En el Mar Austral/II

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II.


Bordejeando


Ese día lo pasé con el inglés, que en balde recorrió todos los puntos que conocía por referencias, como paradero habitual de prestamistas y negociantes de río revuelto, de s«ocios dormilones», como designan en la región á los que corren, solamente con su capital, los riesgos de las operaciones provechosas que se desarrollan, allá, en las soledades de los canales fueguinos ó entre las roquerías salvajes del mar austrál.

No encontró nadie que quisiera fiarle un centavo á la empresa que, con los trés compañeros que me había anunciado y yo, se proponía llevar á cabo y que no era otra que ir á dar una paliza —como se dice en la jerga regionál, á la caza de lobos marinos— y luego á lavar oro en un paraje que él decía conocer y de donde había sacado el capitál suficiente para comprar el cútter que con bandera chilena cabeceaba a la derecha del muelle.

Este constituía, según lo afirmaba, todo su haber en el mundo y toda su esperanza para llegar á la realización de sus ilusiones —muchas y complicadísimas.

Era mi compañero y protector, segun creí comprenderlo, m desertor de cierto barco, holandés que había tocado años atras en Santa Crúz, en la costa argentina y que más tarde se había perdido sin dejar ni rastros, eh viaje de La Serena á la costa australiana.

No éra inglés como yo lo había creído sinó norte-americano, pero se había formado en los veleros ingleses que hacen la navegación entre Jamáica y el Continente, llevando róm y azúcar para alimentar las refinerías yankees jamás repletas. Allí, juntamente con la navegación, aprendió á cobrar horror al agua, á ese liquido infame, como él decía, que solo sirve para que los peces se bañen y los hombres se laven la cara.

Navegando de mar en mar, sin distinción de banderas, porque el hombre no tiene más pátria que' el barco que pisa, comenzó á chapurrear todos los idiomas conocidos y aún otros qué no se conocen todavía sinó por escasas personas y ahora, cansado de su asendereada existencia, buscaba un cabe á la suerte para echarse á tierra con el bolsillo lastrado.

Hasta entonces no había logrado sus propósitos, ni siquiera en principios. Trabajando siempre por cuenta de otros, jamás había podido verle las patas á la sota. Ahora las cosas cambiaban: tenía un cútter propio y ánimo suficiente para dar el gran salto y hacerse rico ó morir por ahí, donde quiera, cuando le sonara la hora.

Era casi un desesperado como yo, sinó lo era más, pero tenía mayor coraje y mayor audacia y sabía afrontar con decisión las tormentas de la vida.

—¿Crée que á mí me importa algo no encontrar aquí buen fondo para el áncla?.... ¡Bah!.... ¡judios no faltan! Y de hacerme desollar. prefiero que sea en cualquiera otra parte, y no aquí, donde todos se han puesto de acuerdo. ¡Canallas!.... El que ha preparado la trampa es El Gorro de doña Cátalina. ¡pero....!

— Digame; ¿quién es ese Gorro de doña Catalina, que tanto nombran? ... ¿Qué es?

— Es un montenegrino ó croata O qué sé yo.... Uno de esos diablos que no son turcos, ni húngaros, ni nada, sinó hombres con más cáscara que una tortuga. Yo le conocí hace muchos años en Kesington, en Jamáica, entonces era sacristán ó aprendiz de cura en una iglesia presbiteriana que había en el puerto. Después le encontré por ahí, por todas partes: unas veces de marinero, otras de contramaestre ó de capitán. En las Malvinas estuvo establecido con una especie' de garito disimulado tras la apariencia de escritorio de consignaciones y ahora, por mal de mis pecados. me he topado con él aquí, ejerciendo la industria de armador, almacenero ó demonio.

— Pero, ¿cómo se llama?... ¡Nombre verdadero ha de te­ner!....

— ¡Talvéz!.... Pero, ¡vaya á saber uno el nombre verdadero de un lobero ó de un minero, que es lo mismo!... En Jamáica no supe ilunca su nombre, y en Malvinas le llamaban La Mariposa, por esas manchas azules qúe tiene en la cara

— Pues amigo.... ¡lindo tipo!

— Vea: es uno de esos piratas de tierra que más vale no hallar en el camino; ¡él es el que me ha embromado aquí!... ¡Ha hecho una conjuración de judíos contra mí! .... ¡Oh! ...

¡pero no importa! .... ¡El interés rompe todo: aquí hay mucha plata para los loberos como yo, que soy más conocido que el cachiyuyo .... aunque nunca haya venido!.... Ya verá: no ha de faltar quien se tiente. ¡Los «dormilones» tienen el ojo muy abierto!

y luego comenzó á contarme las aventuras de su viejo conocido, sirviéndole de estimulante el snáp de El Diluvio, ante una de cuyas mesas descansábamos de nuestra excursión por calles y callejones.

Según pude deducir, el personaje en cuestión era uno de esos aventureros que tanto abundan en los puertos de mar muy frecuentados, especie de resaca que flota á lo largo de los muelles, se pega á los cascos de los buques, si á mano viene, ó se vá quedando en la playa hasta que vientos favorables la llevan tierra adentro.

Por cierta que en Punta Arenas no era un ejemplar único: sinó toda la población, por lo menos la del puerto, era seguramente de la misma ralea en su casi totalidad.

— ¿Entonces hace mucho que Vd. anda por estas tierras?...

— ¿Yo? ... ¡Ya lo creo! .... Sin embargo nunca había estado sinó de paso en esta caleta, que es un verdadero abrigo de cóngrios y tiburones.... Una cosa es venir como he venido yo otras veces, á gastar los pesos recogidos por ahí lobeando ó lavando oro —pués este pueblo se traga todo lo que prodúcen las expediciones— y otra cosa es venir á comerciar como ahora! ... ¿Punta Arenas? ... ¡Punta Uñas le debían haber puesto! Entra V. á un bar, como éste en que estamos, por ejemplo, y se encuentra conqué en vez de snáp, del que V. viene sediento, le queman las tripas con vitriolo y le rascan las orejas con la musiquita esa del patrón; busca mujeres para pasar el aburrimiento y lé presentan consumidoras de whisky, capaces de chuparse un almacén de una sentada; pide la cuenta del gasto y.... en dos días de jolgorio le han comido á Vd. medio costillar!... ¿Sale á la calle?... Pués no le digo nada: lo ván convoyando los judlos, los trapisondistas y toda esa nube de sardinas hambrientas que serían capaces de comerse una ballena. Cuando cae aquí un lobero con plata, tiene que ser muy hombre para escaparse: sinó se la sacan con la bebida, es con las mujeres ó con las casas de juego.... Vea: esta población es chica como Vd. vé —quizás seis mil almas— bueno: aquí hay más de cinco mujeres por hombre y él negocio mas fuerte que hacen los barcos que ván á Chile, es de botellas y cascos vacios!

— ¿Y el comercio es bonrado?.... ¿Es rico?

— ¿Rico? ... ¡Ya lo creo! .... Hay casas de mala muerte en apariencia —sobre todo aquí en el puerto,— que tienen capitál de cién y de doscientos mil pesos. Ahora, de honrado no sé: cuando Vd. compa~ porotos son capaces de mezclárselos con piedras.... Esto no lo harán todos, los millonarios como Menendez, por ejemplo, pero algunos no le quepa duda que lo hacen.

— ¡Bueno.... eso es naturál!..... La gente tiene que vivir.

— Claro que tiene que vivir, pero eso no quiere decir qué lo haga á costa de uno. Aquí al que cae con plata le toman como carnada: los voraces le atropellan, le atosigan, le muerden, le empujan!.... ¿Vé esos dos que van entrando?.... ¡Le apuesto á que nos buscan á nosotros: ya verá; déjemelos á mí no más!

Dos individuos, ni altos ni bajos, ni gruesos ni flacos y vestidos con trajes obscuros —una pieza de género utilizada en familia— se detuvieron ante nuestra mesa y quitándose el sombrero y dejando ver ambos una gran calva lustrosa, dijo uno de ellos-hablando por la nariz y comiéndose la mayor parte de las sílabas, como es de hábito en los chilenos:

— ¿Los niños son los que andan por ir á lobear en ese cútter que está ahí á la vera del muelle?

— Sí señor. — ¡Perfectamente!... Yo sóy Andrónico del Cerro Z. y este niño, que tengo el gusto de presentarles, es mi primo y sócio el señor don Andrónico del Cerro T.

Mi compañero, que era alegre y chacotón de buena ley, dijo, cerrándome un ojo y usando el españól más ainglesado que pudo encontrar en su largo repertorio de bromas:

— ¡Perfectamente! .... ¡A esos cerros tan lindos.... pero tan pelados al parecer, qu acaba de presentarme, yo quiero presentarles también algo bueno: yo soy Guillermo Snáp H. y este niño, que es mi primo y socio, es don Guillermo Snáp X... !

Y como sus interlocutores le miraran con ojos de asombro, exclamó con una de aquellas sus sonrisas tán características:

— ¡Oh! ¡oh! .... ¡Yo sé!.... ¡Entre nuestras dos familias se acaban el abecedario.... si las dejan los maestros de escuela!'

Al oirle, los dos Cerro soltaron una carcajada y yo les imité, mientras el bromista, grave y sério, nos miraba por bajo las cejas, golpeando en la palma de la mano su pipa de madera que apestaba con el olor á la nicotina conservada.

— Pues bien, niños.... nosotros celebramos conocerles y les invitamos á beber lo que gusten y á que hablemos dos palabras.

Y comenzó la charla entre el inglés y los visitantes.

Al poco rato y en momentos en que el dueño de El Diluvio tocaba los últimos acordes de Marta, que hacia media hora gemía entre sus uñas, se pararon los trés:

— Lo dicho, dicho está — dijo D. Andrónico del Cerro Z.

— Dicho está — repuso mi compañero.

Y nos despedimos. — ¿Vé?.... ¿Qué le dije, compañero?.... Ya tenemos todo; plata, provisiones y herramientas! No hay mas obligación que darles á los Cerro el veinte por ciento liquido, venderles de preferencia los artículos y llevarles gratis á Ushuwáia un pequeilo contrabando de mercaderías... ¡Estos Cerros sí que saben ser «dormilones»! ¡Amigo, qué noche tenemos que pasar!... Cuando la suerte se acerca, hay que festejarla: ya somos ricos!

Y nos divertimos como puede divertirse uno en Punta Arenas: oyendo canciones marinas entonadas en los cafés por los concurrentes aficionados, viendo jugar ó jugando algunas partidas de náipes y bebiendo brandy y whisky á todo lo que daba el garguero, especialmente el de mi nuevo amigo, que era casi sin rivál.

Punta Arenas nocturno es una especialidad: la bebida y el juego son las diversiones casi exclusivas de la población y alternan con las representaciones de ocasión que suelen darse en la sala de tal ó cual bar espacioso, sin que impidan á los concurrentes satisfacer su gusto favorito, ya sean las cartas ó la botella.

Como se comprenderá, en estos jolgorios no faltan damas, de aquellas, por supuesto, que son como el desecho de todas las ciudades del mundo y que ván allí, atraídas por la generosidad proverbial de los loberos y de los lavadores de oro que, al regreso de sus expediciones peligrosas, no son por cierto exigentes ni descontentadizos.

Al día siguiente, que comenzó á las trés —hora en que en mi tierra las gentes acostumbran á usar aún lúz artificial, si llegan a hallarse despiertas por un evento— nosotros empezábamos nuestras operaciones de carga.

Embarcamos á vista y paciencia de todo el mundo, no solo nuestras provisiones, sinótambién las mercaderías para Ushuwáia y nadie tomó razón de ellas ni nadie se preocupó de su procedencia ni destino.

Las provisiones no eran por cierto muy variadas y con­sistían en harina, galleta, porotos, té, café, algunas damajuanas del aguardiente chileno llamado guachacay, dos barriles de vino de la tierra, algunos cajones de ginebra y las ropas usuales en el trabajo que fbamos á emprender.

— ¿Sabe que no es mucho lo que llevamos?

— ¡Oh!... No es mucho, pero es lo necesario: ropa de lana y botas de vaqueta!. ... A bordo ya tengo los útiles y las herramientas, no solo para el lavado de oro sinó también para la paliza: la sál es lo único que falta y ya llevo la órden para cargarla en Ushuwáia.

— ¿Sál? ¿Y para qué, teniendo el mar?

— ¡No! .... ¡SAl de Cádiz, amigo... para salar los cueros, que cada uno vale una esterlina: y dós también!.... ¡Oh! Hay que usar buena sál. y es carísima, como que viene de Europa .... ¿Vé?.... ¡Ahí tiene! .... ¡Yo no sé lo que hacen sus paisanos: tienen sál en toda la costa, allá arriba de Patagones y no mandan ni un grano!.... ¡Habían de tenerla así los chilenos y ya vería!

Concluida la carga, fuimos A una carnicería vecina al puerto, donde un alemán rechoncho nos recibió con cara de malas pulgas, proporcionándome la ocasión de saber prácticamente lo que es un comerciante al menudeo en la capitál de Magallanes.

En la carnicería se vendían también verduras,— al peso, como los fideos—

acordeones, ropas, baules y relojes: cuando

el carnicero vino á despachar, estaba en la veta de pedir y sus precios eran algo de hiperbólico, sobre todo cuando tuvo que informar sobre unos repollos de los cuales parecía desprenderse con visible mala voluntad.

Mi companero — por hacerle rabia r— se los hizo pesar sin discutir el precio y el comerciante al ponerles en la balanza fué habilísimo.

— ¿Sabe carnicero?.... El día que Vd. se muera, ni las gaviotas ván á poder acompañarle al cementerio.... Vd. vuela muy ligero y ¡no pesa nada!

— ¿Cuánto valen esos bifes ?— dije yo.

— ¡Hoy no se venden: son para mañana!

— Nosotros nos vamos ahora, — repuso mi compañero.

— ¡Buen viaje!

— Y queremos esos bifes...

— ¡Vengan mañana!.... ¡Hoy son para adorno!

— ¿Y esa pata?

— ¡Adorno!

— ¿Y ese matambre?

— ¡Adorno!.... ¡Lleven esa carne vieja, si quieren!.... ¡Hoy no vendo más!

No hubo forma de convencerle: tuvimos que embarcar lo que él quiso y al precio que se le antojó.

Y, riéndonos de rábia, llegamos al cútter; que amarrado á un anclote se mecía dulcemente, siguiendo el vaivén de las grandes ólas que iban silenciosas á depositar su carga de espumas y de mariscos en la playa arenosa.