En el Mar Austral/III

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III.

Entre dos aguas

El contrato, extendido en papel simple, pués la palabra de un lobero ó buscador de oro vale su firma, por más que parezca increíble á quién no conozca la maravillosa región fueguina y su población —que si bien es un mosáico en cuanto á lenguas, religiónes y nacionalidades, tiene no obstante una convención que es ley: aceptado un compromiso, solamente la muerte impedirá su cumplimiento— fué colocado sobre una mesa y luegó de firmado y rubricado por los Cerro Z. y T. empezamos á hacerlo nosotros, que éramos sócios y responsables de mancomum et insolidum.

El primero, fué el dueño del «The Queen», nombrado capitán y que con gran asombro mio escribió su nombre y apellido — Samuel Smith — con una bellísima letra cursiva, luego firmé yo, después Juan José Intronich, austriaco — aprendiz de barbero en sus mocedades— Oscar Schnell, dinamarqués, aficionado á la botánica y mineralogía y Antonio Souza Williams, portuguéz, natural de Badacoa provincia de Trás os Montes y representante en los mares australes, según él, de la más antigua nobleza lusitana.

Luego que los comerciantes bajaron a tierra y «The Queen» solo contuvo á bordo los cinco desesperados que pretendíamos jugar nuestra vida contra una caricia de la fortuna, el capitán Smith nos reunió en la camareta y abriendo una botella de snáp, dijo, con su sonrisa habituál, que esta vez tenía algo de risueñamente grave que yo hasta entonces no le había notado:

— No tengo para qué decirles, ¿eh?... Ya me conocen... ¡Yo me vuelvo rico ó me quedo allí! ¡Ese es mi propósito y debe ser el de los que me acompañen! Así, pués, todavía está en tiempo de quedarse el que quiera, y á fé de Samuel Smith dueño del cútter «The Queen» de treinta y cinco toneladas de porte, que no guardaré mal recuerdo del que lo haga!.... ¡Chicote que se ha de cortar, que se corte!

— Vean —exclamó aquí el portugués, que siendo moreno, bajo, de cútis apergaminado con un tinte bilioso pronunciadisimo, era la antítesis del austriaco Intronich, rosado, con una talla de casi dos metros, fornido, ventrudo, por lo cuál en los canales era conocido por Avutarda— ese mismo discurso, se lo he oído ya varias veces! Este, no dá un paso sin pronunciarle, á lo que parece. Una vez se lo oí allá en el Mar de la Sonda... ¿Te acuerdas Smith?... ¡Cuando abandonamos el costado del «Victoria», capitan Stevenson!.... La otra, cuando nos desertamos de las filas del brick aquél con que hacíamos el crucero de Buena Esperanza. capitán Sherfield ...

— ¡Hombre!... ¡Es cierto! ... ¿Sabes que acabo de dejarlo ahí en el muelle al tál capitán?.... Anda de judío: ¡se llama El Gorro de Doña Catalina!... ¡Bueno! Esto es otra cosa: ahora no se trata de juguetes ni de contar historias!... Vamos á téoer que echar el resto y así, el que no esté bien dispuesto, que lo diga ahora y después no vaya á andar con arrepentimientos!

Todos manifestaron su conformidad: el portuguéz é Intronich ruidosamente como acostumbraban, el dinamarqués Schnell con un gruñido — pués, él para decir una palabra invertía triple tiempo que cualquiera — y yo — que siendo un desconocido para mis compañeros— creí de obligación decirles cuatro palabras á' mi respecto y ver si les convenía mi sociedad,

— Yo, señores, del mar no sé más que cualquiera vieja lavandera: que es de agua y que ésta es salada. De navegación tampoco sé nada! En Buenos Aires — que es mi tierra — era estudiante de derecho y nunca fuí amigo de ejercicios ni de molestias... Me enamoré de una muchacha que... en fin... que no quise dejar de querer y padre me embarcó por ello en un buque de la escuadra: me deserté en Punta Arenas, y aquí estoy, ¡Esto es todo!... ¡Respecto á trabajos no sé ninguno, pero aprenderé los que me enseñen!

— Superior, hijo mío, — dijo Intronich— aprenderás de cocinero y algún día, cuando vuelvas á ver á tu novia, esa muchacha en fin... como has dicho, sabrás ensei'larle á hacer un asado de ballena... de corset y una sopa de tortuga con el carey de sus peinetas... si las tiene!

Y las frases de Intronich fueron el programa de mi vida de abordo. No era dificil, seguramente, pero tampoco era fácil, para quien, como yo, jamás había tenido la curiosidad ni siquiera de saber cómo se asaba la carne.

Felizmente no me faltaron maestros.

El portuguéz, á quien sus compañeros le llamaban Calamar y el dinamarqués, eran tán eximios cocineros que ni el mismo Intronich — á quien en materia de comidas se le reputaba como una especialidad — tenia peros que ponerles.

Al caer la noche, allá entre las ocho y las nueve — pués en esta región austrál el día estivál es casi continuado— comenzó á soplar un vientito fresco del noroeste, que nos venía como de perlas para salir del Estrecho y penetrar á los canales y el capitán Smith determinó levar el áncla, disponiéndonos á zarpar.

Punta Arenas es puerto libre y por ello afluyen á él los comerciantes de toda la región del Sur, tanto argentina como chilena y especialmente de la primera.

Estos encuentran allí facilidades de todo género para sus transacciones, consistentes, por lo general, en el cambio de productos naturales — pieles, oro y maderas — por mercaderías importadas que se consiguen casi á precio europeo, sinó menor.

Los buques de ultramar, que llegan en gran número, traen siempre buenas pacotillas y aún cargas, obtenidas en todos los mares del mundo, unas veces como productos de salvatages en naufragios ó colisiones y otras de robos ó piraterías.

Estas particularidades hacen de aquél puerto, como es natural, un centro de actividad y de recursos que atrae á sí todas las fuerzas vivas de los mares australes, las que Chile aprovecha enérgicamente para formar en Magallanes un estado poderoso, que contrasta singularmente, por su riqueza y civilización, con la miseria y dejadéz reinantes en las provincias embrionarias de la costa argentina.

Esto es doloroso decirlo, pero es cierto: en los mares australes, la estrella solitaria de Chile significa civilización y el sol argentino barbarie.

Como sin mayores trámites ni diligencias nos habían despachado las autoridades, con la simple declaración de que íbamos con carga comercial para Navarino, aún cuando bien sabían que íbamos con cargamento para Usbhwáia y á buscar oro y matar lobos marinos en la costa argentina, — desplegamos la vela é impulsados por la fresca brisa favorable. comenzamos á salir de la rada.

Ya hacia rato que debla ser de noche en Buelios Aires — dada la hora que alcanzábamos — cuando aún nosotros teníamos luz. Con razón exclamaba el portuguéz Souza Williams contestándome á una observación:

— Aquí, amigo, cuando se traen gallos, mueren locos casi todos. Pierden la chaveta pensando quizás en la hora á que deben cantar!.... Las cavilaciones les quitan el sueño y Vd. los vé marchar camino de la olla á pasos apresurados. Tal vez mueren pensando en que para cantar a destiempo más vale no haber nacido!

Un centenar de buques había en la rada y ninguno tenía gallardete de mi pátria: todos eran chilenos.

Y cómo saludándome orgullosos y burlones, cabeceaban sobre sus ánclas, el «Huemul» el «Cóndor», el «Yañez» y el «Toro», —los valientes vapores-avisos que al servicio exclusivo de la gobernación chilena recorren incesantemente aquellos vericuetos del mar fueguino, estudiándolos hasta en los menores detalles y sirviendo de providencia á los que se aventuran en ellos.

Recostado en la borda pensaba en esto y seguí con la vista, hasta que se perdieron á lo lejos las luces de la pequeña villa, que dentro de poco será ciudad rica y populosa.

Al mirar hácia el cielo estrellado, vi con júbilo la Cruz del Súr —mi vieja conocida— que abría sus brazos, no allá abajo, en el horizonte, como en Buenos Aires, sino arriba, casi sobre mi cabeza.

Parecia protegernos contra las ólas del mar inmenso, que al chocar rumoroso en la popa de nuestro cútter; se desmenuzaban salpicándonos ó formaban un manto de blanca

espuma que relumbrando nos seguía, como una sombra!