde,
a él voy, y sin hacer alto
entro el lugar por asalto
si mirar nunca por dónde.
¿Se me entiende?

TER.

Como está
tan oculta la emboscada,
no es fácil…

PEDRO.

Vuestra avanzada
dió con ella.

BLAS.

¡Voto va!
Paréceme que a barato
lo echáis, y se me barrunta…

PEDRO.

¿Quién al rapaz le pregunta?
Calle y cosa su zapato.

BLAS.

(Siempre adelante me lleva;
por más que me tengo serio,
arranca con tal imperio
que el diablo que se le atreva.)

TER.

Bien, hablemos de otra cosa:
dicen que el rey de Castilla…

PEDRO.

¿Está ahora con la Padilla
en conferencia amorosa?

TER.

¿Que me importa? Es de la guerra
de Aragón por que pregunto.

PEDRO.

Contadme allá por difunto.

TER.

¿Os partís para esa tierra?

PEDRO.

El rey sus tercios envía
para allá, y según infiero
yo salgo con el primero;
conque al caso, prenda mía:
si no me dais antes de ir
de vuestro amor una prueba,
dad por llegada la nueva
de que estoy para morir

TER.

Mucho en el alma lo siento,
que al cabo os quería bien.

PEDRO.

(Bello está en ella el desdén,
pero más el sentimiento.)
¿Conque me queréis, Teresa?

TER.

Ya lo dije; mas si os vais,
pésame que lo sepáis.

PEDRO.

¿Que os pesa decís?

TER.

Me pesa:
porque es vuestra condición
olvidar lo que ha pasado
en lugar que habéis dejado;
conque ved si en Aragón
olvidaréis a Castilla.

PEDRO.

(con brío).
¿Olvidar y haberla visto?
Y vale más ¡voto a Cristo!
que la Aldonza y la Padilla.

TER.

¿Qué decís? Que… ¿a quién nombráis?

PEDRO.

Padilla y la Coronel,
damas del rey.

TER.

¿Y con él
y aquéllas nos comparáis?

PEDRO.

Sí, pues siendo ante la ley
él el primero y mejor,
la más hermosa el amor
debe cautivar del rey.

BLAS.

Ved que estáis aquí conmigo,
y ved que su hermano soy.

PEDRO.

¡Qué lenguaraz estás hoy!

BLAS.

Es que soy…

PEDRO.

Calle, le digo.

BLAS.

(Los ojos me hace bajar,
y se me traba la lengua.)

TER.

No le riñáis, que es gran mengua
hacerle esto tolerar;
y partid, que es ya muy tarde
y no está mi padre aquí.

PEDRO.

¿Con vos no me dejó a mí?
¿Qué importa que yo le aguarde?
(Tocan a las ánimas, y al son de las campanas Blas y Teresa hacen un movimiento de temor.)

PEDRO.

¿Qué es eso?

TER.

¿No oís tocar?

BLAS.

Las nueve deben de ser.

PEDRO.

¿Y qué tiene eso que ver
para ponerse a temblar?

BLAS.

¿Qué, no sabéis lo que pasa?
Mas no me miréis así,
que ponéis un ceño…

PEDRO.

Di
qué es lo que hay.

BLAS.

En esta casa
es imposible vivir:
la mejor noche nos comen.

PEDRO.

¿Quién?

BLAS.

Temiendo estoy que asomen,
que a esta hora suelen venir.

PEDRO.

¡Qué tropel de desaciertos!
¿Locos a esta hora os volvéis?

BLAS.

¿Los oís?
(Don Pedro da un paso hacia la ventana; Blas le detiene.)
No os asoméis.

PEDRO.

¿Pero quién son?

BLAS.

Unos muertos.

PEDRO.

¡Muertos!… ¡Bah! ¡Bah! Pues ya estoy;
¿conque todo eso era miedo?
¿Y se ven?
(Segundo paso de don Pedro y detención de Blas.)

BLAS.

Estaos quedo
si morir no queréis hoy.

PEDRO.

Y en efecto, se oye ruido
y se ve luz por la calle.

TER.

Siento que padre no se halle
ya esta noche recogido.

BLAS.

¡Cielos, yo tiemblo por él!
Todos los días parecen
hombres que a fuerza perecen
de esa iglesia en el cancel.

PEDRO.

¿Y la justicia lo sabe?

BLAS.

Sin duda saberlo debe.

PEDRO.

¿Y entonces?

BLAS y TER.

Nadie se atreve.

PEDRO.

(Gran misterio en ello cabe;
prosigamos, y si encuentro
el hilo a este laberinto,
fuego pondré a su recinto
hasta dar con lo que hay dentro.)
Decid, ¿y habéis visto alguno
de esos cuerpos que parecen
por la noche, y aparecen
por la mañana?

BLAS.

Ayer uno.

PEDRO.

¿Tenía herida?

BLAS.

En el pecho.

PEDRO.

¿Y mostraba la señal
ser de espada o de puñal?

BLAS.

Que con ambas lo habían hecho
dijeron los cirujanos.

PEDRO.

¿Luego eran contra uno dos?
¡Ánimas eran por Dios
de vivientes bien villanos!
(Ruido dentro.)

BLAS.

¿Oís?

PEDRO.

Mandrias, no tembléis,
que quien lo remedie habrá.

BLAS.

¿Quién con los muertos podrá?

PEDRO.

Los vivos.

TER.

¡Cómo!

PEDRO.

¿No veis
que en un nicho los encierran?

BLAS y TER.

Tiene razón.

DIEGO.

(dentro).
Muerto soy.

BLAS.

¡Santo Dios! ¿Habéis oído?
(Un momento de atención.)

DIEGO.

(dentro).
¡Blas! ¡Teresa!

TER.

¡Padre ha sido!
(Blas corre a la puerta, y al tiempo de abrir se ve a Diego tendido en tierra.)

DIEGO.

¡Ay de mí!

PEDRO.

¿Soñando estoy?

ESCENA IX

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DON PEDRO, DIEGO, BLAS, TERESA

BLAS.

¡Sangre! ¿Quién fué, padre mío?

DIEGO.

Tente, Blas, no salgas, no,
que murieras como yo,
y en ti mi esperanza fío.

BLAS.

Voy a buscar…

DIEGO.

Excusado;
¡fué mi destino fatal!
Arrimadme ese sitial,
y acercaos, buen soldado.

PEDRO.

Decid si sabéis quién fué,
que ha de acordarse de vos.

DIEGO.

Dejadme acabar, por Dios:
id a ver al rey…

PEDRO.

¿Y qué?

DIEGO.

Y decidle que esos muertos…

PEDRO.

Acabad.

DIEGO.

No puedo más.
(Inclina la cabeza y muere. —Pausa.)

PEDRO.

¡Voto a Dios y a Barrabás!
Entre sus labios abiertos
él mismo el secreto ahogó.

BLAS.

¡Padre!

TER.

¡Señor!

PEDRO.

Esto es hecho;
vamos a echarle en su lecho,
que ayudaros puedo yo.
(Llévanle y vuelve don Pedro.)

ESCENA X

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DON PEDRO

PEDRO.

¿En ver al rey tanto afán
y a puñaladas morir?
De lo que le iba a decir
claros barruntos me dan.
Con él los muertos mantienen
misteriosa relación…
Con el rey por precisión
también relaciones tienen.
¡Incomprensible cadena,
yo seguiré uno por uno
tus eslabones, y alguno
se deshará como arena!
(Se pasea a pasos precipitados, y exclama mirando a la ventanilla.)
Muertos que del nicho salen
y a los vivos asesinan,
son, si a espacio se examinan,
fantasmas que verse valen.

ESCENA XI

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DON PEDRO; BLAS sale a la puerta y se tiene en el dintel, la cabeza inclinada sobre el pecho con muestras del más profundo dolor.

BLAS.

¡Amigo!

PEDRO.

(¡Desventurado!)
¿Diego?

BLAS.

No le nombres ya:
¡silencio! Mi hermana está
rezando aún a su lado.

PEDRO.

Que llore es mucha razón.

BLAS.

Sí, que rece una mujer,
pero algo más ha de hacer
un hombre en esta ocasión.

PEDRO.

¿Luego dijo?…

BLAS.

Nada dijo,
pero yo lo sé muy bien,
que hay cosas que no las ven
sino los ojos de un hijo.
(Muy marcado.)
Un hombre esta noche estuvo
con mi padre hablando aquí,
y yo con mi padre vi
que muy descortés anduvo.
Ya de la puerta al dintel
dijo: Encomiéndate al cielo…
A su tribunal apelo
si quien le mata no es él.
(Quedan ambos en silencio por un instante.)

PEDRO.

Esta noche irás conmigo
y el rey te remediará.

BLAS.

¿El rey? no voy; me ahorcará,
que es del otro muy amigo.

PEDRO.

¿Y no hay justicia en Sevilla?

BLAS.

Dicen que con este rey
no hay más razón ni más ley
que su capricho en Castilla.

PEDRO.

Rapaz, la audacia perdono
porque lastimado estás;
pero no hables así más
de quien se sienta en un trono;
y escúchame un buen consejo,
que lléveme Belcebú
si no sé yo más que tú
en la muerte de ese viejo.
¿Quieres con el hombre dar
que a tu padre asesinó?

BLAS.

El alma daría yo
a quien me le haga encontrar.

PEDRO.

Pues los secretos que encierran
las tumbas, los saben bien
a estas horas…

BLAS.

Pronto, quién?

PEDRO.

Esos muertos que te aterran.

BLAS.

¡Santo Dios!

PEDRO.

Que no te atreves
a esperarlos, bien se ve;
mas yo en tu lugar lo haré,
y piensa cuánto me debes.
Yo hallaré el rastro a tu presa,
te daré a ese hombre, y si él es,
me has de ayudar tú después
a poner cabo a la empresa.
¿Dices que de esa ventana
se alcanza la iglesia a ver?

BLAS.

¡Cielos! ¿Qué intentáis hacer?

PEDRO.

Una caridad cristiana:
vete, mancebo, a rezar
por el que duerme allí echado,
vete; yo soy un soldado
y voy también a velar.

BLAS.

Mirad bien, que aunque parecen
ilusiones del temor
esos fantasmas, señor,
mayor crédito merecen.
Mi padre me amenazó
que quien osara mirar
ni entender…

PEDRO.

Vete a rezar,
Blas, que te lo mando yo.

BLAS.

Valiente sois, buen soldado;
quédoos muy agradecido,
mas de hinojos os lo pido,
quede el postigo cerrado.
¡Oh, aunque me digáis tenaz
que son visiones del miedo,
lo he visto y juraros puedo
que hay un muerto pertinaz
que en cerrárnosle se empeña!

PEDRO.

Vete, que ha de estar abierto,
y como asome ese muerto
yo le daré santo y seña.
(Don Pedro obliga a Blas a entrar en el cuarto donde entró su padre.)

ESCENA XII

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PEDRO.

Que lloren sus desventuras
los hijos de un zapatero,
mientras busca un caballero
con valor sus aventuras.
(Entorna la ventana.)
Dejo entornado el postigo
y mato la luz; así
veo y no me ven a mí
de las sombras al abrigo.
(Toma un taburete y se sienta enfrente de la ventana.)
Quien son los muertos veré,
y si a toparlos acierto,
no me ha de quedar un muerto
que sepa tenerse en pie.