En el Mar Austral/I
Circunstancias que no es del caso mencionar, hicieron
que una madrugada me sorprendiera sentado ante una mesa
de El Diluvio —cafetin de mala muerte y de peor vida— situado allá en una de las callejuelas de Punta Arenas, capital chilena del estado fueguino de Magallanes, que bajan
culebreando hácia el mar.
La verdad es que mi situación no era desahogada en aquellos momentos y que negros nubarrones obscurecían el cielo de mi vida: con veinte años, sólo, desconocido y sin un peso en el bolsillo —habiendo perdido esa noche en la ruleta el último que me quedaba— no veía rumbo claro sino camino del mar y por ello, lentamente, me habla ido acercando á él.
Sentado á la cabecera de una mesa, miraba distraído el afán con que la patrona iba de acá para allá, trás el pequeño móstrador, sacudiendo el frente del anaquél cargado de botellas con inscripciones en inglés —indicadoras de que si el cogñác, el róm, el whisky y el snáp que contenían no era legitimo, por lo menos era viejo— y escuchaba, llevando el compás con el pié, una habanera que brotaba del teclado de un piano acatarrado, bajo los dedos del patrón —un gallego minúsculo, de gran cabeza cuadrada, que tenia cierta semejanza con los tapones de soda-water que rodaban por el suelo.
Estaba en uno de esas momentos en que uno á fuerza de pensar no piensa en nada, y como única solución á mi situación embarazosa, se presentaba al espíritu atribulado la idea del suicidio.
La cosa se arregla fácilmente, me decía. Camino hasta allí, bajo por esa escotadura y llego al mar. Si me conviene, sigo hasta la punta del muelle, me páro al lado de aquel poste blanco y en el momento en que venga á romper una de esas ólas grandes que truenan, ¡zás! me zambullo y .... abúr Perico ....! me voy con ella....! También puedo caminar —si no me conviene el muelle por ser tán alto y estar tán á la vista— hasta aquellas piedras negras que baña el agua y donde el mar rompe con fúria: espero una óla grande y me lanzo ... ¡Qué diablos! .... ¡Todo es cuestión de un minuto!
Aquí llegaba de mis reflexiones y ya se acercaba el momento de levantarme y elegir el punto más aparente para la catástrofe de mi vida, cuando llamó mi atención un diálogo medio en inglés y medio en italiano y español sostenido por dos individuos que no habia visto entrar y que estaban sentados en una mesa hácia mi derecha.
El que hablaba inglés, era un tipo de marinero muy pronunciado y yo lo veía con su pipa humeante entre los dientes y una sonrisa que nunca se borraba del todo de su fisonomía, dándola —juntamente con los mechones de pelo rojo que se escapaban de su gorra chata de cuero de zorro y con su barba, recortada en forma de herradura que ponía al descubierto una boca sin lábios que casi le llegaba desde una oreja á la otra— un aire marcadamente funambulesco.
Su acompañante formaba con él un verdadero contraste: seco, anguloso, huesudo, estaba envuelto en una manta de lana de cuadrilos blancos y negros y cubierto con una galerita cuyas álas, verdaderamente embrionarias, eran una nota alegre que dulcificaba la expresión de su rostro, al cuál sus ojos, chiquitos y vivos, acentuaban de una manera que hacia pensar en rastrillos, en ganchos, en uñas, en cosas, en fin, de agarrar y de arrastrar: aquella cara debía ser indudablemente la que soñó Shackespeare para su Shylock ó Moliére para su Harpagón y el sombrerito debía ser obra de alguno de esos hombres que echan á la chacota todas las cosas de la vida.
—¡Le digo á Vd. que nó!... El Gorro de doña Catalina es un canalla, un pillo y á mí me hace ésto porqué soy italiano... ¿Sabrá bien Vd. cómo andamos ahora los franceses y los italianos.... ?
—Esa no es la cuestión....! La cuestión es que Vd., diga lo que diga el Gorro de doña Catalina ó cualquiera otro júdas de mar ó tierra, convenga en ir á dar la paliza .... ¡Eso es lo que interesa...! ¡Con los lobos se podrá empezar el otro més y entre tanto iremos á Sloggett á lavar oro!
— Sí;.... pero El Gorro....
—¡Mire!: ... ¿Cómo es que le dicen á Vd?
— Don Cayetano.
—¡Mire Don Cayetano, no me embrome la paciencia, eh!... ¡Le vá á caer una racha, si se descuida, que no le dejará ni las alas del galerín!... ¡Vamos; diga derechamente si toma ó nó parte en la empresa y basta de charla!
— ¡Vea...! ¿Cómo le dicen á Vd?
— ¿Quiénes?
— ¡Digo! ... ¿Cómo le conocen á Vd... cómo fe llaman?
— ¡Ah!... ¿Mi nombre.... ¡Como quiera no más! ¡Cachalote, si le gusta!
— ¡Bueno!... ¡Vea, señor Cachalote, y quiero ir algo en la empresa... á mi me gusta: con franqueza!.... ¿Sabe?.... Lo único que hay, es que estoy pobre y que el cútter vá á consumir todo lo que tengo.... ¿comprende? ¡Bueno!... Vea, pués, que no puedo arriesgarme entónces, así no más, de palabra, sin una garantía! ¡Mire; consultemos á ese hombre que está ahí y que nos mira con cara de juez: verá, él me vá á dar la razón...! ¡Negocio sin garantía no es negocio, don Cachalote... ¡por la Madonna!
Y sin más trámite el titulado D. Cayetano me saludó y me hizo señas de que me acercara á su mesa, aún cuando sin ofrecerme una copa de snáp, como su compañero, que salvó la omisión con toda cortesanía.
— ¿No le parece, señor, que lo que digo es justo — me dijo con el acento más calabrescamente español que encontró en su repertorio.— ¿Cómo quiere que éntre en un asunto como ese, sin una garantia?
—Veamos — repuse, luego de beber mi snáp, que me supo á gloria, pués el airecito de la mañana, al colarse por entre las rendijas de las paredes de tabla que formaban la sala de El Diluvio helaba hasta las palabras— no sé de lo que se trata.
— Vea —me dijo el inglés en su españól chapurreado dedicándome una de sus habituales sonrisas, que le llevó las comisuras de los lábios casi hasta reunirse en el occipucio— este señor, ahí donde usted lo vé, con ese sombrerito y esa cara de zorro, quiere convencerme de que esventajoso para mí darle el cincuenta por ciento de una expedición de caza, pesca y lavado de oro que voy á hacer!... En cambio, ofrece hacerme abrir en plaza un crédito de cien pesos y no contento todavía, me exije, para que el negocio sea negocio, que le garanta el préstamo con el cútter que tengo fondeado ahí... en esa caleta, de la derecha!
Don Cayetano oyó impasible esta tirada y ni parpadeó siquiera, limitándose á hundirse hasta el cogote su ridículo sombrerito, cuando se apercibió de que era motivo de broma para su contrincante.
Como yo continuara en silencio, el inglés se sacó la pipa de la boca, escupió con toda parsimonia, la colocó cuidadosamente sobre la mesa y fijando luego una mirada en el prestamista dijo:
— Mire Don Cayetano ó Don Júdas ó el diablo. yo no sirvo para juguete suyo ni de El Gorro de doña Catalina, que es otro que tál.... y le prevengo que no quiero hablar más de eso!... ¡Si me habla, no respondo de que me aguanten las ánclas!... ¡Conqué así... aquí me fondeo!
El calabrés, que seguía impasible el desarrollo del discurso, volvió á darle otro empujoncito á su gracioso sombrerito, escupió, se pasó por la boca la palma de la mano y sacando de su garganta privilegiada las más agudas y más dulces notas del registro, replic6 con vivacidad:
— ¡Por San Genaro. Sr. Cachalote!... Yo soy hombre de negocios y nada más. ¿A ustéd no le conviene lo que propongo? .. ¡Bueno!.... ¡Esperarémos!.... ¡Lo que no sirve á las ocho, suele servir á las once!
Y envolviéndose bien en su chál de cuadritos, salió con un paso menudo y apresurado, que tenia algo del andar de la láucha.Cuando nos quedamos solos, el inglés fijó sus ojos en mí, y exclamó:
— ¡Qué gente esta, señor!.. ¡Ese judío, El Gorro de doña Catalina y el otro, Guanaco, son todos rizos de la misma vela!. .. Créen que el oficio de sleeping partner.... ¿Sabe? de «sócio dormilón», les vá á llenar el bolsillo sin hacer nada! ¡A fuerza de ser pillos son zonzos! ¡El «dormilón» si quiere ganar, debe ser liberal!... Eso es lo justo, ¿no le parece?...
— Bueno. —dije por decir algo— pero entre amigos...
— ¿Amigos? .. ¡Esos!... ¡Pero si los conozco tanto como á Vd. ó como al diablo!
— ¡Ah!.... Como le oí hablar del Gorro de doña Catalina y del Guanaco...
— ¿Vd. los conoce?
— ¿Yo?.... ¡No!.... ¡Me llamaron la atención los nombres, no más!...
— ¿Qué nombres?
— Los de ellos.
— ¡Ah!.... ¿Y Vd. crée que esos nombres son de ellos?... Si estos tiburones se designan por apodos no más.... Es costumbre de los loberos y de los buscadores de oro— sus víctimas— que ellos han tomado, en su afán de tomarles todo! ¿No es de aquí Vd?
— ¡No señor!
-¡Yo tampoco!... ¡Ni quiero ser!... ¿Y se vá á fondear aquí, en esta caleta de tiburones, ó sigue viaje?
— ¿Yo?... Vea; no sé... ¡Anoche me han pelado en la ruleta y no conozco á nadie, ni tengo un peso!
— ¡Ah! ¡ah!.... ¡Conozco!... ¡Eso se llama estar á pique en, veinte brazas!.... ¡Oh! ¡Oh!.... ¿Quiere un remolque?.... Tengo mi cútter ahí, en la bahía: se llama The Queen y es chiquito, pero marinero!... Si gusta, hay lugar á bordo todavía... Somos cuatro, que andamos por irnos á lobear, y uno más no nos hace daño... ¡al contrario!
Un rayo de luz alumbró miánimo abatido y acepté con júbilo la proposición tentadora: entre suicidarme estúpidamente en Punta Arenas ó luchar brazo á brazo con la suerte, no era dificil la elección para un temperamento como el mío.
Y por otra parte —¿á qué negarlo?— seducía á mi alma aventurera y á mi ardor juvenil, la vida accidentada de esos bravos que juegan su existencia á una sola carta —la única que les queda talvéz— y se lanzan á buscar la fortuna, allá, entre los escollos donde la mar bravía rompe en los barrancos abruptos, paradero de los lobos que se recrean jugueteando con el espumarajo de las ólas.
Me atraían con fuerza invencible las tajaduras sombrías de los peñascos enhiestos, donde ejercen su vigilancia los albatros y los alciones, guardianes solitarios del desierto
imponente y grandioso.