En la carrera: 10
Capítulo I
Ganó el alto del cerro y dio vista a Badajoz. Se había desorientado un poco. Conocía casi un tercio de provincia palmo a palmo, y no, sin embargo, aun teniéndolos en las narices, estos campos de por la Puerta Trinidad, que acababa de recorrer y que no tenían facha de mineros. Sus bolsillos venían llenos de pedruscos -por si acaso-. Se sentó. Iba borrándose el crepúsculo y lucía la luna plateando allí abajo el Rivilla, a la derecha el Guadiana, y el Jévora más lejos. Tenía enfrente los murallones del Castillo y el Huerto del Manco. Luego volvía por el mismo sitio a la ciudad.
De un bolsillo de la americana sacó dos piedras, y de otro del pantalón un martillo. Las golpeó y se sintió sujeto por los hombros:
-¡Date preso, granuja!
Pero antes que el susto le dejase haber vuelto la cabeza, el guarda rural le soltó y se disculpaba:
-¡Oh, don Disiderio! ¡Perdón! ¡Perdone usted! Estaba yo en los pinos. Le vi y he subío detrás. A la sombra allegué a tomalo por el Raspas, del que m'han dao queja qu'apanda piñas toas las tarde pa vendelas con su rucho.
Don Desiderio no conocía al guarda, pero a él conocíale todo el mundo. Deshecho el equívoco, se levantó y se despidió. Era un señor de pocas palabras.
-Dio guar-té, don Disiderio. Pa bajá, tome usté mejó por la verea.
Sí, le conocía todo el mundo, como al gobernador, como a Zacarías, como a Charepe, y a cada cual por su estilo. Igual que Zacarías de largo y flaco, pero más huesoso y fúnebre, don Desiderio Gamboa tenía perilla, usaba gafas y era subdirector de seguros contra incendios. Su paso por las calles, solemne, silencioso, siempre con la misma preocupada lentitud, causaba una perpetua expectación de trágico ridículo. «¡Ahí va Gamboa!», decían las gentes. Su cara, su pelo muy rizado, su bigote y su perilla trovadorescos, su sombrero y su traje y sus botas, que sin estar viejos no estaban nuevos y se dirían los mismos desde hacía cuarenta años, ostentaban un idéntico color polvoroso y gris de mineral. Algunos quisieron llamarle Galena, en vez de Gamboa; y el mote no prosperó, estrellándose contra la tétrica y la bufa dignidad del minero incorregible. En rechazo, al verle, se recordaba a su mujer, a la Gamboa, retesalada y vistosísima jamona que le tenía la cabeza hecha un bosque. Por esto, o por sus tremendos desengaños de las minas -pues aun contando con treinta y tantas denunciadas, y la mayor parte de plomo y de carbón, no halla una explotable- paseaba su dolor sombrío, mudo, espectral..., como un hombre abrumado de desdicha, como un ser de expiación que él sólo soportase la pena negra de toda la historia humana... con la tristeza infinita de todo el carbón y el plomo que él no podía encontrar bajo sus pies... ¡Diríase que tenía también su alma sepultada en las entrañas de la tierra, y que la buscaba, que la buscaba!...
Hoy traíale lleno de recóndita esperanza el no haber podido romper con el martillo una de las piedras. ¿Cobre? ¿Hierro magnético, quizá?... Rabiaba por verse en el laboratorio. Cruzó las Puertas, subió la calle Trinidad, y desde San Andrés, en vez de dirigirse como todas las tardes a la tertulia de su único amigo, y también minero sin suerte, el viejo farmacéutico Candás, tiró por las de Tardío y Cansado... últimamente cruzó la plaza de Moreno Nieto y San Francisco, y entró en su casa, justamente de espaldas al paseo; la calle de Menacho. Se ahorró llamar, porque estaba su hija la mayor en una reja. Pero... ¿qué?, ¿qué le pasaba a Antonia?, ¿por qué le había abierto y le hablaba con tantos lúgubres sigilos? Nerviosa, pálida, muy pálida, contenida en un gran miedo, que no sabía disimular, temblaba la chiquilla. Inquirió Desiderio, y supo que... ¡nada!, ¡que estaba sola!..., ¡que los otros siete hermanitos no habían vuelto aún de paseo con las criadas... y que no..., que sí... que no estaba tampoco su madre!
-Y tú, ¿por qué no has salido?
-Porque Petra iba a llevarme con Gloria; pero me dormí de siesta, y se conoce que se fueron... y que mamá creía que me habían llevado... y...
-¡Vamos! ¡Y se fue y al despertar te ha dado miedo! ¡Sola! Pues aquí estoy. ¡Qué nerviosa eres, hija! Ea, cálmate, tengo mucho que hacer, y voy al laboratorio. Si quieres, súbete conmigo; pero has de estar callada y quieta.
Partió hacia el patio, hacia los corrales, hacia el laboratorio, que hallábase instalado encima de una cuadra; y no sólo no pretendió su hija seguirle, sino que así que le sintió lejos se abalanzó a la puerta del pasillo y la cerró con el cerrojo. Tras ella, respiró, libre de una angustia mortal en cien angustias. ¡Le había incomunicado, le había salvado de...!, ¡oh!..., ¡qué horrible!
Su actitud era, en la yerta inmovilidad que hacíala como querer cerrar hasta con su cuerpo aquella puerta, de enorme desolación. Por un rato permaneció de espaldas contra las maderas y con las uñas crispadas al cerrojo. Luego, unas convulsiones breves la obligaron a llevarse la otra mano al corazón -que le rompía-. Tenía la mirada fija adelante en el fondo opuesto del pasillo..., y no podía apartarla de allí. Los labios volvieron a temblarle. Se le contrajo la frente, y alrededor del estático martirio de los ojos empezó a espasmodizársele la faz en un clónico salto de músculos y nervios. Esto le ganó al poco la garganta. Gemía, queriendo suspirar. Su boca marcaba al fin una sonrisa de fiereza de tortura.
Pero en medio de esta misma fibrilar tormenta de todo el ser en su rostro, sus ojos seguían de una manera insensata clavados por la alucinación de infierno..., por la visión de horror... bajo la trágica luz que ella había encendido al recibir a su padre. Ansió apagarla, para que no pudiesen verla tal vez los que al salir de allá dentro debiesen ignorar que nadie los hubiera visto, y comprendió que no podría marchar de nuevo sino en un calambre duro que la obligase a caer o a quedarse en el camino engarrotada. Y, sin embargo, fatal, a menos de no haberles esquivado ni siquiera su presencia...
Hizo un esfuerzo y avanzó sostenida en la pared. Cada paso era una atáxica indecisión del paralítico, una trepidación disparada y lamentable. Apagó la luz. Corrió en seguida, como en eléctricos sacudimientos sin tino, y se metió por el falsete. Ya en salvo, cerró por dentro y cruzó más dominada la alcoba en que estaba también junto a la suya la cama de su hermanita y en donde ella se había dormido tan profundamente esta tarde. Fue al gabinete, a la reja, y se sentó. De la calle la ocultaba la persiana semiabierta.
«Sí, era su deber: puesto que decían todos que era lista, debía ingeniarse para salvar la tremenda situación.» Lloró profundamente, pero encontrando en su pena la reflexiva calma que tanta falta hacía. Con relación a su padre, estaba casi segura de haber zanjado el conflicto: seguiría él con su trabajo hasta las diez, hasta las doce, sin acudir ni a cenar, como siempre que se dedicaba a cualquiera de estas cosas de las minas. En cambio, su mamá, si saliese de... allá dentro antes que hubieran vuelto las niñas y las criadas, valdría más que la creyese a ella durmiendo todavía...: bien cerrado, pues, el falsete, con el fin de no ser sorprendida, si a la mamá se la ocurriera entrar aquí, y dándose tiempo para no franquearle el paso hasta después de fingirse durmiendo. Quedaba únicamente espiarles la llegada a los hermanos: a los mayorcillos, a Justo, sobre todo, que ya estaba en edad de darse cuenta de las cosas, enviarlos a buscar a las pequeñas; y a éstas, con las dos criadas, las haría volver por bombones al Campo de San Juan. Lo esencial estaba en que no llamasen, en que nadie entrase, mientras su mamá no hubiera salido de... allá dentro, mientras su mamá no pudiera abrir impunemente por sí misma.
Dobló al pañuelo la cabeza, y lloró más. Hacía calor, y la pobre Antonia sentía el frío de su abandono y de su heroísmo extraño.
¡Velaba, velaba aquí pura e inocente... por el secreto de las locuras de su madre!
Tan loca, que hasta se olvidaba al fin de la inminentísima imprudencia de la hora.
No era, por desdicha, la primera vez que le caían en el alma y en los ojos cándidos de niña detalles más que suficientes para tener con estas vergüenzas formado un fondo de dolor; pero sí era la primera vez (o la primera al menos que Antonia lo sabía) que su madre traía a su propia casa sus vergüenzas.
Y lloraba, lloraba la infeliz.
Lloraba por la pena suya que no podía decirle a nadie y que era demasiado grande para caberle en el pecho. Lloraba, no por la afrenta de su madre, que ya tenía bien llorada desde que años atrás pudo empezar a comprenderla, sino por el ultraje que afrenta tal habíala impuesto a ella esta tarde... ¡Sí, oh, sí! ¡A algo de ella, de su alrededor, del aire santo que aquí, cerca de su lecho blanco y de las cunas de los niños, respirábase, y que... no debió profanar!
¡Oh! ¡No lo comprendía!
¡No pudo comprenderlo, ni viéndolo, cuando la despertó a las cinco un ruido de palabras y de besos y los miró desde lo oscuro cruzar por delante del falsete mal cerrado!... ¡Cuando los sintió después, toda muerte, hundirse, con plena confianza, creyéndose sin duda solos, en el cuarto del otro lado de la sala!
De nuevo acreció su llanto, y esta vez lloraba por tita Jacoba, la mártir y la buena, de cuyas dulzuras vivía ella toda la dulzura y a cuyo recuerdo le rezaba por las noches. ¡Cuánto, hasta morirse, debió de hacerla sufrir lo que veía..., lo que comprendía que empezaba también a ver y a comprender la niña que iba pasando a mujercilla!... Cuando faltó, Antonia habría querido seguir siendo para sus hermanos esta verdadera madre que perdieron todos; pero sin autoridad ni carácter por sus pocos años, sin el cariño también de la mamá, que diríase que la odiaba más según crecía, los mayorcitos, los varones se le insubordinaban, y podía apenas barajar y asear y vestir a su gusto a las pequeñas.
El vislumbrar la causa de tal odio, de tal despego autoritario y rudo, al menos, de su madre, la aumentaba la pena hasta la angustia, hasta el bochorno mismo y la maldición de esta belleza que decían en Badajoz que ella tenía. Porque la causa no era otra... ¡nu podía ser para la hija más dolorosa y vergonzosa! Obligada la madre a sacarla siquiera algunas veces de paseo desde que la tita murió. Antonia, con sus faldas cortas y su negra melena, por los hombros, se vio de pronto lujosamente vestida, como nunca, según continuaba estándolo, en diferencia harto sensible a nada que se le comparasen los hermanos, y más que por su gusto, por el gusto de mamá..., junto a la cual tendría que ser un armónico ornamento. Entonces fue cuando poco a poco tuvo que ir adivinando muchas cosas. Pero en dos años, tan sólo, la chiquilla había ido también alcanzando casi la estatura de su madre, habían ido sus melenas recogiéndose y alargándose sus faldas..., y por la calle de San Juan y por San Francisco y por el puente las miradas y piropos eran ya de un modo predilecto para ella... ¡Para la linda muñeca de compañía, que ya parecía más bien la acompañada! El día del Corpus, con un traje ya casi de largo, su éxito entre las amigas, y aun entre los conocimientos de mamá, le había colmado a ésta los enojos; la llevó menos consigo, desde entonces, y diríase que en la pobre Clara se iba preparando otra muñeca de diez años!
Ahora, la que lloraba por todos, lloró por Clara también. Se la arrebataban, se la quitaban del alma..., del cariño y la ternura que a ella le quedó de tía Jacoba y en que habría querido tenerla siempre, igual que la tenía en su cuarto, aquí, y pudiendo velarla el sueño y arroparla por la noche en una cama tan cerca de su cama. Pero... ¡empezaban a quitársela como el ama y la niñera le quitaban a las otras...!, como le habían quitado a sus hermanos sus juegos de pilletes por las calles... ¡Qué hacer! Su madre no quería concederla autoridad ni respeto algunos. No le quedaba sino obedecerla, con una triste y muda sumisión... ¡A esta madre incapaz de poder adivinar en este instante que una hija le guardaba llorando las locuras!
Se alzó de pronto.
¡Sonaban en la sala!
Le entornó inmediatamente a la ventana las puertas, y fue a tirarse en el lecho. Los sintió cruzar el pasillo y despedirse..., ¡besos!...; luego el portón...: éste fue el ruido áspero de goznes y cerrojos que le devolvió a la desdichada una áspera alegría, porque la ignominia, al fin, quedaba ya sin pruebas dentro de la casa... ¡Oh, si ella pudiese quemar aquella alcoba!
Un momento después -¡bien lo había previsto, siendo la luz más cómoda, para de noche, la de este tocador! -su madre empujaba el falsete. La dejó obstinarse. Creería que estaba encajado con fuerza, o que el picaporte no jugaba. Cuando calculó que el estruendo era bastante para hacer despertar, dijo:
-¿Quién está ahí?
Hubo un silencio absoluto, repentino. Su madre debió de haberse quedado espantada tras la puerta. Repuesta luego, Antonia la oyó que preguntaba en incoherencias:
-Pero... ¡Antonia! ¿Eres tú? ¿Estás tú dentro?... ¿Cómo es que...? ¿Y por qué encerrada? ¿Cuándo has venido?... ¡Abre! ¡Abre!
Antonia se quitó de dos tirones los zapatos, encendió la luz y abrió. La madre parecía admirarse de verla en peinador, despelujada, descalza. No entró hasta que la oyó explicaciones: se había dormido después de comer, y la despertaban de noche, por lo visto, el cerrar obedecía a que, si no, entraban y salían los hermanos sin dejarla descansar.
-¿Pues no pensabas irte con Gloria?
-¡Claro, sí! ¿Y por qué no me ha llamado Petra?
Ante la generosa habilísima comedia, no sólo la mamá se calmó súbitamente, sino que se recobró a su genio autoritario. Pasó, pues, diciendo desabrida:
-¡Te llamaría, y tú estarías como un tronco! ¡Eso sacas de encerrarte!
Luego, ya delante del espejo, donde había encendido las tulipas y empezó a ordenarse el pelo y a empolvarse, creyó oportuno disculpar su bata y sus chinelas:
-Yo me fui a las cuatro y acabo de volver. ¡Es decir, hace un momento! Lo preciso para haberme desnudado. ¡Hija, sueño hace falta para...!
Se interrumpió, porque se aplicaba a los labios la pastilla de rojo porcelana que traía en la faltriquera. Mas como al sacarla entre el pañuelo se le cayó una carta, autorizó:
-¡Coge eso! La trajo el cartero a las cuatro, cuando yo salía.
Antonia se acercó y cogió del suelo la carta. Podía ser, entonces, verdad que la había llamado Petra, que ella se había dormido «como un tronco», puesto que no logró despertarla tampoco la voz del cartero, que la despertaba siempre, o que la oía así estuviese ella en los corrales. De Esteban. El sobre, roto; y no le produjo extrañeza, porque era la costumbre. Todo lo que le escribía el novio pasaba antes por la inspección de la mamá. Ya iba a retirarse al comedor, para leer (y para descorrer el cerrojo del patio, fingiendo al paso un abrir de portón que más tarde explicase la entrada de su padre, si es que alguien se preocupaba de ello al verle), y le oyó aún a la mama:
-Ahí te dice ése que viene, que ya se ha examinado de la última, sacando sobresaliente, y que quiere hablarte este verano por la reja... ¡Bueno, dile que sí! ¡Que un ratito cada tarde!... Después de todo, a ver si acaba la carrera y te espabilas y os casáis... ¡Que falta me irá haciendo si he de colocar tanta muchacha!
Creyó en esto Antonia entender un ansia de liberación, un enojo hacia ella, de estorbo, exacerbo por el «peligro de sorpresa» en que su mamá debió juzgarse esta tarde..., y partió, no sabiendo si alegrarse del permiso para hablar con Esteban que al fin se le concedía...
En la alcoba enjugóse aún una lágrima que esta vez no sabía por lo que fuese.